EL ROSTRO DE ZÓPIRO

Nos quedamos encallados en los arrabales de la pequeña ciudad de Paulis (Congo, provincia oriental) porque se nos ha acabado la gasolina. Estamos a la espera de alguien que al pasar por aquí tal vez quiera vendernos aunque sea un bidón. Nos hemos detenido en el único lugar posible: una escuela regentada por misioneros belgas cuyo superior es un hombre menudo, demacrado, a todas luces enfermo, el abbé Pierre. Puesto que el país es escenario de una guerra civil, los misioneros enseñan a los críos la instrucción militar. Los niños llevan al hombro unos palos largos y gordos, marchan en filas de a cuatro, cantan y corean consignas. ¡Qué semblantes más severos muestran, qué movimientos más enérgicos los suyos, cuánta seriedad y cuánto sentido del deber entraña este jugar a ser soldados!

Tengo una cama plegable en un aula vacía al final del barracón que alberga la escuela. El rincón es silencioso pues apenas me llegan los sonidos de la marcial instrucción. Tengo delante un parterre lleno de flores exuberantes, con unas dalias y unos gladiolos que sólo en los trópicos pueden crecer tan frondosos, con cintorias y otras muchas bellezas que veo por vez primera y cuyos nombres ignoro.

También a mí se me contagia el ambiente de guerra, pero no de ésta, de aquí y ahora, sino de otra, remota en el tiempo y el espacio, la que libra el rey de los persas Darío contra la rebelde Babilonia, descrita por Heródoto. Sentado a la sombra del porche, mientras ahuyento enjambres de moscas y mosquitos, me sumerjo en la lectura de su obra.

Darío es un hombre joven, de unos veintitantos años, que acaba de convertirse en rey del imperio más poderoso del mundo de entonces, el persa. En ese imperio multinacional, hoy un pueblo y mañana otro levanta la cabeza, se rebela y lucha por su independencia. Todas estas insurrecciones y revueltas las reprimen los persas fácil y despiadadamente, pero de pronto ha surgido un gran peligro, una amenaza que puede decidir el futuro del Estado, pues la que se rebela es la ciudad de Babilonia, capital de otro imperio, que fue incorporado al persa diecinueve años antes, en el año 538, por el rey Ciro.

Babilonia pretende declararse independiente y no hay en ello nada de extraño. Situada en el cruce de las rutas que unen Oriente con Occidente y el Norte con el Sur, es conocida como la mayor y la más dinámica ciudad del planeta. Es el centro de la cultura y la ciencia universales. Goza de especial fama como foco en que se concentran la matemática y la astronomía, la geometría y la arquitectura. Aún tendrá que pasar un siglo antes de que el papel de la ciudad-mundo lo herede la griega Atenas.

De momento, los babilonios —sabiendo que desde hace tiempo en la corte persa reina un gran desbarajuste, que el imperio ha estado gobernado por unos magos impostores, los cuales, finalmente, han sido depuestos en un golpe de palacio perpetrado por un grupo de notables persas que justo acaban de nombrar rey a uno de ellos, Darío— preparan una sublevación antipersa y la declaración de independencia. Heródoto anota que muy de antemano se habían preparado los babilonios para lo que intentaban. A buen seguro, escribe, se proveyeron de todo lo necesario para sufrir un dilatado sitio, sin que se echara de ver lo que iban organizando.

Y a renglón seguido aparece en el texto de Heródoto este pasaje: Cuando declaradamente se quisieron rebelar, tomaron una resolución más bárbara que extraña, como fue la de juntar en un lugar mismo a todas las mujeres y hacerlas morir estranguladas, exceptuando solamente a sus madres y reservándose cada cual una sola mujer, la que fuese más de su agrado: el motivo de reservarla no era otro sino el de tener panadera en casa, y el ahogar a las demás, el de no querer tantas bocas que consumieran su pan.

No sé si Heródoto se da cuenta de lo que escribe. ¿Habrá reflexionado sobre sus palabras? La Babilonia de entonces, en el siglo VI, cuenta con al menos doscientos o trescientos mil habitantes. El cálculo más simple lleva a la conclusión de que fueron condenadas a morir por estrangulación decenas de miles de mujeres: esposas, hijas, hermanas, abuelas, primas, amadas…

Nada más dice nuestro griego de esa masacre. ¿Quién tomó la decisión? ¿La Asamblea Popular? ¿El ayuntamiento de la ciudad? ¿El Comité de Defensa de Babilonia? ¿Hubo una discusión en torno a este asunto? ¿Protestó alguien? ¿Expuso otra opinión? ¿Quién decidió el método del exterminio de las mujeres? ¿Por qué precisamente por estrangulación? ¿No hubo otras propuestas? ¿Atravesarlas con lanzas? ¿Matarlas a sablazos? ¿Quemarlas en la hoguera? ¿Arrojarlas al Éufrates, que pasa por la ciudad?

