4
Tom se mantuvo vigilante para ver si en la librería había avances. Pero durante una quincena no pasó gran cosa. Tom no tenía costumbre de preguntar por lo que no era de su incumbencia, pero pasada la tercera semana decidió romper esa regla.
—Juice, ¿qué sabes de esa tienda nueva?
Juicy Collins estaba pesando las costillas de Tom.
—La tienda de Hannah —respondió Juicy. Y a continuación—: Vigílame bien mientras peso, Tom. Podría apoyar el pulgar en la báscula. No te creas que estoy por encima de esas cosas.
Dulcie Nash, cuyo esposo gestionaba la gasolinera situada en la doble curva que había junto al aserradero, soltó un resoplido que no llegó a risotada.
—No te preocupes, Tommy. Ya vigilo yo a este granuja.
—Mientras estés de guardia, Dulcie, no podré sisarle mucho. La tienda de Hannah, Tom. La mujer del continente, como la llaman.
—Judía —añadió Dulcie, como si aquella única palabra aportara un catálogo importantísimo de información.
—Así es —confirmó Juicy—. Una mujer judía. Del continente. ¿Qué pasa? ¿Alguna objeción, Dulce?
—¿Yo? No. Yo qué sé.
—¿Cuánto tiempo lleva en Hometown? —preguntó Tom.
Pensó que tal vez había visto a la mujer que debía de ser Hannah hacía unos días, compartiendo algún comentario gracioso con Vince Price en la tienda de ultramarinos. Se había quedado con el esbozo de una mujer bien vestida, atractiva, con una cabeza con rizos oscuros mezclados con gris.
—¿Que cuánto tiempo? —repitió Juicy—. ¿Un año, Dulcie? ¿Más?
—Tal vez. Normalmente se mueven solo entre ellos. Es la única judía que hay en Hometown.
—Y Horry Green —dijo Juicy.
—¡No! —exclamó Dulcie. Sin soltar la cesta, dio un par de pasos rápidos hacia el mostrador de mármol de Juicy, allí donde tenía amontonadas las hojas de periódico—. ¿Que Horry es judío?
—Más judío que Moisés —confirmó Juicy.
Había envuelto ya las costillas de Tom y las tenía listas para entregárselas, aunque no estaba dispuesto a hacerlo todavía.
—¿Horry? ¡No! Santo cielo, jamás lo habría dicho de Horry. ¡Horry es australiano!
—Más judío que Moisés —repitió Juicy.
Tom preguntó cuándo abriría la tienda.
—¿Que cuándo abre? El viernes de esta semana.
—¿Has hablado con ella? —quiso saber Tom.
Juicy le entregó el paquete de costillas y retomó un tema conocido.
—Tommy, trocéate uno de tus corderos y tendrás carne suficiente para tres meses. Me alegro de contar contigo como cliente, pero ahórrate la pasta, Tom-Tom. Ya te lo he dicho un montón de veces, tontaina.
—Hazlo, Tommy —dijo Dulcie—. Ahorrarás dinero.
A Tom no le iba lo de despiezar animales. No lo mencionaba nunca.
—¿Has hablado con ella, Juice?
—Sí.
Juicy se levantó un momento la gorra de tela que llevaba siempre que estaba en la tienda y volvió a colocársela. Estaba perdiendo el tiempo, haciéndole rabiar.
—¿Te interesa, Tom? ¿Al jeque de Arabia? Te diré una cosa. —Juicy se inclinó para acercarse más a Tom—. Una figura como Cleopatra. —Juicy trazó un perfil en el aire—. ¡Caray, chico! No creas que no le he dejado caer alguna sugerencia indecente. No hay nada que hacer. Me tiene etiquetado como el sinvergüenza que soy. Pero un tipo como tú. ¡Yuju! Cleopatra del Nilo. Una viuda. El jeque de Arabia. Tom. Súbete ya al camello.
Dulcie, que lo escuchaba con atención, extendió el brazo por encima del mostrador y le dio un leve cachete en la mejilla.
—¡No se te ocurra mezclar a Tom con una criatura como esa! No le hagas caso, Tom. Ya has tenido bastantes problemas en ese sentido. —Hizo un mohín—. Es tan mayor que podría ser tu tía.
—¿Cuarenta y cinco? —dijo Juicy—. Aceptaría gustoso a todas las tías de esa edad que estén disponibles.
