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Los rusos estaban contentos. Habían ganado la guerra. Todavía no, pero sucedería en cualquier momento. Los alemanes se estaban retirando y pronto quedarían atrapados en las ciudades de su país, destrozados por el fuego de los bombarderos aliados. Los soldados, todos del este y en realidad no rusos, sino mongoles siberianos, se mostraban ignorantes y felices, confiados en capturar a los alemanes en su último refugio para poder matarlos a todos. Era época de Carnaval, tiempo de alegría, y a Dios gracias los altos mandos rusos —sofisticados y astutos— sabían contener a los eufóricos siberianos. Los comandantes rusos permitieron a los siberianos violar a las mujeres de etnia alemana, pero no a aquellas que habían logrado escapar de los nazis, especialmente a las mujeres judías que habían sufrido en los campos de concentración. Lo hicieron, claro está, pero supuestamente no tenían que hacerlo.
Las mujeres al cuidado de Hannah, cuyo número se había reducido a ocho debido a las enfermedades, los fallecimientos y las huidas, no fueron violadas. Las que estaban enfermas fueron enviadas a un hospital de campo ruso para ser tratadas. El comandante al mando de los siberianos en aquel pequeño rincón de Polonia se encargó de que así fuera. Era un judío moscovita llamado Zalman, un hombre culto, comprometido y austero. Había visto los campos que sus siberianos habían liberado. Le explicó a Hannah (el idioma con el que se comunicaban era el alemán) que con el tiempo se acabaría revelando que los nazis habían asesinado no a centenares de miles de judíos, sino a millones. No hablaba de esos millones en tono sentimental, simplemente exponía los hechos. Su misión no era demostrar lo malvados que habían llegado a ser los alemanes, sino defender la autoridad del Partido. No era un oficial político, pero se comportaba como si lo fuera. Le dijo a Hannah: «Si estuvieras en nuestro ejército te vigilaría como un halcón».
Entre el personal de la división de fusileros comandada por el teniente coronel Zalman había varias mujeres. Trabajaban como mecanógrafas, como secretarias, preparando la comida. Eran del este, como los soldados, y tenían un aspecto asiático, aunque no eran mongolas.
Zalman tenía una conducta austera, sí, pero le gustaba la buena conversación. Se acercaba a la granja cada dos noches para cenar con Hannah. Evitaban la política. Hannah, como Zalman pronto comprobó, tendía a decir cosas excesivamente satíricas para su gusto. Discutían, en cambio, sobre literatura y filosofía. Los conocimientos de él excedían los de ella, pero Hannah no se turbaba en absoluto. Tenía intención de pedirle un salvoconducto antes de que siguiera avanzando con sus siberianos, algo que le permitiera moverse sin problemas por el territorio liberado por los soviéticos y regresar a Budapest. Estudiando la expresión seria de Zalman mientras disfrutaba de las estupendas comidas que le preparaban las mujeres del este, se preguntaba siempre si aquel hombre habría conocido alguna vez la risa.
Hablaba sin cesar de Platón con tanta sinceridad que Hannah no podía evitar sonreír. Una noche, Hannah le dijo:
—Platón quería quitarse de encima a la gente que no era de su agrado, ¿verdad? Actores, escritores. Quería fusilarlos.
Zalman levantó un dedo en un gesto de censura.
—En la antigua Grecia no existían las armas de fuego.
Tenía las cejas más bonitas que Hannah había visto en un hombre: de forma perfecta y con el brillo del pelaje más preciado de algún animal. Tenía los labios rojos, pero nada que ver con el rojo que puede llegar a producir la malnutrición. No, los labios de Shmuel Zalman eran rojos como el vino, traicionando algún complemento oculto de la sensualidad que corría por su sangre. Hannah estaba segura de que deseaba acostarse con ella pero no podía reconocerlo. Aquellas discusiones sin humos acompañadas por la mejor comida que podía encontrarse en Polonia eran en realidad banquetes de seducción inconsciente. Hannah no quería que la seducción llegara más lejos.
A principios de febrero de 1945, Zalman y sus siberianos se prepararon para avanzar hacia Berlín. Habían llegado tanques, muchos. Los soldados se subieron a los tanques, diez o más hombres encaramados a su estructura, sentados incluso a horcajadas sobre los cañones. Al marchar, lanzaron gritos de guerra.
Zalman observó la escena con Hannah.
—Son gente sanguinaria —dijo—. Estuvieron años combatiendo contra nosotros. Los rusos somos sus enemigos naturales. Ahora quieren matar alemanes. Si les dijera que nuestros enemigos son los franceses, matarían franceses.