Hay muchas más preguntas. Las mujeres que esperan en casa a sus hombres, que precisamente acaban de volver de la reunión en la que se ha decidido su suerte, ¿pueden leer algo en sus rostros? ¿Perplejidad? ¿Vergüenza? ¿Dolor? ¿Locura? Las niñas pequeñas por supuesto no se dan cuenta de nada. Pero ¿y las mayores? ¿El instinto no les dicta nada? ¿Y los hombres? ¿Todos al unísono se han sometido a la ley del silencio? ¿No hay ni uno solo que sienta la voz de la conciencia? ¿A ninguno le da un ataque de histeria? ¿Ninguno empezará a correr por las calles gritando a voz en cuello?

¿Y luego? Luego las reunieron a todas y las estrangularon. Así que debió de existir un lugar de concentración en el cual tenían que comparecer todos y donde se llevaría a cabo la selección. A continuación, las que siguieran con vida se colocarían a un lado, ¿y las otras? ¿Había por allí guardias municipales que cogían a las niñas y las mujeres que les ponían delante y las estrangulaban una tras otra? ¿O tenían que hacerlo sus propios padres y maridos, sólo que vigilados por la atenta mirada de unos jueces destinados a supervisar la ejecución? ¿Reinaba el silencio? ¿Se oían gemidos? ¿Los gemidos de ellos? ¿Sus súplicas por la vida de las recién nacidas, de sus hijas, sus hermanas? ¿Qué se hizo después con los cuerpos? ¿Con las decenas de miles de cadáveres? Pues un entierro digno era condición de una vida ulterior tranquila, de lo contrario los espíritus de las víctimas volverían en plena noche para martirizar a sus verdugos. A partir de aquello, ¿las noches de Babilonia llenaban de pavor a los hombres? ¿Se despertaban? ¿Tenían pesadillas? ¿No podían conciliar el sueño? ¿Notaban que los espectros los cogían por la garganta?

Para que no consumieran su pan. Sí, porque los babilonios se preparaban para un largo asedio. Conocían el valor de Babilonia, urbe rica y floreciente, ciudad de jardines colgantes y templos dorados, ya sabían que Darío no retrocedería ante nada en su afán de derrotarlos, si no con la espada, con el hambre.

El rey de los persas no pierde ni un segundo. En cuanto recibe la noticia de la sublevación, parte contra los rebeldes con todas las fuerzas juntas del imperio, y llegado allí, emprende desde luego el asedio de la plaza. Los babilonios, lejos de alarmarse o de temer por el éxito del sitio, subidos sobre los baluartes de la fortaleza bailaban alegres a la vista del enemigo, mofándose de Darío con todo su ejército. En una de estas danzas hubo quien dijo una vez con sarcasmo: «Persas, ¿qué hacéis aquí tanto tiempo ociosos? ¿Cómo no pensáis en volveros a vuestras casas? Pues en verdad os digo que cuando paran las mulas (animales, en principio, estériles) entonces nos rendiréis.»

Se mofaban de Darío con todo su ejército.

¿Nos podemos imaginar esta escena? El ejército más grande del mundo ha llegado a las puertas de Babilonia. Planta sus campamentos alrededor de la ciudad, protegida por sus imponentes murallas de adobe. Tienen varios metros de altura y son tan anchas que por su cima puede rodar un carro tirado por cuatro caballos en fila. Hay en ellas ocho puertas enormes y el conjunto lo protege además un foso profundo. Ante esta muralla tan monumental el ejército de Darío es impotente. En esta parte del mundo, la pólvora aparecerá sólo al cabo de mil doscientos años. Las armas de fuego se inventarán sólo al cabo de dos milenios. Ni siquiera hay máquinas de asedio: todo indica que los persas no tienen arietes, así que los babilonios se sienten invencibles e impunes: no les pueden hacer nada. Por lo tanto es comprensible que subidos a la muralla estén mofándose de Darío con todo su ejército. ¡Tamaño ejército!

