29
Se despertó en la oscuridad, murmurando para sus adentros como si estuviera loco. Repetía una y otra vez: «Volverá». La rabia se apoderó de él. Pero ¿qué estaba pidiéndole? ¿Que rechazara a un niño que estaba desesperado por vivir con él? Eso no podía pedírselo.
Su deambular por la casa siempre terminaba igual. Se dejaba caer en una silla, junto a la mesa de la cocina, y empezaba a menear la cabeza de un lado a otro, con impotencia. Veía sombras en la cocina, como si fueran los fantasmas con los que su esposa se había ido a vivir. Hannah era su sangre, era el aire que respiraba. Entre la muchedumbre del mundo, ambos estaban marcados para poder encontrarse. La veía entre las sombras y le suplicaba que volviera.
Recorrió el pueblo buscándola, luego el condado entero. Llevaba siempre encima una fotografía de ella, un retrato de primer plano. «¿Han visto ustedes a Hannah? ¿Han visto a esta mujer? Es mi esposa». Una tarde, en un lugar al que ella jamás habría ido, un pequeño pueblo de la parte norte del río, la vio doblando la esquina de la oficina de correos y dejó el coche en medio de la calle para salir tras ella. La llamó a gritos. Cada vez que la veía volvía a desaparecer, a doblar otra esquina, o, de repente, estaba en el lado opuesto de la calle, con un camión de troncos interponiéndose entre ellos. Después ya no la vio más. Estaba perdiendo la cabeza. Empezaba a tener visiones.
Le preguntó al jefe de la oficina de correos si había llegado recientemente alguien al pueblo, una mujer de unos cuarenta años, guapa, con el cabello largo y ondulado, con una furgoneta FB de color rojo.
El jefe de correos, un hombre con gafas bifocales, le respondió:
—No.
—¿Puede ver bien con esas cosas? —le preguntó Tom.
No pretendía ser maleducado, pero el hombre se lo tomó a mal.
Trabajaba a diario hasta tarde para compensar el tiempo perdido en aquellas desesperadas expediciones de búsqueda. Hector le echaba una mano. Trabajaba en las dos granjas. Un día le dijo:
—Señor Tom, la señora no quiere estar con ese niño, con ese tal Peter. ¿Entendido? Pero escúcheme bien. Mi civilización tiene tres mil años de antigüedad. Ha pasado de todo, y muchas, muchísimas veces. De modo que sabemos lo que nos hacemos. Y le diré que esa mujer, Hannah, le quiere. Sí, sí. Se nota. Volverá con usted. Porque fuera no hay vida para ella. Así que volverá. Esos nazis, que los jodan por lo que hicieron.
Tenía que pensar en otras cosas, en Peter. Cogió el coche y fue a Shepparton para ver una vez más a Dave Maine. Buenas noticias. Había habido cambios en la legislación y Tom podía ser reconocido legalmente como un adulto importante en la vida del niño y podía reclamar su custodia.
Dave, con el mismo traje gris oscuro que llevaba dos años atrás, le pidió a Tom que le confirmase que Trudy y él estaban casados durante todo el tiempo que el niño vivió con ellos dos. Sí, estaban casados. Y Tom había desempeñado el papel de padre, ¿no era eso? Sí, era eso.
—Hablando en sentido estricto, y siempre y cuando declaren a la madre mentalmente incompetente, tú eres el siguiente, Tom. Según la nueva legislación. Has desempeñado el papel de padre durante cinco años seguidos. Pero en cuanto a tu exesposa, Tom, me da la sensación de que ese diagnóstico de «mentalmente incompetente» es de cosecha propia. ¿Tienes tú también la misma impresión?
—No creo que haya ningún médico implicado, no. Imagino que habrá llegado a la conclusión de que ese tal pastor Bligh es un inútil. Y de que quiere sacar a Peter de ese lugar.
Dave Maine se detuvo a pensar y empezó a masajearse la piel flácida de su cara con ambas manos.
—Mira, Tom, la ley ve con malos ojos los autodiagnósticos de este tipo. Prefiere un par de cartas de gente entendida que respalden las palabras de quien interpone la demanda. Los de servicios sociales, además, podrían también intentar hacerle un examen, o ingresar a esta tal Gertrude, a Trudy, en una clínica. A lo mejor lo que pasa simplemente es que está agotada. La verdad es que el noventa por ciento de las madres de Australia están agotadas en un momento u otro. No pueden decir: «Necesito echar una siesta, quédate con el niño». ¿Y por qué no puede largarse de allí? Podría traerte al pequeño Peter, entregártelo y seguir con su vida. Aunque eso no puede hacerlo, claro está, si lo que pretende es que todo quede debidamente sellado y firmado.