Zalman pretendía despedirse de Hannah a la mañana siguiente. Así lo habían convenido, había estado animándola a marcharse a vivir a Rusia, y había insistido en ello incluso mientras le redactaba un salvoconducto para desplazarse por los territorios controlados por los rusos. Dijo que él podría arreglárselo todo. Pero a la mañana siguiente no se presentó en la granja. Hannah temió enseguida que le hubiera pasado alguna cosa, y así fue. Una de las cocineras del este le informó de que el teniente coronel Zalman había sido arrestado y se lo habían llevado a Rusia. La cocinera hablaba ruso a un nivel tan poco sofisticado como Hannah. ¿Por qué razón habían arrestado al teniente coronel Zalman? Por motivos políticos, dijo la cocinera.
Hannah, después de haberse enterado de que los rusos estaban en Toruń, más hacia el sur, convenció a dos de las mujeres que aún quedaban con ella en la granja de que intentaran desplazarse hasta esa ciudad. La idea era poder subir a un tren en Toruń para regresar a Hungría, que estaba también bajo el control de los rusos. Era peligroso. Zalman se había ido y, con él, la protección que podía darles. Incluso siguiendo en la granja, podían violarlas cualquier día. Podían violarlas todos los días. La mayoría de los siberianos se había marchado con los tanques a matar alemanes, pero llegarían más soldados soviéticos, tal vez tan malos como los siberianos, tal vez peores.
En cuanto salieran a la carretera, el peligro sería todavía peor. Los rusos habían avanzado con tanta rapidez que había alemanes que habían quedado atrapados detrás de las unidades destacadas que habían emprendido la marcha hacia Berlín; al menos eso era lo que Zalman le había contado a Hannah. Los había que seguían en el este, en el lado del Vístula donde ellas se encontraban. Y no solo alemanes, sino también unidades integradas por soldados soviéticos que habían desertado dos años atrás para combatir con los alemanes: kazajos, tayikos, auténticos bárbaros. Eran desertores que estaban ya muertos, que jamás permitirían ser hechos prisioneros. Caer en sus manos sería una catástrofe.
Pero Hannah y sus dos amigas —Lette y Eva— se echaron a la carretera cargadas con bolsas de tejido cosidas a mano con comida suficiente para una semana. Temían a los desertores, temían a los alemanes, temían a los soldados soviéticos. Pero quedarse sin hacer nada era peor. Si recorrían a pie las carreteras de Polonia en dirección a Toruń estarían, al menos, plantándole cara a su destino. La cautividad, en vez de haberlas cohibido, las había llenado de valor. Habían visto cómo seleccionaban para la cámara de gas a sus compañeras de celda en Auschwitz, habían visto caer en la carretera a mujeres con las que habían llegado a tener la intimidad de una familia, habían visto cómo las fusilaban los soldados de las SS. Emprendieron la marcha hacia Toruń. Dispuestas a aceptar lo que aquel mundo absurdo les pusiera en su camino y confiando, por encima de todas las cosas, en vivir, sobrevivir, poder volver a caminar por las calles de Budapest.
Pero la comida para una semana no les duraría hasta Budapest. Las granjas que encontraron en su viaje hacia el sur habían sido saqueadas por completo por los soldados soviéticos, que iban por delante de los cuerpos con el abastecimiento y tenían que alimentarse. Hannah, Lette y Eva se ensuciaban con barro la cara y el pelo para conseguir un aspecto sucio y eludir cualquier deseo de violación, y de esa guisa se aproximaban a los campamentos de los soldados para pedir comida. Tuvieron suerte alguna vez; otras, tuvieron que salir corriendo como velocistas olímpicos, levantándose el vestido para liberar las piernas y facilitar la huida. Tenían, al menos, un calzado razonable, confiscado a los cuerpos de los refugiados que yacían en las cunetas. Habían aprendido a desnudar con rapidez a los cadáveres, puesto que mucha de esa gente que había huido desesperada tenía material comestible escondido cerca de la piel, fragmentos de galletas de harina de trigo, huesos, pieles de patatas, que se habían conservado gracias al frío invernal. La mayoría de los muertos había sido fusilada por las tropas alemanas en retirada o por las unidades de desertores, los había también que habían sucumbido a las enfermedades. Hannah aconsejó contención a sus compañeras: mejor no comer nada de alguien que podría haber muerto de tifus.
En una ocasión, descartaron una pata de algún animal que descubrieron entre los harapos de una chica que parecía haber muerto como consecuencia de una enfermedad. Después de dar unos veinte pasos, las tres se volvieron a la vez, corrieron hacia el cadáver de la chica y fueron comiendo la pata por turnos.