La distancia que separa a ambos bandos es tan pequeña que los asediados y los asediadores pueden hablar los unos con los otros, increpando e insultando los primeros a los segundos. Si Darío en persona se acerca a la muralla es posible que oiga, dirigidas a él, las peores invectivas y ofensas. La situación es de lo más denigrante, tanto más cuanto que se prolonga durante mucho tiempo: Pasado ya un año y siete meses de sitio, viendo Darío que no era capaz de tomar tan fuerte plaza, hallábanse él y su ejército descontentos y apurados…

Y, sin embargo, al cabo de un tiempo se produce un cambio. Llegado el vigésimo mes, a Zópiro le sucedió la rara monstruosidad de que pariera una de las mulas de su bagaje.

El joven Zópiro es hijo de un notable persa, Megabizo, y pertenece a la selecta élite del imperio. Se muestra conmocionado ante la noticia de que su mula ha dado a luz. Ve en ello una señal de los dioses, un aviso de que Babilonia puede ser tomada. Lleva la noticia a Darío. Le cuenta lo sucedido y le pregunta hasta dónde llega su deseo de tomar la ciudad.

—Hasta el infinito —responde Darío—, pero ¿cómo hacerlo?

Llevan casi dos años asediando la ciudad, ya lo han intentado todo, todos los ardides, tretas y artimañas, pero no han logrado abrir la menor grieta en las murallas de Babilonia. Darío está desanimado y no sabe qué hacer: dar marcha atrás significa cubrirse de oprobio, y, además, perder la satrapía más importante, pero al mismo tiempo tampoco se ven perspectivas de tomar la ciudad.

Dudas, vacilaciones, perplejidad. Viendo a su rey tan atormentado, Zópiro busca medio de poder ser él mismo el autor de la empresa y ejecutor de tan grande hazaña. Se retira a un lugar que Heródoto no precisa y allí, con un cuchillo de hierro o de latón, se corta la nariz y las orejas, se pela al rape (estigma de los asesinos) y ordena que lo azoten. De esta guisa, torturado, mutilado y chorreando sangre, comparece ante Darío. Al ver a Zópiro tan maltratado Darío sufre una conmoción. Salta luego de su trono, y le pregunta gritando quién así lo ha malparado y con qué ocasión.

La nariz, acabada de cercenar y brotando sangre, así como el hueso quebrado, deben de causar un dolor tremendo; el labio superior, las mejillas y toda esta parte de la cara seguro que aparecen hinchados, y los ojos, empapados en sangre, pero aun así Zópiro saca fuerzas de flaqueza para responder:

Ningún otro, señor, sino vos mismo, pues sólo mi soberano pudo ponerme tal como aquí me miráis. Por vos, señor, yo mismo me he desfigurado así por mis propias manos, sin injuria de extraños, no pudiendo ya ver ni sufrir por más tiempo que los asirios se burlen y se mofen de los persas.

A lo que Darío replica:

Hombre infeliz, ¿quieres dorar un hecho, el más horrendo y negro, con el calor más brillante que discurrirse pueda? ¿Pretextas ahora que por odio de los sitiados has ejecutado en tu persona esa carnicería sin remedio? Dime por los dioses, hombre mal aconsejado, ¿acaso se rendirán antes los enemigos porque tú te hayas hecho pedazos? ¿No ves que mutilándote no has cometido sino una locura?

Por boca de Zópiro, Heródoto nos explica la manera de pensar propia de la época, presente en la cultura de aquella gente desde hacía milenios, según la cual el hombre que ha sufrido un atentado a su dignidad, que se ha sentido humillado y denigrado sólo por ser diferente no puede liberarse del abrasador sentimiento de vergüenza e ignominia sino a través de un acto de autoinmolación. Me siento marcado y, siéndolo, no puedo seguir viviendo. Antes la muerte que el estigma marcado con hierro candente en mi rostro. También Zópiro desea liberarse de esta sensación. Y lo hace cambiando su rostro por uno monstruoso, pero el nuevo ya no es ese rostro de un persa del que se mofaban los babilonios.

Es significativo que Zópiro no considere las afrentas de los babilonios como un perjuicio individual, del que sólo él es destinatario. No dice: «Me han injuriado»; dice: «Nos están injuriando, a nosotros, a todos los persas.» Pero no ve la salida de esta humillante situación en exhortar a la guerra a los persas, sino en un acto individual, personal, de autoinmolación (o automutilación), que para él significa liberación.

