7
La madera de cedro que Tom Hope guardaba en su taller había sido en su día las vigas, el suelo y los arquitrabes de la antigua casa de Tony Croft, a orillas del río. Una inundación primaveral a finales de los cincuenta había elevado el río por encima del nivel de Salt’s Flat y había arrancado la casa de sus cimientos. En vez de repararla, Tony y Leanne decidieron construirla de nuevo en ladrillo en la ladera, unos cincuenta metros más arriba, y vender por cuatro cuartos los restos de la vieja casa. Tom Hope, que llevaba por aquel entonces dos años en la granja, la había adquirido con la idea de pulir la madera y venderla. El duro trabajo de gestionar la granja solo y luego la catástrofe de Trudy se habían interpuesto en su proyecto, pero el cedro era de altísima calidad y estaba marcado al fuego, en la cara no vista de cada plancha, con el identificativo de un aserradero especializado de la meseta de Atherton. Las estanterías de la tienda de Hannah Babel serían un destino perfecto para aprovechar aquella madera.
Hannah ya había comprado diez estanterías desiguales, pero había aceptado la sugerencia de Tom de prescindir de todas ellas con la excepción de las librerías con puertas de cristal decorado con rombos.
—Estanterías de cedro en las tres paredes, hasta el techo —dijo Tom—, y luego una fila en el centro. Puedo instalar un riel de latón por el que se deslice una escalera corrediza para de este modo acceder a los estantes más altos. A lo mejor se podría dejar arriba los libros que nadie quiere.
—¿Nadie? —replicó Hannah—. Tom Hope, todo libro tiene siempre alguien que lo ame.
—¿En serio?
—¿Cree de verdad que alguien puede pasarse dos años, tres años, incluso diez años escribiendo un libro y que luego nadie lo ame? Está bien, me encaramaré a esa escalera. Adelante con las estanterías.
Tom desatornilló la sierra de mesa y la fresadora que tenía aseguradas en el suelo del taller de la granja y las instaló en la trastienda de la librería. Cogió también otras herramientas y botes y cajas con tornillos, tirafondos, tornillos autorroscantes y robustos tornillos de latón con cabeza de estrella. Necesitaba un banco de trabajo; lo montó con madera de eucalipto rojo y gris de la granja y lo atornilló al suelo de madera de la tienda. Se levantaba a las cuatro de la mañana para quitarse de encima el ordeño de las vacas, controlar las ovejas y luego empezaba a trabajar en la tienda a las ocho, antes incluso de que llegara Hannah. Decidió llevarse consigo a Beau, para cambiarlo un poco de ambiente, y el perro permanecía sentado entre las virutas rizadas de cedro con una expresión fija de gratitud, la lengua colgando y meneando el rabo.
Cuando llegaba Hannah, la cara de Tom era un campo de serrín atravesado por suaves valles excavados por el sudor. Hannah adquirió la costumbre de saludarlo con un beso en la polvorienta mejilla, algo tan extraño para Tom que se ponía tenso en cuanto veía aparecer a su jefa. Pero, sin poder evitarlo, aquel instante de contacto de labios y piel empezó a convertirse rápidamente en algo para lo que vivir. Se decía: «Recuerda que está loca». Pero se había enamorado de Hannah, estaba colado por ella, y estaba dispuesto a soportar cualquier cosa.
Más adelante, cuando ya llevaba siete días trabajando, Hannah decidió que le apetecía más besar a Tom en la boca.
Le preparaba té de verdad, Bushells, y a la hora de comer le traía bocadillos hechos con un pan denso y oscuro que Tom no había visto jamás y que aborrecía. Salami húngaro y queso Jarlsberg, encurtidos en mostaza, tomate y col fritos en aceite de oliva. Cuando comió el primero de esos bocadillos pensó que lo mataría, pero insistió.
Hannah lo observaba mientras comía.
—¿Está rico? —decía.
Y Tom respondía:
—¡Mmm!
Hannah llevaba un vestido distinto cada día; zapatos también distintos, no siempre tacones. Y era como si tuviera un cofre lleno a rebosar de broches y collares, pulseras y brazaletes de oro y plata y accesorios de esmalte. Llegaba siempre al trabajo acicalada como una reina. A veces llevaba su cabellera rizada recogida en un moño voluminoso en lo alto de la cabeza, sujeto con pasadores de plástico de colores. Y como el tiempo iba refrescando con la proximidad del invierno, a veces llevaba faldas plisadas de lana y un jersey finito con un pañuelo de cuello estampado.
