EL JURAMENTO DE ATENAS

Antes de que Jerjes abandone Europa y, vencido, regrese a Susa con unos regimientos en los que se ceban el agotamiento, las enfermedades y el hambre (Durante el viaje entero, manteníase la tropa de los frutos que robaba a los moradores del país, sin distinción de naciones, y cuando no hallaban víveres algunos, contentábanse con la hierba que la tierra naturalmente les daba, con las cortezas quitadas a los árboles, con las hojas que iban cogiendo, ya fuesen frutales, ya silvestres, que a todo les obligaba el hambre, sin que dejasen de comer cosa que comerse pudiera. De resultas de esto, iba diezmando al ejército la peste y la disentería. Jerjes dejaba tras de sí a los soldados enfermos…), pues antes de que se produzca todo esto, todavía sucederán muchas cosas y correrá mucha sangre.

Al fin y al cabo estamos en medio de una guerra de resultas de la cual se supone que Persia conquistará a Grecia, es decir, Asia a Europa, que el despotismo aniquilará a la democracia y la esclavitud ajustará cuentas con la libertad.

En un principio todo indica que las cosas irán precisamente en este sentido. El ejército persa recorre cientos de kilómetros a través de Europa sin encontrar resistencia alguna. Más aún, una serie de pequeños estados griegos, temiendo que la victoria de tropas tan poderosas es inevitable, se rinde sin empuñar un arma y se pasa al bando persa. De ahí que, a medida que avanza, el ejército de Jerjes crece por momentos y se vuelve más poderoso todavía. Así, tras salvar la barrera de las Termópilas, Jerjes llega hasta Atenas. Ocupa e incendia la ciudad. Pero no por verse Atenas reducida a cenizas Grecia deja de existir: la salvará el genio de Temístocles.

Temístocles acaba de ser nombrado polemarca de Atenas. El nombramiento se produce en un momento difícil, en un ambiente tenso, pues se sabe que Jerjes prepara la invasión. Por esa misma época, Atenas se hace con una gran suma de dinero procedente de sus minas de plata en Laurion. Populistas y demagogos enseguida llevan el agua a su molino, lanzando la consigna de «¡A repartirlo todo a partes iguales!». Por fin todos y cada uno de los ciudadanos tendrá algo, se sentirá fortalecido y satisfecho.

Pero Temístocles se muestra sensato y valiente. ¡Atenienses —exclama— entrad en razón! ¿No veis que se cierne sobre vosotros el peligro de la aniquilación? La única salvación está en este dinero: en lugar de repartirlo, ¡hay que emplearlo en la construcción de una gran flota que detenga la avalancha persa!

Todo el cuadro de esa gran guerra de la Antigüedad lo pinta Heródoto siguiendo las reglas del contraste: por un lado, se acerca desde el este una tremenda, grandiosa apisonadora: una fuerza ciega, atada corto por las riendas de hierro del poder absoluto ejercido por un rey-amo y señor, un rey-dios. Y por otro, el mundo griego, disperso, enzarzado en conflictos internos, en riñas, peleas y recelos, un mundo de tribus y ciudades independientes que ni siquiera tienen un Estado común. Dos centros se han puesto a la cabeza de ese indómito elemento, Atenas y Esparta, y sus complejas relaciones mutuas constituirán el eje de toda la historia de la Grecia antigua.

En esta guerra se enfrentan dos hombres: el joven Jerjes, con fuerte sentimiento de poder absoluto, y Temístocles, mayor que su adversario, convencido de su razón, valiente tanto en sus ideas como en sus actos. Las situaciones en que se hallan cada uno de ellos son incomparables: Jerjes gobierna dictando órdenes a su antojo; Temístocles, antes de promulgar una, tiene que contar con el correspondiente visto bueno de unos comandantes que sólo nominalmente están subordinados a él y con la autorización de todo el pueblo. También vemos a cada uno de ellos en un papel muy distinto: uno va al frente de un ejército que, impaciente por alzarse con la victoria definitiva, avanza como un alud, y el otro, que no es más que primus inter pares, emplea su tiempo en persuadir, convencer, argumentar y discutir con los griegos, que no cesan de organizar mítines y asambleas y de cuestionarlo todo.

Los persas no tienen ningún dilema: su único objetivo consiste en contentar al rey. Son como los soldados rusos del poema Reducto de Ordon, de nuestro romántico más preclaro, Adam Mickiewicz:

«Son más y más tropas cuyos Dios y fe no son sino

el zar. Un zar terrible: muriendo, alegraremos al zar».

