EL PENSAMIENTO CHINO
Puesto que tenía mucho tiempo, me dediqué a leer los libros sobre China que había comprado en Hong Kong. La lectura era tan apasionante que por momentos me olvidaba de los griegos y de Heródoto. Como estaba convencido de que China sería mi lugar de trabajo durante una buena temporada, quería aprender lo máximo posible del país y de su gente. No era consciente de que la mayoría de los corresponsales que escribían sobre China vivían en Hong Kong, en Tokio o en Seúl, de que solían ser chinos o al menos expertos sinólogos y de que mi situación en Pekín entrañaba algo imposible e irreal.
Seguía percibiendo la presencia de la Gran Muralla, pero no era la misma que había visto varios días atrás en las montañas al norte de Pekín, sino una mucho más peligrosa para mí, imposible-de-salvar: la Gran Muralla de la Lengua. Me rodeaba por todas partes, aparecía cada vez que un chino abría la boca, la levantaban conversaciones que no entendía, los periódicos y la radio, igualmente incomprensibles, las inscripciones en las paredes y las pancartas, en los productos de las tiendas y en las entradas a las instituciones, aquí, ahí y allá, por todas, todas partes. ¡Qué ganas tenía de que mi vista se topara con una letra o una palabra conocidas, qué deseo de aferrarme a ellas, respirar con alivio, sentirme en casa, a mis anchas, pero en vano! Todo era ilegible, incomprensible, inescrutable.
Aquello no dejaba de parecerse a lo que había vivido en la India. Tampoco allí me había abierto paso entre la espesura de los alfabetos hindúes que inundaban el país. Y si hubiera ido a otro lugar, ¿acaso no habría encontrado barreras semejantes?
Y, hablando en términos mucho más generales, ¿de dónde ha salido toda esa alfabético-lingüística torre de Babel? ¿Cómo nace un alfabeto? Tiempo ha, en sus mismísimos comienzos, debió de haber partido de algún signo. Alguien dibujó un signo para recordar algo. O para transmitir ese algo a otros. O para conjurar un objeto o un territorio.
Pero ¿por qué un mismo objeto lo representa la gente con signos del todo diferentes? El hombre, la montaña y el árbol tienen un aspecto muy parecido en el mundo entero y, sin embargo, cada alfabeto les asigna signos, símbolos y letras diferentes. ¿Por qué? ¿Por qué ese primer ser, primero en todas las culturas, al querer describir una flor tira una línea vertical, otro traza un círculo y el tercero, dos líneas y un cono? Y las decisiones en torno a todo esto, ¿se toman individual o colectivamente? ¿Se discuten antes? ¿Se debaten junto al fuego? ¿Se toman en un consejo familiar? ¿En una asamblea de la tribu? ¿Se pide consejo a los ancianos? ¿A los curanderos? ¿A los adivinos?
Más tarde, cuando ya se ha dicho la última palabra, no hay manera de dar marcha atrás. Las cosas siguen su propio curso. De esa primera diferencia —la más simple: de que hayamos trazado la primera línea hacia la izquierda y la segunda hacia la derecha— se derivarán todas las demás, cada vez más ingeniosas y enrevesadas, porque la infernal lógica de la evolución de todo alfabeto hace que, las más de las veces, a medida que pasa el tiempo éste se complique por momentos, se vuelva cada vez más ilegible para los no iniciados e, incluso —cosa que ha quedado a la vista en más de una ocasión—, al cabo de años resulte del todo imposible descifrarlo.