No había otra mujer en Hometown que estuviera a su altura en cuanto al cuidado de su aspecto y Tom sabía que, como resultado de ello, era despreciada por las demás mujeres por ser tan sofisticada cuando un atuendo más sencillo le habría servido también.
Pero no por todas. Bev Cartwright solía entrar en la tienda para saludar a Tom, y, si Hannah estaba, la observaba y admiraba su atuendo, su cara y su buen tipo.
—Siento vergüenza —decía Bev—. Yo aquí con mi delantal.
La conversación solía conducirla Hannah. En parte porque Tom había decidido no aburrirla, como había aburrido a Trudy. Y en parte porque Hannah había aceptado la experiencia de Tom a la hora de determinar la arquitectura de la tienda y poco más podía hacer que hablar hasta que llegara el momento de desembalar los libros y llenar las estanterías. Se quedaba por allí viéndolo trabajar, con la espalda apoyada en cualquier cosa, las manos unidas delante de ella, los pies cruzados. Parecía no caber en sí de admiración. «Y esos agujeros, Tom, ¿para poder cambiar la altura de las estanterías? ¡Qué inteligente! Eso que está utilizando… ¿cómo se llama? ¿Nivel? ¿Utiliza el nivel para comprobar que todas las estanterías queden rectas? ¡Qué minucioso es, Tom!».
Tom sabía que Hannah le regalaba elogios para compensar su incapacidad de contribuir con un martillo y un destornillador, con la sierra de mesa y la fresadora. Y sabía que los elogios tenían algo de adulador. Pero Hannah era tan franca en su manera de actuar que Tom no podía evitar sonreír.
—Todo esto es muy fácil, Hannah —le decía—. No es magia.
Y cuando no admiraba la carpintería de Tom, charlaba sobre cualquier cosa. A menudo sobre política. Seguía todos los temas —legislación, escándalos, desgracias— y era la primera persona que Tom conocía que se lo tomaba todo en serio. Cuando en el sindicato de los tranvías se hablaba de política, era solo sobre los abusos a las tribus nativas o para encomiar a Red Clarrie O’Shea, el secretario sindical.
—Ese tipo, Henry Bolte, que se parece a Jruschov, ¿quién crees que va a votarlo, Tom? ¿Quién? Parece un matón. ¿Es que no lo ven? ¿Sabes lo que leí en el periódico? Que tiene una granja y la carretera está asfaltada solo hasta su verja de entrada, después es de tierra. Solo hasta su verja. ¿A quién votarás tú, Tom? Si tu voto es para ese tal Henry Bolte, tendré que prescindir de ti.
Tom, que no estaba seguro de si Hannah estaba hablando en broma, pero que se alegraba de poder responder tal y como iba a hacerlo, dijo:
—A los laboristas, como mi tío Frank.
Y de libros, hablaba mucho de libros. De Solzhenitsyn. Tom sufrió con elegancia un relato de El primer círculo, recién publicado; Hannah lo terminó en tres días. Y entonces empezó otro libro, este escrito por «vuestro Thomas Keneally».
—No puedo decir que haya oído hablar de él —comentó Tom.
—Estudió para ser cura, ¿lo sabías? Qué locura.
Se quedó mirándolo mientras biselaba la parte frontal de las estanterías de cedro con un cepillo de carpintero después de asegurar la madera en el banco de trabajo con dos tornos.
—Voy a elegirte un libro. Una novela, para que la leas.
—¿Un libro? Pues vale —contestó Tom, manteniendo su alegría, tal y como había aprendido a hacer cuando comía los bocadillos de Hannah.
—Ya lo he elegido —dijo Hannah.
—Estupendo.
—¿Te gustaría conocer el nombre del autor?
Hannah, cuyos planes de convertir a Tom en un lector estaban al parecer muy avanzados, sacó de detrás de su espalda una edición de Everyman con cubiertas de color verde.
—Charles Dickens —señaló—. ¿Has oído hablar del señor Charles Dickens?
Tom dejó el cepillo sobre el banco y frunció el entrecejo del esfuerzo de hacer memoria.
—Creo que lo tengo, Hannah. Sí, lo tengo. Charles Dickens. Mi tío Frank era un buen lector. Me leyó alguna cosa de Charles Dickens. Un par de páginas. Yo tendría… ¿once? ¿Doce? ¿Escribió un libro sobre la Navidad? ¿Charles Dickens? ¿Sobre la Navidad?
