5
¿Americana y corbata? Tom se probó la chaqueta de pana encima de una camisa blanca con corbata azul. Se miró en el espejo del interior de la puerta del armario. La expresión de su propia cara le dejó sorprendido: era como si fuera a un funeral. Forzó una sonrisa; otra, una serie de sonrisas de diversa amplitud, y luego acabó agitando las manos en un gesto de fastidio. ¿Qué demonios? Simplemente iba a visitar a la señora Babel para hablar sobre un trabajo de soldadura. ¿Por qué ir vestido con chaqueta de pana, camisa y corbata y pantalón marrón? Tiró la chaqueta, se arrancó la corbata, se sacó la camisa, dejó los pantalones sobre la cama y volvió a vestirse con su pantalón de trabajo y su camisa verde de sarga. Se golpeó con los nudillos en la parte lateral de la cabeza. ¿Llegaría a tener algún día sentido común? ¿Lo conseguiría?
Decidió ir al pueblo por la carretera secundaria porque el viaje era más largo, cerca de un minuto más. Necesitaba tiempo para pensar. O no tanto para pensar, sino para reprenderse. Se preguntó por qué estaba comportándose como se comportaba. Aquella tal señora Babel —Hannah— tenía un trabajillo para él. No estaba interesada más que en sus habilidades como soldador. No iba a pedirle que la acompañara al cine. Era profesora de música, algunos años mayor que él. Por lo tanto, ¿por qué, Tom? ¿Acaso no era ni capaz de responder a una pregunta tan simple como esa? ¿Por qué? Él no tenía ni idea de música. Beethoven. Nelson Eddy. Beethoven era uno de los grandes favoritos de su tío Frank; le había dejado una veintena o más de discos. Un tipo extranjero con un violín. ¡Y, oh! Ahora caía en la cuenta de que el tipo del violín también era judío. Su tío Frank se lo había comentado al explicarle el nombre.
—Un tipo judío al violín, muchos lo son.
—¿Muchos son qué?
—Músicos. Tocan el violín, el piano.
Era una de las cosas curiosas del tío Frank, era curioso que tuviera todos esos discos. Se recostaba en su sillón junto al tocadiscos y marcaba el ritmo en el aire con aquel dedo artrítico que nunca conseguía enderezar.
—Escucha bien, Tommy. ¿Cómo es posible que un tío haga eso? ¿Eh? ¿Cómo es posible que un tío haga eso con un violín?
Tom no habría podido sentir menos interés si su tío hubiera estado escuchando una grabación de puertas chirriantes.
Hannah estaba en su futura tienda intentando entenderse con el mecanismo de una caja registradora antigua, un modelo antediluviano. Era un día lo bastante cálido como para que llevara un vestido de tirantes de color amarillo estampado con florecitas rojas. El vestido dejaba al descubierto gran parte del pecho y lo había complementado con zapatos negros de tacón, como si gestionar una tienda exigiera más estilo que el que cualquier otra mujer del condado hubiera considerado jamás necesario. Tom pensó de inmediato en lo que el vestido amarillo tremendamente escotado podía hacer por su reputación en Hometown y esbozó una mueca de dolor. Y aquel cabello, una cabeza de rizos voluminosos. El gris solo asomaba de vez en cuando.
—¡Señor Hope! Estoy encantada de verlo aquí. Ayúdeme con esto. Cuando le doy a las teclas…, así, no pasa nada. ¡Nada! A ver si usted lo consigue.
Posándole las manos en los hombros, lo empujó hacia la caja registradora hasta dejarlo colocado frente a las teclas.
—A ver. ¿Me han timado, señor Hope? ¿Qué opina? El hombre de la tienda donde la compré me dijo: «Hasta un niño podría utilizarla». Un griego, en la ciudad, cerca de Victoria Market. Un griego. Temed a los griegos y a los regalos que traen.
—¿Disculpe? —dijo Tom.
