EL ANCLA

Seguimos en el Mediterráneo, el mar de Heródoto, sólo que en su parte oriental, allí donde Europa toca a Asia y donde los dos continentes se unen por medio de una red de islas soleadas y de contornos suaves, cuyos golfos, tranquilos y silenciosos, invitan al navegante a atracar y reposar.

El comandante de los persas, Mardonio, abandona el campamento invernal de Tesalia y emprende una marcha hacia el sur, conduciendo resueltamente su ejército contra Atenas. Sin embargo, cuando llega a la ciudad no encuentra en ella a sus habitantes. Atenas aparece destruida y desierta. La población la ha abandonado para refugiarse en Salamina. Resuelve, pues, enviar hasta allí a un emisario, un tal Muríquidas, con el encargo de volver a proponer a los atenienses que se rindan sin ofrecer resistencia y que reconozcan al rey Jerjes como su soberano.

Muríquidas expone los términos de la propuesta a la autoridad suprema de Atenas, el Consejo de los Quinientos, en presencia de una multitud de atenienses que sigue sus deliberaciones. Todo el mundo escucha atentamente el discurso de uno de sus miembros, llamado Lícides, a juicio del cual más vale aceptar la oferta de paz de Mardonio e intentar llegar a algún acuerdo con los persas. Al oírlo, los atenienses montan en cólera, rodean al orador y, acto seguido, lo lapidan.

Detengámonos por unos instantes en esta escena.

Nos encontramos en la democrática Grecia, orgullosa de la libertad de palabra y de pensamiento. Y he aquí a uno de sus ciudadanos expresando públicamente su opinión. ¡Enseguida se arma un alboroto! Y Lícides, sencillamente, ha olvidado que hay una guerra en curso, y cuando hay guerra todas las libertades democráticas, la de expresión entre ellas, quedan suspendidas. Pues la guerra se rige por sus propias leyes, muy diferentes, reduciendo todo el código de principios a una sola regla, fundamental y única: ¡vencer a cualquier precio!

De manera que apenas Lícides termina su intervención enseguida le dan muerte. No es difícil imaginarse lo airada, excitada y nerviosa que estaría la multitud que había escuchado su discurso. Eran personas a las que el ejército persa pisaba los talones, que habían perdido ya la mitad de su país, habían perdido su ciudad. En el lugar donde delibera el Consejo y se apiña una muchedumbre de curiosos, las piedras no faltan. Grecia es un país de piedras, que abundan por doquier. Todo el mundo camina sobre ellas; basta con agacharse. ¡Y es justamente lo que sucede! Cada individuo coge la primera piedra que encuentra a mano y la lanza contra Lícides. Éste, seguramente, al principio grita despavorido y luego, bañado en sangre, gime de dolor, se encoge, exhala sus últimos estertores, suplica piedad. ¡Pero en vano! Cegada por la furia, por un rapto de locura, la multitud ya no oye, no piensa, no es capaz de detenerse. Volverá en sí sólo cuando consuma la lapidación de Lícides, cuando lo convierta en un amasijo de carne sanguinolenta, cuando lo obligue a callar para siempre.

¡Pero eso no es todo!

Heródoto escribe que cuando las mujeres se enteraron de lo que había pasado, de impulso propio, exhortando unas a otras a que las siguieran, y corriendo todas juntas hacia la casa de Lícides, hicieron morir a pedradas a la mujer de éste, juntamente con sus hijos.

¡A la mujer y a los hijos! ¿Y qué culpa tenían los pequeños atenienses de que su padre pensase en buscar un compromiso con los persas? ¿Sabían siquiera de la existencia de los tales persas? ¿Y que el mero intento de hablar con ellos era algo censurable, algo que incluso podía ser castigado con la muerte? Y los más pequeños de entre ellos ¿se imaginaban cómo era la muerte? ¿Lo terrible que era? ¿En qué momento se dieron cuenta de que sus abuelas y tías a las que de repente vieron delante de su casa no les traían golosinas y racimos de uva, sino piedras con las que resquebrajarles los cráneos?

La suerte que corrió Lícides muestra lo agudo y doloroso que era entre los griegos el problema del colaboracionismo con el invasor, da fe de las emociones que suscitaba. ¿Qué hacer? ¿Cómo comportarse? ¿Qué camino elegir? ¿Colaborar u oponer resistencia? ¿Hablar o boicotear? ¿Intentar negociar para poder sobrevivir o escoger el gesto heroico y morir en el campo del honor? Son preguntas difíciles y acuciantes, atormentadores dilemas.