No obstante, aunque los dos alfabetos, hindú y chino, entrañaban para mí el mismo grado de dificultad, la diferencia de comportamiento de la gente en ambos países era evidente. El indio era un ser relajado; el chino, tenso y vigilante. La multitud india era informe, fluida y ralentizada; la china estaba formada en filas, era disciplinada y marchaba al paso. Se percibía en la multitud china la presencia de un comandante, una autoridad, mientras que por encima de la multitud india se elevaba un areópago de divinidades cuyo número era infinito y las exigencias, nulas. Cuando la multitud india se topaba con algo interesante, se detenía, observaba el fenómeno y se ponía a discutirlo. En una situación parecida, la multitud china seguiría caminando hacia delante, compacta, disciplinada y con la vista clavada en el objetivo fijado. Los hindúes eran mucho más ceremoniosos, solemnes, religiosos. El mundo espiritual con todos sus símbolos, siempre presente, resultaba próximo y perceptible. Por los caminos transitaban santos, a los templos —morada de los dioses— se dirigían peregrinos, muchedumbres enteras se congregaban al pie de las montañas sagradas, se bañaban en los ríos sagrados, quemaban a los muertos en las piras sagradas. Los chinos parecían menos ostentosos, mucho más discretos y cerrados. No tenían tiempo para festejos porque debían cumplir las directrices de Mao o de cualquier otra autoridad; en lugar de rendir pleitesía a los dioses pensaban en observar las reglas de urbanidad; en lugar de peregrinos, los caminos se llenaban de brigadas de producción.
También eran diferentes los rostros.
El rostro del hindú siempre podía depararnos una sorpresa: ya un punto rojo en medio de la frente, ya dibujos de colores pintados en las mejillas, ya unos dientes marrón oscuro asomando de una sonrisa. Estas sorpresas no las deparaba el rostro chino, liso y con rasgos inamovibles. Parecía que nada sería capaz de alterar su pétrea superficie. Era un rostro que decía que ocultaba algo que nosotros desconocíamos y que nunca llegaríamos a conocer.
En cierta ocasión el compañero Li me llevó a Shanghai. Pekín y Shanghai: ¡qué abismal diferencia! Me impresionó la magnitud de aquella ciudad, la diversificación de su arquitectura: barrios enteros construidos ya en estilo francés, ya en el italiano, ya en el americano. Por todas partes, a lo largo de kilómetros y kilómetros, se veían avenidas sombreadas, bulevares, paseos, alamedas… Todo se me antojaba desbordante: la edificación, el tráfico de gran metrópoli, los coches, las rikshas, las bicicletas y las muchedumbres, auténticas multitudes de peatones. También se veían tiendas e, incluso, algunos bares. Hacía mucho menos frío que en Pekín, el aire era más suave, se percibía la cercanía del mar.
El día que pasamos en coche por el barrio japonés, divisé las pesadas y rotundas estupas de un templo budista.
—¿Está abierto este templo? —pregunté al compañero Li.
—Aquí, en Shanghai, seguro que sí —respondió en un tono que conjugaba ironía y displicencia, como si Shanghai fuera una China menoscabada, no al ciento por ciento, no suficientemente maoísta.
El budismo no se extendió a China hasta el primer milenio de nuestra era. Antes, desde hacía ya quinientos años, dominaban paralelamente en aquellas tierras dos corrientes espirituales, dos escuelas, dos orientaciones: la confuciana y la taoísta. El maestro Confucio vivió entre los años 560 y 480 antes de Cristo. Los historiadores no se acaban de poner de acuerdo en la cuestión de si el creador del taoísmo, el maestro Lao Tse, era mayor o más joven que Confucio. No faltan estudiosos que sostienen que Lao Tse ni siquiera existió, y que el único libro que presuntamente legó, Tao Te King, no es sino una recopilación de fragmentos, aforismos y proverbios recogidos por escribas y copistas anónimos.
Si partimos del supuesto de que Lao Tse existió y que era anterior a Confucio, podemos considerar verdadera la historia, tantas veces repetida desde entonces, según la cual el joven Confucio había peregrinado al lugar donde vivía el sabio Lao Tse para pedirle una respuesta a la pregunta: ¿Cómo vivir? «Libérate de la arrogancia y la codicia —respondió el anciano—, libérate de la costumbre de adular y de las aspiraciones desmesuradas. Todo esto te hace daño. Es cuanto tengo que decirte.»
