ANTES DE SER DESPEDAZADO POR LOS PERROS Y LAS AVES

En Etiopía, adonde llegué dando un rodeo —por Uganda, Tanzania y Kenia—, el conductor con el que viajé más a menudo se llamaba Negusi. Era menudo y delgado. Sobre un cuello carniseco y surcado de venas abultadas se apoyaba una cabeza desproporcionadamente grande, aunque bien formada. Llamaban la atención sus ojos: enormes, negros y velados por una fina capa de luz, parecían pertenecer a una muchacha sumida en sus ensoñaciones. Negusi era un modelo de pulcritud: en todas las paradas se quitaba concienzudamente el polvo del traje con un pequeño cepillo que siempre llevaba consigo. Su comportamiento, sin embargo, estaba de sobras justificado por cuanto, como siempre en la estación seca, el polvo y la arena se habían adueñado del país.

Mis viajes con Negusi —y recorrimos juntos tres mil kilómetros en unas condiciones tan difíciles como arriesgadas— me reafirmaron una vez más en la convicción de que la figura de otra persona entraña una riqueza extraordinaria de lenguajes. Basta con intentar detectarlos y descifrarlos. Acostumbrados a comunicarnos exclusivamente a través de la palabra hablada o escrita, no nos paramos a pensar en que se trata tan sólo de una de las muchas maneras de comunicarse que en realidad existen. Y es que todo habla: la expresión de la cara y de los ojos, la gesticulación de las manos y el movimiento del cuerpo, las ondas que emite este último, la ropa y la manera de llevarla, y decenas de otros transmisores, emisoras, amplificadores y silenciadores que conforman la persona y su —como dicen los ingleses— química.

La tecnología, al limitar el contacto interhumano al signo electrónico, empobrece y ahoga ese riquísimo lenguaje extraverbal que —cuando estamos cerca, uno al lado del otro, juntos— no paramos de usar para comunicarnos, sin tener siquiera clara conciencia de ello. Por añadidura, ese lenguaje extraverbal, el de la expresión del rostro y el del más mínimo gesto de las manos, es mucho más sincero y auténtico que el escrito y hablado porque con él resulta más difícil mentir, ocultar la falsedad y el embuste. Por eso la cultura china, con objeto de que el hombre realmente pudiera ocultar unos pensamientos cuya revelación entrañaba peligro, perfeccionó el arte del rostro inmóvil, de máscara impenetrable y mirada vacía, porque sólo entonces, protegida por ese velo, la persona se podía esconder de verdad.

El inglés de Negusi se reducía a tan sólo dos palabras:

problem

y

no problem.

Pero con ellas nos comunicábamos en las peores situaciones. Esas dos palabras, más ese lenguaje extraverbal en que se convierte toda persona cuando la observamos atentamente y nos impregnamos de ella, bastaban para que no nos sintiéramos perdidos ni extraños y pudiésemos viajar juntos.

Un buen día, pues, nos encontramos en las montañas de Goba, donde nos para una patrulla del ejército. Con la disciplina bajo mínimos, los militares del país campan a su antojo, son impunes, codiciosos y a menudo están borrachos. Estamos en medio de un paisaje de montañas rocosas, quieto, desierto, sin un alma. Negusi entabla negociaciones. Veo que explica algo, que se pone la mano sobre el corazón. Los soldados también dicen algo, se ajustan las metralletas y se calan los cascos a fondo, con lo cual, con toda la frente oculta, ofrecen un aspecto más amenazador todavía. «Negusi —pregunto—, problem?». Las opciones de respuesta se reducen a dos. Puede contestarme displicentemente: «No problem!», y, todo contento, continuar el viaje. Pero también puede decir con voz grave, incluso asustada: «Problem!», lo cual significa que tengo que sacar diez dólares que él entregará a los soldados para que nos permitan seguir.

En un determinado momento y sin motivo aparente —en el camino no se ve nada y la zona está deshabitada y desierta— Negusi empieza a dar muestras de nerviosismo, su cuerpo y sus ojos no paran quietos. «Negusi —le pregunto—, problem?». «No», responde, pero sigue escrutándolo todo con la mirada y veo que está nervioso. La atmósfera en el coche se vuelve tensa, me empieza a embargar su mismo miedo, no sabemos lo que nos espera. Viajamos así durante una hora y, de repente, después de tomar una curva, Negusi se relaja y, visiblemente contento, tamborilea en el volante al ritmo de una canción amhara. «Negusi —le pregunto—, no problem?». «No problem!», responde, radiante. Luego, en el pueblo más próximo, me enteraré de que el tramo de carretera que acabamos de recorrer está controlado por unas bandas que asaltan, roban e, incluso, matan.