Ante esta alternativa, los griegos están divididos, y esa división no se limita a discusiones y escaramuzas verbales. Atenienses contra tebanos, focios contra tesalios, todos luchan entre sí a mano armada y en campos de batalla, saltan a la garganta del contrario, le arrancan los ojos, le cortan la cabeza. Ningún persa suscita tanto odio en un griego como otro griego si pertenece a otro campo o a una tribu enemiga. ¿Acaso se trata de un síntoma de complejos, culpas, repudios y traiciones? ¿De temores ocultos? ¿Del miedo ante el anatema de los dioses?

En cualquier caso, el nuevo enfrentamiento no tardará en producirse, en las dos últimas batallas de esta guerra, libradas en Platea y en Mícala.

Primero, Platea: cuando Mardonio se hubo convencido de que los atenienses y los espartanos no se doblegarían ni aceptarían condición alguna, arrasó Atenas y se retiró al norte, a las tierras de los tebanos, que colaboraban con los persas, y cuya configuración de terreno —una vasta llanura— era muy adecuada para la formación-insignia de los persas: la caballería pesada. A esa planicie, situada precisamente en los alrededores de Platea, llegaron, persiguiéndolo, atenienses y espartanos. Los dos ejércitos ocuparon posiciones una frente a otra, se colocaron en formación de batalla y se pusieron a esperar. Todos los hombres experimentaban la sensación de hallarse ante la proximidad de un momento importante, decisivo y fatal. Pasaban los días y las dos fuerzas permanecían en un estado de quietud escalofriante y paralizadora, preguntando a los dioses —cada una a los suyos— si el momento era el idóneo para dar la batalla, pero la respuesta era que no.

En uno de esos días, uno de los tebanos, el griego colaboracionista Atagino, ofrece a Mardonio un banquete al cual invita a cincuenta de los persas más insignes y a otros tantos dignatarios tebanos, sentándolos en parejas formadas por un persa y un tebano, cada una en un sofá. Comparten uno de esos sofás el griego Tersandro y un persa cuyo nombre Heródoto no menciona. Comen y beben juntos hasta que en un momento dado el persa, a todas luces proclive en esos instantes a la reflexión, pregunta a Tersandro: «¿Ves, amigo, tanto persa aquí convidado, y tanto ejército que dejamos atrincherado allá cerca del río?». Al persa debían de atormentarle malos presentimientos, porque continúa así: «Dígote, pues, ahora que dentro de poco bien escasos serán los que veas vivos». Al decir esto el persa, se puso a llorar muy de veras. Tersandro, todavía sobrio, en un intento de apaciguar los sollozos del persa, que a todas luces ha cogido una borrachera triste, le dirige unas palabras muy sensatas: «¿Pues eso no sería menester que lo dijeras a Mardonio y a los que más pueden después que él?». A lo que el persa responde con una frase que encierra tanto fatalismo trágico cuanta sabiduría: «Amigo, no puede cambiar el hombre lo que debe acontecer por voluntad de dios; si alguno se esfuerza en persuadir algo en contra, no se da crédito a sus buenas razones. Muchos somos entre los persas que eso mismo que te digo lo tenemos bien creído y seguro; y, sin embargo, como arrastrados por la fuerza de lo imperativo, actuamos como actuamos. Y te aseguro que no cabe entre los hombres dolor igual al que sienten los que piensan bien sin poder hacer nada para impedir el mal».

A la gran batalla de Platea, que acabará en la derrota de los persas y decidirá el secular dominio de Europa sobre Asia, la preceden pequeñas escaramuzas en las que la caballería persa ataca a los defensores griegos. En una de ellas muere el segundo comandante en jefe del ejército persa, Masistio. Acaeció que peleando sucesivamente por escuadrones la caballería persa, habiéndose adelantado a los demás el caballo en que montaba Masistio, fue herido en un lado con una saeta. El dolor de la herida le hizo empinar y dar con Masistio en el suelo. Corren allá los atenienses, y apoderados del caballo, logran matar al general derribado, por más que procuraba defenderse y por más que al principio se esforzaban en vano en quitarle la vida. La dificultad provenía de la armadura del general, quien vestido por encima con una túnica de grana, traía debajo una loriga de oro de escamas, de donde nacía que los golpes dados contra ella no surtiesen efecto alguno. Pero notado esto por uno de sus enemigos, metiole por un ojo la punta de la espada, con lo cual, caído luego Masistio, al punto mismo expiró.