Tom asintió.
—Dave, a mí me da la impresión de que tiene miedo de Bligh. Y que nunca dejará a Peter al cuidado de ese hombre. Ella, sí. Pero no Peter. Aún tiene ciertas agallas.
Dave Maine haría ciertas pesquisas. Y les comunicaría a Trudy y a Bligh que Tom Hope había contratado sus servicios. Pero Tom, sin garantías de que las cartas que pudiera enviar a Trudy acabaran llegándole, le pidió a Dave Maine que redactara la carta allí mismo para poder llevarse una copia con él. Tres días más tarde, dejó a Hector y su familia a cargo de todo, subió al coche y puso rumbo a Isla Phillip, al campamento de Jesús.
Durante todo el trayecto no pensó en Peter, sino en Hannah. «¿Y si supiera que no voy a volver a verla nunca más? ¿Cómo sería capaz entonces de querer a Peter? ¿Cómo lo lograría?». Había oído la historia de la desaparición del hijo de Hannah. Mientras estaba rodeada por barracones y alambradas de un lugar creado para el asesinato. Con todo ese dolor en su corazón le habían rapado el pelo. Cada una de sus miradas ese día había estado destinada a localizar a su hijo, y al día siguiente, y así durante dos semanas. Hasta que una especie de espectro polaco, una judía con autoridad que llevaba tres años en Auschwitz, le había dicho a Hannah Babel que el niño, su Michael, se había ido por la chimenea. Que no quedaba nada de él. Ni un diente, ni una uña.
De camino al campamento de Jesús, Tom dijo en voz alta:
—Lo siento por tu hijo. Pero tienes que volver, Hannah.
El campamento de Jesús estaba desierto. Tom inspeccionó los edificios y el terreno sin ver un alma. Entonces, como salida de la nada, apareció a su lado una niña vestida con la túnica verde informe que vestían en aquel lugar. Se plantó a su lado, en paz consigo misma, canturreando alguna melodía. Tom le preguntó dónde podía encontrar al pastor Bligh. La niña interrumpió su canción para decirle:
—El pastor está en la iglesia.
Domingo. Claro. La niña señaló el edificio de la iglesia, coronado por una cruz blanca gigantesca.
—La gente no está aquí —dijo—. La gente está en la iglesia grande. Yo no voy.
—¿No vas a la iglesia? —preguntó Tom. Se agachó para hablar con la niña. ¿Tendría seis años? Su cabello era un amasijo de rizos oscuros, sus ojos negros como el azabache. El cabello de Hannah—. ¿Y cómo es eso?
—Por gritar —dijo la niña.
—¿En serio? ¿Por qué?
—Por cosas —respondió la niña.
Y, sin previo aviso, soltó un grito tan potente que Tom cayó al suelo, espantado.
—Gritos así —dijo la niña.
—Sí, vaya grito —replicó Tom—. ¿Y tu mamá y tu papá?
—Mamá está en la iglesia grande. Siempre me manda fuera para que no grite.
—¿Cómo te llamas, pequeña?
—June.
—June, ¿conoces a un niño que se llama Peter?
—Sí.
—¿Y está Peter en la iglesia grande?
—Sí. Delante del todo.
—¿Y la mamá de Peter? ¿Está allí también?
—La mamá de Peter es Trudy.
—¿Está en la iglesia grande?
—Sí. Delante del todo.
Tom se dirigió hacia la iglesia. Y June consideró adecuado seguirlo. Estaban entonando un cántico, Qué grande es tu presencia. El volumen subió en potencia cuando Tom abrió la pesada puerta de madera. La muchedumbre llenaba a rebosar la iglesia y su anexo. Los feligreses estaban de pie, hombro con hombro, algunos con niños pequeños en brazos, tal vez para que pudieran ver mejor al pastor Bligh. Sin dejar de entonar el cántico, la gente se giró para mirar a Tom sin mostrar ni una pizca de aprobación a su presencia.