Los habitantes de estos pagos no conocen el gran mundo, tampoco África, ni siquiera su propio país, pero en su patria chica, en la tierra de su propia tribu, conocen cada sendero, cada árbol y cada piedra. Estos lugares no tienen para ellos ningún secreto porque desde niños los han ido aprendiendo, a menudo caminando en la oscuridad, tocando a tientas con las manos los árboles y peñascos junto al camino, palpando con los pies desnudos el curso de un sendero invisible.

Por eso Negusi viaja por el país amhara como si fuese el patio de su casa. Pese a su pobreza, en lo recóndito de su corazón se siente orgulloso de este vasto territorio cuyos límites sólo él sabría dibujar.

Tengo sed, así que Negusi detiene el coche junto a un arroyo y me anima a tomar unos tragos de sus aguas frescas y cristalinas.

No problem! —exclama al darse cuenta de mis dudas acerca de la limpieza del agua y sumerge en ella su voluminosa cabeza.

Más tarde quiero sentarme a descansar sobre unos peñascos que se ven en la cercanía pero Negusi me lo prohíbe:

Problem! —advierte, y con un movimiento zigzagueante del brazo me indica que allí puede haber serpientes.

Cada expedición al interior de Etiopía por supuesto es un lujo. Pues la actividad de un día cualquiera consiste en recabar información, escribir despachos de prensa y acudir a correos desde donde el telegrafista de turno los envía a la oficina que la PAP tiene en Londres (lo que resulta más barato que mandarlos directamente a Varsovia). Recabar información es una tarea lenta, ardua e incierta: una cacería que sólo de vez en cuando permite cobrar una pieza. En el país sale un solo diario, que tiene cuatro páginas y se llama Ethiopian Herald (en más de una ocasión contemplé en lugares de provincias la siguiente escena: llega de Addis Abeba un autobús que trae, junto con los pasajeros, un ejemplar del periódico, la gente se congrega en la plaza del mercado y el alcalde o el maestro del pueblo lee en voz alta los artículos en amhara o resume aquellos que están escritos en inglés. Los congregados son todo oídos y se respira un ambiente de fiesta rayana en religiosa: ¡han traído un diario de la capital!).

Gobierna Etiopía un emperador, no hay partidos políticos ni sindicatos ni oposición parlamentaria. Cierto que existe la guerrilla eritrea, pero está lejos, en las inaccesibles montañas del norte. También está la resistencia somalí, pero también en un lugar inaccesible: el desierto de Ogadén. La verdad es que podría intentar llegar a los dos parajes pero cada viaje se prolongaría durante meses y, siendo yo el único corresponsal polaco para toda África, no puedo permitirme la licencia de no dar señales de vida porque de repente me hubiera dado por desaparecer en los deshabitados confines del continente.

¿De dónde, pues, sacar la información? Mis colegas de las agencias ricas —Reuters, AP o AFP— contratan intérpretes, un lujo que yo no me puedo permitir. Por añadidura, cada uno de ellos tiene en su despacho una potente radio: una Zenith Trans-Oceanic de fabricación norteamericana que sintoniza cualquier emisora del mundo. Pero cuesta una fortuna, así que sólo puedo soñar con semejante artilugio. No queda más remedio que andar, preguntar, escuchar, acopiar, atesorar y enhebrar las informaciones, las opiniones y las historias. No me quejo porque gracias a esto conozco a muchas personas y me entero de cosas que no aparecen en la prensa y en la radio.

Cuando el continente parece más calmado acuerdo con Negusi una incursión en el interior. No demasiado lejos porque no sería extraño que nos quedásemos encallados durante días e incluso semanas. Pero ¿qué tal unos cien o doscientos kilómetros, antes de las altas montañas? Además se aproximan las fiestas navideñas, y si toda África, incluso la musulmana, se tranquiliza visiblemente, qué decir de Etiopía, un país cristiano desde hace dieciséis siglos. «¡Ve a Arba Minch!», me aconsejan al unísono los iniciados, y lo dicen tan convencidos que este nombre empieza a cobrar para mí un sentido mágico.

En efecto, el lugar resulta realmente singular.

En medio de una llanura plana y desierta, en un bajo istmo entre dos lagos, el Abaya y el Chamo, se levanta un barracón de madera pintado de blanco: es el Bekele Mole Hotel. Todas las habitaciones dan a una alargada terraza abierta que se acaba junto a la orilla misma del lago. De él se puede saltar directamente a un agua de color esmeralda que, por otra parte, dependiendo del ángulo de los rayos del sol, se torna ya azul celeste, ya glauco, ya cobra tintes violeta, y al caer la noche luce un azul profundo y el negro.