Ahora se desencadena una lucha encarnizada en torno al cadáver. El cuerpo de un jefe militar es sagrado. Los persas, que se baten en retirada, luchan por recuperarlo para llevárselo. En vano. Derrotados, regresan al campamento. Vuelta al campo la caballería sin Masistio y con la nueva de su muerte, fue excesivo en Mardonio y en todo el ejército el dolor y sentimiento por aquella pérdida. Los persas acampados, cercenándose los cabellos en señal de duelo y cortando las crines a sus caballos y a las demás bestias de carga, en atención a que el difunto era, después de Mardonio, el personaje de mayor autoridad entre los persas y de mayor estimación ante el soberano, levantaban el más alto y ruidoso plañido, cuyo eco resonaba difundido por toda la Beocia.

A su vez, los griegos, que no se habían dejado arrebatar el cadáver de Masistio, puesto el mismo encima de un carro, lo pasearon por delante de las filas del ejército. La alta estatura del muerto y su gallardo talle, lleno de majestad y digno de ser visto, movían a algunos soldados a abandonar sus respectivos puestos para concurrir a verlo.

Todo esto sucede varios días antes de la gran batalla decisiva que ningún bando se atreve a comenzar porque los vaticinios siguen siendo desfavorables. Es adivino del bando persa un tal Hegesístrato, griego del Peloponeso pero enemigo de atenienses y espartanos. A éste en cierta ocasión tenían preso y condenado a muerte los espartanos, por haber recibido de él mil agravios insufribles. Puesto en aquel apuro, viéndose en peligro de muerte y de pasar antes por muchos tormentos, ejecutó una acción que nadie pudiera imaginar; pues hallándose en el cepo con prisiones y argollas de hierro, como por casualidad hubiera logrado adquirir un cuchillo, hizo con él una acción la más animosa y atrevida de cuantas jamás he oído. Tomó primero la medida de su pie para ver cuánta parte de él podría salir por el ojo del cepo y luego se lo cortó por el empeine. Hecha la operación, agujereando la pared, pues le guardaban centinelas en la cárcel, se escapó en dirección a Tegea. Iba de noche caminando y de día deteníase escondido en los bosques. A pesar de que los espartanos habían corrido todos a buscarlo, al cabo de tres noches logró hallarse en Tegea; de suerte que admirados ellos del valor y arrojo del fugitivo, de cuyo pie veían la mitad tendida, no pudieron dar con él.

¿Cómo lo hizo?

¡Con la cantidad de trabajo que supone tal cosa!

Al fin y al cabo, no basta con cortar los músculos, todavía hay que separar los tendones y los huesos. Es cierto que automutilaciones también se han producido en nuestra época; al decir de testigos, en los gulags la gente a veces se cercenaba una mano o se hundía un cuchillo en el vientre. Está descrito incluso el caso de un preso que clavó su miembro a un tablón de madera. Pero siempre se trataba de librarse del trabajo forzado, de ingresar en el hospital para, allí, pasar un tiempo en cama, descansando. Pero ¿cortarse un pie para salir corriendo?

¿Correr?

¿A toda prisa?

¿Cómo es posible? ¿Arrastrándose con el apoyo de los brazos y una sola pierna? ¡Pero si la pierna cercenada debía de doler horrores y sangrar abundantemente! ¿Cómo cortaba el hombre la hemorragia? Durante la fuga, ¿no se habría desmayado repetidas veces de agotamiento? ¿De sed? ¿De dolor? ¿No se sentiría próximo a un ataque de locura? ¿No vería fantasmas? ¿No lo asaltarían pesadillas? ¿Espectros? ¿Vampiros? ¿Y su herida? ¿No se le había infectado? Al fin y al cabo tenía que arrastrar el muñón por la tierra, ¿cómo si no? ¿No se le hincharía la pierna? ¿No se llenaría de pus? ¿No se pondría morada?

Y, sin embargo, escapa a los espartanos, sana, se confecciona una prótesis de madera e incluso se convierte más tarde en el adivino del comandante persa Mardonio.

