EL TALLER DEL GRIEGO
Puesto que ha surgido una oportunidad, me marcho de Lisala. ¡Una oportunidad! Es así como se viaja ahora por el país. En una carretera que durante días permanece vacía, de pronto aparece un vehículo. Ante tamaña visión nuestro corazón acelera sus latidos. En cuanto se aproxima lo paramos. «Bonjour, monsieur —decimos al conductor con el tono más amable—, avez-vous une place, s’il vous plaît?», preguntamos con voz llena de esperanza. Por supuesto que no hay: el vehículo siempre va lleno. Pero todos sus ocupantes, ya apretados como sardinas, en un acto reflejo, sin que les pida ni insista, se aprietan más todavía y, en la postura más inverosímil, allá vamos. Sólo ahora, cuando el coche ha vuelto a enfilar la carretera, empezamos a preguntar a los vecinos más próximos si saben hacia dónde vamos. No existe una respuesta clara a semejante pregunta porque en realidad nadie sabe adónde vamos. ¡Vamos hasta donde se pueda llegar!
No tardamos en darnos cuenta de que todo el mundo quisiera llegar lo más lejos posible. La guerra ha sorprendido a la gente en los rincones más recónditos del Congo —ese país inmenso y desprovisto de vías de comunicación—, así que, ahora, los que se encontraban lejos de sus hogares buscando trabajo o visitando a sus familiares desean volver a casa y no tienen cómo hacerlo. El único medio es cazar una oportunidad, un vehículo que se dirija más a menos hacia aquella parte del mundo donde está nuestra casa, subirse a un coche e ir en él, ir y punto.
Uno se topa ahora con mucha gente que lleva en camino semanas enteras. Estas personas no tienen mapas, pero aunque viesen alguno en alguna parte, es muy dudoso que en él encontraran el nombre de la aldea o el pueblo al que desean volver. De todos modos, ¿para qué necesitan un mapa, cuando, en su mayoría, no saben leer? Lo que llama la atención en estos peregrinos perdidos es su apática resignación a todo lo que encuentran en el camino. Si surge una oportunidad de subirse a un vehículo, avanzan. Si no, se sientan en una piedra junto al camino y esperan. Los que mayor interés suscitan en mí son aquellos que, al perder toda orientación espacial y no lograr asociar con nada unos topónimos que ven por vez primera, van en la dirección contraria a la de su casa, aunque, por otra parte, ¿cómo van a enterarse de qué rumbo deben tomar, si en el lugar en que se hallan el nombre de su aldea natal no dice nada a nadie?
En semejantes situaciones de confusión y desorientación lo mejor es mantenerse unidos, formar parte de un nutrido grupo tribal. Claro está que entonces no se puede contar con la posibilidad de subirse a un coche. Hay que caminar durante días y semanas: ir a pie. De ahí que resulten tan frecuentes los encuentros con clanes y tribus caminando. A veces forman columnas alargadas, un tanto dispersas. Llevan sobre la cabeza todas sus pertenencias, guardadas en hatillos, palanganas y cubos. Las manos siempre están libres: imprescindibles para mantener el equilibrio, también son necesarias para ahuyentar moscas y mosquitos, y enjuagarse el sudor del rostro.
Se puede uno detener al borde del camino y entablar una conversación con ellos. Responden de buen grado si saben la respuesta. Si se les pregunta adónde se dirigen, contestan: a Kindu, a Congolo, a Lusambo. Si se les pregunta dónde queda eso, se muestran perplejos, pues cómo van a explicar a un extraño dónde está Kindu, aunque algunos, a veces, señalan en una dirección: hacia el sur. Si se les pregunta si queda lejos, su perplejidad es mayor todavía porque, a la hora de la verdad, no lo saben. Si se les pregunta quiénes son, dicen que su nombre es Yeke o Tabwa o Lunda. ¿Que cuántos son? Esto tampoco lo saben. Si la pregunta va dirigida a unos jóvenes, dirán que hay que hacerla a los mayores. Cuando va dirigida a los mayores, éstos empiezan a discutir entre ellos.