La iglesia no tenía ni decoración ni obras de arte; paredes y techo pintados de blanco, sin ninguna imagen de Jesús; solo un jarrón con crisantemos amarillos adornaba una mesa rectangular colocada al lado de un crucifijo blanco, una réplica en miniatura del crucifijo del exterior. Hileras de bancos barnizados a lado y lado de un pasillo que se prolongaba hasta los dos escalones que llevaban a lo que servía como altar, la mesa con las flores y la cruz blanca, y hasta un atril sencillo de madera. En los muros laterales se abrían ventanas abovedadas con cristales de colores donde se representaban imágenes de san Juan Bautista junto a un río y la cabeza de san Juan ofrecida sobre un plato de oro. El plato estaba representado de tal manera que podría haber sido también un halo.
El pastor Bligh, vestido de blanco, estaba detrás del atril, robusto, poderoso. Su mata de cabello blanco le otorgaba un sobrecogedor aspecto de personaje del Antiguo Testamento. Cantaba a viva voz, sin que nadie lo superara en volumen, con la cabeza levantada, los brazos extendidos. El acompañamiento venía por parte de un órgano Hammond tocado por una mujer con el cabello tan blanco como el del pastor y vestida con una túnica chillona, del color de las mandarinas.
Tom, más alto que la mayoría, estiró el cuello para ver a Peter y Trudy, que según la información recibida estaban delante, pero los movimientos oscilantes de los feligreses al ritmo del cántico le obstaculizaban la vista. El pastor, sin embargo, sí que vio a Tom. Clavó la mirada en él. Al terminar el cántico, pidió silencio y fue obedecido.
—Tenemos un visitante —dijo el pastor—. El señor Hope. El señor Tom Hope. —Todas las caras se volvieron hacia Tom—. Le pediré que espere fuera hasta que acabemos el servicio, señor Hope. Si hace el favor.
Hubo una conmoción en la parte delantera de la iglesia. Trudy y Peter se habían levantado y buscaban con la mirada a Tom, que se había quedado al fondo. Tom agitó la mano para hacerse visible. Trudy no era lo bastante ágil como para abrirse paso entre la muchedumbre, pero Peter sí. Se sumergió, gateó y serpenteó hasta alcanzar a Tom, que lo levantó en volandas y lo estrechó fuerte. El niño le llenó la cara de besos, como un perro completamente arrebatado de afecto.
Tom rio y lo apretujó, pero era el único que reía allí. La expresión de la cara de los feligreses era de perplejidad, si no de censura. Cuando Trudy consiguió llegar hasta él, Tom aceptó su beso. ¡Santo cielo! Trudy estaba hecha un desastre, con los ojos hundidos en una piel amoratada, el cabello cortado a trasquilones.
—Tom, Tom, coge a Peter y vete corriendo —le dijo en voz baja—. Coge a Peter y huye de aquí.
La multitud se apartó para abrirle paso al pastor.
—Venga conmigo —le dijo a Tom.
Y cruzó el anexo para salir al aire libre. Peter siguió en brazos de Tom, envolviéndolo por la cintura con sus flacas piernas.
Su destino era la oficina del pastor, un edificio de fibrocemento con una robusta puerta verde con cerradura doble. El pastor introdujo las dos llaves, abrió la puerta y, con cierta impaciencia, les indicó a Tom y a Trudy que pasaran. Las paredes estaban decoradas con fotografías enmarcadas del pastor de joven, posando al lado de locomotoras y en andenes de estaciones, y una en un ring de boxeo, levantando las manos enfundadas en guantes.
El pastor Bligh se quitó la túnica por la cabeza y la dejó sobre el respaldo de una silla giratoria anticuada. Se quedó en camiseta azul de manga corta, tirantes, pantalón oscuro y zapatos negros.
—Señor Hope —dijo—. Señor Tom Hope.
Tom liberó uno de los brazos con los que sujetaba al niño y aceptó la mano extendida del pastor.
—Preferiría ser claro y directo, señor Hope. Si no abandona ahora mismo esta propiedad, le pegaré un guantazo. Se lo prometo.
Lo dijo con una sonrisa de oreja a oreja, como si pretendiera dividir el impacto de su saludo entre la genialidad y la amenaza.
—Seguramente pretende marcharse de aquí con Peter. No puede. Peter se queda aquí. Trudy se queda aquí.
Trudy habló entonces, con voz apenada y suplicante.
