LA ESTACIÓN Y EL PALACIO

Mientras en Benarés se pueden encontrar motivos para el optimismo (la posibilidad de purificarse en el río sagrado y, gracias a ello, de mejorar el estado de ánimo y la esperanza de aproximarse al mundo de los dioses), la visita a la Sealdah Station de Calcuta nos sume en un talante diametralmente opuesto. Llegué allí desde Benarés en tren y —como comprobaría enseguida— en mi viaje había pasado de un relativo paraíso a un infierno absoluto.

En la estación de Benarés, el revisor me lanzó una mirada y me preguntó:

Where is your bed?

Aunque comprendí lo que me había dicho, por lo visto mi aspecto denotaba lo contrario, pues al cabo de un instante y de manera más inquisidora repitió la pregunta:

Where is your bed?

Resulta que incluso las personas con ingresos medios —¿y qué decir de los representantes de una raza tan elegida como los europeos?— viajan en tren con cama propia. Lo normal es que el pasajero aparezca en la estación con un criado que lleva sobre su cabeza un colchón enrollado, una manta, una sábana, una almohada y demás equipaje. Una vez en el vagón (en el que no hay bancos), el criado prepara el lecho de su amo, tras lo cual desaparece sin decir palabra, como si se disipase en el aire. A mí, educado en el espíritu de fraternidad e igualdad de los seres humanos, una situación en que un hombre con las manos vacías caminase seguido por otro hombre, cargado con el colchón, las maletas y la cesta con víveres del primero, me escandalizaba sobremanera, se me antojaba como algo que sólo merecía protesta y rebelión. Pero pronto me vi obligado a olvidar tal cosa, porque en cuanto subí al vagón, desde varias direcciones me llegaron voces, a cual más sorprendida:

Where is your bed?

Pertrechado tan sólo con una bolsa de viaje, me sentí como un bicho raro, pero ¿cómo diablos podía saber que, además del billete, también debía tener un colchón? Incluso si lo hubiera sabido y me hubiera comprado uno, tampoco habría podido cargar con él yo mismo, habría tenido que contar con un criado. Y, más tarde, ¿qué hacer con el criado? ¿Y qué hacer con el dichoso colchón?

Por cierto, ya hacía un tiempo que me había dado cuenta de que a cada objeto y a cada actividad estaba adscrito un hombre y que ese hombre velaba celosamente por su papel y su lugar: en esto se asentaba el equilibrio de aquella sociedad. Había quien estaba encargado de llevar té a las habitaciones, otro lustraba los zapatos, otro barría el suelo y así sucesivamente, hasta el infinito. Dios me librase de pedir al encargado de planchar las camisas que me cosiera el botón de una. Por supuesto a mí, educado, etc., lo que más fácil me resultaba era cosérmelo yo mismo, pero entonces habría cometido un error garrafal, pues habría privado de la oportunidad de ganarse unas monedas a aquel que vivía de coser los botones de las camisas, que, por lo general, era padre de familia numerosa. Aquella sociedad era como un encaje perfecto, sutilmente alambicado, de rangos y puestos, de grados y categorías, y se necesitaban grandes dosis de experiencia, así como de intuición y conocimiento, para penetrar en aquella estructura tan minuciosamente tejida.

Pasé en vela la noche de viaje en aquel tren porque los viejos vagones, vestigio de la época colonial, sacudían y zarandeaban a los pasajeros, emitían estruendosos chirridos y, por sus ventanas, que era imposible cerrar, penetraban ráfagas de lluvia. Entramos en la Sealdah Station con las primeras luces del día, un día nublado, plomizo. Toda la enorme estación —hasta el último rincón de sus largos andenes, la vasta superficie de las vías muertas y los lodazales adyacentes— aparecía ocupada por decenas de miles de personas escuálidas que, sentadas o tumbadas en medio del lodo y el agua, aguantaban la catarata —era la estación de las lluvias, el diluvio tropical no cesó ni por un instante— que les caía sobre la cabeza. Lo que enseguida saltaba a la vista era la miseria de aquella gente empapada —auténticos esqueletos—, su número rayano en lo infinito y —tal vez lo que más— su quietud. Parecían formar parte inerte de aquel paisaje lóbrego y deprimente cuyo único elemento vivo eran los chorros de agua que caían del cielo. De todas maneras, la absoluta pasividad de aquellos desdichados encerraba una lógica, cierto que desesperada, pero no por eso desprovista de racionalidad: no se escondían del aguacero porque no tenían dónde —allí terminaba su peregrinaje— y no se tapaban con nada porque nada tenían.

