22
Cada año, en febrero, Tom mandaba los corderos al matadero de Garland & Garland, pasado el cementerio de una pequeña ciudad sin pretensiones que había vivido su apogeo en la época de la fiebre del oro. Este año los retuvo para poder concentrarse en recoger las manzanas, las nectarinas y las peras, que habían decidido madurar curiosamente todas a la vez. Los huertos de todo el valle estaban produciendo una cosecha normal, pero los árboles de Tom fructificaban a un ritmo frenético.
Se apuntaron teorías. El sistema de drenaje e irrigación de Tom, siempre tan bien atendido, había evitado que las raíces sufrieran las consecuencias de la inundación. Aquello era ciencia. Hubo también quien sugirió la acción de la brujería. Hannah, la judía, había llevado a cabo un hechizo húngaro, o tal vez lo hubiera extraído de ese libro de hechizos que todo el mundo sabía que los judíos guardaban bajo llave en su… ¿cómo se llamaba eso? Sí, en su sinagoga. Esto según Pearly Gates, presidente de la sección de la RSL en Hometown.
La tendencia antisemita de Pearly alcanzaba solo a los judíos primitivos (había visto uno), que llevaban esa ropa tan especial y esos gorritos y no, por ejemplo, a sir John Monash, el mejor soldado de la Primera Guerra Mundial y un hombre cultivado en cuyo honor habían bautizado recientemente una universidad. Una judía como Hannah (muy astuta ella) podía tener una librería y, a la vez, ser primitiva.
Había que reconocer que Hannah exacerbaba los prejuicios de Pearly, conocidos en todo el pueblo. Un día entró en la tienda en busca de un libro infantil de la serie Golden Book (eligió al final La gallinita roja, el cumpleaños de un nieto) y Hannah le contó que en la granja tenía un gallo negro capaz de hablar en hebreo.
Los del CES, el sistema de intercambio comunitario, le enviaron a Tom un grupo de cuatro recolectores, supuestamente con experiencia, pero en realidad unos inútiles, que tenían miedo a las escaleras, a las moscas, a los escarabajos y a las arañas. Eran una familia, asirios de Turquía, aceptados como migrantes porque eran cristianos y hablaban inglés: madre, padre y dos hijas. El padre, Hector, se había cambiado el nombre y también el de los miembros de su familia siguiendo el consejo de un funcionario de emigración. Llevaba una barba que le llegaba hasta el pecho y pasaba la hora de comer y del pitillo afilando un cuchillo con una hoja de treinta centímetros; a tal efecto, guardaba en el bolsillo una piedra de afilar de color negro. Y para demostrar que cualquier varón asirio, incluso un ingeniero, sabía utilizar un cuchillo, partió por la mitad una manzana que colgaba de una rama con un lanzamiento desde quince metros de distancia.
Las hijas, Sue y Sylvie, de catorce y quince años de edad, recogían lánguidamente la fruta cantando al ritmo de Herman’s Hermits, que sonaba en un transistor sintonizado en la 3UZ. La madre, Sharon, trabajaba sin cesar, pero necesitaba cinco minutos para encaramarse a una escalera. Y su técnica era espantosa. En un día, era capaz de llenar solo una caja y no las cuatro que se esperaba que llenase. Por la noche, dormían los cuatro en la habitación de invitados. Retiraron de las paredes los cuadros del tío Frank y colgaron fotografías de Turquía, bordados con hilo de lana con dibujos tradicionales asirios, fotografías de los Beatles, de Mick Jagger y de Johnny Farnham. Tenían que levantarlos a las siete de la mañana para desayunar, una barra entera de pan a rebanadas y una docena de huevos fritos.
El otro recolector era Bobby Hearst, que trabajaba para Tom dos semanas todos los veranos. Encaramado a las ramas de los manzanos, cantaba y reía, apuntaba a «amarillos» con un imaginario M14 y lanzaba proposiciones subidas de tono a Sue y a Sylvie. Tom tuvo que decirle que, en la tierra de donde venía Hector, los padres tenían la costumbre de cortar el cuello a los jóvenes que flirteaban con sus hijas.
Aunque con Hector era complicado saber lo que en realidad significaba para él aquel cuchillo. Era más filósofo que jenízaro. Un día, con la escalera apoyada en un árbol y mientras Tom examinaba la calidad de las peras de su caja, empezó a hablar sobre la vida interior de los árboles.
