9
Por lo menos, la tienda les quedó bonita. Las estanterías de madera de cedro brillaban con sus tres capas de barniz y, en el único espacio de la pared que había quedado vacío, Hannah había colgado un tapiz de su Hungría natal en el que aparecía representado un rey en su corte con juglares, un mago y varias bailarinas. Se suponía que el tapiz era muy antiguo. En las estanterías, Tom había creado unos huecos para que Hannah pudiera colocar una serie de litografías en color sobre distintas festividades religiosas y en las que se veía, entre otras cosas, a judíos sentados alrededor de una mesa disfrutando de un banquete y hablando, a judíos rezando.
Hannah había dispuesto los libros en categorías estándar —Ficción, Biografías, Viajes, etcétera— y había incluido también, sin grandes perspectivas de venta, un centenar de volúmenes de poesía, tanto antologías como colecciones individuales. Había preparado asimismo una sección de novelistas australianos contemporáneos.
El único consejo que había aceptado de Tom hasta el momento, por lo que al inventario se refería, era pensárselo un poco más antes de lanzarse a pedir diversos clásicos alemanes, rusos y franceses, sin traducir.
—Cariño, nadie te los comprará —le dijo—. En Hometown no hay nadie que hable alemán. Y nadie que hable ruso.
Le respondió con mal genio.
—¿Por qué lo dices? Cualquiera puede aprender alemán en dos semanas. ¿Pretendes que gestione una librería para perezosos?
Estuvo un par de horas más refunfuñando enfadada, quejándose de que incluso Tom era uno de esos que preferiría escuchar un partido de fútbol antes que estudiar las nociones básicas del alemán.
Para disgusto de Hannah, de hecho, un sábado por la tarde, Tom había llegado a la tienda con un transistor, un pequeño Sony, para poder escuchar la retransmisión del partido que iba a tener lugar en el Melbourne Cricket Ground. Pero por mucho que su sentido de la traición se expresase de forma irracional, siempre se recuperaba. Ridiculizó la retransmisión durante toda la primera parte, pero entonces se arrepintió y pidió disculpas, se autocalificó de pequeña esnob burguesa y escuchó toda la segunda parte sentada al lado de Tom, cogiéndole la mano.
—¿Cuál es tu equipo favorito? ¿Los Blues, los llaman? ¿Blues? Pues quiero que los Blues ganen el partido, Tom. Los Blues serán también mi equipo favorito a partir de ahora. ¿Me perdonas? Dame un beso. Perdóname. No te quedes callado. No lo soporto, Tom.
Quedaban aún algunas cosas que hacer. Tom tenía que instalar los rieles de la escalera, aunque ni siquiera tenía esta construida. Seleccionó la madera que necesitaba, roble envejecido de las planchas que había estado almacenando, las cortó a medida en el banco instalado en la tienda y se disponía a regresar a la granja para preparar los peldaños en el torno de madera que tenía allí cuando apareció Hannah. Iba vestida con pantalón negro, un jersey grandote de lana escotado también de color negro y el tipo de botas que una montañera elegante elegiría, acordonadas casi hasta la rodilla.
—Llévame contigo, Tom —dijo—. Enséñame tu granja.
Tom no pudo evitar sonreír. No sabía si llegaría a verla algún día vestida simplemente con un pantalón vaquero y un cortavientos.
Paseó con ella entre las ovejas del prado del norte, enseñándole cómo eran capaces de elegir la hierba que preferían y que siempre se mantenían cerca de las líderes del rebaño e iban levantando la cabeza para no perderles la pista.
—En todo rebaño —le explicó Tom—, siempre hay un genio. Y las ovejas saben quién es el genio.
—¡Caramba! ¡Imagínate tú! ¡Una de todas esas es un genio!
Hannah estaba emocionada. Cuando se sentía feliz, su acento era más marcado.
Quería saber cómo se diferenciaban las ovejas entre ellas.
—A nosotros nos parecen todas iguales —dijo Tom—, pero ellas saben perfectamente quién es Sally y quién es Sue.
Hannah no podía dejar de admirar los conocimientos de Tom, del mismo modo que en la tienda elogiaba sus dotes para la carpintería. Tom se habría sentido más feliz si los halagos de Hannah hubieran sido proporcionales a sus logros. No se necesitaba ser muy hábil para realizar encastres tipo cola de pato, al fin y al cabo. Pero había llegado a la conclusión de que aquello en realidad no eran halagos, sino el placer que provocaba en Hannah ver algo desconocido, algo nuevo para ella. Las cosas susceptibles de poder generarle placer parecían no tener fin.
Entonces llegó el huerto: quinientos árboles, perales, nectarinos, manzanos, liquen verde grisáceo en las ramas orientadas al norte. Hannah acercó la mano a la corteza crujiente de los manzanos más viejos con delicadeza, como si estuviera acariciando piel.