Eran refugiados de la guerra civil —acabada pocos años antes— entre hinduistas y musulmanes, guerra que acompañó el nacimiento de la India y el Pakistán independientes y que había arrojado un terrible saldo de cientos de miles de muertos, tal vez incluso de un millón, y millones de refugiados. Estos últimos llevaban años errando por el país sin poder hallar auxilio y, abandonados a su sino, vegetaban todavía durante un tiempo en lugares como la Sealdah Station, donde finalmente encontraban la muerte por enfermedad o inanición. También había, sin embargo, una cosa más: las columnas de los desplazados por la guerra que vagaban por el país se topaban en su camino con otras columnas, igualmente multitudinarias, de damnificados por las inundaciones, expulsados de sus ciudades y pueblos por el desbordamiento de los caudalosos e indómitos ríos de la India. Así que millones de personas apáticas y sin techo erraban por los caminos, cayendo de agotamiento, a menudo para no volverse a levantar. Otros intentaban llegar a alguna gran ciudad con la esperanza de conseguir allí un poco de agua potable y quizá incluso un puñado de arroz.

El mero acto de bajar del vagón me resultó harto difícil: no tenía donde poner el pie. Por lo general, un color de piel diferente suele llamar la atención, pero en aquella estación ya nada podía atraer el interés de sus moradores, que parecían existir más allá de la vida.

Vi la escena siguiente: una anciana saca de un pliegue de su sari un puñadito de arroz. Lo vierte en un cuenco. Empieza a mirar en derredor suyo, a lo mejor en busca de agua o tal vez de fuego, para hervir aquella exigua cantidad. En el cuenco clavan sus miradas unos niños que están apiñados alrededor. De pie, sin mover un músculo y sin decir palabra, permanecen con la vista fija en el arroz durante un rato. El rato se prolonga. Los niños no se abalanzan sobre el arroz, éste es propiedad de la anciana; tienen inculcado algo, algo más fuerte que el hambre.

Pero entonces aparece un joven que se abre camino a codazos entre la muchedumbre. Tropieza con la anciana, el cuenco salta de sus manos y el arroz se desparrama por el andén, cayendo en medio del lodo y los desperdicios. En este mismo instante los niños se arrojan al suelo, se pierden entre las piernas de los adultos y revuelven en el fango intentando rescatar algunos granos. La anciana permanece de pie con las manos vacías. Ahora tropieza con ella otro hombre. La anciana, los niños, la estación, todo está siendo inundado por el tropical aguacero. Permanezco allí empapado y temo dar un paso. De todos modos, tampoco sé adónde ir.

Desde Calcuta me dirigí hacia el sur, a Hyderabad. Las experiencias del sur resultarían muy distintas a las dolorosas sensaciones del norte. El sur parecía alegre, tranquilo, soñoliento y algo provinciano. Los servidores del rajá local debieron de confundirme con alguien, pues en la estación me dieron una bienvenida solemne y me llevaron derecho a un palacio. Allí me dio una bienvenida cordial un señor mayor muy amable, que me invitó a sentarme en un cómodo sillón de piel. Por lo visto esperaba una conversación profunda y prolongada, pero mi pobre, paupérrimo inglés no servía para tal propósito. Chapurreé a duras penas cuatro palabras, noté que me sonrojaba y el sudor me empapaba los ojos. El amable señor sonreía con benevolencia, lo que me infundió ánimos. Todo transcurrió como en un sueño. Como en el surrealismo más puro. Unos criados me acompañaron a una habitación situada en un ala del palacio. Yo era huésped del rajá y aquélla era mi morada. Quise aclarar la situación pero no supe cómo: me faltaban palabras para deshacer el entuerto. ¿El hecho de que yo viniese de Europa imprimía un toque de distinción al palacio? Tal vez. Lo ignoro.

