EL FIN DE LA BATALLA
Pensaba que ya me había despedido de Creso de una vez para siempre, un Creso, por cierto, que en más de un sentido me había parecido muy humano —incluso en su ingenua y no disimulada vanidad a causa de aquellas riquezas que admiraba el mundo entero (toneladas y más toneladas de oro y plata guardadas entre sus incontables tesoros), como también en su fe, inquebrantable y temerosa de los dioses, en las profecías del oráculo de Delfos y, luego, en su estremecedora desesperación después de la muerte del hijo a la que sin querer había contribuido, en su trágico abatimiento después de la pérdida de su reino y en esa sumisa resignación a su propia muerte de mártir, consumido por las llamas, en su blasfema rebelión ante los designios divinos, en el hecho de que tuvo que cumplir una penitencia terrible por unos crímenes cometidos por un antepasado suyo del que nada sabía—; pues, como decía, pensaba que me había despedido del castigado y humillado Creso de una vez para siempre cuando, de pronto, volvió a aparecer en las páginas del libro herodotiano, esta vez en compañía del rey Ciro, quien, encabezando el ejército persa, partía en una expedición de conquista de los maságetas, un pueblo salvaje y guerrero que vivía en el Asia central profunda, allá por el río Amu Daria.
Estamos en el siglo VI antes de nuestra era y los persas viven su gran época de expansión: conquistan el mundo. Después de ellos, pasados los años y siglos enteros, a cada momento un país u otro intentará dominar el mundo, pero el ambicioso intento de los persas de aquellos tiempos remotos acaso sea tal vez el más temerario y valiente. Ya han conquistado a los jonios y a los eolios, Mileto, Halicarnaso y un sinfín de colonias griegas de Asia occidental; han conquistado a los medos y Babilonia; en una palabra, todo lo que era susceptible de ser conquistado en los alrededores (cercanos y lejanos) se encontraba bajo dominio persa, y ahora Ciro se dispone a someter un país-tribu que está en los mismísimos confines del mundo conocido e imaginable en aquel entonces. Quizá lo impele el convencimiento de que, una vez sometidos los maságetas, una vez ocupadas sus tierras y confiscados sus rebaños, él esté una pulgada más cerca de ese momento en el que proclamará triunfante a los cuatro vientos: «¡El mundo es mío!»
Pero esa necesidad de tenerlo todo, la misma que antes ha provocado la caída de Creso, ahora causará la derrota de Ciro. Por añadidura, el castigo por una codicia desenfrenada suele caer sobre la persona en el momento —y en ello radica su despiadada y destructora fuerza— en el que ésta cree hallarse a punto de alcanzar su objetivo soñado. De manera que va acompañado de una gran decepción por el mundo, y de grandes reproches dirigidos al vengativo destino, y del deprimente sentimiento de humillación e impotencia.
De momento, Ciro se dirige hacia el norte, hacia el Asia profunda, para conquistar a los maságetas. Nadie se extraña de esta expedición, pues todo el mundo sabía que formó el designio de hacer la guerra, excitado por varios motivos que lo llenaban de orgullo. El primero de todos era lo extraño de su nacimiento, por el que se figuraba ser algo más que hombre; y el segundo, la fortuna que lo acompañaba en todas sus expediciones, pues donde quiera que entraban sus armas, parecía imposible que ningún pueblo dejase de ser conquistado.
De los maságetas, a su vez, se sabe que viven en las extensas y llanas estepas de Asia central y, también, que en verano se alimentan de las más diversas raíces que extraen de la tierra en las islas que salpican el Amu Daria, mientras que las frutas que encuentran en los árboles, una vez maduras, las conservan hasta el invierno, cuando les servirán de sustento. Descubrimos que los maságetas tomaban algo parecido a estupefacientes, así que eran una especie de protopadres de los drogatas, de los yonkis de hoy: De ellos se dice que han descubierto ciertos árboles que producen una fruta que acostumbran a echar en el fuego cuando se sientan a bandadas alrededor de sus hogueras. Percibiendo allí el olor que despiden las frutas, a medida que se va quemando, se embriagan con él del mismo modo que los griegos con el vino, y cuanta más fruta echan en el fuego tanto más crece la embriaguez, hasta que levantándose del suelo se ponen a bailar y cantar.