Por la mañana, una campesina ataviada con una shamma blanca saca a la terraza un sillón de madera y una mesa tallada en madera maciza. No hay más que silencio, agua, unas cuantas acacias y a lo lejos, en el fondo, el verde oscuro de las imponentes montañas Amaro. En verdad se siente uno allí rey de la vida.

Me he traído una pila de artículos en torno a África pero de vez en cuando también vuelvo a mi inseparable Heródoto que suele ser para mí una relajante válvula de escape, un descanso, un trampolín que me traslada del mundo de las tensiones y la febril persecución de noticias a la paz, la tranquilidad y el silencio que emanan de las cosas pasadas, de figuras que dejaron de existir tiempo ha y aquellas otras que ya desde el principio no fueron sino producto de nuestra imaginación, ficticias sombras etéreas. Y, sin embargo, esa esperanza de asueto resulta ilusoria. Pues acabo de ver que en el mundo de nuestro griego suceden cosas graves y amenazadoras, y se puede sentir cómo se prepara el estallido de una tempestad, de un funesto huracán de la historia.

Hasta ahora he recorrido con Heródoto lugares remotos, los confines de su mundo, visité con él a egipcios y maságetas, a escitas y etíopes. Ahora tenemos que suspender estas expediciones y abandonar los remotos confines de la tierra porque los acontecimientos se trasladan a la parte oriental del Mediterráneo, allí donde se encuentran Persia y Grecia o, lo que es lo mismo, Asia y Europa, es decir, al lugar que constituye el mismísimo centro del mundo.

En la primera parte de su obra, Heródoto ha construido una especie de gigantesco anfiteatro al aire libre en el que ha colocado a decenas, incluso centenares de naciones y tribus de Asia, Europa y África, o sea, a todo el género humano conocido, y después de hacerlo dice: «¡Y ahora fijaos bien porque ante vuestros ojos se consumará el mayor drama de la historia!». De manera que todo el mundo centra su atención en el escenario, donde, en efecto, la acción se tiñe de dramatismo desde el primer momento:

El viejo Darío, rey de los persas, se prepara para una gran guerra contra Grecia a fin de vengar sus derrotas en Sardes y en Maratón (una de las leyes herodotianas: no humilles a la gente porque ésta vivirá con el ansia de vengar su humillación). Embarca en estos preparativos a todo su imperio, a toda Asia. Pero durante los mismos, después de treinta y seis años de reinado, muere en el año 485 (presunto año, por cierto, del nacimiento de Heródoto). Al cabo de muchas discusiones e intrigas, se sienta en el trono su joven hijo Jerjes, niño mimado de la esposa —ahora viuda— de Darío, Atosa, de la cual dice el griego que tenía metido en un puño todo el imperio.

Jerjes se hace cargo de la obra de su padre —los preparativos de la guerra contra los griegos—, pero primero se dispone a atacar Egipto ya que los egipcios se han rebelado contra la ocupación persa de su país y quieren declarar la independencia. El persa opina que sofocar la insurrección egipcia no admite dilación mientras que la expedición contra Grecia todavía puede esperar. Así discurre Jerjes, pero una opinión muy distinta expresa su primo mayor y sobrino del difunto Darío, el muy influyente Mardonio, quien dice: «¡Ni que fueran gran cosa los egipcios, ataquemos primero a los griegos!». (Heródoto sospecha que una vez conquistada, Mardonio ambiciona convertirse en el sátrapa de Grecia, que tiene prisa por acceder al poder): Señor, no parece bien que dejéis sin el correspondiente castigo a los atenienses, que tanto mal han hecho hasta aquí a los persas.