Día tras día, tenaz y obsesivamente, me aprendía palabras de memoria (¿qué brillaba en el cielo? The sun; ¿qué caía sobre la tierra? The rain; ¿qué movía los árboles? The wind, y así sucesivamente, entre veinte y cuarenta palabras diarias); leía a Hemingway y, en el libro del padre Dubois, intentaba comprender el capítulo dedicado a las castas. El principio ni siquiera era difícil: había cuatro castas. La primera, la superior, estaba reservada a los brahmanes: sacerdotes, hombres del espíritu, pensadores, aquellos que señalaban el camino; la segunda, más baja, a los kshatriyas: guerreros y mandatarios, hombres de la espada y la política; la tercera, más baja aún, a los vaishyas: mercaderes, artesanos y agricultores; y, finalmente, la cuarta, para los sudras: hombres dedicados al trabajo físico, sirvientes, jornaleros, etc. Los problemas empezarían más tarde, cuando resultó que dichas castas se subdividían en cientos de subcastas, estas últimas, a su vez, en decenas, docenas y veintenas de subsubcastas, y éstas, a su vez, en otras, y así ad infinitum. Y es que India es infinitud. En todos los ámbitos de la vida: infinitud de dioses y mitos, de lenguas y creencias, de razas y culturas, de todo y en todas partes. Se mire donde se mire, se piense en lo que se piense, se nos echa encima esa omnipresente infinitud que acaba poniéndonos la cabeza como un bombo.

Al mismo tiempo, el instinto me decía que todo lo que veía a mi alrededor no era más que signos, imágenes y símbolos externos tras los cuales se ocultaba un vasto y rico mundo de creencias, ideas y representaciones del que nada sabía. A la vez me preguntaba si me era inasequible tan sólo porque carecía de conocimientos teóricos, aquellos que se encuentran en los libros, o tal vez también debido a un motivo más profundo, a saber: porque mi razón estaba demasiado impregnada de racionalismo y materialismo para poder explorar y comprender una cultura tan llena de espiritualidad y metafísica como lo es el hinduismo.

Embargado por semejante estado de ánimo, abrumado además por la riqueza de los detalles que encontraba en la obra del misionero francés, dejaba su libro a un lado y me zambullía en la ciudad.

El palacio del rajá —meras galerías, cientos de galerías acristaladas; cuando se abría alguno de sus ventanales la habitación se llenaba de una suave y refrescante corriente de aire— estaba rodeado por unos jardines cuidados y frondosos, en los cuales siempre se afanaban varios jardineros podando, segando y rastrillando, y un poco más allá, detrás de una tapia alta, empezaba la ciudad. El camino al centro llevaba a través de un laberinto de callejuelas angostas que siempre estaban repletas de gente. Se pasaba junto a un sinfín de tiendas, tenderetes y puestos callejeros, llenos de colorido y que ofrecían alimentos, ropa, calzado, productos de droguería… Aunque no llovía, todo aparecía cubierto de fango, pues allí todo líquido se vertía directamente sobre la calzada: la calzada no era de nadie.

