6

El tren se había detenido veinte veces o más a lo largo del viaje de tres días, a veces durante horas. Pero ahora era distinto.

La pequeña ventana que se abría en lo alto de una de las paredes del vagón no dejaba entrever ningún tipo de luz. Hannah calculó que era bien pasada la medianoche, pero aún no el amanecer. Al empezar el viaje habían tenido que entregar todos los relojes, de pulsera y de bolsillo. El único reloj del vagón, un despertador con caja negra esmaltada y fondo blanco, pertenecía a una anciana con una dentadura postiza enorme procedente de un pueblo de las afueras de Budapest. Lo sacaba de vez en cuando de su maleta de piel para darle cuerda. Los demás le decían: «Señora, ¿qué hora es?». Y ella levantaba el despertador por encima de su cabeza para que todo el mundo lo viera. Pero no le había dado suficiente cuerda y el reloj se había parado. Hannah intentaba controlar mentalmente el paso del tiempo, pero había habido lapsos de inconsciencia en los que sabía que se había quedado dormida a pesar de seguir siendo consciente de todo. Incluso le había dicho a Leon: «Coge a Michael, estoy dormida». Y Leon había aliviado los brazos de su mujer del peso del niño y ella había seguido de pie, con el peso de su cuerpo soportado por los hombros de los que se apiñaban contra ella.

Los puntos de destino tienen su propia manera de anunciarse. Hannah y los demás adultos del vagón, la mayoría excepto los niños que algunos tenían a su cuidado, intuyeron en el silencio reinante que el tren no los llevaría más lejos. En otras paradas habían pasado cinco minutos sin oír nada, pero luego siempre se había producido un sonido chirriante seguido por una sacudida brusca, y la gran masa de hierro del tren había acabado deteniéndose, a regañadientes. Y podías oír una voz y una respuesta. El tren empezaba entonces a moverse de nuevo, más lento que si fueras andando, para ir ganando velocidad gradualmente y escucharse otra vez, a intervalos regulares, aquel ruido sordo de las ruedas al golpear las traviesas que anunciaba la continuación del viaje. Disfrutabas de unos pocos minutos de alivio al pensar que no habías llegado aún, seguidos por el terror de saber que la meta estaba todavía por delante. El primer día de viaje, Hannah se había dirigido a un hombre que tenía una panadería en su barrio de Budapest y le había preguntado en un susurro:

—¿Qué pasará?

Jacob Cahn, el panadero, había enarcado las cejas y las comisuras de su boca habían descendido.

—Nos matarán —respondió.

Durante una hora más, según el cálculo de Hannah, nada. Le dolían tanto los brazos que pensaba que acabaría tirando a Michael al suelo, sin disculpas. Pero sabía que podía aguantar una hora más de tener que hacerlo; o más, dos, tres horas. Leon le dijo en voz baja:

—Deja que lo coja yo.

Y Hannah negó con la cabeza.

La mano de su hijo le tocó la cara. El niño dijo: «Mamá». Ella le hizo callar.

En un vagón con noventa seres humanos, Hannah conocía quizá a quince, a algunos de la sinagoga de la calle Dohány, a otros, como Jacob Cahn, como resultado del contacto diario. Todos eran judíos, pero ¿hasta qué punto significaba aquello algo? Hacinados de aquel modo, después del primer día viendo a los demás haciendo sus necesidades en cubos, escuchándose unos a otros llorar de puro agotamiento, no había aún una intimidad que fuera más allá de un sentimiento compartido de injusticia. Hannah percibía la renuencia de su corazón a aceptar al conjunto de los ocupantes de aquel vagón como un fracaso. Le habría gustado ser una judía que se regocijara en el vínculo de la fe.

Pero lo que hizo fue pensar: «Si morimos, lo que quiero es abrazar a Michael, el resto no me importa». ¿Y Leon? Sí, le importaría Leon cuando fuera a morir, pero Michael estaba por encima de todo. Y le importaría también Jacob Cahn, que había flirteado con ella de un modo muy inteligente en la panadería, hablándole en el inglés que dominaba por haber pasado veinte años en Londres, en Spitalfields. «Radiante doncella, ¿en qué puedo servirla?».