—Así es —respondió Hannah. Estaba encantada—. Canción de Navidad. Sí, lo escribió él, Tom.
Tom asintió, satisfecho por haber oído hablar de Charles Dickens, satisfecho por haber satisfecho a Hannah. Estaba radiante.
Hannah le mostró el lomo del libro para que lo leyera.
—Grandes…, grandes esperas. ¡Esperanzas! Grandes esperanzas. Caray. ¿De qué va?
—De vivir —dijo Hannah—. De ser un ser humano con esperanzas y miedos. Tom, tienes un gran regalo aguardándote. Te lo digo muy sinceramente. Es un gran regalo.
—Tienes razón. Lo empezaré enseguida. Grandes esperanzas. Caray.
Y siguió biselando.
Hannah lo interrumpió posándole una mano en el hombro, acariciándole la musculatura. Dejó el libro en el banco de trabajo, entre las virutas. Se colocó contra él, su cuerpo adaptándose al contorno de su espalda, las manos cruzadas sobre su corazón.
—Te adoro —dijo.
Llevaban cinco días siendo amantes.
Todo empezó así, sin más, en Harp Road, cuando Tom estaba rascando con la navaja la pintura azul de la barandilla del porche de atrás que estaba descascarillada. No tendría por qué haberse preocupado de la pintura de una casa alquilada. Pero era su costumbre. Veía algo y lo arreglaba.
Ya no llevaba el anillo de casado, Hannah se había percatado de ello; hacía ya una semana que no lo llevaba. Su mano izquierda, liberada del anillo, descansaba desocupada sobre la barandilla. Hannah extendió el brazo para cerrar la mano sobre la de él. Tom, durante un minuto, menos, no mostró indicios de haber percibido lo que Hannah acababa de hacer, acababa de declarar, pero finalmente dejó de rascar con la navaja y se quedó inmóvil.
—Ven conmigo —dijo Hannah.
Ella lo desnudó en el dormitorio, arrodillándose en primer lugar para quitarle las botas mientras él mantenía el equilibrio sujetándose en la cómoda alta. Se incorporó a continuación para desabotonar la camisa de sarga, quedando la parte superior de su cabeza a la altura de la barbilla de él. Le desabrochó el cinturón, liberó la parte de la camisa que quedaba en el interior. Siguió con los botones de la bragueta, le bajó los pantalones de algodón, retiró los calcetines y los calzoncillos ceñidos y lo dejó en camiseta.
—¿Es nueva la camiseta?
Tom intentó articular una respuesta, pero una oclusión en la garganta lo obligó a conformarse con un leve gesto de asentimiento.
—¿Querías impresionarme? —dijo, con una sonrisa en la voz—. Quítatela.
El pecho de él, su escaso vello rubio, la simetría de sus pezones, tiró de ella con fuerza mientras Hannah exploraba con mirada codiciosa su cara y su boca. Y entonces llegó la sorpresa, puesto que Hannah —que esperaba liderar la acción de principio a fin— se vio superada por la iniciativa de Tom, por su avidez al desnudarla, al recorrer sus formas, que pertenecía a un hombre más empático, a un hombre que nunca había conocido. Le habría gustado decir: «¿De dónde sale esto?», y también: «No pares».
Encima de ella, llenándola, sonriéndole, le susurró palabras tiernas, le besó la cara.
—No me hagas llegar demasiado pronto —dijo ella—. No quiero llegar demasiado pronto.
Pero llegó. Y se entregó entonces a un balbuceo jadeante que Tom no estaba capacitado para entender. ¿Húngaro? Y también a las lágrimas, un torrente continuo.
Hannah consiguió liberarse del abrazo de él y cogió un pañuelo de papel de una caja que tenía en la mesilla, se secó los ojos, la nariz.
—¿Lo ves? Me has excitado demasiado. ¿Lo sabías?
—Yo me lo estaba tomando con calma, Han.
—Sí, sí. Soy yo. Pero, Tom, ¿tú no has llegado? Quiero que llegues. ¿Pasa algo malo?
—Cuando tú estés preparada para ello —dijo Tom.
—Estoy preparada. Preparada, preparadísima.
Se montó a horcajadas sobre él, se inclinó y lo besó.