Por todas partes hay altavoces de los cuales salen unos resonantes cánticos, fuertes y monótonos. Llegan desde los templos cercanos. Se trata de unos edificios pequeños cuya altura a menudo no sobrepasa la de las casas adyacentes, que son de una o dos plantas, pero numerosos en verdad. Todos se parecen, pintados de blanco, engalanados con guirnaldas de flores y con adornos brillantes; embellecidos y luminosos, son como novias acudiendo a su boda. El ambiente que rezuman también resulta alegre y festivo. Siempre están llenos de gente que susurra, quema incienso, pone los ojos en blanco, extiende las manos… Unos hombres (¿sacristanes?, ¿monaguillos?) reparten dulces entre los fieles: ya un trozo de pastel, ya de mazapán, ya un caramelo. El que sostenga la mano extendida durante un rato largo podrá hacerse con dos o, incluso, tres raciones. Hay que comerse el dulce o depositarlo sobre el altar. La entrada a los templos, a todos, es libre; nadie pregunta a nadie quién es ni qué fe profesa. Cada cual rinde su culto de forma individual, por su propia cuenta, sin un rito colectivo, por lo que se respira un ambiente desenfadado y libre, incluso de cierto desorden.

Los lugares de culto son tan numerosos porque en el hinduismo el número de deidades es infinito; nadie ha sido capaz de llevar a cabo su inventario. Las deidades no compiten entre sí sino que coexisten en plena paz y armonía. Uno puede creer en una o varias al mismo tiempo, como también puede cambiar una por otra en un determinado momento, dependiendo del lugar, el tiempo, su estado de ánimo y sus necesidades. Los que rinden culto a una deidad aspiran a erigirle un santuario, un templo. No resulta difícil imaginarse las consecuencias de tal práctica, teniendo en cuenta que ese politeísmo liberal se prolonga desde hace milenios. ¡Cuántos templos, capillas, altares y estatuas no se habrán construido a lo largo de este tiempo y cuántos no habrán quedado destruidos por inundaciones, incendios, tifones y guerras contra los musulmanes! Si se juntasen todos en un mismo lapso, ¡cubrirían la mitad del mundo!

Entre una y otra zambullida en la ciudad, recalo en un templo dedicado a Kali, la diosa de la destrucción que representa los estragos causados por el tiempo. No sé si se le puede implorar clemencia, pues es imposible detener el tiempo. Kali es alta, negra, saca la lengua, lleva un collar de cráneos y aparece erguida y con las manos extendidas. Aunque es mujer, más vale no caer en sus brazos.

Para llegar al templo, hay que pasar entre dos filas de puestos de venta callejeros. Se pueden comprar en ellos perfumes de aromas fuertes, polvos de colores, estampitas, colgantes, todo tipo de kitsch de feria. Ante la estatua de la diosa se alarga una nutrida cola de personas cavilosas y bañadas en sudor que avanzan muy poco a poco. El olor de los sahumerios marea, hace un calor sofocante, todo está sumido en la oscuridad. Al llegar a la estatua se produce un intercambio simbólico: se le entrega al sacerdote una piedrecita, previamente comprada, y éste corresponde entregando otra. Seguramente se le da una sin bendecir y se recibe una bendecida. Pero ¿seguro que es así? No lo sé.

El palacio del rajá está lleno de servidumbre, en realidad no se ve a nadie más, como si se le entregara toda la propiedad para que la gobierne con poder absoluto. Mayordomos, lacayos, camareros, criados y guardarropas, especialistas en preparar té y en escarchar pasteles, planchadores y recaderos, exterminadores de mosquitos y de arañas, y sobre todo aquellos cuyo cometido resulta difícil de definir. Constituidos en una auténtica multitud, no cesan de recorrer dormitorios, salones y pasillos, de subir y bajar escaleras, ya quitando el polvo de los muebles y las alfombras, ya sacudiendo cojines, ya desplazando los sillones, ya podando y regando las plantas.