Besó la coronilla de su hijo: un error. Porque el niño se había sumido en un estado de adormilamiento que le aliviaba el hambre, pero la presión de los labios de su madre, quizá más intensa de lo que pretendía, lo había despertado con un rugido. Le dijo que se callara, primero en húngaro y luego en inglés. Estaba enseñándole inglés y, por algún motivo que Hannah desconocía, el niño mostraba más inclinación por dejarse enseñar en ese idioma. Los demás niños del vagón, inspirados por la rebelión de Michael, subieron la voz en solidaridad.

—Pásamelo —dijo Leon.

Hannah le permitió coger al niño, pero enseguida lo recuperó. No quería estar peleándose por tener a su hijo cuando abrieran la puerta.

Y se abrió la puerta, una puerta corredera que chocó contra el marco con gran fuerza. Empezaron a oírse ladridos de perros, como si estuviesen en un corral, como si hubieran olido a un zorro entre las gallinas. Los haces de luz de las linternas recorrieron las caras de los que estaban acurrucados en el vagón. El resplandor permitió a Hannah vislumbrar las formas de los perros que luchaban contra las correas que los sujetaban. Oyó órdenes proferidas a gritos, no de una sola voz sino de varias. El alemán era uno de los idiomas que Hannah dominaba y entendió perfectamente las órdenes: «¡Bajad a tierra! ¡Bajad de una puñetera vez a tierra!». Pero los que no sabían alemán también comprendieron qué decían. Había tanto alboroto a sus espaldas que Hannah tuvo que sujetarse a la chaqueta de Leon para mantenerse en pie. Bajó a tierra con Michael en brazos y de pronto se vio empujada hacia un grupo formado por otras personas que viajaban en el vagón. Les arrancaron de las manos maletas y bolsas para acumularlas todas en una pila. Vio que estaban vaciando una veintena de vagones más al mismo tiempo, mil ochocientos hombres, mujeres y niños.


Era mayo de 1944. Pronto amanecería. Hannah calculó que serían las cinco de la madrugada. Tenía una necesidad enorme de ver dónde estaba. De vez en cuando, el haz de luz de una linterna se movía hacia el extremo del tren donde estaba la locomotora y podía ver las vías extendiéndose más allá, completamente rectas. Empujada por la melé, buscó la mano de Leon una y otra vez, sin llegar nunca a encontrarla. Acababan de dar la orden de que los hombres y los niños varones mayores formaran un grupo aparte. A modo de demostración, los soldados —eran de las SS— fueron cogiendo algunos hombres y empujándolos hacia el grupo que se estaba formando. Los perros, alterados, se levantaban sobre las patas traseras sin soltarse de las correas.

—¡Leon! ¡Esposo!

Vio de refilón su cara, poco más de un segundo, cuando los haces de las linternas se movieron. Su expresión era de impotencia; sin el más mínimo atisbo de desafío.

Michael, con una insistencia exasperante, estaba intentando que su madre volviera la cara hacia él.

—No me gustan los perros.

Hannah, que seguía intentando ver a Leon, miró por fin a su hijo.

—¡Calla!

Y entonces, claro está, el niño rompió a llorar.

Hannah le gritó en alemán al oficial de las SS que le quedaba más cerca:

Ist das Auschwitz?

Su voz destacó por encima del estruendo de voces suplicantes. El oficial la miró fijamente con burlona curiosidad.

Ist das Auschwitz? Ja, das ist Auschwitz. So können Sie Deutsch?

Herr, ja, ich spreche Deutsch, ja.

Ja?

Herr, ja.

Sie sind Ungarisch, nicht wahr?

Sí, era húngara.

El oficial le hizo un gesto y le ordenó que lo siguiera. Se detuvo para dejarla a cierta distancia de otro oficial de las SS, al parecer de mayor grado, que estaba dividiendo a los recién llegados en dos filas. Una de las filas iba incorporando más miembros que la otra. Los hombres eran enviados a una tercera fila, más alejada. El oficial ordenó a Hannah que se quedara donde estaba y se marchó. Con la tenue luz, Hannah consiguió identificar los perfiles de unos edificios a lo lejos.

Auschwitz. Una de las tareas del grupo de seguimiento de Leon en Budapest había sido convencer al Ministerio de Asuntos Exteriores soviético de que se estaba reteniendo a un número enorme de judíos en Auschwitz y en docenas de otros campos. Los rusos habían aceptado la veracidad de las afirmaciones y habían expresado su más sincero pesar. Pero por desgracia no podían hacer nada al respecto.