Pero si Confucio era anterior a Lao Tse, pudo haber transmitido a su compatriota tres grandes ideas. La primera: «¿Cómo sabrás servir a los dioses si no sabes servir a los hombres?» La segunda: «¿Por qué responder al mal con el bien? ¿Cómo entonces responderás al bien?» Y la tercera: «¿Cómo puedes saber lo que es la muerte si no sabes lo que es la vida?»
El pensamiento de Confucio y el de Lao Tse (si es que existió) nacieron en la época del ocaso de la dinastía Chou, más o menos en el Período de los Reinos Guerreros, cuando China estaba desmembrada, dividida entre muchos estados que no cesaban de desangrarse mutuamente en terribles guerras. La persona que de momento ha logrado escapar a la masacre pero que sigue atormentada y aterrada por lo que le deparará el mañana, se plantea la pregunta de cómo sobrevivir. Y es precisamente a esta pregunta a lo que intenta responder el pensamiento chino. Tal vez sea la filosofía más práctica que el mundo haya conocido. Al contrario que el pensamiento hindú, rara vez se interna en las esferas de la trascendencia, sino que intenta proporcionar al hombre común y corriente consejos que le ayuden a sobrellevar una situación en la que se ha visto metido por el mero hecho de haber aparecido, sin que mediaran su voluntad ni su consentimiento en este mundo cruel.
En este punto fundamental, precisamente, los caminos de Confucio y Lao Tse (si es que existió) divergen o, para ser más exactos, cada uno da una respuesta diferente a la pregunta: ¿cómo sobrevivir? Confucio dice que la persona nace en el seno de una sociedad, luego tiene una serie de obligaciones. Las más importantes son: cumplir las órdenes del poder y obedecer a los padres. Y también: respetar a los antepasados y a la tradición. Observar las reglas de urbanidad. Someterse al orden imperante y desaprobar todo intento de introducir cambios. El hombre de Confucio es un ser leal y humilde frente al poder. Si cumples celosa y obedientemente sus órdenes —dice el Maestro— sobrevivirás.
Otra actitud muy distinta recomienda Lao Tse (si es que existió). Este fundador del taoísmo aconseja mantenerse al margen de todo. Nada es eterno, dice el Maestro. Así que no te ates a nada. Todo lo que existe perecerá, así que míralo por encima del hombro, mantén la distancia, no intentes ser alguien, aspirar a algo, poseer algo. Actúa por medio del no actuar, tu fuerza radica en tu debilidad y tu impotencia; tu ingenuidad y tu ignorancia son tu sabiduría. Si quieres sobrevivir, conviértete en alguien inútil, innecesario. Instálate lejos de la gente, sé un ermitaño interior, conténtate con un cuenco de arroz y un sorbo de agua. Y lo más importante: observa el tao. Pero ¿qué es el tao? Es algo que, precisamente, no se puede decir porque la esencia del tao no es sino la imposibilidad de definirlo y de representarlo: «Si el tao se deja definir como tao es que no es el tao verdadero», dice el Maestro. Tao significa camino, y observar el tao consiste en no abandonar ese camino, en seguirlo a donde lleve.
El confucianismo es una filosofía del poder, de funcionarios, de una estructura, del orden y de la posición de firmes; el taoísmo es una filosofía de aquellos sabios que se han negado a participar en el juego y no pretenden sino ser parte de la indiferente naturaleza.
En cierto sentido, confucianismo y taoísmo son escuelas éticas que proponen diferentes estrategias de supervivencia. En sus respectivos apartados destinados al hombre sencillo tienen un denominador común, que es la exhortación a la humildad. Resulta curioso que más o menos por la misma época, y también en Asia, hayan nacido otros dos centros de pensamiento que recomiendan al hombre del montón exactamente lo mismo que el confucianismo y el taoísmo: la humildad (el budismo y la filosofía jónica).