Una mujer llamada Tomiris es a la sazón la reina de los maságetas. Precisamente ella y Ciro protagonizarán el sangriento, mortal drama en el que también Creso desempeñará un papel. Ciro empieza con un ardid: finge pretenderla en matrimonio. Pero la reina de los maságetas enseguida descubre las verdaderas intenciones del rey de los persas, quien —está convencida— no la desea a ella sino a su reino. Ciro, al ver que no alcanzará su propósito con esta estrategia, decide atacar con las armas a los maságetas, que se encuentran al otro lado del Amu Daria, el río hasta cuyas orillas ha llegado con su ejército.
Desde la capital de Persia, Susa, hasta las orillas del Amu Daria, hay un camino largo y difícil, o, más bien, no hay camino alguno: es necesario vencer desfiladeros de alta montaña, atravesar el incandescente desierto de Kara Kum y luego andar y andar por estepas infinitas.
Todo esto recuerda la descabellada expedición de Napoleón contra Moscú. Tanto los persas como los franceses están gobernados por la misma ansia: dominar, conquistar, poseer. Ambos pueblos sufrirán una derrota pues transgredirán una ley griega, la de la moderación: no ambicionar demasiado, nunca desearlo todo. Pero en el momento en que acaban de emprender la expedición están demasiado ciegos para verlo, la pasión por conquistar les ha privado de la capacidad de juicio, les ha arrebatado el sentido común. Aunque, por otra parte, si el mundo se rigiese por el sentido común, ¿habría nacido la historia? ¿Existiría?
De momento, empero, la expedición de Ciro se dirige hacia su destino. Debe de ofrecer el aspecto de infinitas columnas de hombres, caballos y pertrechos de guerra. En las montañas, a cada momento se despegan de las rocas rumbo al abismo unos soldados exhaustos, luego, en el desierto, muchos mueren de sed y, finalmente, unidades enteras se pierden en unas estepas vastísimas y sin un solo camino. Pues aún no existen cosas como mapas, brújulas, gemelos de campo, indicadores. Lo más probable es que vayan preguntando entre las tribus que encuentran a su paso y que contraten guías; y, a lo mejor, quién sabe, consultan a adivinos. En cualquier caso, pese a lo lento y arduo de su marcha y a los latigazos —frecuentes entonces entre los persas— que reciben los soldados, el gran ejército avanza.
Sólo Ciro disfruta de todas las comodidades durante este auténtico camino a través de los tormentos. Cuando el gran rey se pone al frente de sus tropas y marcha contra el enemigo, lleva dispuestas de antemano las provisiones necesarias, y hasta el agua del río Coaspes que pasa por Susa, porque no bebe de otra alguna. Con este objeto lo siguen siempre, a donde quiera que viaja, muchos carros de cuatro ruedas, tirados por mulas; los cuales conducen unas vasijas de plata en que va cocida el agua del Coaspes.
Lo que me interesa es esta agua. Agua previsoramente hervida. Guardada en vasijas de plata (la plata da frescor), pues hay un desierto que atravesar. Agua, como sabemos, llevada en numerosos carros de cuatro ruedas tirados por mulas.
Carros llenos de agua y soldados muriéndose de sed. Los soldados caen como moscas pero los carros siguen avanzando, no se detienen, el agua no es para la tropa, es para Ciro, hervida expresamente para su persona, pues el rey no bebe ninguna más, así que si faltase, quien moriría de sed sería él. ¿Acaso es concebible tal cosa?
Y hay otra cosa que suscita mi interés. Y es que en esta comitiva van de hecho dos reyes, el gran soberano en activo Ciro y el destronado Creso que sólo ayer escapó a la muerte en la hoguera, ordenada por el primero. ¿Qué relaciones hay ahora entre ellos? Heródoto afirma que cordiales. Pero él mismo no participó en aquella expedición, ni tan sólo había nacido. ¿Van Ciro y Creso en el mismo carro, un carro que con toda seguridad luce ruedas doradas, igual de doradas que las estacas y el timón? Ante la visión de ese oro, ¿no suspirará Creso en secreto? ¿Conversan los dos señores? Deben hacerlo con ayuda de un intérprete pues no conocen sus respectivas lenguas. De todos modos, ¿de qué van a hablar? Llevan días, semanas enteras viajando; más tarde o más temprano los temas de conversación se agotan. Y si, además, los dos son callados, naturalezas cerradas, introvertidas, ¿entonces qué?