Hannah no sabía si su hijo y ella podrían eludir la muerte. Era imposible decir qué tendría que hacer para mantener primero a Michael con vida, y luego a sí misma. Pero sí sabía que no podía desobedecer la orden del oficial de las SS de quedarse allí quieta con Michael; eso, al menos, lo sabía.

No podía comprender del todo lo que estaba sucediendo en aquel momento justo delante de ella, pero le dio la impresión de que la distinción entre las dos filas de mujeres era que a una iban a parar las que tenían niños pequeños a su cargo y las más mayores, las abuelas. La otra fila, la más próxima a ella, estaba integrada por mujeres más jóvenes y madres con hijas de diez años o más. La luz —que no podía calificarse todavía de amanecer— era la suficiente como para ver lo que estaba pasando, una masa perpleja de humanidad acatando órdenes de soldados que intervenían para empujar a la gente en una u otra dirección, gritando sin cesar, como megáfonos humanos.

El oficial de las SS de mayor grado permanecía en medio del griterío y los empellones sintiéndose muy satisfecho de sí mismo, o al menos esa era la impresión que transmitía. Era alto, atractivo, decidido a exhibir su dentadura perfecta y resplandeciente. Su gesto de asignación consistía en un breve movimiento de la mano enguantada: «Tú aquí, tú allí». Los soldados lo miraban constantemente para ver qué fila les indicaba y todo lo que hacían, todo lo que decían, era impaciente, insultante, sucinto y autoritario.

Bewegen Sie, Sie, Arschloch!

Sind Sie verdammt taub?

Hannah tuvo que taparse la boca con la mano para reprimir unas palabras de protesta cuando vio que los soldados de las SS empujaban con violencia a la gente que no alcanzaba a comprenderlos. Se dijo: «Óyeme bien, mantén la boca cerrada».

Aquello continuó durante una hora o más. El oficial de mayor graduación no perdió en ningún momento la compostura. Era como si estuviera en escena, disfrutando del papel que estaba representando. Un par de veces soltó una carcajada, breve y femenina, pero incluso riendo mantuvo su precisa rutina: «Tú aquí, tú allí».

Nadie en el grupo de seguimiento de Leon en Budapest podía garantizar que los judíos que enviaban a los campos acabaran asesinados. El grupo había entrevistado a dos judíos de Bohemia de algo más de veinte años que aseguraban haber escapado de Auschwitz y haber conseguido llegar hasta Budapest. Decían que en el campamento fusilaban a los judíos y los enterraban; también a prisioneros de guerra rusos, polacos y demás. Pero su relato estaba lleno de puntos oscuros, de distintas versiones sobre cómo habían conseguido escapar y sobre el número de judíos que había en el campamento; uno decía que decenas de miles, el otro decía que como mucho un millar. Además, los dos estaban claramente locos. Su testimonio no fue tenido en cuenta.

Pero así y todo se dio por hecho que estaba en marcha un programa de exterminio. En toda Europa habían muerto asesinados grandes cantidades de judíos, en sus ciudades y pueblos natales, delante de muchos testigos, algunos de ellos con cámaras. Si los lituanos estaban asesinando a judíos en lugares públicos, los polacos aporreando a judíos en las plazas de los pueblos, los ucranianos, los rumanos, los alemanes en cualquier ciudad, debía de ser cierto que las SS estaban matando judíos en los campos.

Leon, siempre escrupuloso en todo lo referente a las pruebas, dijo: «Probablemente». Pero no insistió ante sus amigos rusos sobre la posibilidad de que campamentos como Auschwitz se hubieran construido para asesinar.

Hannah, con su hijo adormilado a sus pies, sabía que tenía que renunciar a cualquier duda que pudiera tener. Pensaba que las mujeres con hijos pequeños estaban destinadas a algún campo de exterminio y que se les permitía quedarse de momento con los niños para evitar ataques de histeria. Las mujeres con hijos más mayores tal vez serían enviadas a trabajar a algún lado, quizá en el campamento, quizá en otra parte. Lo entendía así. Pero era mejor creer que estaba equivocada. ¿Y por qué estaba ella allí, apartada de todos los demás y con Michael? Porque hablaba alemán. Seguro. ¿Se salvarían ella y su hijo gracias a eso? Hablaría alemán ininterrumpidamente durante todo un año si era necesario. Se humillaría mientras recitaba a Goethe. Leon le había dicho al oído en el tren: «Si vamos a morir, no supliques». Le habría gustado darle un bofetón en la cara, morderlo. ¿Que no suplicara? Por supuesto que suplicaría.