Todos se mueven silenciosa, sigilosa y cautelosamente, hasta tal punto que parecen un poco asustados, si bien no se percibe en ellos señales de nerviosismo, no corren, no agitan los brazos, se podría pensar que los acecha un tigre de Bengala del cual sólo se salvaría aquel que siguiese el principio de: ¡ni un solo movimiento brusco! Incluso durante el día, a la luz de un sol incandescente, recuerdan sombras antes que personas, tanto más cuanto que se mueven sin decir una sola palabra y siempre de tal manera que resulten lo menos visibles posible, de modo que por todos los medios no sólo intentan no cruzarse con nadie, sino que también evitan las situaciones en que podrían hallarse en el campo de visión de alguien.

Sus vestimentas presentan una gran variedad, dependiendo del rango y cometido: desde dorados turbantes, abrochados con piedras preciosas, hasta el sencillo dhoti, ese taparrabo anudado en la cadera que llevan los que ocupan los peldaños más bajos del escalafón. Unos lucen sedas, fajas bordadas y charreteras brillantes; otros llevan caftanes blancos y camisas de lo más corriente. Pero hay algo que comparten: todos van descalzos. Por más bordados y entorchados que exhiban, por más brocados y cachemiras con que se adornen, nada cubre sus pies.

Enseguida me di cuenta de este detalle pues estoy un poco tocado de la cabeza con el tema del calzado. Mi chifladura se remonta a los tiempos de la guerra, a los años de la ocupación alemana. Recuerdo el otoño de 1942: no tardaría en llegar el invierno y yo no tenía zapatos. Los viejos estaban hechos trizas y mi madre no tenía dinero para comprarme unos nuevos. Los zapatos accesibles a los polacos costaban cuatrocientos zlotys; la parte superior estaba hecha de dril impregnado de una sustancia alquitranada, impermeable, y las suelas, de madera de tilo. ¿De dónde íbamos a sacar los cuatrocientos zlotys?

Vivíamos por aquel entonces en Varsovia, en la calle Krochmalna, en el piso de los señores Skupiewski, sito junto a una de las puertas del gueto. El señor Skupiewski se dedicaba a una manufactura casera: fabricaba pastillas de jabón, todas del mismo color: verde.

—Te daré pastillas de jabón a comisión —me dijo—, cuando vendas cuatrocientas tendrás para zapatos, y la deuda me la devolverás después de la guerra.

En aquellos momentos aún se creía que la guerra tenía los días contados. Me aconsejó que desplegase mi negocio en los alrededores de la línea del ferrocarril Varsovia-Otwock, porque en aquellos trenes eléctricos viajaban veraneantes, gente que de vez en cuando deseaba lavarse, con lo que seguro que me comprarían jabón. Le hice caso. Tenía yo entonces diez años y el que nadie me quisiese comprar aquellas dichosas pastillas de jabón me hizo verter la mitad de las lágrimas de toda mi vida. En todo un día de ir de casa en casa no vendía ninguna o, como mucho, una. En una ocasión logré vender tres y regresé a casa radiante de felicidad.

Después de pulsar el timbre me ponía a rezar fervorosamente: ¡Dios, haz que compren, aunque sólo sea una, pero que me la compren! En realidad, al intentar causar lástima, practicaba una especie de mendicidad. Entraba en la vivienda y decía:

—Señora, cómpreme una pastilla de jabón. El invierno está al caer y yo no tengo dinero para zapatos.

El método funcionaba unas veces, pero otras veces no, porque por los mismos lugares merodeaban muchos otros niños que intentaban arreglárselas como mejor podían, ya robando, ya pedigüeñeando, ya vendiendo cualquier cosa.

Llegaron los últimos estertores del otoño y el frío me mordía los pies tan dolorosamente que tuve que abandonar el negocio. Había reunido tan sólo trescientos zlotys, pero la generosa mano del señor Skupiewski añadió los cien que me faltaban. Mamá y yo compramos unos zapatos. Si se envolvía el pie en un grueso peal de fieltro y, además, en papel de periódico, se podía caminar con ellos incluso durante las mayores heladas.

