23
Asesinatos en la naturaleza; asesinatos en la gran ciudad. Son cosas distintas. La mayoría de los asesinatos en el campo se produce por la tarde, para empezar; en la ciudad, por la noche. El asesinato en el campo está rodeado de más sinceridad, se materializa a plena luz de día. Y su planificación es breve y directa, un compromiso al que se llega casi por casualidad. No hay forcejeo alguno con el diablo, y tampoco un gran escándalo por lo que a la ocultación se refiere. El hecho y sus consecuencias se entienden como una sola cosa, como si el asesino hubiera dicho, al coger el arma, rifle o cuchillo: «Podrían colgarme por esto».
Bernie Shaw era un recién llegado a Hometown; ocho años en State Rivers, en Hydro Road, transferido desde algún lugar del sur. Había llegado con su esposa, Lou. Sin hijos, aunque Bernie tenía un chucho grande y bobo, Huey, al que Lou y él adoraban.
Después de años de vivir cómodamente en casa, aquel invierno Huey se perdió por los prados de pastoreo de Henty, dejándose llevar por el mal camino por un perro salvaje por los cuatro costados, un auténtico proscrito, de la mitad del tamaño de Huey, pero con un complemento de maldad en el corazón que valía para los dos. Empezaron a matar. Huey descubrió que tenía aptitudes para el tema, hasta que un día, con la cara enterrada en las entrañas calientes de un cordero nacido en primavera, no captó a tiempo el olor de Henty. La punta de un cartucho de calibre 303 se llevó por delante sus patas traseras. Henty corrió a toda velocidad hasta donde estaba el perro, le cortó la garganta y leyó la información escrupulosamente escrita en su etiqueta de identificación.
Decidió llevar el cadáver a casa de Bernie y Lou, en Commonwealth of Australia Street, pero a las diez de la mañana de un día laborable solo estaba en casa Lou. Chilló, montó un escándalo, tal vez porque no había llegado a comprender que en un país de ovejas un perro que se volvía loco en los pastos se convertía en un blanco andante.
A última hora de la tarde de aquel mismo día, Bernie, con traje y corbata, se plantó en casa de Henty con una escopeta de caza de calibre 22 y le disparó un tiro en la cabeza a la mujer de Henty en cuanto esta le abrió la puerta. Después disparó a Henty, que estaba en el taller, no una vez, sino cinco, cargando de nuevo el arma después de cada disparo.
Condujo por la carretera los ochocientos metros que lo separaban de la casa de Tom para comunicarle lo que había hecho. Bernie había recogido fruta para Tom durante sus vacaciones anuales en State Rivers, de vez en cuando, trabajo pagado, aunque no aquel año. Pero ¿por qué elegir a Tom? ¿Porque contaba con que mantendría la calma? ¿Por esa razón?
Tom estaba en el prado de la ciénaga atendiendo a una borrega que se había vuelto loca y había empezado a atacar a las demás ovejas sin motivo evidente para hacerlo. Oyó que le llamaban desde la casa y dio un grito en respuesta. Vio una figura que se acercaba a la valla, con traje y sombrero, pero ¿qué demonios? Vio que la figura conseguía abrir la puerta del cercado. Bernie Shaw, con un rifle en una mano y una maleta en la otra. Ver a Bernie con un rifle no le pareció extraño, vivían en un condado donde todo el mundo tenía armas. Pero lo de la maleta. Aquello sí que era curioso. Y el sombrero y la corbata.
Dijo entonces Bernie:
—Tom, he disparado a Henty y a su mujer.
—¿Qué?
—Sí, hace veinte minutos.
Bernie señaló en dirección a la propiedad de Henty.
—Hace veinte minutos —repitió—. Los dos han muerto. Puedes comunicárselo a Kev Egan.
Tom se quedó mirándolo fijamente. Si Bernie se había vuelto loco, eso explicaría lo de la camisa, la corbata y el traje, los zapatos negros relucientes.