—Tom, todo esto, es muchísimo trabajo.
Le dijo que se tumbara con ella en la hierba, debajo de los manzanos, pero hacer el amor al aire libre era algo que Tom no consideraría ni en sueños. Entraron en la casa.
Para Tom, la luz del día significaba trabajo, y traicionó cierta ansiedad por levantarse enseguida en cuanto Hannah indicó su satisfacción mediante un torrente de húngaro.
—No te levantes —dijo Hannah.
Y así lo hizo, aunque pensando en el viejo carnero al que tenía que aplicar el tratamiento para las garrapatas y las vacas impacientes por salir al prado de las acacias.
Tuvo que decírselo una segunda vez:
—No te levantes.
Tom se vio obligado a reconocer que le gustaba disfrutar de las lánguidas caricias de Hannah y de sus palabras tiernas, y que fue solo la idea de que gandulear a media mañana no estaba bien lo que le impidió derretirse como mantequilla bajo el calor de sus manos.
—Tom —dijo Hannah—, yo era infeliz, muy infeliz, Tom, no puedes ni imaginártelo. Y ahora te amo. Me gusta sentirme así.
Aquella franqueza le incomodaba, pero en una parte de él recién construida comprendía que Hannah era alguien a quien necesitaba escuchar. Emergían de él frases que no tenía ni idea de dónde salían; palabras que jamás antes había utilizado. Durante el día, solo, las pronunciaba en voz alta: «Bendita seas» y «Cariño mío».
Y, por encima de todo, le gustaban sus provocaciones. Le decía Hannah: «Eres tan educado, Tom. Cuando alguien tropieza, ¿qué dices? “Lo siento”. No tienes ninguna culpa, pero lo sientes. Y te sonrojas como un chiquillo. ¿Puedo susurrarte algo al oído? Escúchame bien. Escucha lo que voy a susurrarte».
Pero luego estaba la tristeza.
En momentos inesperados, apartaba la vista y él no era nada para ella, una insignificancia. Le decía: «Hannah, cuéntame». Pero entonces ella se recuperaba y volvía a mostrarse alegre y cariñosa. Y no compartía nada.
—Cariño —le dijo él ahora, cuando Hannah, que estaba acariciándolo, se detuvo en el pecho. Le posó la palma sobre el corazón—. Cuéntame, cariño.
Las manos dejaron de atraerlo hacia ella.
—¿Qué quieres que te cuente?
—Por qué eras infeliz.
—Perdí a dos maridos. ¿Sabes? Dos maridos.
Apartó las sábanas y sacó las piernas del colchón; se detuvo, desnuda, junto a la cama. Dio la impresión de que iba a seguir hablando, pero lo que fuera a decir se interrumpió antes de ser pronunciado, sonrió a Tom fugazmente y se marchó al cuarto de baño después de coger la ropa. Tom oyó que se estaba lavando. Luego no oyó nada más. Reapareció entonces, se sentó en la cama, se calzó una bota y tiró de los cordones.
—Llévame a casa —dijo.
Cualquier rastro de ternura la había abandonado por completo.
Al día siguiente, volvió a él. Tom estaba en la tienda, peleándose con la caja registradora, cuando ella entró. Le dio un beso muy sentido y esta vez sí dijo algo.
—A veces paso unos minutos sin la cabeza bien asentada. ¿No te parece espantoso, Tom?
No, dijo Tom, no era espantoso.
—Escucha, Tom. Esto es Nietzsche. ¿Has oído hablar de Nietzsche? No, no, no. Imposible. En la universidad, si fuiste, habrías oído hablar de él.
—No he ido a la universidad, Hannah.
—Entendido. Tonterías. No importa. Muchos fueron a la universidad y luego se convirtieron en nazis gordos. Pero escucha. Esto es Nietzsche. Si miras por encima del borde no ves nada, nada. Pero si miras a nada, la nada te devuelve la mirada. ¿Lo ves?
—¿Que la nada te devuelve la mirada?
—¿Lo ves?
—No lo veo, Hannah. Lo siento.
—No pasa nada. Son tonterías. ¿Me arreglarás esa máquina? ¿La caja registradora?
Estaba triste. Tom dejó el destornillador y la abrazó. Percibió enseguida la angustia contenida en su cuerpo.
Abrazada a él, con la cara pegada a su pecho, dijo:
—Tom, esto que voy a decir no lo he dicho nunca. A Leon, jamás; a Stefan, jamás. Mis maridos. ¿Me entiendes?
—Sí, te entiendo, Hannah.
Se apartó de él y lo miró a los ojos.
—No me abandones. Sí, ya sé que estoy un poco loca. Pero no me abandones. Por favor.