—Hágala funcionar, señor Hope. Madame Babel se arrodilla delante de usted, suplicándoselo. Pero es preciosa. Es preciosa, ¿verdad? A mí, al menos, me lo parece.
De pronto, un movimiento por encima de una de las pilas de cajas llamó la atención de Tom. Era un pajarito amarillo que batía las alas sobre la caja de arriba del todo. Cuando Tom vio el pájaro, el pájaro vio a Tom. Y en un movimiento tan veloz que se hizo imposible de seguir, se plantó sobre su hombro.
—¡Caramba! —exclamó Hannah Babel, que rio encantada—. ¡Qué atrevido te has vuelto de repente, David! Señor Hope, ha resultado usted elegido entre miles. Dígale alguna cosa. Sea su amigo.
Tom, ruborizándose y mirando el pájaro, intentó pensar qué decir.
—Hola, coleguilla —pronunció al fin.
El pájaro dio un salto y se posó en la cabeza de Tom.
—¡Oye!
—Relájese —intervino la señora Babel—. No es un águila, señor Hope. No le hará ningún daño. Sílbele. Se llama David.
Tom intentó silbar unas notas de Mary tenía un corderito.
—Pruebe en do mayor, señor Hope —dijo la señora Babel—. Trabaje dentro de sus límites.
El pájaro abandonó la cabeza de Tom y aterrizó en el hombro de Hannah Babel. Sus ojos perfectos tenían una mirada cándida.
—David también es de Victoria Market —explicó la señora Babel—. Hará cosa de un mes estuve allí, en Abbotsford Street, para comprar las estanterías. Donde el griego. Pasé por la parte del mercado donde venden pájaros…, ¿sabe a qué me refiero? ¿Donde venden mascotas? Y fue asombroso. Salí con David instalado en mi hombro. ¿No le parece un augurio de lo más propicio, señor Hope? Hacerse amigo de un pájaro.
Tom imaginó que «propicio» querría decir tener buena suerte.
—Está muy bien —dijo.
—Vino conmigo en el coche, todo el viaje posado en el salpicadero. ¿Se lo imagina?
—Está muy bien. En el coche. Muy bien.
Hannah le ofreció un dedo al pájaro y lo devolvió a lo alto de las cajas.
—¿Podría hacerme un trabajo de soldadura? ¿Puedo llamarle Tom?
—Sí. Por favor.
—Y usted llámeme Hannah.
Madame Babel, Hannah, le enseñó a Tom el trabajo que tenía que hacer. El marco de hierro alargado que colgaba en el porche de la tienda tenía una apertura en la que podía colocarse un cartel. Los muchos negocios fracasados que habían pasado por la tienda habían tenido su cartel, que los diversos propietarios, una vez reconocida la amarga derrota, habían ido rescatando del marco para llevárselo. Juicy Collins había informado a Hannah de que el marco que sujetaba los carteles estaba en un estado precario y habría que soldarlo de nuevo a los montantes de hierro que lo mantenían sujeto al techo del porche. Tom sacó una escalera de mano de la parte posterior del coche y se encaramó a ella para inspeccionar los daños. Rascó con la punta de un destornillador los montantes oxidados, examinó los resultados de su investigación, emitió unos cuantos sonidos de preocupación, de esos que emiten siempre los obreros especializados, sea cual sea su oficio, y le dijo a Hannah desde arriba:
—Juicy tiene razón.
—¿Quién? ¿«Juicy»?
—El señor Collins. Bob Collins.
—¡Ah!
Hannah, que estaba situada de cara al oeste, se protegió los ojos del sol de la tarde. Sonreía, como si la evaluación del estado del marco de su cartel le proporcionara un auténtico placer. Lo cual era, a todas luces, imposible. A menos que cualquier cosa le proporcionara placer. Y como Hannah sonreía, Tom sonrió. Durante unos segundos, estuvieron sonriéndose, con esa libertad de la que a veces disfrutamos antes de que exista la intimidad. Entonces Tom cayó en la cuenta de lo que estaba haciendo y recuperó la expresión de obrero preocupado. El entrecejo fruncido, un meneo de cabeza, los ojos entrecerrados en una mirada de intranquilidad.