—Eso ya lo has hecho. Venga, dame media docena de salchichas y deja a Tommy en paz.
Tres días más tarde, Tom estuvo a punto de volver al pueblo para ver qué hacía la mujer de la librería. Pero en el último momento apagó el motor del coche y se quedó sentado, perplejo ante lo que estaba pensando hacer. Salió del coche, suspiró, cogió una escalera y las herramientas necesarias y se dispuso a soldar la grieta que había en el canalón que corría por encima de las ventanas de la sala de estar. Cuando llovía, el agua se filtraba hacia el alféizar de la ventana y la pintura había empezado a levantarse. Tom lijó el alféizar de la ventana y aplicó una capa de minio rojo a la madera. Entre esto y soldar estuvo dos buenas horas trabajando. Un carnero viejo y loco al que trataba como un amigo lo golpeó repetidamente mientras lijaba y ponía la capa de imprimación, no con fuerza, sino cariñosamente. Y Beau hizo acto de presencia para mordisquear la pata del viejo carnero.
Tom se preguntó en voz alta:
—¿Qué esperas que te diga, tonto del bote? «Hola, hace un día estupendo». ¡Por el amor de Dios!
Era un hombre práctico que nunca pensaba en el destino, las cosas eran lo que tenían que ser. Era capaz de abrir un motor, quedarse rodeado de su millar de piezas, descubrir cuál era la causa del problema y entonces volver a montarlo. Por mucho que soñara despierto, sabía que sus sueños eran una tontería. Soñaba con que un día Peter se pondría en contacto con él, con que recibiría una carta. Pero no habría cartas. Peter se acercaría cada vez más a su madre y se olvidaría de él. Se convertiría en un cristiano temeroso de Dios y amaría a Jesucristo. Últimamente, desde lo de Trudy, Tom se había convertido en un hombre fiel a lo que parecía probable. No se obcecaba en perseguir quimeras.
Pero lo hacía. Pensaba en Peter durante el día y se inventaba oraciones por la felicidad del niño. Se decía: «No pasa nada con Jesucristo. Que disfrute de Jesucristo». Y luego pensaba: «Un día de estos iré en coche hasta Isla Phillip y aparcaré en el exterior de ese lugar de Jesucristo. A ver si consigo verlo de pasada cuando salga». A Tom le bastaría con treinta segundos. Se mantendría alejado para evitar cualquier conflicto. A lo mejor podía ver también a Peter jugando al fútbol con los demás niños. Treinta segundos. Y luego volvería a la granja. Seis horas de coche, ida y vuelta. Pero merecería la pena.
Cuando terminó de soldar, lijar y pintar ya era mediodía. Cuando hubo recogido todas las herramientas, se dijo: «¿Y por qué no ahora?». Beau se encargaría de ladrarles a las ovejas un rato por la noche para recordarles que aún había alguien por allí. Le pediría a Juliet Henty, del otro lado de la carretera, que se ocupara de ordeñarle las vacas solo por esta vez. Josephine, la yegua, y Stubby, el pony ciego de los Clissold que había adoptado, podían cuidarse solos si los dejaba en el prado del roble, siempre y cuando vieran las luces del coche cuando regresara. Al fin y al cabo, Stubby era lo que más quería Josie en este mundo.
Se preparó un sándwich de carne de cordero y una botella de té, se quedó tal y como iba vestido y tomó Melbourne Road en dirección a la autopista. Cogió el viejo Studebaker que había heredado de su tío Frank para probar los nuevos anillos del pistón y la nueva junta de la tapa de válvulas. Mientras conducía, sus pensamientos se centraron en Peter, en los momentos en los que pensaba: «Esto es lo mejor de todo». En Peter con su palo y su cacerola cuando buscaban serpientes. «¿Cuánto falta para ver una serpiente, Tom?». Quería darle a la cacerola, hacer sonar la alarma.
Pero Tom pensó también en la mujer que había llegado al pueblo. La que decían que era judía. No sabía nada sobre los judíos, excepto que después de la guerra se habían visto obligados a ir de un lado a otro. Conocía a Horry, por supuesto, que gestionaba las apuestas en las carreras que se celebraban en el pueblo, todo conforme con la policía, sobre todo con Kev Egan, de la comisaría, al que le gustaba mucho apostar. Horry era lo que la gente denominaba un tipo sofisticado. Trajes elegantes, sombreros de ala ancha. Los días que había carreras en Flemington, Caulfield y el Valley, Horry se paseaba por el centro comercial de Hometown con un chaleco de terciopelo verde con botones dorados, escoltado por un joven empleado que iba anotando en una libreta que mantenía a un palmo de la nariz las apuestas que la gente le decía en voz baja.