—Pastor, quiero irme. Ya no quiero a Jesucristo. Quiero irme.
—Y yo te digo que no te irás. Te lo digo por última vez.
Peter se giró de espaldas al pastor y abrazó a Tom con más fuerza.
—No puede retener a Trudy y a Peter aquí si lo que quieren es irse —dijo Tom—. Ambos acaban de dejar muy claro que quieren marcharse.
El pastor Bligh, sin la más mínima muestra de preocupación, levantó la barbilla e hizo un gesto de asentimiento. Extendió la mano para abrir un cajón de su mesa.
—Probablemente no lo sepa, señor Hope. Pero Trudy firmó un documento delante de un médico y de un juez de paz declarándose incompetente para hacerse cargo de Peter y solicitando que yo adopte el papel de tutor. ¿Cuánto hace de eso, Trudy? ¿Tres días? Sí, hace tres días.
Trudy emitió un gemido.
—¡Yo no quería, Tom! ¡No quería!
El pastor Bligh exhibió el documento que acababa de sacar del cajón sujetándolo por las dos esquinas superiores.
—Quería que dejase de hacerle daño a Peter, Tom. Tom, el pastor le hace daño a Peter. Con una correa. Le hace daño.
Tom se quedó mirando la cara pálida y demacrada de Trudy, sus labios extrañamente contorsionados, las comisuras hacia abajo, como si se hubiera detenido en medio de un grito.
—¿Qué?
—El pastor castiga a Peter, Tom. Con una correa.
Fue como si de golpe hubiera descendido una neblina roja. Tom dejó a Peter en el suelo. Dio un paso hacia el pastor.
—¿Le hace daño al niño? ¿Es eso cierto?
—¿Que si le hago daño a Peter? No. Lo que le hace daño es su desobediencia. Sus mentiras le hacen daño. Su traición a Jesús es lo que le hace daño.
La mano de Tom salió disparada y agarró al pastor Bligh por la garganta. Tom no se había peleado con nadie en la vida, jamás había cogido a un hombre de aquel modo. Pero era excepcionalmente fuerte. Era capaz de coger una bala de heno del prado y colocarla encima de dos más en un camión, de levantar un poste de madera de eucalipto rojo y clavarlo en vertical en un hoyo previamente excavado.
—Escúcheme bien —dijo—. Si alguna vez vuelve a hacerle daño a este niño, yo le haré daño a usted, pastor. Eso se lo prometo.
Siguió sujetando al pastor por el cuello durante algunos segundos más, para subrayar sus palabras. Rabioso, se dirigió con brusquedad a Trudy.
—Esto tiene que solucionarse legalmente. Traigo conmigo una copia de una carta de David Maine. Léela. El original está ya de camino por correo certificado.
Tom se volvió hacia el pastor y le dio un bofetón en la cara con el dorso de la mano. El golpe noqueó al pastor, le obligó a retroceder un par de pasos, le dejó despeinado y con la dentadura postiza torcida. Se dejó caer con fuerza sobre la silla giratoria y, después de unos segundos de pausa, se recolocó con prisas la dentadura.
—¿Ha bastado con esto? —dijo Tom.
Por su expresión, parecía capaz de cometer un asesinato.
El pastor Bligh levantó una mano en un gesto de claudicación.
Tom cogió de nuevo a Peter en brazos.
—Esto hay que hacerlo de manera legal, Peter. ¿Me entiendes? Tenemos que hacerlo correctamente. Vendré a buscarte y te llevaré conmigo a la granja. Volveré. Por el momento, quédate con mamá. Este hombre no volverá a hacerte daño. Pero, por el momento, quédate con mamá.
Peter asintió con aquella seriedad tan característica, mirando a Tom a los ojos.
Tom se dirigió entonces a Trudy.
—Cuídalo. Volveré.
Dio un paso hacia la puerta y entonces, como si se lo hubiera pensado mejor, dio media vuelta y besó a su exmujer en la frente.
La niña, June, se había quedado en el sendero de guijarros blancos que llevaba hasta la oficina. Tom se detuvo un instante para posar la mano en su cabeza de rizos oscuros y darle las gracias. Justo cuando llegaba a la valla, el grito ensordecedor de June lo dejó paralizado. Seguía donde acababa de dejarla, aplaudiendo suave y lentamente.
—¡A que es fuerte! —le gritó a Tom.