Un soldado se acercó a ella con expresión enojada y dando grandes zancadas. Cuando estuvo lo bastante cerca como para pegarle si así lo decidía, el hombre gritó:

Was machst du denn hier, du Fotze?

«¿Qué haces tú aquí, zorra?».

Hannah le respondió rápidamente explicándole que su colega le había ordenado que se quedara allí donde estaba.

El oficial responsable había visto el intercambio. Y gritó con una voz musical que se elevó por encima de todo el ruido:

Lass sie zu sein, Trotell!

El soldado, escarmentado, se giró hacia el oficial, ejecutó un rápido saludo y se marchó corriendo. El oficial llamó a un subordinado para que ocupara su lugar y avanzó directamente hacia Hannah. Mientras se acercaba, Hannah pensó: «Cuánta vanidad». Porque era lo que transmitía con mayor evidencia. El hombre se plantó delante de ella, no excesivamente cerca, esbozando una sonrisa. Era mucho más alto que ella. El pequeño espacio que separaba sus incisivos le daba un aspecto aniñado incongruente.

Ich bin darüber informiert, gnädige Frau, dass Sie Deutsch sprechen.

Sí, dijo ella, hablaba alemán; y habló un poco para demostrarle lo bien que lo dominaba. Había aprendido alemán con su profesor de flauta, que había vivido en Berlín durante una década y hablaba una versión inflexiva del idioma característica de Weimar en la que cada frase llevaba incorporada una carga de leve ironía.

El oficial no se quedó tan impresionado como cabía esperar. Asintió sin énfasis y luego se agachó para estudiar con más atención a Michael. Cogió la cara del niño entre sus dos manos cubiertas con guantes blancos y lo miró a los ojos, que eran verdes y brillantes como los de Hannah. Luego se incorporó y cogió la cara de Hannah igual que acababa de hacer con la del niño. Realizó un comentario en un cantarín alemán de Baviera.

Ja, das interessiert mich, ich muss sagen…

Le preguntó a Hannah si era húngara, si era de Budapest, si sus padres eran también de Budapest. Raro, ciertamente, aunque también fascinante, dijo.

Hannah deseaba preguntarle por qué era raro y a la vez fascinante, pero no se atrevió.

Gut, hier bleiben —«Quédate aquí», añadió el oficial entonces de forma abrupta, y regresó a su puesto, a dirigir a los judíos del tren hacia un lado y hacia el otro.

Hannah dejó que Michael se sentara a sus pies. Estaba ya tan cansado que ni se quejaba, tan cansado que ya ni pensaba en que tenía hambre y sed. Descansó la cabeza contra la pierna de Hannah y no dijo nada más.

Cerca de donde estaban, unos hombres habían comenzado a levantar una nueva valla: clavaban los postes de metal galvanizado en los agujeros cavados previamente a pico y pala. No llevaban uniforme, sino un mono de trabajo o pantalones de sarga holgados. No prestaban atención alguna a los recién llegados, ni a los gritos ni a las palabrotas. Tres de ellos estaban fumando, con el pitillo atrapado entre los labios mientras sacaban paladas de barro amarillento. Podrían estar perfectamente en cualquier parte. Dos rollos de malla metálica y dos de alambrada aguardaban en el suelo a ser desplegados entre los postes.

Hannah se despertó.

No entendía que pudiera haberse quedado inconsciente estando de pie, pero en un segundo se dio cuenta de que se había sumido en un estado distinto entre la visión de aquellos trabajadores y el momento actual. Vio de pronto que Michael no estaba a sus pies y el pánico la inundó al momento, como un torrente.

Corrió hacia los prisioneros, se detuvo en seco, buscó a su hijo entre la melé. Uno de los oficiales de las SS cargó contra ella, le golpeó la cabeza con la mano abierta, la agarró por la hombrera del abrigo. Consiguió escapar de sus manos y echó a correr hacia los trabajadores. Les preguntó si habían visto a Michael, un niño, de tres años, con chaqueta gris y pantalón gris. Se quedaron mirándola con una expresión impasible que no le comunicó nada.

Bitte, ein kleiner Junge im grauen Hosen! Bitte!

Un oficial la agarró por el pelo y tiró de ella hacia los demás prisioneros. Cuando Hannah opuso resistencia, el hombre tiró con más fuerza.