—¿Que has matado a Henty? ¿Que has matado a Juliet?
—Sí, eso he hecho.
Tom estaba sujetando por el grueso de la lana a la borrega loca. Los ojos de la borrega tenían un brillo lunático. Le pegó un bofetón en el morro y la soltó.
—Entrégame esa escopeta, Bern.
Cogió el rifle que le pasó Bernie, puso el seguro. Estaba descargado.
—Muy bien, enséñamelo —dijo.
Se dirigió con Bernie hasta el coche; dejó el rifle apoyado contra la pared del taller. Bernie subió en el asiento del acompañante después de sacudir el asiento y subirse los bajos del pantalón. Colocó la maleta azul entre Tom y él y descansó su mano sobre ella.
—Listo para el trullo —explicó.
Tom no dijo nada.
Un orificio limpio entre los ojos para Juliet. Había caído de rodillas en el umbral y la puerta mosquitera estaba abierta de par en par. Juliet había sido una belleza rural, con tez suave y cejas oscuras perfectamente arqueadas. El asesinato la había dejado con un mohín poco atractivo. Después de intentar localizarle el pulso, Tom la dejó donde estaba y siguió a Bernie hacia el taller. Henty estaba en el suelo con las rodillas dobladas, la cabeza y la cara desfiguradas.
Sin pulso.
Los casquillos estaban esparcidos por un suelo de hormigón inmaculadamente barrido. A pesar de descuidar sus ovejas, Henty siempre había sido un hombre escrupuloso en sus costumbres. En las estanterías y las baldas de las paredes del taller había leña almacenada y clasificada según la longitud de los troncos.
—Muertos, efectivamente —dijo Tom.
Se incorporó y posó una mano en el hombro de Bernie. Este era más bien bajito y tuvo que levantar la barbilla para poder mirar a Tom a los ojos. Tenía la punta de la nariz roja y brillante, como si se hubiera activado una alarma.
—Bernie, pero ¿qué has hecho, por Dios?
Bernie levantó mínimamente los hombros y los dejó caer enseguida.
—Mató a Huey.
—¿A Huey?
—A nuestro perro, Huey.
Los ojos azules de Bernie se inundaron de lágrimas.
Tom asintió, en parte para darle a entender a Bernie que un poco lo comprendía, en parte confirmándose a sí mismo que aquel hombre estaba loco.
—Vamos a entrar y llamaremos a Kev —dijo.
—Sí. Sí —respondió Bernie—. Estoy bien y preparado para ello.
La ley se hizo cargo de Bernie; el padre Costello se hizo cargo de las almas de Augustus y Juliet Henty. Una cola interminable de coches con los faros encendidos se desplazó a ritmo lento desde la iglesia de St. Benedict, en Federation Hill, hasta el cementerio, pasando por Alfred Deakin Way, Mercer Street y cruzando Top Bridge para enfilar finalmente Old Melbourne Road. El padre Costello condujo su viejo Fiat azul desde la iglesia hasta el cementerio a toda velocidad, como era habitual en él, y estaba ya esperando en el sector católico del cementerio cuando la comitiva fúnebre llegó.
Entre los asistentes, las dos hijas de Henty, Bea y Pip, altas, rubias, guapas como su madre, que acababan de regresar de la escuela de magisterio al enterarse de la noticia. Bea estaba blanca como el papel por el dolor; Pip, la hija mayor, fría y serena. Posteriormente, durante la recepción (en el instituto de mecánicos, no en la granja que, al fin y al cabo, había sido la escena del crimen), Pip habló con Tom sobre las tres mil ovejas de su padre, que qué tenía que hacerse, si él lo sabía, si alguien lo sabía.
Tom le dijo que por el momento él se ocuparía de ellas. Pip asintió.