—Esto es lo más dulce, Tom, lo más dulce que me ha pasado en la vida, te lo prometo, Tom.
Hannah había dejado música sonando en la radio, cuartetos de cuerda.
—¿Te gusta esta música? —dijo, recorriendo las facciones de la cara de él con la punta de los dedos.
—Es un poco triste —contestó Tom.
—Un poco triste. Pero tú no. Tú no eres triste. Tom el sonriente. ¿Por qué sonríes?
—Por lo bueno que es esto, Han.
Hannah respiró hondo, gritó, se derrumbó sobre el pecho de Tom y volvieron el balbuceo y las lágrimas. Y después… más. Tomaron más, tuvieron más, quisieron más, con la piel resbaladiza por el sudor, monstruos en su necesidad de llegar más lejos.
—Si me dejas te mato —dijo Hannah—. No, nunca haría eso. Pero debería.
Lo dijo mientras se movía encima de él con una expresión demasiado tierna para sus amenazas.
Un hombre con tierras que atender metido en la cama en pleno día estaba pecando. Pero a Tom le sorprendió lo poco que le preocupaba el tema. Beau impediría que las ovejas hicieran lo peor que se les pudiera ocurrir y había dejado a las vacas ordeñadas por la mañana. Era como si de repente hubiera cobrado consciencia de un elemento de la naturaleza que se le había mantenido oculto durante toda la vida; un segundo sol, una cordillera de montañas que dejaba pequeñas a las colinas que tan bien conocía.
—Tom, para mí eres maravilloso, te lo prometo.
Lo que Tom pensaba era que Hannah le amaba y que por ese motivo era capaz de decir cualquier cosa. Pero sonrió. Estando en la cama con Trudy jamás había sonreído. Se abría ante él un misterio, cálido y feliz. Esto era, pues, «hacer el amor».
Huevos revueltos, tostadas y café en la cocina a la una de la tarde, con la luz del sol bañando la mesa, ablandando la mantequilla que reposaba en un platillo de cristal. Hannah había cubierto los hombros de Tom con su bata roja de seda, demasiado cuerpo para tapar, como un regalo envuelto en un papel que ha quedado corto. Hablaban con frases de una o dos palabras.
—¿Bien?
—Bien.
—¿Más?
—No, gracias.
—¿Seguro?
—Seguro.
—Quédate, por favor.
—Sí.
Regresaron a la habitación, el sexo aumentó de intensidad y los llevó de un lado a otro de la cama, al suelo, al salón donde, desde la ventana, dos petirrojos a los que Hannah solía dar de comer los observaron con curiosidad.
Las vacas, las Ayrshires, las eternas vacas. Tom se vistió sin ducharse, le dio un beso a Hannah y le prometió que volvería. Pisó el acelerador al llegar a la carretera con cuarenta minutos de retraso, pero tuvo que pararse para sacar a la anciana Sally Morse de la cuneta donde había ido a parar por enésima vez por querer evitar la curva de Moon Hill.
Las vacas estaban quejándose en la puerta de la vaquería; Beau caminaba trazando círculos y con una expresión recriminatoria. Terminadas las labores de ordeño —seguro de que las vacas habían intuido su animadversión—, Tom le dio de comer a Beau, cogió media docena de costillas de la nevera y volvió corriendo a Harp Road.
Hannah estaba dando clases de dueto de piano a dos alumnas, las gemelas Hilary, Denise y Delilah: Alouette, Guillermo Tell. Las chicas estaban distraídas porque Tom estaba en la cocina asando las costillas e hirviendo coliflor, zanahoria y patatas. Conocían bien a Tom y no lo identificaban precisamente con un hombre que tuviera que estar ocupado en la cocina de su profesora de piano. Eran lo bastante mayores como para imaginar cuestiones de sexo…, pero ¿Tom? ¿La señora Babel? Misterioso, fascinante; repugnante también.
Durmió en Harp Road, en casa de Hannah, tres noches seguidas. El dormitorio lo asustaba un poco. En las paredes tenía colgadas telas que parecían alfombras, con colores vivos y motivos estampados. ¿En las paredes? ¿Hacía eso la gente? Y cuadros, uno de Hannah desnuda que le sorprendió. («Mi marido, que murió. Me pintó tal vez cincuenta veces. Dos maridos, Tom, los dos muertos»). La tercera noche, Hannah se levantó de la cama para colocarse debajo del cuadro y posar igual que como estaba allí representada. El juego en la alcoba lo tenía perplejo. Aparte de Trudy, Tom solo se había acostado con otra mujer —un episodio de consuelo mutuo con una de las desechadas por Juicy— y había sido, por ambas partes, más por despecho que con inspiración.