En los cuadros de los pintores confucianos vemos escenas de la corte: el emperador, sentado, rodeado de burócratas erguidos en posición de firmes, jefes del protocolo de palacio, pomposos generales y sirvientes humildemente inclinados. En los cuadros de los pintores taoístas vemos lejanos paisajes en tonos pastel, cadenas de montañas apenas dibujadas, nieblas luminosas, moreras y —en primer plano— una hoja del arbusto de bambú, fina y delicada, que tiembla agitada por un viento invisible.
Cuando paseo junto con el compañero Li por las calles de Shanghai y a cada momento me cruzo con un chino, me pregunto si es éste confuciano, taoísta o budista, o sea, si pertenece a la escuela —denominada en chino— Ju, Tao o Fo.
Pero esta pregunta es demasiado inquisitiva y, además, resulta confusa y no aborda el quid de la cuestión. Pues la gran fuerza del pensamiento chino radica en su elástico y conciliador sincretismo, en hacer confluir en una sola corriente toda una serie de tendencias, posturas y actitudes, con la proeza de que en esa convergencia no se han perdido la sustancia, el fundamento de ninguna de las escuelas. A lo largo de los miles de años de la historia china han pasado cosas de lo más diverso: ya dominaba el confucianismo, ya el taoísmo, ya el budismo (es difícil llamarlas religiones en el sentido europeo de la palabra dado que desconocen la noción de Dios); en algunos períodos se producían entre ellos conflictos y tensiones, los emperadores apoyaban ya una, ya otra corriente espiritual, a veces actuaban en pos de conciliarlas, otras en pos de enfrentarlas y enzarzarlas en una lucha, pero finalmente todo acababa en una reconciliación, en una fusión, en una forma de convivencia. El inmenso abismo de esta civilización lo engullía y lo absorbía todo para, luego, devolverlo a la superficie moldeado, con una forma inequívocamente china.
Este proceso de síntesis, conciliación y transformación también se podía producir en el alma del individuo. Dependiendo de la situación, el contexto y las circunstancias, se apoderaba de él ya el elemento confuciano, ya el taoísta, pues nada estaba fijado de una vez para siempre, nada estaba atado, cerrado y sellado. Para sobrevivir, el chino podía ser un obediente cumplidor de órdenes. Mostrarse humilde por fuera, pero por dentro conservar su propio yo, ser inaccesible, independiente.
Y henos de vuelta en Pekín, en nuestro hotel. Retomé la lectura de mis libros. Me puse a estudiar la vida y la obra del gran poeta del siglo IX, Han Yu. En un determinado momento, Han Yu, partidario de Confucio, empieza a combatir la influencia del budismo, pues una ideología hindú es un cuerpo extraño en China. Escribe ensayos llenos de acerba crítica, panfletos incendiarios. La chovinista actividad del gran poeta irrita hasta tal punto al emperador Hsien, partidario del budismo, que condena a Han Yu a la pena de muerte, aunque más tarde, cediendo a las súplicas de sus cortesanos, la conmuta por el destierro a la provincia hoy conocida como Guangdong, un lugar a la sazón lleno de cocodrilos.
Antes de que me diera tiempo a enterarme de la continuación de la historia, llegó alguien de la redacción del Chungkuo, acompañando a un señor del Ministerio de Comercio Exterior polaco que me traía desde Varsovia una carta. En ella, mis colegas del Sztandar Mlodych me decían que, en vista de que nuestro equipo se había pronunciado en contra del cierre de la revista Po prostu [Simplemente], toda la redacción había sido apartada por el Comité Central y que la dirección del periódico estaba en manos de tres comisarios enviados a tal propósito. En señal de protesta, una parte de la plantilla optó por el despido voluntario, otros periodistas dudaban qué hacer, permanecían a la espera. Por medio de aquella carta, mis colegas me preguntaban cuál sería mi reacción.