Todo lo contrario que los griegos, que tienen el alma desgarrada: por un lado se sienten ligados a sus patrias chicas, a sus ciudades-Estado con sus propios intereses y aspiraciones particulares, y por el otro los cimenta una lengua común y los dioses, y también esa sensación nebulosa pero que a veces se manifiesta con gran fuerza que es el patriotismo pangriego.

La guerra se desarrolla en dos escenarios: la tierra y el mar. En tierra, después de tomar las Termópilas, los persas durante mucho tiempo no encuentran resistencia. Su flota en cambio, no para de llevarse sustos dramáticos. En primer lugar, sufre grandes pérdidas a consecuencia de borrascas y tempestades. Vientos huracanados estrellan numerosos barcos persas contra las rocas de los acantilados, donde saltan en pedazos como cajas de cerillas, y sus tripulantes perecen.

Al principio la flota griega constituye incluso un peligro menor que esas tormentas. Los persas disponen de un número de naves imponente, y, pese a todo, esa superioridad influye en la moral de los griegos, que a cada momento se dejan llevar por el pánico, decaen en ánimo y piensan en la huida. Su problema, además, radica en que no son pendencieros natos. Guerrear no es lo suyo. Si hay una oportunidad de no tener que meterse en escaramuzas, la aprovechan sin perder un segundo. A veces, en su deseo de evitar una contienda, prefieren marcharse al fin del mundo. Siempre y cuando su adversario no sea otro griego: en este caso se enzarzan en una lucha encarnizada e implacable.

También en esta ocasión, presionada por los persas, la flota griega no para de retroceder. Temístocles, su comandante en jefe, intenta frenar ese repliegue allí donde puede y con tantas fuerzas como tiene. «¡Resistid! —exhorta a los tripulantes de las naves—, ¡intentad mantener vuestras posiciones!». Algunas veces lo obedecen pero otras no. La retirada continúa hasta que, finalmente, las naves griegas encuentran refugio en el golfo de Salamina, próxima a Atenas. Allí, los capitanes griegos se sienten seguros. La entrada al golfo es tan estrecha que el persa se lo pensará dos veces antes de pasar por ella con su desmesurada flota.

Ahora Jerjes piensa y Temístocles piensa. Jerjes piensa: «¿Entrar o no entrar?». Temístocles piensa: «Atraeré a Jerjes al golfo, cuya superficie es tan pequeña que no podrá sacar provecho de su superioridad numérica, con lo cual tendremos una oportunidad para alzarnos con la victoria». Jerjes piensa: «Venceré porque me sentaré en el trono junto a la orilla del mar y cuando los persas vean que los contempla el rey ¡lucharán como leones!». Como Temístocles aún no sabe lo que piensa Jerjes, para asegurarse el éxito de su plan de atraer a los persas al golfo echa mano de un ardid: manda en una barca a un hombre al campamento persa, con instrucciones sobre lo que debe decir. Se llamaba Sicino este enviado, y era siervo y ayo de los hijos de Temístocles… Llegado allá, habló en estos términos a los jefes de los bárbaros: «Aquí vengo a escondidas de los demás griegos, enviado por el general de los atenienses, quien, apasionado por los intereses del rey y deseoso de que triunfe vuestra causa y no la de los griegos, me manda deciros que ellos han determinado huir de puro miedo. Ahora se os presenta oportunidad para una acción la más gallarda del mundo si no les dais lugar ni permitís que se os escapen huyendo. Discordes ellos entre sí mismos, no acertarán a resistiros, antes los veréis trabados entre sí unos contra los otros, peleando los de vuestro partido contra los que no lo son». Decir esto Sicino y volverles las espaldas, marchándose, fue uno mismo.

Temístocles ha resultado ser buen psicólogo. Sabe que Jerjes, como todo soberano, es un hombre vanidoso y que la vanidad arrebata la capacidad de pensar con sentido común. También en esta ocasión sucede así. En lugar de mantenerse bien lejos de la trampa que un golfo pequeño siempre constituye para una gran flota, y animado además por la noticia de las desavenencias entre los griegos, da la orden de entrar en Salamina para, así, cerrarles el camino de huida. La maniobra la llevan a cabo los persas en plena noche, protegidos por la oscuridad.

En la misma noche en que los persas se aproximan al golfo secreta y sigilosamente, entre los griegos, ignorantes aún de los movimientos del enemigo, se desencadena la bronca de turno: Por lo que mira a los jefes griegos de Salamina, llevaban adelante sus porfías y altercados, pues no sabían aún que se hallasen ya cercados de las naves de los bárbaros; antes creían que se mantenían éstos en los puestos mismos en donde aquel día los habían visto anclados.

