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Los cargos fueron al final de asesinato, no de homicidio imprudente. Todos los esfuerzos de Bunny Gorman, el abogado defensor de Trudy, para convencer al fiscal de que entrara en razón, habían fracasado. Pero lo que el juez le comentó a Gorman, en privado, fue: «Machaca con los atenuantes».

Peter no fue requerido como testigo y, por lo tanto, no tenía ninguna necesidad de asistir al juicio en el Tribunal Supremo. Pero Tom dijo que debía asistir, y Hannah se mostró de acuerdo. Les concedieron permiso para estar presentes en la sala y les dieron prioridad ante los simples mirones. Trudy mantuvo la calma durante los preliminares, bien vestida, con el cabello cortado en la medida que la hacía resultar más atractiva. Miró de reojo a Peter de vez en cuando, le sonrió, y en una ocasión levantó la mano para saludarlo.

La madre y la hermana de Trudy también estaban presentes, destrozadas, llorando. Y Judy Susan, flaca ahora como un palillo, con el cabello creciéndole muy lentamente. En la sala, la gente hablaba en voz baja. Gorman y el juez parecían mantener una muy buena relación y el juez se dirigió una vez al abogado defensor llamándolo «Bunny». Era como si todo lo que iba a suceder estuviera ya decidido y lo único que quedara pendiente fuera seguir un guion: Bunny murmurando sus líneas de texto, el juez interviniendo al llegar su momento, el Tribunal feliz de albergar un flujo tan agradable de las cosas. Trudy se declaró no culpable y el juez musitó: «Por supuesto, por supuesto».

Peter escuchó con atención todo lo que se dijo. Sonrió a su madre cuando ella le sonrió. Sabía que lo quería; sabía que había apuñalado al pastor para acabar con las palizas. Pero él no la quería, y, cuando le sonrió, lo hizo solo por ser amable. Recordaba a Trudy durante los primeros meses que pasó en el campamento de Jesús, cuando le hablaba a gritos sobre obediencia, cuando le decía que era tonto, cuando lo llamaba palurdo pueblerino.

Luego había cambiado: en vez de palurdo pueblerino lo llamaba pobre niño, pero el mal ya estaba hecho. Lo había alejado de Tom y a lo máximo que podía llegar era a ser amable con ella. O tal vez un poco más. Tal vez a sentir lástima. Sabía que su madre estaba loca.

Hannah también estaba loca, pero de un modo distinto. En los cuatro meses que habían transcurrido desde su regreso, Peter había notado que se acercaba él, pero luego se volvía a alejar. Hasta que ya no se alejó más. A menudo Hannah no podía evitar posarle una mano en el hombro y deslizársela por la espalda. La había visto mordiéndose el labio inferior. A la hora de la cena, a veces se quedaba sentada con el tenedor cerniéndose encima del plato mirándolo cómo comía.

Peter había cambiado en los dos años y medio que había pasado en el campamento de Jesús. Mucha de la gente que había conocido allí estaba mal de la cabeza (pero no como Hannah). En medio de aquella locura, él se había vuelto más tranquilo. Había tenido que luchar contra el pastor, sí, y jamás había desistido de su idea de regresar con Tom pero, por lo demás, había mantenido la calma.

Era como si hubiera un estanque de agua transparente dentro de él. Podía acercarse al estanque, arrodillarse y beber. Trudy decía: «Palurdo pueblerino», y él se encogía de hombros con indiferencia. Judy Susan decía: «¡Arderás en el infierno dentro de un caldero!», y él sonreía. El loco no era él. De eso estaba seguro.

Se daba cuenta de lo que le estaba pasando a Hannah. Su hijo había muerto y ahora lo quería a él. Se alegraba de que Tom le hubiera contado lo del niño de Hannah; de lo contrario, se habría alejado de ella. No le molestaba dejarse querer por Hannah. Siempre que veía que se le llenaban los ojos de lágrimas, le decía en voz baja: «No te preocupes».

Su alma de niño estaba llenándose, eso parecía. Pero no le hacía daño. Tenía a Tom.


Peter no puso impedimentos cuando Hannah dijo que le gustaría que el martes no fuese al colegio para poder ir con él en coche a la ciudad con el fin de que le tomaran medidas para un traje. Solos los dos.

Hannah le dijo:

—¿Quieres?

Y Peter respondió:

—Si quieres tú.

—Quiero que estés guapo para ir al juicio.

Se refería al día en que dictarían la sentencia, que se esperaba que fuera una semana después del veredicto. Bunny Gorman le había dicho a Tom, que era quien pagaba sus honorarios, que el veredicto sería de culpabilidad y que la sentencia podía ser de solo ocho años y medio, con libertad condicional a los cuatro.