La noche de las canciones, que se celebraba cada segundo sábado de mes en el River Queen, la gente echaba monedas a beneficio de la Brigada de Bomberos de Hometown para escuchar el duelo que entablaba Horry con Juicy delante de la chimenea del salón del local. On the Road to Mandalay, Goodbye de la opereta La posada del caballito blanco y Navidades blancas, por parte de Horry, y, por parte de Juicy, Your Cheatin’ Heart, Cool Water y Let’s Call the Whole Thing Off. Normalmente, Horry ganaba el duelo por aclamación popular, gracias al vibrato que conseguía al cantar un mi por encima del do central. Decía: «Dios sonríe a los barítonos», y acto seguido donaba los doce chelines del premio a la causa de los bomberos.
Tal vez la mujer judía tuviera un poco del estilo de Horry. Cuando Tom la vio aquel día con Vince Price en la tienda de ultramarinos, ella se giró un par de segundos. Al ver que él estaba mirándolo, le ofreció una sonrisa y ladeó la cabeza. Un par de segundos.
Llegó a la ciudad, a sus miles y miles de personas, al tráfico demencial, y luego enfiló la autopista Nepean, sin bajar de tercera durante trechos larguísimos. Ambos lados de la vía estaban flanqueados por establecimientos de todo tipo y cada uno tenía su rótulo, y los establecimientos, los rótulos y la pelea con el tráfico le desinflaron los ánimos. Tantos años en la granja le habían cambiado. Un mes atrás, encaramado a la escalera y mientras podaba los manzanos, los nectarinos y los perales, podía sentir que su corazón andaba buscando algo, incluso cuando era infeliz, cuando pensar en Peter le llenaba los ojos de lágrimas. Pero ¿qué se podía buscar aquí?
Cruzó el puente en San Remo a las tres menos cuarto de la tarde, con el cielo teñido de un azul uniforme y el sol calentando aún a pesar de que la estación había avanzado ya hacia mediados de otoño. Chicos delgados y morenísimos saltaban desde la barandilla del puente hacia la marea de abajo. En el asiento a su lado tenía un pedazo de papel con la dirección de la iglesia en la carretera principal que salía de Cowes.
Encontró los dos edificios de la congregación de Jesús Misericordioso en un solar sin un árbol que se extendía a una cincuentena de metros de la carretera. Un cartel que había detrás de una alambrada baja anunciaba que el espacio albergaba la Iglesia de Jesús Misericordioso y la escuela de primaria de la Iglesia de Jesús Misericordioso. Un cartel más grande, situado más atrás, rezaba simplemente: «Campamento de Jesús». Especificaba asimismo que el pastor Gordon Bligh era el director de la escuela. Los edificios eran idénticos: fibrocemento gris, tejados metálicos a dos aguas pintados de color rojo óxido. Por encima del frontón del edificio que hacía las veces de iglesia se alzaba una cruz de madera que las condiciones climatológicas habían descolorido hasta dejarla con el tono grisáceo de la madera de deriva. La cruz era demasiado grande, demasiado robusta para la escala modesta del edificio de la iglesia.
Tom había calculado que su llegada coincidiría con el fin de la jornada escolar, suponiendo que la escuela de Jesús Misericordioso siguiera los mismos horarios que la escuela de primaria de Hometown. Eran esos treinta segundos que necesitaba. Cayó entonces en la cuenta de que quizá vería también a Trudy, pero no le preocupaba. El gran poder de herirlo que había tenido Trudy en su día se había esfumado. Se quedó observando desde el Studebaker, con la ventanilla bajada.