Dos maridos, los dos muertos. Tom, en la cama en el momento en el que se formulan las preguntas, preguntas que había acumulado (con la cabeza pegada a la de Hannah sobre una almohada mullida del doble de tamaño a lo que estaba acostumbrado), se dejó acariciar la cara en silencio. Pero acabó haciendo la pregunta.
—Uno murió en la cámara de gas —dijo Hannah—. Al otro le dispararon.
—¿La cámara de gas?
—En Auschwitz, Tom. En Auschwitz.
La habitación estaba iluminada por una lámpara con una pantalla de tela fina de color crema que había en una esquina. Tom tenía la pierna cruzada sobre el vientre de Hannah. Notó que los músculos de su abdomen se tensaban y vio esa misma tensión reflejada en su rostro. Mejor no preguntarle nada más sobre sus dos maridos fallecidos. Pero ¿una cámara de gas?
—¿Auschwitz? —repitió.
—¿No has oído hablar de Auschwitz? ¿Para qué, de todos modos? Era un lugar espantoso, Tom.
—¿Durante la guerra?
—Sí, mi amor. Durante la guerra.
Algo angustiada, dio la impresión, Hannah cerró el tema de Auschwitz, apartó la pierna de Tom y se colocó sobre él.
—¿Sabes qué tenemos que hacer? —dijo Hannah, recuperando la sonrisa—. ¿Lo sabes?
—No. Cuéntamelo.
Estudió la cara de Tom, le apartó el pelo de la frente. Pero por el momento no dijo lo que tenía pensado decir.
—Con esta luz —comentó en cambio—, se te ve el pelo muy claro. Rubio. ¿Lo sabías?
—De pequeño era rubio.
—De pequeño. Hace muchos, muchísimos años.
—Pues hace ya un tiempo. Ya he superado los treinta, Hannah.
—Lo sé, querido mío. Sé exactamente los años que tienes. Lo sé todo sobre ti. Todo lo importante.
Se puso de costado, la cara pegada a la de Tom.
—Dios mío, no te mueras. Tres veces, no podría soportarlo, Tom Hope.
—No pienso morirme, Hannah. Nadie va a dispararme.
Durante unos instantes dio la impresión de que Hannah iba a romper a llorar. Pero entonces dijo:
—Nadie va a dispararte, Tom Hope. Vuelve dentro de mí, otra vez. Hazme feliz.
La cuarta, la quinta y ahora la sexta noche, Tom tuvo que marcharse a las diez. No quería, pero los perros descarriados de la ciudad habían empezado a acosar a las ovejas. En una semana había perdido ocho ovejas; las había encontrado con el vientre abierto, los perros se volvían locos con la sangre. Cuando los perros se vuelven malos, abandonan cualquier estructura de futuro; tener la boca llena de sangre es lo único que les importa. Alan Henty había conseguido reducir a tres la manada de cinco perros que llevaba quince días matando ovejas. Habían empezado con los rebaños de Alan, que había reconocido a dos de ellos —un labrador sarnoso mezclado con pastor escocés y un chucho con una sola oreja que tenía un poco de todo—, pero no había podido dispararles limpiamente. Había ido luego a visitar a los propietarios, les había hecho sacar a los perros y les había mostrado la sangre seca que ensuciaba su hocico, la culpabilidad escrita con claridad en sus caras peludas. Le habían dado permiso a Henty para disparar contra ellos, aunque incluso en el caso de que los propietarios hubiesen protestado, habría atado a los perros y les habría disparado igualmente. En un pueblo que vivía de los rebaños de ovejas, la aplicación de la justicia se imponía por encima de las demás cosas.
Esta vez Tom iba acompañado por Bobby Hearst y acamparon en una elevación a contraviento del prado situado más al norte. Beau se quedó en casa. De haberlo visto la manada, habrían cargado contra él y lo habrían hecho pedazos. Bobby era conocido como el francotirador de Hometown, tenía dieciséis años y se moría de ganas de ir a Vietnam. Utilizaba un Mauser 98 marcado con el número de serie de la Wehrmacht, su fecha de fabricación (1940) y el emblema del águila y la esvástica. Bobby había conseguido el Mauser, que había sido modificado con una mira de largo alcance desplegable soldada en la mitad del cañón, a cambio de una Anschütz de calibre 22 moderna y una pistola de bengalas Webley de la guerra. La mira exigía apuntar por encima del blanco: la trayectoria de la bala, si tu cálculo era fiable, daba en el blanco un metro por debajo del lugar donde habías apuntado.