«Jenny —y con ello se refería al juez, Jacob Jennifer— quiere devolverla lo antes posible a las calles, pero tiene que darle un escarmiento, por desgracia. Es un buen resultado».

La excursión para ir a encargar el traje incomodó un poco a Tom.

—Los australianos no visten a los niños con traje, Han.

—¿No? Pues deberían hacerlo. ¿Acaso todos los australianos tienen que parecer como si fuesen vestidos por el Ejército de Salvación?

—No nos complicamos la vida, cariño. Puede ir vestido con el uniforme de la escuela.

—No pasa nada, Tom —dijo Peter, encogiéndose de hombros.

El sastre era Isaac Glick, de Collins Street, al lado de los grandes almacenes Job’s. La sórdida entrada y la escalera sin luz daban paso a tres estancias luminosas y amplias con paredes cubiertas con paneles de teca. Hannah no conocía personalmente a Glick, pero George Cantor sí y se lo había recomendado. Glick estaba acostumbrado a tratar con hombres que se ponían enteramente en sus manos, que se dejaban dominar, empujar y pinchar, que permitían que echase por tierra de malos modos sus sugerencias y a quienes podía mandar a callar si hablaban. Pero con Peter se mostró muy amable. El embrujo que Peter ejercía con Hannah funcionó también con Glick.

—Tenemos aquí a un chico muy guapo —dijo mientras le tomaba medidas a Peter, levantándole un brazo para medirle el contorno de pecho—. Un buen ejemplar.

Les mostró a Hannah y a Peter catálogos de distintas muestras de pañería, con piezas cuadradas de tela sujetas por un lado con un cartón. Mano a mano, se colocaron detrás de un mostrador largo de madera barnizada mientras Glick iba girando las muestras. Glick se quedó de nuevo impresionado con los comentarios de Peter: «Demasiado verde. No, esta es para un hombre mayor. No, el estampado me parece demasiado grande».

Lo que a Peter le gustó fue un tejido de hilo de lana con motivo de espiga de las Midlands inglesas. Una de las cosas buenas de aquel niño era lo sorprendente que llegaba a ser. Hannah no esperaba de él que mostrara interés alguno por el muestrario de tejidos, imitando a Tom, que antes hubiera bebido cicuta que dejarse arrastrar hasta una sastrería.

Glick le preguntó discretamente a Hannah si el niño era hijo suyo, habiéndose planteado previamente que quedaría mejor diciendo «hijo» en vez de «nieto». Hannah respondió, también en voz baja:

—Sí, es mi hijo.

Lo dijo sin la intención de que la respuesta llegara a oídos de Peter. Pero llegó.


Visitaron a Trudy en Fairlea. El juicio quedaría visto para sentencia el miércoles después de aquel martes de fiesta y se esperaba que el veredicto se emitiera el mismo día. La sentencia se anunciaría dos semanas más tarde. Trudy, que gozaba de la simpatía de las funcionarias de prisiones, obtuvo permiso para sentarse con su hijo y Hannah en un banco de los patios de Fairlea, sin apenas supervisión. Seguía vistiendo aún con ropa de calle.

Dijo que sabía que la declararían culpable e iría a la cárcel. Dijo que no le importaba. Peter aguantó estoicamente los mimos cariñosos de su madre.

—Me alegro de que estés con Hannah —dijo Trudy—. No he sido una buena madre. Pero te quiero.

Cuando regresaron paseando hacia el edificio administrativo, Trudy lo hizo de la mano de Peter. Lloró al despedirse. Le dijo:

—Sigue con Tom y con Hannah. Es lo mejor para ti. Pero ven también a visitarme.

Su autocontrol acabó rompiéndose. Cayó de rodillas y abrazó a su hijo; y siguió arrodillada mientras Hannah guiaba a Peter hacia la salida. Una corpulenta funcionaria de prisiones, una mujer con gafas con montura de carey y un zapato con alza ortopédica, dijo:

—Tranquila, tranquila, chica.


Volvieron a Hometown por la carretera conocida como el Black Spur, Peter callado, Hannah nerviosa como un flan. Temía que la hubiera oído. «Es mi hijo», había dicho.

Cada vez que miraba de reojo a Peter, le parecía ver una sonrisa cínica en sus labios. Cuando llegaron a Dom Dom Saddle, el punto más alto del recorrido, ya no pudo aguantar más. Se desvió hacia la zona de pícnic que se extendía a la sombra de los robles y detuvo en seco el coche.