Del mapa que llevo (Afrique. Carte Générale, editado en Berna por Kummerly & Frey, sin fecha) se desprende que me encuentro en algún lugar entre Stanleyville e Irumu, lo que significa que intento llegar a la entonces todavía tranquila Uganda, a Kampala, desde donde podría comunicarme con Londres y, por esta vía, empezar a enviar correspondencia a Varsovia. Pues en nuestro oficio el placer de viajar y la fascinación por todo lo que podamos ver tiene que ceder ante lo principal: estar en contacto con la central y enviarle la información, fresca, acabada de recabar. Para eso nos han mandado al ancho mundo y ninguna justificación será tomada en cuenta. De manera que si consigo llegar a Kampala —hago mis planes— luego podré ir a Nairobi, luego a Dar es Salam y Lusaka, desde allí a Brazzaville, Bangui, Fort Lamy y así sucesivamente. Planes, proyectos, sueños dibujados con el dedo sobre un mapa. Mientras, me veo sentado en el espacioso porche de un chalet abandonado por un belga, propietario de un aserradero que ya no funciona, una casa encantadora, inundada de buganvillas, salvia y enredaderas de geranios. Los niños que se han congregado junto al chalet observan, atentos y en silencio, al hombre blanco. Cosas extrañas pasan en el mundo: hace poco los mayores han dicho que los blancos se habían ido y ahora resulta que vuelven a estar aquí.
El viaje africano dura y dura; al cabo de cierto tiempo los lugares y las fechas empiezan a confundirse, pues hay tantas y tantas cosas, el continente es un enjambre y un hervidero de acontecimientos, viajo y escribo, tengo la sensación de que a mi alrededor suceden cosas importantes e irrepetibles y que vale la pena dar fe de ellas, aunque sea un testimonio momentáneo.
Pese a ello, siempre que las fuerzas me lo permiten, intento leer en mis ratos libres. Leo, pues, West African Studies, un libro escrito en 1901 por la inglesa Mary Kingsley, una observadora de mirada penetrante y valiente viajera; la sabia Bantu Philosophy del religioso Placide Tempels, editada en 1945, o la profundamente reflexiva Afrique ambiguë, del antropólogo francés Georges Balandier (París, 1957). Y además, cómo no, a Heródoto.
En aquella época, sin embargo, dejé de seguir por un tiempo los avatares de los personajes y las guerras descritos por Heródoto para centrarme en su taller. ¿Cómo trabaja?, ¿qué le interesa?, ¿cómo se dirige a la gente?, ¿por qué cosas pregunta a sus interlocutores?, ¿cómo escucha lo que le dicen?: esto es lo que más me interesaba, ya que por aquel entonces todo mi empeño iba dirigido a conocer el arte de escribir reportajes, y la maestría del griego en este ámbito se me antojaba una ayuda tan útil como valiosa. Heródoto ante las personas a las que encuentra: he aquí lo que me intrigaba puesto que todo aquello que escribimos en los reportajes proviene de la gente, de esas personas, y la relación yo-él, yo-los otros, su naturaleza y su temperatura incidirán más tarde en el valor del texto. Dependemos de la gente, y por eso el reportaje tal vez sea el género de escritura más colectivo.
Al mismo tiempo, leyendo libros en torno a Heródoto noté que sus autores se ceñían exclusivamente al estudio del propio texto de nuestro griego, se centraban en su exactitud y solidez, y no prestaban atención a cómo reunía materiales para el mismo ni a cómo luego tejía su riquísimo y gigantesco tapiz. Y precisamente esta faceta me parecía digna de ser estudiada.
Aunque también hubo otra cosa. A medida que pasaba el tiempo, una y otra vez salpicado por mis vueltas a su Historia, empecé a experimentar hacia él un sentimiento de cordialidad, incluso de amistad. Me resultaba difícil prescindir ya no tanto de su libro como de su persona. Un sentimiento complejo que no sabría describir fielmente, pues se trata de sentirse próximo a alguien a quien no conocemos personalmente y que, sin embargo, nos cautiva y atrae con una actitud hacia los otros y una manera de ser tales que allí donde aparece enseguida se convierte en germen de una comunión entre los hombres, en ese fermento que la crea y cimenta.