A las tres y media, sin que se oyera previamente ningún timbre, los niños empezaron a salir por la puerta principal, una combinación de edades, y lo vio, allí estaba Peter, con el jersey azul marino del uniforme del colegio y el pantalón corto de color gris. Tom asomó la cabeza por la ventanilla para llamar al niño, pero se contuvo a tiempo. Aun así, verlo entre los demás, con la cabeza baja y ligeramente ladeada, con una cartera Gladstone en la mano, le llenó de alegría. Pensó: «Pero ¿es que nunca le cortan el pelo?». Incluso desde aquella distancia se dio cuenta de que el pelo de Peter recordaba la cresta de una cacatúa negra. Tom se mordió el labio, deseoso de salir del coche, dar unos pasos, agacharse y dejar que el niño corriera hacia sus brazos.
Peter conocía el Studebaker. Había ayudado a Tom con el motor una docena de veces mientras iba forjando frases típicas de mecánico. «¿Crees que el carburador está cascado, Tom? Está mal de reglaje, ¿no piensas? ¡Sale humo negro del escape, Tom! ¡Eso no es bueno!». Levantó la cabeza al llegar a la verja y vio el coche, de color crema y rojo, su parrilla tan característica. Su rostro se iluminó de alegría. Soltó la cartera, cruzó corriendo la verja y avanzó a grandes zancadas con las botas grandotas que llevaba puestas hasta el lado del acompañante del coche. Abrió la puerta, entró, cerró de un portazo y se arrojó en brazos de Tom.
—¡Arranca, Tom! ¡Arranca! —dijo.
Tom le dio un beso e intentó aplastarle el pelo, pero mientras lo hacía no dejó de decirle al niño que no podía arrancar, que no podía marcharse de allí. Peter se aferró a él, lo agarró por la camisa.
De pronto apareció una cara al otro lado de la ventanilla del acompañante, una cara grande, una gran sonrisa. El hombre, quienquiera que fuera, vestido con camisa blanca de manga corta y tirantes, le indicó con un gesto a Tom que bajara esa ventanilla. Tom se inclinó por encima del asiento, con Peter aún pegado a él, y accionó la manivela. El hombre introdujo cabeza y hombros en el interior del coche.
—Ya está dejando salir de ahí a ese niño —dijo el hombre. Tenía la cara encendida y las gotas de sudor que emergían de una gran mata de pelo blanco resbalaban por su frente—. ¿Me ha oído? Ya está dejando salir de ahí a ese niño.
La sonrisa se mantenía en su lugar.
—No vamos a irnos a ningún lado —replicó Tom—. Me llamo Tom Hope. Conozco a este niño.
Peter, con la voz reducida a un chillido, imploró de nuevo a Tom que pusiera el coche en marcha.
El hombre retiró la cabeza y abrió la puerta del lado del acompañante del Studebaker. Entró en el coche, cogió a Peter con ambas manos y lo sacó del vehículo. Tom se deslizó por el asiento para saltar a la acera. El hombre se quedó inmóvil con Peter bajo un brazo; las piernas del niño colgaban sin vigor alguno. Era un hombre alto, ancho de hombros, con antebrazos fuertes. Su cara, arrugada por la edad, era una cara atractiva, lo que ocurría era que la sonrisa que dejaba a la vista una dentadura blanca y brillante, tal vez postiza, era más amenazadora que afable.
—Este niño vivió conmigo un par de años cuando su madre lo abandonó —dijo Tom—. No soy un desconocido.
Se esforzó por que su voz no revelara ni un atisbo de disculpa.
El hombre asintió.
—Márchese, ahora mismo —dijo—. Márchese, Tom Hope.
La sonrisa siguió inalterable.
Peter había conseguido liberar un brazo y se había agarrado al cinturón de Tom. Con cuidado, Tom le retiró los dedos. Cogió a Peter por la barbilla y la levantó para mirarlo a los ojos.
—Este caballero tiene razón, Peter. No soy tu papá. No tendría que haber venido. Solo quería verte unos segundos. Pero me he equivocado.
—Márchese ahora mismo, señor Hope —dijo el hombre—. Soy el pastor. Hablaré con la policía si no se marcha.
Varios niños y tres adultos observaban la escena, absortos, desde la verja del colegio. Trudy, su hermana y su madre no estaban presentes. El pastor hizo un gesto con la cabeza señalando el Studebaker. Tom hizo un ademán con intención de alborotarle el pelo a Peter, pero, con el niño atrapado bajo el brazo del pastor, se lo pensó mejor.
—Será mejor que me vaya, viejo amigo.