Pasados los años, cuando vi que en la India millones de personas iban descalzas, afloró en mí un sentimiento de comunión, de hermandad con aquellas gentes, y a veces incluso me embargaba ese estado de ánimo que se experimenta cuando se retorna al hogar de la infancia.

Regresé a Delhi, adonde de un día a otro debía llegar mi billete de vuelta a Polonia. Busqué mi viejo hotel, en el que incluso me dieron la misma habitación. Retomé la actividad de familiarizarme con la ciudad, visité museos, intenté leer el Times of India y me sumergí en el estudio de Heródoto. Ignoro si el griego había llegado hasta la India; teniendo en cuenta las dificultades para trasladarse de un sitio a otro propias de la época, la cosa parece bastante improbable, aunque tampoco se puede descartar esta posibilidad. Al fin y al cabo, ¡conoció lugares tan alejados de Grecia! Describió, eso sí, las veinte provincias, por aquel entonces llamadas satrapías, de la mayor superpotencia de la época, Persia, y la India constituía una de ellas, la más poblada. Nación sin disputa la más numerosa de cuantas han llegado a mi noticia, afirma, y luego habla del país, de su situación geográfica, de su sociedad y costumbres. La parte de la India que está hacia donde nace el sol es toda un mero arenal, porque ciertamente de todos los pueblos del Asia de quienes algo puede decirse con fundamento de verdad y de experiencia, los indios son los más vecinos de la aurora y los primeros moradores del verdadero Oriente o lugar del nacimiento del sol, pues lo que se extiende más allá de su país y se acerca más a Levante es una región desierta, totalmente cubierta de arena. Muchas y diversas son las naciones de los indios, y no hablan una misma lengua; unas son de nómadas o pastores, otras no; algunas de ellas, viviendo en los pantanos que forman allí los ríos, se alimentan de peces crudos que van pescando con barcos de caña… Estos indios de las lagunas llevan una ropa hecha de cierta clase de junco que, después de segado en los ríos y machacado, van tejiendo a manera de estera, haciendo de él una especie de petos con que se visten.

Otros indios, que se llaman padeos, habitan hacia la aurora; son no sólo pastores de profesión, sino que comen crudas las reses, y sus usos se dicen son los siguientes: cualquiera de sus paisanos que llegue a enfermar, sea hombre, sea mujer, ha de servirles de comida. ¿Es varón el infeliz doliente? Los hombres que le tratan con más intimidad son los que lo matan, dando por razón que, corrompido él por su mal, llegaría a corromper las carnes de los demás. El infeliz resiste y niega su enfermedad; mas ellos por eso no lo perdonan, antes bien lo matan y hacen de su carne el banquete. ¿Es mujer la enferma? Sus más amigas y allegadas son las que hacen con ella lo mismo que suelen hacer los hombres con sus amigos enfermos. Si alguno de ellos llega a la vejez, y son pocos de este número, procuran quitarle la vida antes que enferme de puro viejo, y muerto se lo comen alegremente.

Otros indios hay cuya costumbre es no matar animal alguno, no sembrar planta ninguna, ni vivir en casas. Su alimento son las hierbas… El infeliz que entre ellos enferma se va a despoblado y tiéndese en el campo, sin que nadie se cuide de él, ni durante la enfermedad, ni después de muerto.

El concúbito de todos estos indios mencionados se hace en público, nada más contenido ni modesto que el de los ganados. Todos tienen el mismo color que los etíopes: el esperma que dejan en las hembras para la generación no es blanco, como en los demás hombres, sino negro como el que despiden los etíopes.

Luego, viajé aún a Madrás y a Bangalore, y también a Bombay y a Chandigarh. A medida que recorría kilómetros y más kilómetros me asaltaba la deprimente convicción de que toda pretensión de conocer y comprender el país en que me encontraba era una empresa desesperada y condenada al fracaso. ¡Con lo grande que era! ¿Cómo describir algo que, según me parecía, no tenía fronteras, no tenía fin?