Heródoto es hijo de su cultura y de ese clima de buen talante hacia la gente en que ésta se ha forjado. Es una cultura de largas y hospitalarias mesas, a las cuales, en tardes y noches cálidas, se sientan muchas personas juntas para comer queso y aceitunas, tomar vino fresco y hablar. Ese espacio abierto, sin paredes que lo limiten, en la orilla del mar o en la falda de una montaña, es precisamente lo que libera la imaginación humana. El encuentro brinda a los contadores de historias una oportunidad para lucirse, para improvisar torneos espontáneos en los que acaban llevando la voz cantante aquellos que saben contar la historia más interesante, relatar el acontecimiento más extraordinario. Los hechos se mezclan con las fantasías, se confunden los lugares y los tiempos, nacen las leyendas y los mitos.
Leyendo a Heródoto nos da la impresión de que participaba de buen grado en tales veladas y que era un oyente de lo más atento y aplicado. Debía de tener una memoria prodigiosa. Nosotros, gente moderna, malcriados por los avances de la tecnología, tenemos la memoria atrofiada y nos asalta el pánico cuando no tenemos a mano un libro determinado o un ordenador. Pero incluso hoy podemos llegar a comunidades en las que sigue patente la increíble capacidad de la memoria. Y precisamente en un mundo de una memoria así vivió Heródoto. El libro era en aquel entonces una rareza; las inscripciones sobre piedras y murallas, rareza y media.
Lo que había eran personas y aquello que se comunicaban en contactos directos, cara a cara. El ser humano, para existir, necesitaba sentir a su lado la presencia de otro ser humano, tenía que verlo y escucharlo: no existía otra manera de comunicarse, luego tampoco otra forma de vivir. Esa civilización de transmisión verbal los acercaba, sabían que el Otro no sólo era aquel que les ayudaría a conseguir alimentos y a defenderse de los enemigos, sino también que era alguien insustituible, el único capaz de explicar el mundo y guiarlos por él.
Sin ir más lejos, ¡cuánto más rica es esa antigua, ancestral lengua de contacto directo, socrático! Es importante, a menudo incluso más importante, aquello que comunicamos extraverbalmente, con la expresión del rostro, los gestos, los movimientos del cuerpo. Heródoto lo comprende, e igual que el reportero o el etnólogo, intenta mantener un contacto directo con sus protagonistas para no sólo escuchar lo que le cuentan sino también ver cómo lo cuentan y cuál es su comportamiento en esos momentos.
La conciencia de Heródoto está escindida, partida en dos: por un lado sabe que la fuente más importante —y prácticamente única— de conocimiento es la memoria de sus interlocutores, pero, por el otro, es consciente de que ésta es frágil, cambiante y etérea, un punto que se desvanece. Por eso se da prisa, pues la gente olvida las cosas o se marcha a alguna parte y no hay manera de volverla a encontrar o con el tiempo acaba por morirse, mientras que él quisiera recopilar el mayor número posible de datos razonablemente fehacientes.
Al saber que se mueve por un terreno tan incierto e inestable, se muestra muy cauto en sus relatos, siempre se cura en salud, no cesa de subrayar sus reservas:
De todos los bárbaros, que nosotros sepamos, fue Giges el primero que dedicó sus ofrendas en el templo de Delfos…
Se apoderó de él, según dicen, el deseo de llegar a Ítaca…
Que yo sepa, tienen los persas las siguientes costumbres…
Y, según creo, sacando conclusiones de lo conocido para desvelar lo desconocido…
De acuerdo con lo que supe por boca de…
Éste es mi relato de lo que cuentan sobre los países más remotos…
No sé si es verdad, sólo escribo lo que se dice…
No puedo de fijo decir cuáles fueron los jonios cobardes y cuáles los valientes en la batalla, pues se acusan unos a otros…
Heródoto comprende que lo rodea un mundo de cosas inciertas y conocimiento sesgado, y por eso a menudo alude a sus lagunas, se disculpa y se justifica:
El que hable de la existencia del Okeanos no puede ser convencido de falsedad, cubierto con la sombra de la mitología. Protesto a lo menos de no conocer ningún río con el nombre de Océano. Creo, sí, que habiendo dado con esta idea el buen Homero o alguno de los poetas anteriores, se la apropiaron para el adorno de su poesía…
Nadie hay que sepa con certeza lo que queda más allá de ese país. Por lo menos no he podido dar con persona que diga haberlo visto con sus propios ojos…