Cuando arrancó el motor y el coche se puso en marcha, vio que Peter ya estaba con los pies en el suelo y siendo arrastrado para marcharse de allí. El pastor se agachó para recoger la cartera Gladstone de Peter. Los demás niños y los tres adultos estaban dándole palmaditas en la espalda a Peter, aparentemente reconfortándolo.
Llegó a casa a las siete de la tarde, y las tres horas de viaje en coche desde la isla hasta la granja fueron de rabioso remordimiento. Había cometido una tontería. Peter lo pasaría mal. Mejor habría hecho aparcando más lejos. Mejor habría hecho desplazándose hasta allí en otro coche que no fuera el Studebaker. Tal vez lo llamara la policía. ¿Qué les diría? «Quería ver a Peter; no, no es mi hijo. No, no somos familia».
Pero haber visto al pequeño había sido estupendo. «¡Arranca, Tom! ¡Arranca!». Sí, Peter, ¿pero dónde quieres que vayamos? No hay lugar para nosotros. Y ya conoces el punto de vista de la ley. ¿Qué podemos hacer? «Le quiero, ella no, déjenmelo a mí». Por el amor de Dios, Tom.
Los caballos, Josephine y Stubby, el ciego, lo esperaban junto a la valla. Tom los saludó tocando el claxon. Menearon la cabeza, encantados, y siguieron el coche recorriendo el perímetro de la valla hasta la puerta principal. Tom entró en el cobertizo y salió con dos manzanas para cada uno, manzanas con imperfecciones que había reservado de la cosecha. Beau lo esperaba en el porche delantero, sumido en una agonía de obediencia, consciente de que tenía que permanecer quieto hasta que Tom lo llamara.
—¡Beau! ¡En pie, colega! ¡Vamos!
El perro voló por encima del peldaño y dio la impresión de que llegaba hasta donde estaba Tom sin que las patas le rozaran el suelo. Le saltó a los hombros y pegó el morro a la oreja de Tom, empezó a lamerlo y a castañetear con los dientes. Las ovejas se habían quedado en los pastos de la colina, más allá de las rocas, lo cual era perfecto. Tom dio una palada de grano a cada caballo y sacó una lata para Beau del armario que había en el porche trasero. Y encontró entonces, asomando por debajo de la puerta, una hoja de papel doblada en cuatro partes exactas. La abrió y, aprovechando la última luz de la tarde, leyó lo que había escrito.
Querido señor Hope:
Soy Hannah Babel. Usted no me conoce, pero llevo ya un tiempo viviendo en el pueblo. Voy a inaugurar una librería en el centro comercial y necesito que alguien, usted, me haga un trabajo. Tengo un cartel que colgar y me han informado de que hay que soldarlo. El señor Collins, de la carnicería, dice que usted hace este tipo de cosas y de ahí mi petición. Lo he llamado por teléfono esta tarde, sin éxito, y por eso he decidido venir hasta aquí. ¿Podría llamarme al número que aparece en la parte superior de esta hoja? ¿O llamar a la tienda mañana por la tarde, antes de las cinco? Tal vez podría pasarse a tomar una taza de té. Le dejo esto por debajo de la puerta de atrás porque la gente me ha dicho que, en las granjas, la puerta de atrás de la casa es la que se destina a las cuestiones de «negocios». Pero, solo por asegurarme, voy a copiar la nota y se la dejaré también debajo de la puerta principal.
Y una firma.
En la cabecera de la hoja, impreso en azul:
Hannah Babel, diplomada en Música por el Instituto de Música de Budapest
Lecciones de piano y flauta con horas concertadas
Harp Road, 5, Hometown. Teléfono: Hometown 0817
Y, efectivamente, debajo de la puerta principal había otra nota, idéntica con la única excepción de la frase: «¡Su perro es muy simpático!».
Tom se sentó detrás de la mesa de la cocina con las notas. Las leyó dos veces cada una, abrió una lata de cerveza, encendió un cigarrillo y volvió a leerlas. Fuera, la gran lechuza blanca que se posaba por las noches en la última viga del viejo granero emitió sus tres notas de llamada cada noventa segundos. Tom levantó la cabeza y escuchó. Su tío decía que cuando una lechuza se posaba muy cerca de ti era señal de que llegaba una racha de buena suerte. Recordó que en una ocasión se lo había mencionado a Trudy y que ella le había contestado que su tío estaba equivocado. Que era señal de mala suerte. Todo el mundo lo sabe, había dicho.