—Sí, no sé —musitó.
—¿El qué? —preguntó Hannah—. ¿No es posible? ¿Soldarlo?
—Sí, no sé, tal vez —contestó Tom.
Con la punta del destornillador, se rascó la cabeza por encima de la sien derecha.
—Tal vez —repitió.
Bajó de la escalera, manteniendo ese aspecto de preocupación por el problema del marco oxidado. Hannah había conservado la sonrisa. Extendió la mano para retirar una escama de óxido del hombro de la camisa de sarga de Tom, permaneciendo mucho más cerca de él de lo que normalmente se situaría cualquier hombre o cualquier mujer de Hometown. De Melbourne, de Australia en general. Y aquella sonrisa. Acercó entonces la palma de la mano al pecho de Tom, justo encima del corazón.
—¿Un té? —propuso, poniendo énfasis en la palabra—. ¿Una taza de té, Tom Hope? Tengo un té húngaro especial. Té magiar de frutas. Pase.
En el suelo, junto a un enchufe, había una tetera eléctrica; una bolsa de azúcar, dos tazas con sus platillos, una botella de leche, una tetera de porcelana de color rojo, una latita de té, cucharillas. Hannah se agachó en un gesto que conservó en todo momento su elegancia.
—Y bien —dijo—, ¿cuál es su veredicto, Tom Hope? ¿Tiene arreglo el cartel? Cuéntemelo.
Tom se quedó incómodamente entre las cajas, lanzando una mirada al pájaro amarillo de vez en cuando, ansioso por no convertirse de nuevo en su lugar elegido para posarse. Desde niño había sufrido con la sensación de quedar como un tonto. El pájaro lo observaba de forma provocadora, con la cabeza ladeada.
—Sí, tendré que cambiar esos dos montantes —respondió. Hannah, agachada junto a la susurrante tetera, seguía sonriéndole—. El óxido no puede soldarse, señora Babel. Pero lo que sí podría hacer es… ¿Cómo dice?
—Hannah —corrigió Hannah—. Tiene que llamarme Hannah. ¿Entendido?
—Entendido, entendido, Hannah. Lo siento. Lo que estaba diciendo es que puedo cambiar esos dos montantes y ponérselos nuevos, si le parece bien. ¿Le parece bien?
—Sí —contestó Hannah—. Me parece bien, Tom Hope. Muy bien.
Hannah puso una cucharada de hojas de té en la tetera.
—Té húngaro. Es bueno para el cutis. Te deja la piel reluciente. ¿Ha probado alguna vez el té húngaro? ¿El té frutal?
—No, la verdad es que no. No.
—Una amiga me lo envía desde Budapest. Con este tipo de té no solemos utilizar ni azúcar ni leche. Pero debo preguntárselo de todos modos. ¿Lo quiere con leche y azúcar?
—No —dijo Tom, con la profética convicción de que el té que estaban a punto de servirle iba a ser una prueba—. No. Lo tomaré sin.
Con la sensación de que haría bien si seguía hablando para de este modo evitar los complicados comentarios de Hannah, le explicó que aquella era la tienda más antigua del pueblo, que la construyeron hacía ya noventa años, como dejaban constancia las vidrieras policromadas del lateral y de la ventana de encima de la puerta. Y los marcos que dividían las hojas de vidrio en secciones, que eran de cobre. Si Hannah frotaba el verdín con lana de acero, el cobre quedaría reluciente.
—Un poco de lana de acero y quedaría precioso, señora Babel…
—Hannah. Aquí tiene su té. Déjelo enfriar un minuto.
—Hannah, perdón. Quedaría precioso, Hannah. El verdín, ese moho verde. Verdín.
Hannah se puso delante de él con su taza y su platillo. Levantó la taza y la movió un poco a derecha e izquierda.