Cuando les llega la noticia de la proximidad persa, al principio se resisten a creerla, pero, finalmente, le dan crédito e, incitados por Temístocles, se preparan para el combate.

La batalla empieza de madrugada, de manera que Jerjes, sentado en su trono al pie del monte situado frente a Salamina que se llama Egáleo, puede observarla. Todas las veces que veía a uno de sus hombres llevar a cabo alguna hazaña en la batalla naval, informábase de quién era su autor, y sus secretarios iban anotando el nombre del trierarco o capitán de galera, apuntando asimismo el nombre de su padre y de su ciudad. Jerjes cree en su victoria, tras la cual se dispone a premiar a sus héroes.

Las numerosas descripciones de batallas que encontramos en la literatura de todos los tiempos tienen un denominador común: presentan el cuadro de un gran caos, de una confusión monstruosa, un desbarajuste cósmico. Incluso el mejor preparado de los combates, en el momento del choque frontal, se convierte en una maraña desatada y sangrienta en la que es difícil orientarse y más difícil aún resulta controlarla. Unos se lanzan a matar con ahínco, otros miran cómo escabullirse o al menos evitar el golpe, y todo transcurre en medio de gritos, gemidos y alaridos, en medio del desorden, el vocerío y el humo.

Salamina no fue ninguna excepción. En tanto que la rivalidad de los dos hombres tiene pulso, e incluso cierta gracia, el choque de sus respectivas flotas, compuestas por barcos de madera movidos por miles de remos, debía de recordar un gran recipiente al cual alguien había arrojado cientos de cangrejos que, enredándose unos con otros y arrastrándose lenta y atropelladamente, formaban un galimatías, un pandemónium desquiciado y confuso. Un navío se estrellaba contra otro navío, uno caía de lado, otro se iba a pique con toda la tripulación, alguno intentaba retirarse, en un lugar varias naves se habían engarzado hasta tal punto que libraban su encarnizada batalla particular por desengancharse, en otro lugar alguien intentaba dar media vuelta, otro escabullirse del golfo, en la confusión general griegos atacaban a griegos, persas a persas, hasta que, finalmente, después de largas horas de aquel infierno marítimo, estos últimos se dieron por vencidos, y todos los que quedaban en la superficie —vivos, salvados— se dieron a la fuga.

La primera reacción de Jerjes ante la derrota es el miedo. Un sentimiento de terror se apoderó de él. Antes que nada, envió a Persia a unos hijos suyos naturales, pues algunos de éstos lo acompañaban en la expedición. Los pone bajo la tutela de Hermotimo, natural de Pedasa y eunuco de palacio, pero con una posición de lo más importante.

Los avatares de la vida de este hombre interesan mucho a Heródoto, así que habla de ellos con todo lujo de detalles: Para vengarse de la injuria que había padecido, se le presentó una ocasión que no sé que se haya dado nunca otra igual: lo hicieron esclavo los enemigos, y como tal lo compró un hombre natural de Quíos, llamado Panionio, que se dedicaba al más abominable de los oficios, pues logrando algún gallardo mancebo, lo que hacía era castrarlo y llevarlo después a Sardes o a Éfeso y venderlo bien caro; pues sabido es que entre los bárbaros se aprecian en más los eunucos que los que no lo son, por la total confianza que puede haber en ellos. Entre otros muchos que castró Panionio, uno fue Hermotimo. Pero no fue en todo lo demás desgraciado, porque, incluido entre otros regalos que de Sardes se enviaban al rey, con el tiempo se convirtió en el eunuco favorito de Jerjes.

En la ocasión en que el rey conducía contra Atenas sus tropas persas, vino Hermotimo a Sardes, de donde habiendo bajado por algún encargo a la zona de la Misia habitada por los de Quíos, topó en ella con Panionio. Al reconocerlo, le habló largamente y con mucha expresión de cariño de los tesoros que, gracias a él, poseía y le prometió que le daría en recompensa todos los bienes posibles, con tal que con toda su casa y familia se estableciese donde él estaba. De ahí que Panionio aceptase gustoso la proposición y se trasladara allá con sus hijos y mujer. Una vez que Hermotimo lo tuvo con toda su familia, le habló de esta suerte: «Ahora quiero, ¡oh mercader!, el más ruin y abominable de cuantos vio el sol hasta aquí, que me digas qué mal yo mismo o alguno de los míos, a ti o a alguno de los tuyos hemos hecho para que me parases tal, que de hombre que era, viniese a ser menos que nada. ¿Creías tú, infame, que no llegarían tus malas trazas a noticia de los dioses? Mucho te engañabas, pues ellos han sido los que, con su justo proceder, te han traído a mis manos, así que no vas a quejarte del castigo que voy a imponerte». E hizo comparecer en su presencia a los hijos de Panionio, y primero obligó allí mismo al padre a castrar a sus hijos, que eran cuatro, y después que forzado acabó de ejecutar aquel ministerio, fueron obligados los hijos castrados a practicar lo mismo con su padre. Así fue como la venganza alcanzó a Panionio…