Sin separar siquiera las manos del volante, se volvió hacia Peter y dijo:

—¿Me has oído? —Su expresión conservaba la ternura que siempre estaba presente cuando hablaba con Peter, aunque complicada por la sensación de remordimiento—. ¿Me has oído cuando he dicho que eras mi hijo?

Peter, alarmado, pero controlando la situación, hizo un gesto afirmativo con la cabeza. Hannah apartó la mirada, mucho más turbada de lo que Peter consideraba necesario.

—Ha estado mal. Ha estado mal por mi parte.

Se volvió de nuevo hacia Peter.

—No soy tu madre —dijo—. Tu madre es Trudy. Lo siento, Peter. Lo siento muchísimo.

Abrió la puerta y salió del coche, dio unos cuantos pasos y se quedó quieta con los brazos cruzados, colocando el peso del cuerpo más sobre una pierna que sobre la otra. Se llevó una mano a la cara, pero enseguida la retiró, tal vez para no darle la impresión a Peter, que seguía en el coche, de que estaba a punto de echarse a llorar.

Ya hacía un mes que se había superado la mitad del invierno y los días se alargaban. A las cuatro de la tarde, el cielo estaba aún completamente claro. Las rosellas, víctimas de la escasez invernal de alimento, se congregaban en las ramas de los robles dispuestas a apurar cualquier resto de bocadillo o patatas fritas. Por los pies de Hannah pululaban media docena. Ignoradas, se abandonaron con pesimismo al picoteo de las cáscaras de bellota que pudiera haber por el suelo. En el prado que se extendía hasta el linde del bosque, los conejos, posados sobre las patas traseras, evaluaban la probabilidad de que de entre las rebanadas de pan cayera algo de zanahoria y lechuga.

Por encima de la zona de pícnic se alzaba una montaña, de forma cónica, con laderas densamente pobladas por serbales y eucaliptos rojos, hayas mirto, acacias. Pero el verde del tupido follaje cedía el paso en miles de puntos al blanco de los troncos muertos, a los cadáveres aún en pie de los árboles que ardieron en los incendios del Viernes Negro de 1939. Había pasado tiempo suficiente desde que se produjera la erupción de la montaña en llamas como para que emergiera un intrincado estampado de colores vivos y colores muertos. Era como si el floreciente follaje de los árboles vivos hubiera emprendido una importante campaña de apoyo a los troncos muertos, cercándolos, manteniéndolos firmes en muchos lugares.

Hannah no había salido del coche para contemplar la montaña, sino para hacer gestos de enfado, resoplar y llamarse a sí misma imbécil sin asustar a Peter. Le turbaba ver a Michael cuando miraba a Peter. El cabello negro, la expresión seria, la arruga de preocupación que se insinuaba cerca de sus ojos… Igual, aunque Michael era mucho más pequeño que Peter cuando desapareció.

Igual, pero diferente. Era como si hubiera estado leyendo un libro y por error hubiera girado dos páginas a la vez, como si se hubiera producido un salto de discontinuidad. Una pregunta al final de la última página, una escena, un episodio que no se retomaba en el comienzo de la página siguiente.

Si acababa queriendo a Peter, su luto terminaría. Si su luto terminaba, las SS habrían vencido. ¿Acaso no podía ir intimando cada vez más con aquel niño y seguir al mismo tiempo estando con Michael, cuando lo desvistieron, cuando lo agarraron, cuando lo mataron? No veía el camino, solo lágrimas. Se retorcía las manos, vivía episodios de rabia si sentía que el niño estaba forzándola a ser infiel.

Y, por otro lado —¿por qué no confesarlo?—, quería a Peter. ¿Por qué no confesarlo? Cuando la ternura brotaba de su corazón y le ascendía por la garganta, anhelaba cogerle la carita entre las manos. ¿Por qué no confesarlo todo… que temía volver a huir de allí, dejar solos a Tom y a Peter?

¿Lo haría? Cabía esa posibilidad. Aunque probablemente no. No.

Oyó que la puerta del coche se abría y volvía a cerrarse. Hannah miró por encima del hombro y vio que Peter se aproximaba tímidamente. Se quedó a su lado, mirando los conejos.

Hannah deseó al instante buscarle la mano y cogérsela; pero había un riesgo.

—Me gusta el traje —dijo Peter.

—¿De verdad? Tom se reirá.

Los conejos —seis en total, el jefe conejo a la cabeza, una bestia impresionante con penachos de pelaje negro en las orejas— mejoraron una vez más su posición, aunque solo levemente.