—Y las tazas también son de Budapest —dijo—. ¿Se ha fijado en el motivo? ¿En las flores y los pájaros? ¿No le parece una delicia?
—Humm… —contestó Tom.
—¿Cuándo podrá ponerse a trabajar?
—¿Cuándo? Bueno. Cuando usted diga.
—Ahora.
—¿Ahora?
El té estaba horroroso. Tom le dio un sorbo, mínimo.
—¿No está bueno? —preguntó Hannah—. ¿No le gusta?
—¡No! ¡No! Está estupendo.
—Lo encuentra espantoso. No pasa nada. Tampoco a mí me gusta. Es solo por el cutis. ¿Así que puede empezar ahora?
Tom regresó a la granja para ir a buscar las herramientas necesarias para soldar, volvió, cortó las tiras de acero para los nuevos montantes, soldó el marco y lo colocó en su lugar. Y con todo eso se hicieron las cinco y media y la luz empezó a languidecer. Hannah le preguntó si podría hacerle también más estanterías para la tienda. Dividido entre su sentido de la supervivencia y el agrado hacia la mujer del continente, respondió diciéndole que le haría las estanterías. Al día siguiente pasaría a tomar medidas. Si las quería de cedro, tenía un montón en el taller.
—De cedro. Estupendo —dijo Hannah—. ¿Así que volverá mañana? ¿Por la mañana? Estaré hasta las tres. Después tengo alumnos.
El pájaro amarillo se había posado sobre el hombro de Hannah. Giraba la cabeza con rapidez hacia un lado y hacia otro, sin apartar los ojos de Tom. De repente, emitió unas notas melodiosas, un sonido que inundó la tienda.
—¡David! Sí, ya lo veo, cariño. Lo veo perfectamente.
Y luego, dirigiéndose a Tom:
—Le gusta usted a David. Acaba de decírmelo.
Tom asintió. Había aceptado que Hannah estaba como un cencerro. Pero eso no impedía que le gustara.
—Una cosa, señora Babel. Hannah, perdón. Una cosa, Hannah. ¿No le preocupa perder dinero? La gente de Hometown no lee libros.
Hannah cerró los ojos y su sonrisa se ensanchó.
Volvió a abrir los ojos.
—Los leerán. Vendrán a ver a Madame Babel. No se preocupe. —Extendió un brazo y acercó la mano a la mejilla de Tom—. Tiene usted una cara atractiva, Tom Hope. ¿Lo sabía?
Pero ¿qué demonios? La cara atractiva de Tom se ruborizó hasta la raíz del pelo. Intentó replicar. Abrió la boca; no salió sonido alguno.
—No es cierto —contestó por fin.
Apartó la mano de Hannah; se la devolvió.
Hannah estaba riendo, suavemente.
—Mañana por la mañana —dijo Hannah—. De cedro.
De vuelta a casa, dentro del coche, Tom exclamó en voz alta:
—¿Estará loca? Tiene que estarlo. «Tiene usted una cara atractiva». ¡Dios mío!
Pero… ¿pero qué? Lo había hecho feliz. Con su manera de moverse continuamente, de dar palmadas, de reír, de tocarle el brazo, de alisarse el vestido amarillo a la altura de las caderas. Hablando con ella se había sentido como un bloque de piedra, pero ella sentía interés por él, le había parecido. Jamás en su vida le habían hecho sentirse tan interesante.
Y otro detalle. Tom no se consideraba una persona observadora, ni astuta. No se daba cuenta de las cosas. Mejor dicho, no se daba cuenta nunca de nada. Pero cuando se imaginaba la cara de la señora Babel —perdón, de Hannah—, como estaba haciendo en aquel momento, sus ojos, sus ojos verdes, le daban a entender que estaba sufriendo.
Una sonrisa enorme, enseñando todos los dientes, con uno de ellos, en un lateral, levemente descolorido; pero estaba sufriendo.
Él había sufrido. ¿De la misma manera? No lo sabía.