Heródoto nos dice que, con el tiempo y a fuerza de insistir, Mardonio convencerá a Jerjes de acometer esta acción. Pero, pese a todo, el rey de los persas primero la emprende con Egipto, sofoca la insurrección, somete de nuevo al país y sólo entonces se dispone a atacar a los griegos. Sin embargo, consciente de la envergadura de la empresa, convoca una asamblea extraordinaria de los grandes de Persia a fin de oír sus pareceres. Comparte con ellos sus proyectos de conquista del mundo: Magnates de la Persia… No juzgo del caso referiros ahora ni las hazañas de Ciro, ni las de Cambises, ni las que hizo mi propio padre, Darío, ni el fruto de ellas en las naciones que conquistaron. De mí puedo decir que, desde que subí al trono, todo mi desvelo ha sido no quedarme atrás de los que en él me precedieron con tanto honor del imperio; antes bien, adquirir a los persas un poder nada inferior al que ellos les alcanzaron… He tenido a bien convocaros para daros parte de mis designios actuales. Mi ánimo es, después de construir un puente sobre el Helesponto, conducir mis ejércitos por la Europa contra la Grecia, resuelto a vengar en los atenienses las injurias que tienen hechas a los persas y a mi padre… No descansaré hasta ver tomada y entregada al fuego la ciudad de Atenas… Si logramos someterlos a ellos y a sus vecinos, no serán ya otros los confines del imperio persa que el firmamento de Zeus y el sol no verá a su paso ninguna nación, ninguna, que no nos pertenezca… pues tengo entendido que no queda ya estado, ni ciudad, ni gente alguna capaz de venir a las manos en campo abierto con nuestras tropas. Así logramos, en fin, imponer el yugo de la esclavitud tanto a los que nos han ofendido como a los que ningún agravio nos han ocasionado.

A continuación toma la palabra Mardonio. Para ganarse a Jerjes, empieza con zalamerías: Señor, vos sois el mejor persa, no digo de cuantos hubo hasta aquí, sino de cuantos habrá jamás en el porvenir. Después de este ritual proemio, intenta persuadir a Jerjes de que no habrá ninguna dificultad a la hora de vencer a los griegos. «No problem!», parece decir un Mardonio embalado. Luego afirma que los griegos son en la guerra la gente del mundo más falta de consejo, así por la impericia como por su cortedad… Y contra vos, señor, ¿quién habrá de ellos que armado os salga al encuentro, cuando os vean venir con las fuerzas del Asia por tierra y con todas las naves por agua? ¡No, señor, no llegará a tanto la temeridad de los griegos!

Entre los reunidos se instala el silencio: Callaban después los demás persas, sin que nadie osase proferir un sentimiento contrario al parecer propuesto.

Es comprensible. Imaginémonos una situación como ésta: nos encontramos en Susa, la capital del imperio persa. En una aireada y sombreada sala del palacio real está sentado en el trono el joven Jerjes y a su alrededor, sobre bancos de piedra, los grandes de Persia convocados. La asamblea debate la batalla definitiva por el mundo: si esta guerra se gana, la tierra entera pertenecerá al rey de los persas.

Sólo que el campo de esta batalla está lejos de Susa: los corredores más veloces necesitan tres meses para salvar la distancia entre Susa y Atenas. Incluso es difícil imaginarse una operación cuyo escenario se halla tan lejos. Por eso los persas convocados no se atreven a expresar una opinión contraria. Pues aunque se saben importantes e influyentes, aunque forman una élite de élites, también saben que viven en un país totalitario y despótico y que basta con un gesto de Jerjes para que ruede la cabeza de cualquiera de ellos. De manera que, atemorizados, no se atreven a mover un músculo y sólo se enjugan el sudor de la frente. Tienen miedo a abrir la boca. El ambiente debe recordar la atmósfera de las reuniones del Buró Político presididas por Stalin: lo que está en juego no sólo es la carrera, sino también la vida.

Y sin embargo hay alguien que puede hablar sin temor. Se trata del viejo Artábano, hermano del difunto Darío y tío de Jerjes. Pero incluso él empieza con cautela, como si se justificase: Majestad, si no se expresan opiniones entre sí opuestas, no se puede elegir una mejor… Y a partir de aquí recuerda cómo desaconsejaba al padre de Jerjes y hermano suyo, Darío, la expedición contra los escitas, aduciendo que ésta acabaría mal. Y así en efecto sucedió. ¡Qué decir de lanzarse contra los griegos! Vos, señor, os disponéis a emprender ahora la guerra contra unos hombres que en valor son muy superiores a los escitas, y que por mar y por tierra se dice que no tienen quien los iguale.

Por lo tanto aconseja prudencia y una profunda y prolongada reflexión. Arremete contra Mardonio por incitar al rey a la guerra y le propone lo siguiente: Aquí están mis hijos, ofrece tú los tuyos, y hagamos la siguiente apuesta: si los intereses del rey triunfan como tú aseguras, convengo en que matéis a mis hijos y a mí después de ellos; pero si fuere lo que yo pronostico, obliga tú a que los tuyos pasen por lo mismo, y con ellos tú también si vuelves vivo de la expedición. Mas si rehúsas aceptar estas condiciones y, pese a todo, acabas conduciendo las tropas contra la Grecia, desde ahora para entonces digo que alguno de los que por acá quedaren oirá contar de ti, ¡sí, de ti, Mardonio!, que después de una gran derrota de los persas nacida de tu ambición, has sido despedazado de los perros y aves de rapiña en cualquier rincón de los atenienses…