Cuando el señor del Ministerio de Comercio Exterior se hubo marchado, sin pensármelo mucho dije al compañero Li que había recibido un aviso que me obligaba a regresar a mi país lo antes posible y que tenía que empezar a preparar mi equipaje. En el rostro del compañero Li no tembló un solo músculo. Permanecimos mirándonos el uno al otro durante un rato y luego bajamos al comedor donde nos esperaba la cena.
Al igual que de la India, me marchaba de China con una sensación de pérdida, incluso con pena, pero al mismo tiempo había en aquella partida algo de consciente huida. Me sentía impelido a huir porque el contacto con aquel mundo nuevo, para mí del todo desconocido antes, había empezado a succionarme, a hacerme girar en su órbita, a subyugarme, a trastornarme y a dominarme. Enseguida se había apoderado de mí una gran fascinación y el deseo de conocerlo, de penetrarlo, de fundirme e identificarme con él. Como si hubiera nacido allí y allí hubiera empezado a vivir. Enseguida quise aprender la lengua, leer un montón de libros a propósito, conocer hasta el último rincón de aquella tierra desconocida.
Era una especie de enfermedad, una debilidad peligrosa, pues al mismo tiempo era consciente de que esas civilizaciones eran tan inconmensurables, ricas, complejas y diversas que para conocer aunque fuese un fragmento de ellas, un retazo tan sólo, había que dedicarle toda una vida. Se trataba de edificaciones con un número infinito de estancias, pasillos, balcones y buhardillas, dispuestas en meandros y laberintos tales que si entrabas en uno de ellos ya no tenías salida, ya no había marcha atrás, era imposible el retroceso. Elegir ser hinduista, sinólogo, arabista o hebraísta significaba elegir una especialidad tan compleja y absorbente que ya no quedaba lugar y tiempo para nada más.
A mí en cambio también me atraía aquello que se encontraba más allá de esos mundos: me tentaban nuevas personas, nuevos caminos, nuevos cielos. El deseo de cruzar la frontera, de escudriñar lo que se encontraba más allá de ésta, seguía vivo en mi interior.
Regresé a Varsovia. No tardó en aclararse mi extraña situación en China, mi condición de reportero sin cometido, suspendido absurdamente en el vacío. A saber: la idea de enviarme a Pekín había surgido a raíz de dos procesos de deshielo: en Polonia, el Octubre de 1956, y en China, Las Cien Flores del dirigente Mao. Pero antes de que yo alcanzara el destino, tanto en Varsovia como en Pekín había empezado la marcha atrás. En Polonia, Gomulka lideraba una campaña contra los liberales y, en China, Mao Tse-tung acababa de inaugurar su draconiana política del Gran Salto Adelante.
En realidad, habría tenido que irme de Pekín al día siguiente de mi llegada. Pero mi redacción no había dado señales de vida: en su azoramiento y lucha por sobrevivir, se había olvidado de mí. O tal vez habían actuado por mi bien, quizá querían protegerme manteniéndome en China, alejado de la tormenta. En cuanto a la redacción del Chungkuo, creo que sí estaba informada en todo momento por la embajada china en Varsovia de que el enviado del Sztandar Mlodych era corresponsal de un periódico cuya existencia pendía de un hilo y de que sólo era cuestión de tiempo que sucumbiera bajo la guillotina. Sin embargo, no me habían expulsado. Sospecho que gracias a esos arraigados principios de hospitalidad, a ese deseo de poner buena cara y a esa amabilidad innatos a aquella gente. Sus cálculos más bien corrían por otros derroteros: crearme unas condiciones de trabajo tales que yo mismo acabase por darme cuenta de que el modelo de colaboración previsto había perdido su vigencia. Y que yo mismo dijese: «Me marcho.»