Es curioso qué pasa cuando Ciro quiere beber agua.
—¡Traed agua! —grita hacia la servidumbre.
Sus aguadores deben de ser hombres de máxima confianza, juramentados, no fuera a ser que bebiesen en secreto unas gotas del precioso líquido. Al oír la orden le traen un jarro de plata. Y ahora ¿qué hará Ciro? ¿Beber solo? O tal vez diga:
—Toma, Creso, toma tú también un poco.
Heródoto no menciona nada de esto, pese a que se trata de un momento muy importante: en el desierto no se puede vivir sin agua, el hombre no tarda en morir de sed.
Pero quizá no comparten carro y en tal caso el problema no existe. Tal vez Creso lleva su propia tinajita con agua, cualquier agua, no necesariamente extraída de ese río tan especial que es el Coaspes. En realidad no sabemos nada de esto, pues sólo volveremos a encontrar a Creso en las páginas de Heródoto cuando la expedición llegue el ancho y apacible Amu Daria.
Ciro, al fracasar en su pretensión de poseer a la reina Tomiris, le ha declarado la guerra. Ha empezado ordenando que se construyan puentes de pontones sobre el río para conducir al ejército a la otra orilla. Y cuando está ocupado en esos trabajos, comparece ante él un emisario de Tomiris con orden de transmitirle un mensaje lleno de palabras meditadas y de sentido común: Bien puedes, rey de los medos, excusar esa fatiga que tomas con tanto calor: ¿quién sabe si tu empresa será tan feliz como deseas? Más vale que gobiernes tu reino pacíficamente y nos dejes a nosotros en la tranquila posesión de los términos que habitamos. ¿Despreciarás, por ventura, mis consejos y querrás más exponerlo todo que vivir quieto y sosegado? Pero si tanto deseas hacer una prueba del valor de los maságetas pronto podrás conseguirlo. No te tomes tanto trabajo para juntar las dos orillas del río. Nuestras tropas se retirarán tres jornadas y allí te esperaremos; o si prefieres que nosotros pasemos a tu país, retírate a igual distancia y no tardaremos en buscarte.
Al oír esto Ciro convoca una reunión de sus hombres de mando y les pide su opinión. Todos, unánimemente, le aconsejan retirarse y recibir a Tomiris y su ejército en el lado persa del río, en terreno propio. Sólo hay un parecer discordante: el de Creso. Creso empieza en tono filosófico: Debes admitir ante todo, le dice a Ciro, que la fortuna es una rueda, cuyo continuo movimiento a nadie deja gozar largo tiempo de la felicidad.
En una palabra, Creso lanza una clara advertencia de que la fortuna le puede dar la espalda a Ciro y entonces las cosas tomarán un cariz adverso. Y le aconseja cruzar el río y allí —puesto que ha oído decir que los maságetas desconocen la opulencia persa y nunca han gozado de grandes placeres— sacrificar algunos rebaños de ovejas, servir manjares y vino puro: ofrecerles un gran banquete. Los maságetas comerán y beberán hasta la saciedad, tras lo cual, cuando, borrachos, les venza el sueño, los persas los apresarán. Ciro acepta el plan de Creso, Tomiris se retira del río y los ejércitos persas entran en las tierras de los maságetas.
Aumenta la tensión que suele preceder al momento de un gran enfrentamiento. Después de las palabras de Creso de que la fortuna es una rueda, Ciro —soberano experimentado pues lleva veintinueve años al frente de Persia— empieza a comprender la seriedad e importancia de lo que se avecina. Ya no está, como antes, tan seguro de sí mismo, tan ufano y arrogante. Una noche se le aparecen imágenes de pesadilla y al día siguiente, preocupado por su hijo Cambises, lo envía de vuelta a Persia en compañía de Creso. Además, no cesan de asaltarlo visiones de complots y maquinaciones dirigidas contra su persona.
Sin embargo, es comandante en jefe de un ejército, tiene que dictar órdenes, todo el mundo espera su palabra, qué dirá, adónde los conducirá. Y Ciro, punto por punto, pone en práctica los consejos de Creso, inconsciente de que al hacerlo avanza paso a paso hacia su propia aniquilación. (¿Lo induciría Creso al error conscientemente? ¿Lo llamaría al engaño para vengarse de la derrota y la humillación infligida? No lo sabemos: Heródoto guarda silencio al respecto.)