La tensión de la asamblea aumenta por momentos, todo el mundo se da cuenta de que el juego ha alcanzado su apuesta máxima. Jerjes monta en cólera, llama a Artábano cobarde fementido y lo castiga con la prohibición de acompañarlo en la expedición de guerra. Y concluye: Ni ellos ni nosotros podemos ya volver atrás del empeño que nos obliga a la ofensa o a la defensa, hasta que o pase a los griegos nuestro imperio, o caigan bajo nuestro imperio los griegos: la hostilidad mutua no admite ya conciliación alguna.

Y disuelve la asamblea.

Vino después la noche y halló a Jerjes inquieto y desazonado por el parecer de Artábano, y consultando con ella sobre el asunto, absolutamente se persuadía de que en buena política no debía dirigirse contra la Grecia… En esto lo cogió el sueño en que, según refieren los persas, tuvo la siguiente visión: Parecíale que un varón alto y bien parecido se le acercaba y le decía: «Conque, persa, ¿nada hay de lo concertado? ¿No harás ya la expedición contra la Grecia?… No vaciles en seguir rectamente el camino que como de día habías resuelto…». Una vez que la aparición hubo pronunciado estas palabras, Jerjes creyó ver que se alejaba volando.

Con la luz del día Jerjes vuelve a convocar la asamblea. Proclama que ha cambiado de opinión y que no habrá guerra. Los persas, llenos de gozo al oír esto, le rindieron un homenaje.

Otra vez en la noche próxima apareció ante Jerjes dormido aquel mismo espectro, hablándole en estos términos: «… si no emprendéis enseguida la expedición, os va a suceder en castigo que tan en breve como habéis llegado a ser un grande y poderoso soberano, vendréis a parar en hombre humilde y despreciable».

Horrorizado ante esta visión nocturna, Jerjes abandona el lecho de un salto y manda llamar a Artábano. Le confiesa que tiene pesadillas desde que ha decidido cancelar la expedición contra Grecia: Después de mudar de opinión, estando ya resuelto a todo lo contrario, se me apareció un espectro que de ningún modo aprobaba mi última resolución; y lo peor es que acaba de desaparecer ahora mismo entre iras y amenazas. Si un dios es realmente el que tal sueño me envía poniendo todo su conato en que se haga la expedición contra la Grecia, te acometerá sin falta el mismo sueño ordenándote lo que a mí.

Artábano intenta tranquilizar a Jerjes: Esto de soñar no es cosa de los dioses… Sabed que lo que se ve en los sueños, que de vez en cuando suelen asaltarnos, responde por lo general a lo que uno piensa de día. Y nosotros cabalmente el día antes no hicimos más que hablar y tratar de dicha expedición…

Jerjes, a pesar de todo, no logra tranquilizarse, el espectro nocturno vuelve para conminarle a emprender la guerra. Y propone: ya que Artábano no le cree, que se atavíe con las ropas reales, que se siente en el trono real y luego, en la noche, se acueste en el lecho real. Así obra Artábano y he aquí que el mismo sueño que había acometido a Jerjes carga sobre Artábano, y plantado allí le dice: «¿Conque tú eres el que detienes a Jerjes para que no mueva las armas contra la Grecia?… Sepas que ni ahora ni después eludirás el castigo por haber querido oponerte a la voluntad del destino.»

Así le pareció a Artábano que le amenazaba el sueño y que enseguida con unos hierros candentes iba a herirle en los ojos. Da luego un fuerte grito, salta de la cama y se va corriendo a sentar al lado de Jerjes; le cuenta con toda suerte de detalles el sueño que acaba de ver. Y después añade: «Viendo ahora que anda en ello la mano de Dios, varío de opinión y sigo vuestro modo de pensar.»

Empeñado ya Jerjes en aquella expedición, tuvo entre sueños una tercera visión, de la cual informados los magos, resolvieron que comprendía aquélla a la tierra entera, de suerte que todas las naciones deberían caer bajo el dominio de Jerjes. Era ésta la visión: soñábase Jerjes coronado con un tallo de olivo, del cual salían unas ramas que se extendían por toda la tierra, si bien después se desvanecía la corona…

—Negusi —dije por la mañana mientras recogía mis cosas—. Regresamos a Addis Abeba.

No problem! —respondió lleno de ánimo, y esbozó una ancha sonrisa que dejaba al descubierto unos dientes fabulosamente blancos.