Hablando en sentido estricto, era demasiado joven para andar con armas de fuego, pero a quien tenías que satisfacer si eras menor de edad y querías cargar con un Mauser era a Kev Egan, de la comisaría, y a Kev no le importaba.
Tom y Bobby llegaron a lo alto de la colina antes de medianoche, pero confiando en que los perros aparecieran cerca del amanecer. Dar en el blanco a prácticamente cien metros de distancia era complicado sin un poco de luz. El rebaño se había separado en cuatro grupos desorganizados que se repartían por el gran prado del norte y seguían, cada uno de ellos, a una borrega en particular. Las ovejas sospechaban que Tom y su ayudante rondaban por la colina, pero no mostraban curiosidad. Cuando la luna se abría paso entre las nubes, estos vislumbraban las ovejas de cada grupo durmiendo inalterables, sin apenas más movimiento que algún que otro ladeo de cabeza. De vez en cuando, un leve balido.
Tom fumaba, adormilado; Bobby bebía a tragos de una botella de Melbourne Bitter recalentado, comentando, con su modo de hablar cantarín, las noticias del equipo de fútbol local y de la VFL, y las historias de las quisquillosas chicas del pueblo que no sabías si iban contigo por amor o por dinero. Tom hubiera preferido el silencio y llenarlo pensando en Hannah, pero, si había que disparar a los perros, tendría que ser el Mauser de Bobby el que hiciera el trabajo.
A Tom, que tal vez en su día fuera tan buen tirador como Bob, no le apetecía matar perros. Lo más probable hubiera sido que dejara pasar de largo el blanco, como le había sucedido hacía dos noches, si no estaba seguro de poder darle en la cabeza. Pero Bobby era capaz de hacer tres disparos en diez segundos con un rifle de cerrojo, todos ellos increíblemente precisos. Lo suyo era intuición.
Mucho antes de que amaneciera, Beau, que estaba a casi un kilómetro de distancia, en el porche de casa de Tom, emitió un aullido lastimero. Había captado el aroma de la manada —de lo que quedaba de la manada después de la intervención de Henty— y aquello era una combinación de protesta y lamento. Las ovejas, los cuatro grupos, empezaron a balar, presas del pánico. Tom y Bobby se tumbaron boca abajo e inspeccionaron con la mirada el prado. El paisaje estaba sumido en la oscuridad y las ovejas tenían un tono de sombra más claro que el de los matorrales y los eucaliptos. Sí pudieron, sin embargo, vislumbrar a los perros avanzando hacia un puñado de ovejas que habían quedado aisladas entre dos grupos compactos. A Tom le dio la impresión de que disparar a los perros sería imposible.
Pero Bobby podía hacerlo. El chucho más grande, que debía de ser el jefe, se levantó enloquecido sobre sus patas traseras y Bobby le disparó dos veces antes de que volviera a posar las delanteras en el suelo. El segundo perro saltó hacia un lado cuando recibió el impacto y, a continuación, se derrumbó. Tom disparó entonces al tercer perro, el tonto de los tres, cuando se quedó paralizado al ver al chucho grande lamiéndose las entrañas.
—¿Has visto al cabrón ese grande cómo se ha levantado sobre las patas traseras, Tommy?
Bobby se había incorporado y estaba excitado y feliz. Su voz sonaba aguda. Tom se levantó también y le dio una palmada en el hombro.
—Pero ¿has visto a ese hijo de puta tan feo levantarse sobre las patas traseras, Tom? ¡Bang, bang! ¡Le he dado dos veces cuando estaba levantado! ¡Soy la hostia!
Estaba eufórico. Empezó a bailar en pequeños círculos, sin soltar en ningún momento el Mauser.
—Por Dios, Tommy. ¿Has visto a ese cabrón cómo se levantaba sobre las patas? ¡La hostia!
—Lo he visto, Bobby. Ha sido un gran disparo.
—¡Dos disparos, joder! ¡Dos! ¡Mientras estaba de pie!