Recibí el billete de vuelta: Nueva Delhi — Kabul — Moscú — Varsovia. Aterricé en Kabul cuando se ponía el sol. Un cielo rosa intenso, casi violeta, lanzaba sus últimos destellos sobre las montañas, de un azul oscuro, que rodean el valle. El día declinaba, sumiéndose en un silencio profundo, absoluto: era el silencio del paisaje, de la tierra, del mundo, un silencio que nada era capaz de alterar, ni la campanilla prendida al cuello de un asno, ni el menudo trote de un rebaño de ovejas que pasaba junto al barracón del aeropuerto.

Me retuvo la policía porque no tenía visado. No podían mandarme de vuelta porque el avión que me había traído había despegado enseguida y en la pista no se veía aparato alguno. Después de debatir y preguntarse qué hacer conmigo, se marcharon a la ciudad. Sólo se quedaron dos personas: yo y el vigilante del aeropuerto. Era un hombre macizo, enorme, de anchos hombros y una barba negra azabache, la mirada amable y una sonrisa apenas esbozada, tímida. Llevaba un abrigo militar largo y una desvencijada metralleta Mauser.

Oscureció en un abrir y cerrar de ojos y la temperatura cayó en picado. Empecé a tiritar porque, viniendo de los trópicos, iba en mangas de camisa. El vigilante trajo unos troncos, un poco de leña menuda, otro poco de hierba seca y encendió una hoguera en la pista. Me dio su abrigo, y él mismo se envolvió en una oscura manta de lana de camello que le llegaba hasta los ojos. Permanecimos sentados uno frente al otro sin decir palabra, nada sucedía a nuestro alrededor, a lo lejos se oía el canto de los grillos y luego, más lejos aún, rugió el motor de un coche.

Por la mañana aparecieron los policías, acompañados por un hombre mayor. Era un comerciante que compraba en Kabul algodón para las fábricas textiles de Lódz. El señor Bielas, que así se llamaba, prometió ocuparse de mi visado; ya llevaba allí un tiempo y tenía contactos. En efecto, no sólo me consiguió un visado, sino que también me acogió en su chalet, contento porque no viviría solo.

Kabul: polvo y más polvo. En el valle donde está situada la ciudad soplan unos vientos que traen nubes de arena de los desiertos vecinos. Todo lo cubre llenando todos los resquicios una suspensión pardusca, grisácea, que se posa sobre la tierra sólo cuando el viento se calma y el aire se vuelve transparente, cristalinamente diáfano.

Al caer la noche, las calles adquieren un aspecto enigmático, como si se convirtieran en escenario de algún misterio improvisado y espontáneo. Pues la oscuridad reinante sólo la disipan las pálidas llamas de las lamparillas que arden en los puestos de venta al aire libre y las linternas y antorchas cuyo brillo inseguro y tembloroso alumbra las pobres mercancías y demás baratijas que los vendedores exponen directamente sobre el suelo, ya sobre el pavimento, ya sobre el umbral de una casa. Entre estas filas de trémulos reflejos se deslizan en silencio las personas, unas figuras tapadas de pies a cabeza e impelidas por el frío y el viento.

Cuando el avión de Moscú empezó a descender para tomar tierra en Varsovia, mi vecino tembló, asió con las manos los brazos del asiento y cerró los ojos. Tenía un rostro gris, demacrado y surcado por profundas arrugas. Un traje barato y gastado por años de almacenaje colgaba holgado sobre su enjuta y huesuda silueta. Lo escruté con una mirada discreta, de soslayo. Vi cómo por sus mejillas empezaban a deslizarse algunas lágrimas. Y al cabo de unos instantes oí un estallido de llanto, ahogado pero llanto más allá de toda duda.

—Lo siento —se disculpó ante mí—. Lo siento. Pero no creí que de verdad volvería.

Era diciembre de 1956. No cesaba el reguero de personas que regresaban de los gulags.