Por lo que mira al número fijo de población de los escitas, no encontré quien me lo supiese decir precisamente, hallando en los informes mucha divergencia…
Sin embargo, en la medida de sus posibilidades —y teniendo en cuenta la época, se trata de un esfuerzo colosal y no menos obstinado— intenta comprobarlo todo, llegar hasta las fuentes, establecer los hechos:
Respecto de Europa, a pesar de todos mis esfuerzos, no logré averiguar si está o no rodeada de mar por el norte…
Ese templo, según averigüé, es el más antiguo de cuantos existen erigidos a Afrodita…
Queriendo yo cerciorarme de esta materia donde fuera posible, y habiendo oído que en Tiro de Fenicia había un templo dedicado a Heracles, emprendí viaje para aquel punto… Entré en plática con los sacerdotes de aquel dios y les pregunté… Pero hallé que tampoco estaban acordes con lo que decían los griegos…
En Arabia hay cierto paraje… al que me dirigí para informarme sobre las serpientes aladas. Al llegar, vi huesos y espinazos de serpientes en una cantidad imposible de especificar…
(Sobre la isla de Quemis:) Los egipcios pretendían que era una isla flotante; mas puedo afirmar que no la vi nadar ni moverse, pero…
Entre muchos otros disparates, se dice que… pero yo mismo vi…
Y cuando ya sabe algo, ¿cómo lo ha sabido? Por lo que ha oído, por lo que ha visto:
Me limito a referir lo que dicen los propios libios…
Según cuentan los tracios, la margen izquierda del Istro está tomada por las abejas…
Todo cuanto he dicho hasta este punto es producto de mis observaciones, averiguaciones y juicios personales; pero a partir de ahora voy a atenerme a testimonios egipcios tal como los he oído, sin dejar de mezclar en la narración lo que por mí mismo he observado…
En fin, que admita estos relatos de los egipcios quien considere verosímiles semejantes cosas, que yo, a lo largo de toda mi narración, tengo el propósito de poner por escrito, como lo oí, lo que dicen unos y otros…
Y cuando pregunté a los sacerdotes si es o no una absurda historia lo que los griegos cuentan… aseguraron que lo sabían por informaciones recibidas del propio Menelao…
(Sobre los colcos:) Es evidente que los colcos son de origen egipcio; y esto que digo lo pensé por mi cuenta antes de habérselo oído a otros… y lo había sospechado porque tienen la piel oscura y el pelo crespo… y muy especialmente porque colcos, egipcios y etíopes son los únicos pueblos del mundo que practican la circuncisión desde sus orígenes…
Voy a referir las cosas, no siguiendo a los persas que quieren hacer alarde de las hazañas de Ciro, sino a aquellos que las cuentan como real y verdaderamente pasaron…
A Heródoto, todo le interesa, sorprende, maravilla u horroriza. A muchas cosas simplemente no da crédito, sabe lo prontas que son las personas para dejarse llevar por la fantasía:
Los mismos sacerdotes afirman, cosa que no me parece verosímil, que el propio dios acude al templo…
(El rey de Egipto, Rampsinito,) hizo lo siguiente (cosa que a mí me resulta increíble): colocó a su propia hija en un burdel, ordenándole que aceptase a todos los hombres sin discriminación…
Los calvos nos cuentan cosas que jamás resultarán verosímiles, diciendo que en aquellos montes viven hombres con pies de cabra, y que más allá hay otros que duermen un semestre entero, lo que de todo punto no admito.
(Sobre los neuros, capaces de transformarse en lobos:) Yo no creo de todo ello una palabra, pero ellos dicen y aun juran lo que dicen…
(Sobre estatuas que se hincaron de rodillas ante los hombres:) No me parece en absoluto creíble, pero si alguno hubiere que sí…
Este primer globalista en la historia ridiculiza y se burla de la ignorancia de sus coetáneos: No puedo menos de reír en este punto viendo cuántos describen hoy día sus globos terrestres, sin hacer reflexión alguna de lo que exponen: píntannos —rodeada por todas partes por Okeanos— la tierra redonda, ni más ni menos que una bola sacada del torno; nos igualan Asia y Europa. Voy, pues, ahora a declarar brevemente cuál es la magnitud de cada una de las partes del mundo y cuál viene a ser su mapa particular o su descripción.
Y después de presentar Asia, Europa y África, acaba su descripción del mundo con una observación llena de asombro: No puedo alcanzar con mis conjeturas por qué motivo, si es que la tierra supone un mismo continente, se le dieron en su división tres nombres diferentes derivados de nombres de mujeres…