Mientras, la tensión en Platea aumenta por momentos. Después de hacer ofrendas a los dioses —infructuosamente— durante casi una veintena de días, los vaticinios se vuelven lo suficientemente favorables para que Mardonio decida presentar batalla. Lo impele a ello una debilidad humana de lo más corriente: tiene prisa por derrotar al enemigo y convertirse lo antes posible en el sátrapa de Atenas y de toda Grecia. Una vez tomada la decisión, infinito fue lo que dio a padecer y sufrir aquella jornada la caballería persa con sus descargas continuadas… y venía cargándoles con sus tiros toda la caballería de los bárbaros. Y cuando las aljabas quedan vacías, los dos ejércitos se enzarzan en una despiadada lucha cuerpo a cuerpo. Cientos de miles de hombres se abalanzan unos sobre otros, se zarandean en asaltos asesinos, se asfixian en abrazos mortales. Cada cual, con lo que tiene, golpea al adversario en la cabeza, le clava un cuchillo entre las costillas, le da patadas en la espinilla. Nos podemos imaginar ese gemir y lamentarse colectivo, esos jadeos y plañidos, maldiciones y gritos.

En aquel tumulto sangriento el luchador más valiente resultaría ser, al decir de Heródoto, el espartano Aristodemo, cuyos avatares eran los siguientes: había sido uno de los trescientos soldados de la hueste de Leónidas que perecieron en la defensa de las Termópilas. Aristodemo, sin embargo, sin que se supiese cómo, sobrevivió a aquella masacre. Pero el hecho de haber sobrevivido lo cubrió de oprobio y desprecio. Acorde al código de honor de Esparta, no se podía sobrevivir a las Termópilas: quien realmente allí estuviera y luchase en defensa de la patria tenía que morir. De ahí la inscripción grabada en la tumba colectiva de la hueste de Leónidas: «Caminante, ve a Esparta y di a los espartanos que aquí yacemos por obedecer sus leyes».

A todas luces las severas leyes de Esparta no preveían la categoría de excombatiente entre los vencidos. Quien se lanzaba a la lucha podía sobrevivir sólo como vencedor; si era vencido, no le quedaba sino morir. Aristodemo, en cambio, fue el único soldado de Leónidas que quedó con vida. Y ahora este hecho, un deshonor, lo hunde en la ignominia. Nadie quiere hablar con él, todo el mundo le da la espalda con desdén. Esa vida salvada de milagro empieza a molestarle, a quemarle, a asfixiarle. Comienza a convertirse en un lastre. Le resulta cada vez más difícil cargar con tamaño peso. Busca una solución, un alivio. Y he aquí que se presenta una ocasión para borrar el humillante estigma o, más bien, poner un fin heroico a una vida marcada por el mismo. La oportunidad la brinda la batalla de Platea. Aristodemo lucha con más valor que nadie: Impelido a buscar la muerte para borrar la culpa y la infamia, y no pudiendo ni queriendo contenerse en su puesto, hizo allí prodigios y proezas de valor sobrehumano.

En vano. Las leyes de Esparta son implacables. Desconocen cosas como piedad o humanidad. Una vez cometida, la culpa siempre seguirá siendo culpa y quien una vez se ha cubierto de ignominia jamás se librará de ella. De ahí que en la lista de héroes de esta batalla falte el nombre de Aristodemo; porque lo cierto es que todos fueron honrados públicamente, no habiéndolo sido Aristodemo a causa de haber combatido por desesperación, queriendo borrar la infamia con su propia sangre.

La suerte de la batalla la decidió la muerte del comandante persa Mardonio. En aquellas épocas los jefes no se ocultaban en búnkers camuflados en la retaguardia, sino que combatían al frente de sus tropas. Sólo que cuando el comandante caía muerto, el ejército se dispersaba y huía del campo de batalla. El jefe tenía que estar visible desde lejos (solía ir montado a caballo) porque de su comportamiento dependía el de los soldados. Lo mismo sucedió en Platea, donde andaba Mardonio montado en un caballo blanco… Pero una vez muerto Mardonio, muerta también la gente más brava que a su lado tenía —tropa la más brillante y escogida de todo su ejército—, empezaron los otros persas a volver el pie atrás y ceder el campo a los griegos.

Heródoto anota que uno de éstos se distinguió por una imperturbabilidad ejemplar. Era el ateniense Sófanes, quien con una cadena de bronce llevaba un áncora de hierro pendiente de su tahalí puesto sobre el peto, la cual solía echar al suelo al tiempo de ir a cerrar con su contrario, para que afianzado con ella, no pudieran ni moverlo ni sacarlo de su puesto los enemigos, por más que lo apretaran de recio, pero que una vez desordenados y rotos sus adversarios, volviendo a levantar y recobrar su ancla, les seguía los alcances.

¡Qué grandiosa metáfora! En lugar de un salvavidas que nos permite flotar pasivamente sobre la superficie, ¡cuánta necesidad tenemos de un ancla poderosa que nos permita aferrarnos a nuestra obra!