Crimen y castigo, el mal infligido y la venganza, son inseparables; siempre, más tarde o más temprano, pero siempre acaban formando pareja. Lo mismo en las relaciones entre individuos que entre los pueblos. A aquel que empieza una guerra —es decir, a juicio de Heródoto, comete un crimen—, al primero en atacar, finalmente, enseguida o al cabo de un tiempo, lo alcanzará la venganza, el castigo. Esta relación, este efecto bumerán, constituye la esencia más profunda del destino, el sentido de la predestinación irreversible.

Lo ha experimentado Panionio, ahora le llega el turno a Jerjes. En el caso del Rey de Reyes la cosa se complica porque él es a un tiempo símbolo del pueblo y del imperio. En Susa, al enterarse del desastre de su flota en Salamina, los persas no se rasgan las vestiduras sino que se preocupan por la suerte que haya podido correr su rey, tiemblan ante la posibilidad de que le haya ocurrido algo malo. Por eso, cuando regresa a Persia, su entrada es triunfal y gloriosa: la gente da muestras de alegría y respira aliviada; qué importan los miles de soldados muertos en combate o engullidos por el mar, qué importan las naves convertidas en astillas, ¡lo importante es que el rey está vivo y que vuelve a estar con nosotros!

Jerjes se fuga de Grecia pero deja allí parte de su ejército. Nombra comandante a su primo y yerno de Darío, Mardonio.

Mardonio empieza con cautela. Primero, sin prisas, pasa tranquilamente el invierno en Tesalia. Luego envía un mensajero a los más diversos oráculos para conocer sus vaticinios. Siguiéndolos, envió por embajador a Atenas al rey de Macedonia, Alejandro. Dos eran los motivos que a este nombramiento le inducían; uno el parentesco que tenían los persas con Alejandro… y otro, el saber que por tener Alejandro contraído con los atenienses un tratado de amistad y hospedaje, era su buen amigo y favorecedor. Creía que ésa sería la mejor manera de ganarse a los atenienses, de los que había oído que eran un pueblo numeroso y valiente; además le constaba que habían sido ellos los que por mar habían destrozado la armada persa. Esperaba que, una vez ganados para su causa, se haría fuerte también por mar, pues sus fuerzas por tierra eran ya por sí solas muy superiores; de donde concluía que su ejército, con los nuevos aliados, se impondría en la Grecia.

Alejandro viaja a Atenas y allí trata de persuadir a sus habitantes de que abandonen la guerra contra los persas, que más les vale intentar pactar con su rey, que de lo contrario sucumbirán ya que el poderío del rey parece más que humano, tanto que no hay rincón que no alcance su brazo.

Oído lo cual, los atenienses le responden, sin embargo, con las siguientes palabras: En verdad que no se nos caía en olvido cuáles sean, según decíais, las fuerzas del medo, y cuánto doblemente superiores a las nuestras. Así que huelga que nos echéis en cara nuestra inferioridad. Pese a todo, prendados como estamos de la libertad, sacaremos esfuerzo de la debilidad, hasta tanto que no podamos más… La respuesta por tanto que deberéis dar a Mardonio será que le hacemos saber, nosotros los atenienses, que mientras gire el sol por donde al presente gira, nunca jamás pactaremos con Jerjes, a quien eternamente perseguiremos, confiados en la protección de los dioses y de los héroes, cuyos templos y estatuas mandó él incendiar…

Y a los espartanos —que acudieron a Atenas impelidos por el temor de que los atenienses se avendrían a negociar con los persas— les dijeron: Conocéis muy bien nuestra manera de pensar: ni encierra tanto oro en todas sus minas la tierra entera, ni cuenta entre todas sus regiones alguna ni tan bella ni tan fértil, a trueque de cuyo tesoro y de cuya provincia quisiéramos pasarnos al medo con la infame condición de la esclavitud de la Grecia… Sabed de nuevo ahora que mientras quede vivo un solo ateniense, nadie tiene que temer que se una Atenas con Jerjes…

Después de oír estas palabras, Alejandro y los espartanos abandonaron Atenas.