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El pastor envió a la madre de Trudy, Monique, y a su hermana Tilly a hablar con ella para hacerla entrar en razón. Trudy iba diciendo por ahí que su hijo tenía que marcharse a vivir con Tom. Decía, además, que eso era lo que quería Peter y que así se lo había comunicado al pastor.

El pastor le dijo a Trudy:

—¿Te consideras, acaso, incompetente? ¿Estás diciéndome que no eres capaz de criar a tu propio hijo?

A lo que Trudy le respondió:

—Sí, soy una incompetente y no me veo capaz de criar a mi propio hijo.

La madre y la hermana de Trudy sabían que explicarle a Trudy lo que decía Jesús sobre la obediencia y las familias no serviría de nada; a Trudy no le gustaba Jesús últimamente. Y se mostraba insistente: Peter tenía que volver con Tom. Había hecho muy mal apartándolo de Tom. Y los castigos tenían que acabarse. Ya.

Trudy se refería a las zurras. Peter recibía una zurra semanal. Jamás se había castigado a un niño con aquella regularidad. Obligada a mirar, Trudy se veía capaz de hacer cualquier cosa con tal de terminar con el castigo, con la correa. No sabía qué hacer para acabar con aquello, pero empezaba a sentirse desesperada. Su vida entera le parecía un error. Un error garrafal. Lejos de la sala donde se impartían los castigos, sumida en la angustia mientras su hijo permanecía encerrado bajo llave en otro cuarto, se repetía para sus adentros: «Aquel hombre te quería. ¿Por qué no lo viste?».

Peter tampoco paraba de murmurar. Tendido en su camastro, se decía: «Paso de todo». Pero no pasaba. Los días de castigo, tenía que entrar como en trance: intentaba dejar de creer que todo aquello fuera real, incluso el dolor. Ignorar a Judy Susan cuando le retorcía las orejas y le tiraba del pelo era fácil. Aquella mujer le traía sin cuidado. Se reservaba para sus sesiones con el pastor en el primer banco de la iglesia. El pastor se sentaba en el banco, de lado, con la cabeza vuelta hacia Peter, las piernas cruzadas, un codo descansando en la parte superior del banco, la barbilla apoyada en la mano. A lo largo de toda la entrevista esbozaba una sonrisa amable. Peter no respondía a ninguna de las preguntas que le planteaba. Guardar silencio era en aquel momento el único placer de su vida.

—Peter, ¿sabes lo que significa vivir en el amor de nuestro Salvador?

—Peter, ¿sabes lo oscuro que llega a ser el infierno?

—Peter, ¿comprendes que Judy Susan te castiga por amor?

El pastor tenía la costumbre de dejar una hoja en el banco, entre Peter y él. Llevaba las preguntas escritas en ese papel, también flechas que señalaban diversas notas en la parte lateral de la página. Peter echaba de vez en cuando una mirada para intentar leer lo que ponía en las notas. «¿Sabe que está siendo cruel con Dios? Recordarle lo del consuelo de Jesús». Y aquel día, la palabra «tutor» en el interior de un círculo.

—¿Sabes lo que significa la palabra «tutor», Peter? Significa que voy a hacerme responsable de ti. Que seré tu padre.

Lo que habría respondido Peter de haber bajado su nivel de dignidad para dirigirse al pastor, habría sido: «Usted no puede ser mi padre porque Tom es mi padre».

—Habrá castigo —dijo el pastor—. Sé que aún te duele el trasero de lo del pasado lunes. Y, cuando el trasero está todavía dolorido, duele más, ¿verdad?

Peter no replicó.

—Y, Peter, que sepas que no serán diez, sino veinte. Que no le diré al señor Bosk que pare. Serán veinte.

Peter se encogió de hombros con indiferencia. Aun con solo siete años de edad, tenía la intuición suficiente como para ver que, cada vez que el pastor lo castigaba, él se erigía como ganador. Aunque era lo mismo que les sucedía a las víctimas de torturas: la sensación de triunfo no existía. Y no por ello dejaba de doler. Dolía mucho.

El pastor, inquieto, cambió de postura en el banco. Peter se dio cuenta de que había levantado un dedo de la mano que tenía descansando sobre la rodilla. Era una señal de impaciencia, o eso al menos imaginó Peter. Bien.

—Me gustaría contarte una historia —dijo el pastor— sobre mi vida antes de encontrar a mi hermano en la figura de Jesucristo. —El pastor cambió de nuevo de postura—. Durante muchos años fui maquinista, Peter. Durante muchísimos años. Conducía locomotoras por todo el estado. Trenes de carga, trenes de pasajeros. Judy Susan no era mi esposa por aquel entonces. Mi esposa era Margaret. Ella me dio dos hijos, Walter y Carlisle, por el apellido de soltera de Margaret. ¿Sabes lo que es el apellido de soltera, Peter?

Peter podría haber negado con la cabeza sin romper con ello su voto de silencio. Pero no lo hizo.

—Es el apellido de una mujer antes de casarse y adoptar el apellido del marido. Margaret Carlisle. Me dio dos hijos, Walter y Carlisle, como te he dicho. Mis dos chicos murieron siendo adolescentes, Peter. Se ahogaron con la corriente en Kilcunda, uno intentando salvar al otro. Eran chicos fuertes, guapos, inteligentes. Pero se ahogaron con la corriente en Kilcunda. Peter, ¿sabes lo que es tener el corazón roto? Seguramente no. Sientes un dolor tan grande en el corazón que crees que jamás podrás volver a sentir paz. El corazón roto. Mi corazón se rompió, Peter. Y el corazón de Margaret se partió por la mitad. Luego empezaron las hemorragias nasales y el doctor Smithers, de Moorooduc, le recomendó a mi esposa que visitase a un especialista. ¿Sabes lo que es un especialista, Peter? Un experto. Descubrió que tenía un trastorno cerebral. Mi esposa Margaret se volvió loca y tuve que ingresarla en una institución. Jesucristo acudió entonces en mi ayuda. Su amor es muy fuerte, Peter. Un amor muy fuerte. Cuando Margaret perdió su batalla, tomé a Judy Susan como esposa. Pero Jesucristo me aceptó como su hermano. ¿Y sabes qué, Peter? Te guiaré hacia Jesús aunque me cueste la vida hacerlo. Lo haré. —Le acercó la punta del dedo al pecho—. Y ahora, puedes marcharte.

Aquella historia no conmovió en absoluto a Peter. Ni siquiera era verdad. Margaret seguía con vida. Trabajaba en la cocina; era vieja y frágil y solo desempeñaba pequeñas tareas. Y siempre guardaba silencio, excepto cuando hablaba con Peter. No muchas palabras, pero siempre amables. Y su cerebro funcionaba a la perfección.

Lo que preocupaba a Peter era aquello del «tutor». Peter decidió que mataría al pastor si se convertía en su padre. No sabía cómo, pero lo haría. Lo mataría.

El castigo tuvo lugar tal y como estaba anunciado. Veinte golpes de correa. El señor Bosk se detuvo cuando llevaba quince, pero el pastor hizo un gesto de asentimiento en vez de detener la zurra. Peter acabó sangrando. Trudy chillando. Tilly dio la sensación de que iba a decir alguna cosa, pero al final se quedó callada. Por primera vez, y con los últimos golpes, Peter acabó gritando.