—Dos disparos. Increíble.
Las ovejas se habían alejado de los perros muertos, pero, en cuanto vieron a Tom, la señal de alarma desapareció y volvieron a acercarse. Aunque manteniendo las distancias. Era como si se estuviesen levantando las faldas para apartarlas de algo indecoroso, aunque interesante.
El chucho al que Tom había disparado estaba muerto, prácticamente intacto con la excepción de un pequeño orificio en la cabeza. El rifle de Tom era de calibre 22, un arma de niño, la verdad. El pastor cobrizo, la segunda víctima de Bobby, se arrastraba por el suelo con las tripas fuera hacia un refugio de su propia imaginación. Tom le atravesó el cráneo de un disparo. El chucho grande, que había recibido dos balas, seguía lamiéndose los intestinos. Se detenía cada par de segundos para gruñirle en vano a Bobby, que estaba inclinado sobre él con una bayoneta japonesa de hoja larga.
—Mátalo, Bobby —dijo Tom.
Bobby hizo un gesto con la mano, como queriendo decir: «No tan rápido».
—Mátalo, Bobby. Está agonizando.
—Se lo tiene merecido —replicó Bobby, aunque acabó hundiendo la bayoneta en el cuello del perro.
Tiraron los perros por encima de la valla hacia los matorrales. Tom se encargaría de cavar una fosa y enterrarlos cuando se hiciera de día. Volviendo a casa con Bobby, pensando en lo lejos que estaba de ser un buen granjero, se sintió un poco dolido. Su tío Frank jamás se lo habría pensado dos veces a la hora de meterle una bala en los sesos a un perro. Si un perro se volvía malo había que matarlo. Y no había más que hablar.
Tom llevó a Bobby en coche hasta su casa, en Ben Chifley Road, y luego aparcó delante de casa de Hannah, que estaba completamente a oscuras. ¿Haría bien despertándola? Si lo hacía, tal vez le diría: «Eres un egoísta, sabiendo que estoy durmiendo». No, eso no se lo diría. Le diría: «Tom, me alegro mucho». Estaba en esa fase del amor en la que la percepción y la confianza solo estaban presentes a momentos. Conocía a Hannah en su más completa totalidad con una certidumbre apasionada; luego lo dudaba todo. Y fue en esos minutos de duda y no en los momentos de certeza cuando salió del coche, se acercó a la puerta de atrás y llamó suavemente, seguro de que estaría durmiendo tan profundamente que ni le oiría o que sí oiría que llamaban a la puerta, pero se negaría a salir de la cama a esas horas.
Hannah abrió la puerta con el camisón de seda que se ponía por las noches, el pelo despeinado, adormilada y sonriente. Saludó a Tom con un beso en los labios, se disculpó por el posible mal aliento y volvió a besarlo con la generosidad de una mujer que sabe lo que quiere su corazón.
Más tarde, horas más tarde, se duchó con él. La alcachofa de la ducha sobresalía en lo alto de la bañera esmaltada en verde; una cortina de plástico con estampado de peces tropicales de múltiples formas y colores rodeaba el espacio. La novedad de estar en la ducha con otra persona, una mujer, Hannah, a la que amaba, dibujó una sonrisa en el rostro de Tom y la sonrisa se transformó en risa. ¿Y ahora qué? Hannah cogió de una estantería de la pared de la bañera una botella de cristal transparente con tapón de corcho que estaba medio llena de un líquido de color ambarino. Le pidió a Tom que le enjabonara el pelo, gritándole las instrucciones en dos idiomas para hacerse oír por encima del sonido del agua.
Compartiendo la ducha Tom se sentía —¿qué se sentía?— extranjero, como si fuera de París o de cualquier otra parte. ¿Pasarían esas cosas en París? ¿Ducharse juntos? Luego, ella lo secó tan despacio y con tanto cuidado que Tom ardió de vergüenza viéndola arrodillada delante de él para secarle entre los dedos de los pies, prestando tanta atención al detalle que cualquiera lo habría tomado por una escultura de gran valor siendo preparada para ser exhibida.
Desayuno. Cosas de Hungría.
—No es kosher, pero qué más da —dijo Hannah, y luego tuvo que explicarle qué era «kosher».
—Hay cosas que podemos comer y otras que no. Los judíos, me refiero. Las cosas más ricas no podemos comerlas.