Lo cierto es que Ciro envía primero una parte de su tropa compuesta de hombres que no sirven para la lucha: lisiados, rezagados, débiles y enfermos, todo tipo de —como se decía en los gulags— dojodiagas; estos hombres están destinados a morir, cosa que ocurre, pues al toparse con la vanguardia del ejército maságeta, ni uno solo escapa a la escabechina. Ahora, después de pasar a cuchillo a la retaguardia persa, viendo los maságetas las mesas que estaban preparadas, sentáronse a ellas, y de tal modo se hartaron de comida y de vino que, por último, se quedaron dormidos. Entonces los persas volvieron al campo y, acometiéndolos de nuevo, mataron a muchos y cogieron vivos a muchos más, estando entre éstos su general, el hijo de la reina Tomiris, cuyo nombre era Espargapises.
Al saber qué suerte ha corrido su hijo, Tomiris envía a Ciro un mensaje con estas palabras: Devuélveme a mi hijo y sal luego de mi territorio, contento por no haber pagado la pena que debías por la injuria que hiciste a la tercera parte de mis tropas. Y si no lo haces así, te juro por el sol, supremo señor de los maságetas, que por sediento que te halles de sangre, yo te saciaré de ella.
Son palabras fuertes, contundentes en su anuncio de mal augurio, pero Ciro les presta oídos sordos. Embriagado con la victoria, se siente satisfecho por haber engañado a Tomiris y de haberse vengado de esa mujer que había rechazado sus cortejos. En este momento la reina aún no sabe qué desdicha se ha abatido sobre ella, a saber: Su hijo, Espargapises, así que el vino le dejó libre la razón y con ella vio su desgracia, suplicó a Ciro le quitase las cadenas; y habiéndolo conseguido, dueño de sus manos, las volvió contra sí mismo y acabó con su vida.
Da comienzo una orgía de muerte y sangre.
Tomiris, al ver que Ciro no ha hecho caso de sus advertencias, reúne su ejército y lo lanza contra el persa. Heródoto: Trabó con él la batalla más reñida que en mi concepto se ha dado jamás entre las naciones bárbaras. En un primer momento, los dos ejércitos luchan con arcos, pero, una vez gastadas las flechas, se abalanzan los unos contra los otros con lanzas y cuchillos para acabar en un cuerpo a cuerpo sin cuartel. Al principio las fuerzas están igualadas pero poco a poco los maságetas ganan ventaja. El ejército persa pierde la mayoría de sus soldados. También Ciro figura entre los muertos.
Ahora se produce una escena que parece sacada de una tragedia griega: el campo de batalla está cubierto de cadáveres de soldados de los dos ejércitos. A él acude Tomiris con un odre vacío. Va de un soldado a otro, drenando sangre de las recientes heridas, para llenarlo. La reina debe de estar manchada, incluso chorreando sangre humana. Hace mucho calor, así que con la mano ensangrentada se seca el rostro. Ahora también su rostro está manchado de sangre. Otea el horizonte en busca del cuerpo de Ciro. Luego que lo encontró, le cortó la cabeza y la metió dentro del odre, insultándole con estas palabras: Me has hundido aunque sigo con vida y a pesar de que yo soy tu vencedora, pues perdiste a mi hijo cogiéndole con engaño. Pero yo te saciaré de sangre cumpliendo mi palabra.
Así se acaba esta batalla.
Así muere Ciro.
Se queda desierto un escenario sobre el cual sólo permanece con vida Tomiris, desesperada y llena de odio.
Heródoto se abstiene de hacer comentarios. Sólo añade, llevado por el deber del reportero, unas cuantas informaciones en torno a los maságetas, desconocidos a fin de cuentas de los griegos: Entre ellos no se conoce el pudor; cualquier hombre, colgando del carro su aljaba, puede juntarse sin reparo con la mujer que le acomode. No tienen término fijo para dejar de existir, pero si uno llega a ser decrépito, reuniéndose todos los parientes, le matan con una porción de reses, y cociendo su carne celebran con ella un gran banquete. Este modo de salir de la vida se considera por ellos la felicidad suprema, y si alguno muere de enfermedad, no se convida con su carne, sino que se le entierra con grandísima pesadumbre de que no haya llegado al punto de ser inmolado.