—Son seres vivos, igual que usted, no sé si me explico. Los frutos son como sus hijos. Cuando le arranco una fruta a un árbol le digo que lo siento. Y el árbol me dice: «Tranquilo, no pasa nada. Pero planta las semillas». ¿Cuánto tiempo llevamos nosotros en este mundo, señor Tom? ¿Cien mil años? Los árboles millones y millones de años. Millones.
Ingeniero civil en Turquía, Hector había perdido el empleo cuando el gobierno lo incorporó a la lista de elementos subversivos. Tom, sonriendo, le preguntó si era cierto.
Hector se encogió de hombros.
—¿Quién sabe?
Hannah recogía manzanas siempre que podía; una hora, de cinco a seis, cuando se marchaba su último alumno. Hacía aún mucho calor al sol cuando se encaramaba entre el follaje bajo una ridícula pamela de paja del tamaño de un sombrero mexicano, una de las escasas ocasiones en las que elegía la comodidad antes que el estilo. Recolectaba a solas en el huerto de manzana Gravenstein que el tío Frank había cultivado a partir de las semilla de unos austriacos de Melbourne que las utilizaban para preparar licor Obstler, muy típico de la región de Austria de donde provenía esa gente.
Elegía aquel huerto para no tener que escuchar la guerra contra los amarillos de Bobby. Y además le relajaba estar entre la vegetación. Necesitaba relajarse. Entre Tom y ella había zarzas llenas de espinas: el amor que Tom sentía por aquel niño, su esperanza de que Peter volviera y se quedase con él.
El corazón de Hannah no era un parlamento, sino que había tres o cuatro déspotas gritándose entre ellos. Y el déspota que gritaba más fuerte decía: «Lo abandonarás. Si viene el niño, lo abandonarás». Qué locura. «¿Vas a huir de este hombre que tanto amas, de Tom? ¿Y vivir sola? Lo haré. Lo sé. Lo haré». Y constantemente le suplicaba a Tom, con palabras que jamás pronunciaba en voz alta: «No traigas al niño a casa. No lo traigas. No traigas al niño».
Una tarde, encaramada a la escalera, Hannah hizo una pausa, y durante esa pausa se permitió recordar otro huerto. Podría haber dejado vagar sus pensamientos otras tardes, pero no lo había hecho. ¿Por qué estaba hoy más dispuesta? Y sin darse cuenta, subida al manzano, se estaba secando las lágrimas de las mejillas. Como el soldado que lloraba aquel día, años atrás, cuando Eva, Lette y ella deambulaban hambrientas por Polonia y encontraron una choza en un huerto donde se refugiaron para protegerse del frío del invierno. Eva, que sabía de esas cosas, dijo: «Es una choza para la sidra. Es donde guardan las manzanas malas para hacer sidra. Las que tienen marcas». En la choza no había nada. Eva y Lette se acurrucaron con sus harapos en el suelo de tierra. Hannah empezó a mirar en todos los lugares donde nunca se encontraría comida, pero donde contra toda lógica podía encontrarse comida, aunque no encontró nada. Hasta que allí, en lo alto de uno de los árboles de un huerto vacío, vio una manzana: una manzana que no podía ser una manzana porque era noviembre y habían pasado ya cuatro meses desde la época de la cosecha. Pero aun así. Hannah trepó por las ramas hasta lo más alto y con cuidado arrancó la fruta amarilla, fría como una bola de nieve, y la guardó entre sus jirones de ropa.
Antes de que le diera tiempo a bajar, un soldado, alemán, apareció en el camino, avanzando a marchas forzadas, sin gorra, llevándose una mano al cuello. Un chico, rubio, de dieciséis o diecisiete años. No llevaba rifle.
Tropezó y cayó justo debajo del árbol donde estaba Hannah, que se mantuvo inmóvil, aferrada a la rama, sin apenas respirar. El soldado, un niño, se quedó tumbado de espaldas sobre las hojas negruzcas, mirando las nubes, llorando con intensidad. La sangre rezumaba entre los dedos de la mano con la que se cubría la herida. La hemorragia brotaba al ritmo de sus pulsaciones. Tenía el hombro de la chaqueta del uniforme empapado de sangre, una mancha que alcanzaba el emblema de la Wehrmachtsadler que lucía en el bolsillo del pecho.
Cuando vio a Hannah por encima de él, soltó un grito. Debió de pensar que era el ángel de la muerte vestido con harapos. Rompió de nuevo a llorar. A buen seguro sabía que moriría pronto. Y no era el llanto de un hombre, sino el de un niño, con la boca contorsionada, llorando sin cesar.