Es cierto que Darío condena la acción de Zópiro, que califica de irresponsable y escandalosa, pero no tardará en sacarle partido, se aferrará a ella como a la última tabla de salvación, para proteger de la deshonra a su pueblo, a su imperio, a la majestuosidad del poder real.

Así que acepta el plan de Zópiro que consiste en lo siguiente: Zópiro irá donde los babilonios fingiendo que ha huido de las persecuciones y torturas que le ha infligido Darío. Al fin y al cabo, ¡no hay mejor prueba que sus heridas! Está seguro de que logrará convencer a los babilonios, de que se ganará su confianza y de que le ofrecerán el mando de sus tropas, tras lo cual abrirá las puertas de la ciudad a los persas.

Un buen día, unos babilonios que se encuentran sobre la muralla ven acercarse a rastras a su ciudad-fortaleza a una figura humana ensangrentada y cubierta de harapos. El hombre en cuestión no cesa de mirar hacia atrás para ver si lo persiguen. Venle venir así los centinelas apostados en las almenas, y bajando a toda prisa, pregúntanle quién era y a qué venía, desde una de las puertas medio abiertas. Respóndeles que era Zópiro que quería pasárseles a la plaza. Oído esto, lo conducen al punto a los magistrados de Babilonia. Puesto allí en presencia de todo el congreso, empieza a lamentar su desventura y decir que Darío era quien había hecho ponerlo del modo en que él mismo se había presentado. Y añade: Prometo hacer a Darío cuanto mal pudiere.

El consejo de los magistrados da crédito a sus palabras y pone a su disposición una guarnición para que ejecute su venganza. Justo lo que Zópiro esperaba. En la fecha concertada, al décimo día de la fingida evasión, Darío lleva hasta una puerta a mil de sus hombres, los más débiles. Los babilonios salen disparados por la puerta en cuestión y no dejan títere con cabeza. Siete días más tarde, de acuerdo con lo convenido con Zópiro, Darío vuelve a enviar otra partida de sus peores soldados a la puerta, esta vez son dos mil, y los babilonios, cumpliendo una orden de Zópiro, también a éstos los pasan a cuchillo. La fama de Zópiro entre los babilonios aumenta: lo tienen por héroe y salvador. Pasan otros veinte días y Darío, siguiendo el plan, envía otros cuatro mil soldados. Todos mueren a manos de los babilonios. Estos últimos, agradecidos, nombran a Zópiro caudillo y comandante en jefe de la ciudad-fortaleza.

Zópiro ya tiene las llaves de todas las puertas. El día convenido Darío ataca la ciudad desde todas las partes y Zópiro abre las puertas. Babilonia está tomada: Dueño Darío de los babilonios vencidos, tomó las providencias oportunas: una sobre la plaza, mandando demoler todos los muros y arrancar todas las puertas de la ciudad…, y otra sobre los sitiados, haciendo empalar hasta tres mil de aquellos que sabía habían sido autores principales de la rebelión.

Y otra vez Heródoto pasa por alto todo lo demás. Dejemos de lado la demolición de las murallas, aunque debió de ser un trabajo gigantesco. ¿Pero empalar a tres mil hombres? ¿Cómo se hizo? ¿Había un solo palo preparado y los condenados esperaban pacientemente su turno formando cola? ¿Todos tenían que contemplar cómo empalaban a su predecesor? ¿No podían intentar escaparse porque estaban atados? ¿No podían dar un paso, paralizados por el miedo? Babilonia era el centro mundial de las ciencias, era ciudad de matemáticos y astrónomos. ¿También a ellos los empalaron? ¿Durante cuántas generaciones, incluso siglos, fue frenado el desarrollo del conocimiento humano?

Pero al mismo tiempo Darío pensaba en el futuro de la ciudad y de sus habitantes. A fin de dar mujeres a los babilonios para la propagación (puesto que ellos, como llevamos referido, habían antes ahogado a las que tenían, a fin de que no les gastasen las provisiones durante el sitio), ordenó Darío a las naciones circunvecinas que cada cual pusiera en Babilonia cierto número de mujeres que él mismo determinaba, de suerte que la suma de ellas que allí se recogieron subió a cincuenta mil, de quienes descienden los actuales babilonios.

Como premio, dio a Zópiro el gobierno vitalicio de Babilonia. Cuéntase, con todo, que solía decir el mismo Darío que antes quisiera no ver en Zópiro aquella carnicería de mano propia que conquistar y rendir no una, sino veinte Babilonias que existieran.