—¿Quieres comprarlas? ¿Quieres comprar la granja? A nosotras no nos sirve de nada. Nunca me gustó vivir aquí. Me gusta Glenferrie. Pero esto no. Ese hombre está loco, ¿verdad? El que mató a mamá. —Y después de una pausa, añadió—: Y a papá.
Tom dijo que sí, que Bernie Shaw estaba loco. Y le dijo que no quería comprar la granja.
O a lo mejor sí. Durante las semanas siguientes, cuando miraba las ovejas de Henty, pensaba: «No es imposible». Los prados que se extendían hasta la base de las colinas de pastoreo estaban cubiertos por un suelo rico y húmedo que se había ido acumulando con los años al ir deslizándose por la ladera. En aquel suelo crecía hierba fresca durante todo el año. Henty, que odiaba las ovejas, gestionaba la cantidad mínima necesaria para que le resultaran rentables, pero Tom tenía claro que los prados de atrás podían dar de comer a casi el doble.
Los cinco mil árboles de Henty —manzanos y perales, mal cuidados, rara vez podados—, tal vez. Las conserveras pagaban cada vez más. Además, abajo en los meandros abandonados, Juliet había preparado hacía poco tiempo unos dos mil metros cuadrados para cultivar la fresa, un experimento que el destino no le había permitido ver convertido en realidad. Así que además había eso, fresas.
—Tom, si lo quieres, cómpralo —le dijo Hannah.
Una tarde, a finales de primavera, estaban paseando por la finca de Henty. El magistrado que llevaría la causa, Ted Beach, había pasado antes, con su viejo Riley rojo, para echar un rápido vistazo al escenario del crimen. Fue Ted quien le dio a Tom el empujoncito que necesitaba para llevar adelante la idea de comprar. Sumando las ovejas de Henty a las suyas, Tom tendría cabezas de ganado suficientes como para ofrecer una garantía de suministro, lo cual le otorgaría categoría de proveedor preferente en Garland. Y lo mismo con la fruta: proveedor preferente en las conserveras.
Ted tenía tierras en el valle y sabía de qué hablaba.
—Piénsatelo bien, Tom. Prosperarás. —Y añadió—: A menos que alguien te pegue un tiro. ¡Ja! A menos que alguien te pegue un tiro, Tom.
Detrás de la casa y los cobertizos de Henty, había un granero de dos pisos de altura construido por los alemanes que llevaron la granja durante la década posterior a la Gran Guerra. Era una obra soberbia, sobre cimientos de bloques de granito tallado tan sólidos que todas las vigas y todos los postes seguían perfectamente en su sitio incluso comprobándolo con un nivel. En 1928, los alemanes, los Baughman, vendieron la propiedad y se marcharon a vivir al sur de Australia para de este modo incorporarse a una comunidad luterana de mayor tamaño; una locura, puesto que la granja marchaba viento en popa.
El granero era demasiado grande y demasiado peculiar para los Sullivan, que sucedieron a los alemanes. Y para Henty, que compró la propiedad a los Sullivan en 1950. Estaba construido para satisfacer prácticas algo ajenas a la industria agropecuaria local.
La planta baja estaba dividida en establos y cubículos para los caballos, pero con puertas que se abrían hacia dentro, de modo que los caballos tuvieran que dar un rodeo para salir. La idea era que, si la puerta batiente del establo quedaba abierta, el caballo permanecería dentro antes de dar aquel rodeo, hasta que lo llamaran para salir. El gallinero estaba conectado a una polea y un gancho, y una cuerda que pasaba por el gancho levantaba el gallinero del suelo del granero para dejarlo fuera del alcance de los zorros. Habían montado también un aparejo, dependiente asimismo de poleas y ganchos, que garantizaba que el gallinero se elevara sin complicaciones.
El interior de las paredes del granero estaba recubierto con planchas de madera de pino de una calidad que hoy en día (o al menos eso le explicó Tom a Hannah) se reservaría solo para la fabricación de muebles. El heno se almacenaba en la segunda planta, que no era un altillo, sino un segundo piso perfectamente construido y con tres trampillas, la mayor de ellas para el heno, otra probablemente para el cereal ya limpio y la tercera para el forraje, suponía Tom.