Hannah le cogió la cara entre ambas manos. Él no se había afeitado; presionó la barba crecida. La mirada de sus ojos verdes era tan intensa que a Tom le habría resultado doloroso verse obligado a mentirle.
—Hannah, nunca te abandonaré. Te lo prometo.
—¿Dices de verdad lo de «nunca»? ¿Me lo prometes?
—Te lo prometo. Nunca.
—Pero no dices: «Hannah, cásate conmigo». Si dices «nunca», ¿por qué no podemos casarnos? ¿Por qué, Tom?
Antes de que le diera tiempo a responder —tal vez «Sí que podemos casarnos»—, Hannah se apartó de él y enterró las manos en su cabello.
—¡Tengo más de cuarenta, Tom! A eso me refiero. «¡Tom está con su madre! ¡Ja, ja, ja!». Le pegaría un bofetón a quien lo dijera. De acuerdo, no nos casaremos. Pero quédate conmigo. Cuando esté demasiado vieja, me tiras a la basura, me da igual.
—Hannah —dijo Tom—. Quiero casarme contigo. Es lo que quiero.
—¿Qué dices?
—Que quiero casarme contigo.
Hannah bajó la vista y movió la cabeza en sentido afirmativo. Pero su estado de ánimo había cambiado.
—Tom —dijo en voz baja—, no habrá bebés. ¿Lo entiendes?
Tom asintió. No era necesario que le dijera que no habría bebés.
Hannah miró la tienda, de un lado a otro. Se acercó al tapiz.
—¿Sabes de dónde saqué esto, Tom? ¿Te lo digo? De acuerdo. De Budapest. Regresé en febrero de 1945. Tenía aún algunos amigos con vida. Estaban en la embajada suiza. La mayoría de los judíos habían muerto, pero quedaban algunos vivos en la embajada suiza. Y esos amigos habían capturado a un nazi. A un nazi estúpido de las SS. No sé cómo, pero el caso es que consiguieron capturarlo antes de que todos los de las SS huyeran, volvieran a Alemania. Querían pegarle un tiro, Tom. Ejecutarlo. Pero nadie estaba dispuesto a apretar el gatillo. El tipo les enseñó los tesoros que había robado a los judíos. Este tapiz. Tiene doscientos años. Quería comprar su vida. Así que me lo quedé. Dije que ya lo mataría yo, a ese nazi estúpido. Estaba en un sótano. Le apunté a la cabeza con la pistola. Me dijo en alemán: «Señora, por favor, no se demore». Pero no pude dispararle. Lo entregamos a los rusos para que lo juzgaran. Lo mataron delante de nosotros. Me llevé el tapiz a mi apartamento. Lo colgué en la pared. Nunca supe a qué familia judía se lo habían robado.
Había apuntado con una pistola a un alemán. Había querido dispararle. ¿Hannah? Él no tenía historias de ese tipo. En una ocasión, había eludido matar una serpiente tigre porque le parecía mal matarla. Se había escondido de nuevo en un agujero en la tierra. ¿Qué podía contarle? «Pues ahora te cuento yo mi historia. Vi una serpiente tigre. No pude matarla». La suya era una vida sin acontecimientos.
Trudy le había enseñado que reparar un tejado, soldar un orificio en un canalón o bañar las ovejas tenía sobre una mujer el mismo efecto que beber veneno, unas cuantas gotas cada día, hasta que acababa matándola.
Lo único que él sabía era que después de un día venía el siguiente. Si no bañaba las ovejas, acababan llenas de piojos, garrapatas y hongos. Si no soldaba el canalón, el agua se filtraba hacia el alféizar de la ventana, levantaba la pintura y acababa pudriendo la madera. ¿Qué podía él decirle a su mujer? «Trudy, esto es una granja, no Luna Park».
Una vez Trudy le pidió que le contara algo asombroso. «Cualquier cosa que se salga de lo normal. Que no sea habitual». Tenía ganas de hacerlo fracasar. Lo único que se le ocurrió fue lo de aquel martín pescador que años atrás solía posarse en el porche de atrás cuando él se sentaba a tomar el té. Entonces, un día, un lagarto de lengua azul se coló en casa y se metió entre la leña. Al cabo de un rato, oyó unos golpecitos fuera y, cuando abrió la puerta, el martín pescador entró, fue directo a la leña, capturó el lagarto con el pico y se marchó. Pero Trudy no se refería a ese tipo de cosas.
—Pero querrás, ¿verdad? Casarte conmigo —dijo Tom.
Tenía la sensación de que habían llegado a ese acuerdo, pero había advertido algo: Hannah era capaz de andar de un lado a otro tocando el tambor y, de golpe, soltar las baquetas y olvidarse del tema, como si de repente el asunto hubiera perdido toda su importancia.
—Tenemos que inaugurar la tienda, Tom —comentó—. Tenemos que vender libros. Tom, haz que esa caja registradora funcione.