Tom observó los preparativos con una sonrisa fija en la cara. A medida que veía multiplicarse los ingredientes, muchos de ellos en paquetes y frascos que no había visto jamás en Hometown, su inquietud fue en aumento. Era una especie de tortita, gruesa, rellena de algo. Tom tragó los bocados sin masticar, aunque no consiguió evitar que el paladar se le inundase con parte de su sabor.
—¿Húngaro? —preguntó.
Hannah, que estaba en el lado opuesto de la mesa de la cocina bebiendo un café hecho con un ingenioso aparato, lo observó, frunciendo el ceño con indulgencia y con una sonrisilla satírica.
—Húngaro. Hortobágyi. ¿Te gusta?
—Muy bueno —dijo Tom, lo que significaba «incomible».
Hannah se levantó, rodeó la mesa hasta quedarse al lado de Tom, le retiró el plato y lo depositó en el fregadero junto con lo que quedaba de hortobágyi. Perplejo, Tom parpadeó y se quedó mirándola. Estaba cruzada de brazos. ¿Y enfadada? ¿Sería que en Hungría la gente se enfadaba si a alguien no le gustaba el hortobágyi que le habías preparado?
—Si no te gusta algo, di: «No me gusta». ¿Me has oído, Tom? «No-me-gusta».
—Estaba bueno —replicó Tom.
Hannah dio dos pasos hacia la mesa y atrapó la barbilla de Tom entre el pulgar y el índice.
—¡No! No te gusta. Si no te gusta, puedes decirlo. No intentes ser constantemente tan agradable, Tom. —Suavizó el tono—. Sé agradable. Está bien.
Le dio un beso.
—Te prepararé unos huevos fritos. Huevos fritos australianos. ¿Cuál es la receta? Ah, sí. Primero derretir la mantequilla en la sartén, luego echar los huevos. Y servir con salsa de tomate.
Mientras freía los huevos, le preguntó a Tom si había empezado a leer Grandes esperanzas.
—Voy por la página treinta.
—¿Te gusta? ¡Y no es necesario que seas agradable!
—Me gusta. Me gustan Pip y Joe. Pip es como Peter.
—¿Peter? ¿Quién es Peter?
—El niño de Trudy. Trudy, con la que estuve casado. Ya te hablé de ella. Algo.
Hannah, que seguía en los fogones, se giró para mirarlo. Tenía la espátula en la mano. Se le había secado el pelo y se le habían formado rizos. Llevaba el vestido amarillo que tanto le gustaba a Tom. Estudió a Tom con cautela.
—Un niño. ¿El niño de ella? ¿No tuyo? ¿No eres su padre?
—El padre es otro.
—Otro. ¿No tú?
—No yo.
Tom apartó la vista de los ojos de Hannah. Tenía la sensación de haber metido la pata.
Hannah le sirvió los huevos. Dejó la salsa Rosella delante de él, junto con la sal y la pimienta. La tapa del bote no estaba oscurecida por la salsa seca, como era habitual; Hannah siempre lo secaba antes de volver a enroscar la tapa.
—Así que un niño —dijo Hannah. Se sentó enfrente de Tom. No se había preparado desayuno para ella, solo café—. ¿Y dónde está? ¿Con esa mujer?
—Con Trudy —respondió Tom.
Y entonces, con la oscura sensación de que no contarle nada más sería traicionar a Peter, le explicó a Hannah toda la historia.
Ella le prestó atención.
—¿Y ahora está con esa gente de Jesucristo para siempre?
—Sí, está con ellos.
—Pero tú le quieres.
—Sí.
Tom se arriesgó a formular una pregunta. Le había estado dando vueltas al tema, pero no había visto hasta entonces la ocasión de plantearlo. Y las posibles respuestas le preocupaban.
—¿Has tenido hijos, Hannah?
Hannah le dio un sorbo al café.
—¿Pasarás por tu casa antes de venir a la tienda? —dijo.
—Tengo que darle de comer a Beau. Hacer un par de cosas. Las vacas. Voy ya retrasado con ellas. Estaré en la tienda hacia las diez.
Hannah le retiró el plato. Cuando pasó por detrás de él, le acarició la nuca un segundo con la mano que tenía libre.
—Duerme unas horas, Tom Hope —dijo—. ¿Entendido?
El contacto de su mano le dio a entender que algo había pasado. Lo sabía. Le habría gustado preguntarle si se había disgustado, pero no lo hizo.