Y Tom le indicó a Hannah que se fijara en un detalle. En el suelo de losas de granito había unas ranuras cinceladas que iban a parar a un desagüe que vaciaba su contenido en una poza que había fuera del granero y que en la actualidad quedaba oculta por la vegetación.
—¿Para qué es? —preguntó Hannah.
—Para la matanza —respondió Tom—. De cerdos, corderos; de terneros, podría ser también. Para que corra la sangre. Santo cielo. Esa gente pensaba en todo.
Una escalera con peldaños, en vez de una escalera de mano, facilitaba el acceso a la planta superior. Hannah quiso ver qué había. El tejado era de planchas de pino, iguales que las que revestían las paredes. El espacio entre el techo y las baldosas del suelo era suficiente para crear una zona de almacén por la que poder moverse de pie. Cajas de madera compartimentadas, cubiertas de polvo, similares a las cajitas para clasificar el té, pero cuadradas, estaban llenas de revistas en alemán, libros en alemán. Material que por algún motivo los Baughman decidieron dejar allí.
Hannah se cernió sobre ellas embelesada y utilizó un pañuelo para retirar el polvo de las portadas de las revistas. Jugend, Simplicissimus, Pan, Puck.
—Tom, ¿cómo es posible? Son revistas de arte y satíricas. ¿Un granjero alemán? ¿Que tuviera estos gustos?
—No tengo ni idea. Lo único que sé es lo que oyó comentar el tío Frank. Que eran alemanes, que tenían cuatro niños. No sé.
—Y los libros, los libros.
Tallada en madera, en la parte delantera de aquella zona de desván, justo debajo del gablete, había una ventana dividida con parteluz con un pestillo y bisagras. El cristal tenía suciedad adherida. Tom rascó el óxido del pestillo con su navaja de bolsillo y tiró con fuerza de la ventana para abrirla. La ventana les llegaba a media altura del cuerpo y disfrutaron del aire fresco y de hasta donde les alcanzaba la vista: la totalidad de la granja, el río, las colinas, los meandros abandonados, las ovejas paciendo en los verdes prados de la zona norte.
—Venderemos la tienda —dijo Hannah—. E instalaremos aquí la nueva librería.
—¿Qué? —Tom se quedó mirándola—. ¿Qué dices que haremos?
—¿Es que no lo ves?
—No.
—¿No lo ves?
—Un poco. ¿Qué tengo que ver?
Hannah estaba riendo.
—¿No lo ves? Los libros. —Hannah señaló las cajas de madera—. Tom, cariño mío, esto es una señal.
—Una señal.
Hannah se vanagloriaba de no creer en las señales.
—¿Por qué no? Mi forma de pensar ha cambiado. Las señales son buenas. Las señales están por todas partes. La señal de los alemanes. «Hannah, linda chica judía, utiliza nuestro granero para tus libros, por favor».
Tom introdujo la mano por debajo de la blusa roja de Hannah hasta posarla en su zona lumbar. Le recorrió un escalofrío por el cuerpo. En Hannah, el mundo; en Tom, manzanas y peras, las ovejas, los puntos que tenía que reparar en el coche. Pero, entre ellos, una corriente eléctrica.
Tom deseaba que lo mirase de esa manera tan suya, como si estuviese demasiado loca para amar con normalidad, como si en un arranque de exceso fuera a cogerle la mano y mordérsela. Lo hacía, a veces. Y era lo que él quería: que ella tuviera más poder, más rabia, más alegría, más ambición.
—Han —dijo—, la gente no vendrá hasta aquí.
—¿Tú crees?
—Esto es una granja. La gente no vendrá hasta aquí para comprar un libro.
Hannah sonrió.
—Haré que vengan.