Hannah vio que tenía la cartuchera vacía y se le pasó por la cabeza la idea de bajar a consolarlo. Luego se le ocurrió otra idea más práctica: ahogarlo. El sonido del llanto podía atraer a los rusos, porque tenían que haber sido los rusos, ¿quién, si no, podría haberle disparado? Y con los rusos, ya se sabía. Veían una mujer y pensaban en lo evidente.
Pero no, se quedó donde estaba y vio cómo el chico desistía de vivir, cómo lloraba sin medida hasta que dejó de hacerlo. Siguió mirando incluso cuando el chico se quedó inmóvil, cuando sus párpados dejaron de pestañear y su boca quedó abierta en un rictus de dolor. Bajó entonces del árbol, se arrodilló junto al cadáver y pensó: «Era muy alto para su edad». Le dejó los ojos abiertos cuando podía habérselos cerrado, pensando que aquel último gesto hacia el muerto no tenía que hacerlo ella, puesto que no lo conocía de nada.
Repasó los bolsillos del uniforme con la esperanza de encontrar comida, una galleta que pudiera llevar encima, alguna cosa. Pero tenía los bolsillos vacíos; no encontró ni siquiera ningún tipo de documentación. Alguien lo había registrado ya, tal vez la persona que le había disparado. Lo giró e inspeccionó los bolsillos de atrás y encontró, santo Dios, onzas de chocolate, schokolade, envueltas en papel verde oscuro. En el envoltorio podía leerse en alemán: «Unsere Jungs». «Nuestros chicos».
Hannah se olvidó al instante del soldado y corrió hacia la choza con la manzana amarilla y el chocolate de los Unsere Jungs.
En el huerto se había levantado brisa, en el huerto de Tom. Y Hannah la disfrutó. Sus mejillas húmedas se secaron. Le parecía inconcebible abandonar a Tom si el niño regresaba. Pero era un obstáculo terrible para su felicidad. La brisa le levantó el sombrero de paja. Y aquel terrible obstáculo para su felicidad, igual que la librería de los corazones solitarios, estaba empezando a abrirse paso.
Mejor pensar en el éxito que en la perspectiva de una catástrofe. Hannah había reclutado a las mujeres de la CWA para vender libros por el condado. Estaban visitando escuelas, clubes, asociaciones y las tres bibliotecas de la región, y hacían presentaciones en reuniones de té que organizaban con el objetivo de dar salida a los libros. La mitad de los beneficios que obtenían iban a parar a la CWA. Lo cual dejaba a Hannah un margen escaso, aunque tampoco tan escaso. Resultó que vendiendo libros podías ganarte la vida. Más o menos al nivel de un empleado de correos durante su primer año, sí. Pero para Hannah era emocionante. Verlo para creerlo: una tienda con un inventario valorado en casi veinte mil dólares, gastos generales, el sueldo de Maggie. Y podías ganarte la vida.
Más que eso, era saber que los escritos de hombres y mujeres geniales estaban en las estanterías de casas de treinta y dos pueblos del condado, era pensar que tal vez la novela del autor australiano Joseph Furphy Such Is Life estaría junto a las hojas de color rosa del Sporting Globe en una mesilla, que tal vez Middlemarch tendría un punto de lectura en algún capítulo. Sí, también había muchas tonterías, Besos a medianoche, Besos para desayunar, aunque Hannah consideraba las tonterías como parte de la familia: Nina, la del pecho generoso de Besos para desayunar, con su cerebro de tortita untada con azúcar y crema fresca, era prima de Dorothea Brooke…, debías reconocerlo, a no ser que fueras un esnob.
Hannah no creía tener una misión, ni tampoco deseaba convertir a las masas inculcándoles el amor al arte. Pero llevaba la cuenta de los libros que vendía. Su objetivo estaba en veinticinco mil, la cifra aproximada de libros que se quemaron en Berlín el 10 de mayo de 1933. En aquel momento, y gracias a la ayuda de la CWA, estaba vendiendo unos ciento diez libros semanales. De modo que necesitaría cuatro o cinco años. Lo más especial era cuando alguien que venía de cualquier casa del pueblo, de alguna granja a treinta kilómetros de allí, se acercaba al mostrador con alguno de los libros que los estudiantes habían echado a la pira: El proceso, Adiós a las armas, Mujeres enamoradas, Ana Karenina, La guerra de los mundos, Ulises.