Hannah murmuró para sus adentros: «Ya basta». No estaba ni siquiera en el mismo continente donde había vivido Michael. Le daban miedo, simplemente, aquellas sandeces obstinadas que sobrecargaban su corazón. La horrible sensación de que había transportado las SS a Australia. La sonrisa de aquel oficial, su voz cantarina, sus impolutos guantes blancos, su seguridad.

Pensó: «Si es lo que sientes, podrías haber muerto. Hubo centenares de oportunidades. Ya puedes decir lo que te venga en gana, pero elegiste vivir».

Hannah se dio cuenta de que Peter estaba esperando alguna señal de que ya estaba recuperada. La inteligencia del niño le mostraba con claridad que tenía que llevarse bien con la mujer de Tom; que era un propósito complementario a la devoción que sentía por Tom. Y Hannah lo encontraba comprensible. Pero consideraba que era mejor tener mentalmente claro que acabaría queriéndolo como una loca y que él nunca llegaría a quererla.

Una lástima. Por el amor de Dios, tenía que dejar que siguiera siendo el niño que era. Había estado mirándolo mientras dibujaba una locomotora de vapor en un cuaderno para colorear, sacando la lengua de lo concentrado que estaba. Y con aquella amiguita que había hecho en la escuela —Kerry, la hija pequeña de Dulcie Nash—, viendo cómo jugaban a salpicarse y gritar en la presa de la finca de Henty. Había dejado que Sue y Sylvie lo achucharan, que le peinaran el pelo como ellas querían y que le dejaran la cara entera marcada con lápiz de labios.

Buscó a tientas su mano y la capturó. Peter no levantó la vista para mirarla, pero accedió.

Hannah se dijo: «Solo Dios sabe dónde acabará llevándonos todo esto». Deseaba poder abrazar a Tom. Era una bendición que no supiera nada sobre los campos de exterminio. Ojalá se mantuviera eternamente en aquella ignorancia. Suspiró con fuerza y Peter levantó rápidamente la vista.

—No pasa nada —dijo Hannah—. Estaba pensando en Tom. ¿Se acordará de la lista? ¿Qué opinas?

Peter frunció el entrecejo, reflexionando la respuesta.

—Tom es muy… —Buscó la palabra y volvió a levantar la cabeza hacia Hannah—. ¿Cómo se dice cuando haces siempre las cosas como tienen que hacerse?

—¿Ser una persona de fiar? —sugirió Hannah.

—Sí. Es muy de fiar.

Los coches transitaban a toda velocidad por la carretera pasado St. Ronans Well, y así siguieron ellos pasando de largo Narbethong, Buxton, Taggerty, Rubicon. El destino de dos o tres coches sería el condado de Hometown, donde Tom Hope estaba cerrando la librería dejando en su interior a David en compañía de treinta mil libros. Era aún pronto, pero a Maggie le había dado un ataque de conjuntivitis que la había dejado sin apenas ver nada y su madre había tenido que venir a buscarla para llevársela a casa. Tom, sin ayuda, había logrado gestionar con éxito un autocar lleno de turistas y tenía que pasarse ahora por el Cash and Carry y por la carnicería de Juicy antes de que cerraran. A ser posible. Vern Caldicott y su hija Mandy, que estaba de cajera, cerraban la parte del supermercado a las cuatro y media y atendían exclusivamente la sección de licores hasta las cinco y media. El pub abría más tarde, pero las bebidas alcohólicas eran mucho más baratas en el Cash and Carry que en el pub.

La lista, la lista de Hannah. ¿Dónde demonios estaba?

De camino al coche, Tom se palpó los bolsillos, los laterales y los de atrás, maldiciendo al mismo tiempo a Beau, que correteaba de un lado a otro, retozando, y saltaba y ladraba.

Tom dijo en voz alta:

—¿Seré capaz de acordarme de todo?

No. Pero allí estaba la lista, en el bolsillo de la camisa, y dio las gracias a Dios por encontrarla. Dejó que Beau saltase al interior del coche, se sentó al volante y enfiló la carretera a toda velocidad. A lo mejor en diez minutos conseguía llegar a las tiendas.

Echó un vistazo a la lista y luego la dejó en el asiento, entre Beau y él. «Setecientos gramos de solomillo de ternera, que te quiten bien la grasa; medio kilo de patatas pequeñas; acelgas, un manojo grande, que no estén mustias; media col; cuatro zanahorias grandes pero no demasiado grandes; un paquete de pimentón; harina con levadura, un paquete pequeño; cuatrocientos gramos de mantequilla; tres manzanas verdes; helado de chocolate, vainilla, fresa, en envase de plástico. Gracias, cariño».