Los compradores de aquellos libros resultaban sorprendentes. El malestar en la cultura lo compró una anciana con los labios mal pintados que caminaba con la ayuda de dos bastones. Era la abuela del médico de familia de Hometown, Bob Carroll, quien la había traído hasta allí después de que se quedara viuda en Irlanda. Resultó ser una de las primeras mujeres admitidas en el Trinity College de Dublín, allá por 1910. El ejemplar de Ulises fue a parar a manos de Des Bond, director de instituto jubilado que se había instalado en Hometown con su esposa atraído por la pesca de la trucha. Estaba leyendo una lista de clásicos publicada en el Punch y que llevaba treinta años cultivando.
Aquello no era Budapest, el gran apartamento junto a la avenida Andrássy, ni el apartamento de menor tamaño en Nagymezo, donde vivió primero con Leon y luego con Stefan. La gente que entraba y salía de allí lo había leído todo, gente loca con ideas políticas locas, todos muertos ahora, ellos y sus variados gustos. Nadie posponía la lectura a la época de la jubilación. Pero aun así, a la gente de Hometown, a la gente del condado, había que saber valorarla: gente muy alejada de la bohemia, pero muy querida por Hannah. Aquí, Adolf Hitler habría rebuznado en vano. Tal vez. Había días en los que deseaba plantarse en la puerta de la librería con los bazos abiertos y decir… ¿decir qué? Algo imposible, algo ofensivamente condescendiente, como: «Sabe Dios lo que os pasa por vuestras cabezas australianas, pero os quiero igualmente».
La cosecha de fruta estuvo finalmente ochenta y siete cajas por encima de la del año anterior; los precios de las conservas estaban altos debido a las inundaciones. El cordero de primavera subiría también, con toda probabilidad; se habían ahogado miles de ovejas. Tom transformó el superávit conseguido gracias al precio elevado de la fruta en un bono de fin de recolección de setenta y cinco dólares para Hector, su familia y Bobby. Para los recolectores, el bono llegó caído del cielo. Hector, agradecido, pidió a sus hijas que bailaran para Tom, en el tosco suelo del huerto, una especie de polca asiria. Dijo que volvería cuando tuviera los papeles reconocidos por los australianos y le construiría a Tom un dique. «¿Cree que me olvidaré? Eso jamás, señor Tom. De cinco metros de profundidad, con la tierra bien prensada, y, en medio, un puente metálico. ¡Claro que sí!».
Para celebrar la última noche, Hannah preparó una comida de aspecto asirio. A juzgar por el demasiado vivo coro de cumplidos por parte de Hector y Sharon, junto con algunas palabras complementarias de elogios más moderados por parte de las hijas, las recetas fueron un fracaso. Teniendo en cuenta también la cantidad de comida dejada en cada plato.
Pero la cena que compartieron y el vino que compartieron brindaron a Hector la oportunidad de expresar con más detalle su visión de una Turquía donde corrían ríos de sangre. A los turcos no les bastaba con haber asesinado a los armenios, que podían o no merecerse aquel destino, a saber, ¿pero por qué tenían luego que masacrar a los asirios?
Aquel fue un día del mal; hubo muchos días del mal. Pero se estaba construyendo un ejército, dijo Hector, un ejército secreto, hombres que de día eran tenderos y de noche asesinos. Y llegaría el momento, Dios procuraría que así fuera, en el que los turcos murieran a miles en sus lechos.
Sylvie, la hija, dijo:
—Papá, eso no le interesa a nadie.
—¡El byriani, Hannah! —dijo Sharon—. Precioso. Las patatas necesitan tal vez un poco más de tiempo en la sartén. La próxima vez.
Hector contó historias de masacres. Su voz adoptó la entonación de un cántico, como si aquellas historias fueran capaces de invocar algo relacionado con lo sagrado.
Bobby, que estaba también presente en la cena para celebrar el fin de la cosecha, acogió las historias con entusiasmo.
—Tío —dijo—, déjamelos a mí. Jodidos turcos. Perdón.
Sylvie y Susie lo provocaron sacando pecho e inspirando y espirando hondo.
Tom miró a Hannah y Hannah le devolvió la mirada. No tenía historias de su propia terrible experiencia que aportar. Su rostro era una máscara. Tom confiaba en que los relatos de Hector no llegaran a un punto en el que los judíos se sumaran a los turcos como enemigos del pueblo asirio.
Pero no. Solo los turcos. Hector destacó que los asirios y los australianos tenían un parentesco en cuanto a sangre derramada por los turcos. Gallipoli.