En Toruń, Hannah localizó enseguida el hospital, gestionado ahora por los soviéticos. Habló en ruso a un médico a todas luces agobiado para ofrecerle sus servicios, y también los de Lette y Eva, que podían colaborar preparando vendajes y limpiando. El hombre dijo enseguida: «Sí, sí», las empujó hacia una horrorizada enfermera y se marchó corriendo. La enfermera era asiática. Les dijo a las tres mujeres que tenían que ducharse y desinfectarse y les proporcionó ropa interior de tejido tosco y unos vestidos grises espantosos. Las tres mujeres no dijeron nada, pero no estaban dispuestas a ponerse bajo una ducha. No después de lo de Auschwitz. Se lavaron frotándose bien con agua caliente y se limpiaron la porquería del pelo con la ayuda de un cubo; ignoraron por completo el desinfectante.
Y así comenzaron los tres meses, desde marzo hasta principios de junio, que calificaron como las «vacaciones polacas». El trabajo empezó a escasear al cabo de una semana de su llegada al hospital. Cuando las tropas soviéticas comenzaron a avanzar rápidamente por Alemania en dirección a su meta, Berlín, Toruń quedó demasiado alejado de la contienda como para que los heridos fueran remitidos a su hospital. Hannah, Lette y Eva fregaban suelos a ritmo lento, bañaban enfermos y cepillaban los dientes a los soldados que no podían utilizar las manos o ya no las tenían, y ayudaban también en la cantina.
La comida llegaba desde Georgia y Azerbaiyán. Un error administrativo había dado como resultado una asignación de comida para trescientos pacientes y trescientos miembros de personal sanitario. En realidad, el equipo del centro no ascendía a más de noventa personas, incluyendo médicos, y había tan solo setenta pacientes. Hannah llegó a empacharse de frambuesas de Georgia. El desayuno, la comida y la cena constaban de tres platos tanto para el personal como para los pacientes. En seis años de guerra, nadie había comido tan bien. La gran esperanza de todo el mundo era que los rusos tardaran un año entero en capturar Berlín.
Las tres mujeres se instalaron en un apartamento de un edificio del siglo XVII que se decía que había sido propiedad de una adinerada familia alemana hasta hacía tan solo unos meses. A lo largo del siglo pasado, los alemanes habían ocupado aquella parte de Polonia, pero ahora ya no quedaba ni uno. El apartamento contaba con tuberías modernas y estaba equipado con una magnífica cocina con baldosas azules y blancas. Si hubiesen sabido que el apartamento era tan bonito, lo habrían asignado a gente de más categoría que Hannah y sus amigas.
Los alemanes habían dejado en su huida todo tipo de cosas: armarios llenos de vestidos, elementos decorativos, cuadros. Incluso la despensa había quedado bien surtida, aunque Hannah no se tomó la molestia de abrir las conservas de nueces al vino tinto; estaba demasiado bien alimentada. Pero sí se probó los vestidos. Enfrente de un espejo de cuerpo entero, sostenido por figuras de ninfas esculpidas en pórfido, se admiró cubierta con un abrigo largo y un sombrero de piel negra. Los zapatos le iban grandes —la señora de la casa tenía pies que parecían pontones—, pero los vestidos le quedaban bien. Empezó a adoptar la costumbre de pasear por las calles de Toruń vestida con ropa elegante, incluso con un abrigo de pieles, en absoluto necesario a finales de abril. Su cabello había recuperado el volumen y el brillo gracias a la aplicación del champú de la familia alemana.
La ocupación alemana no había causado prácticamente ningún daño en la ciudad; había muchos edificios, incluso del siglo XV, y también un castillo construido por los nazis de aquella época, los caballeros teutones. Las murallas de la ciudad seguían en pie. Hannah paseaba canturreando alegremente y aceptando las miradas sorprendidas y de aprobación de los soldados soviéticos.
Pero llenar el estómago con comida tres veces al día y pasear por una ciudad extranjera enfundada en la ropa de tus enemigos no era vida. No era vida, sino un vacío que evolucionaba en un anochecer perpetuo. Por otro lado, sin embargo, Hannah tampoco estaba segura de que en Budapest estuviera esperándole algo que pudiera calificar de vida. Leon no estaría, Michael nunca más la abordaría con un libro con ilustraciones para pedirle que le leyera lo que ponía allí. Como había hecho una vez. Una vez.
En cualquier caso, una mañana comunicó a Lette y a Eva que cogería el tren para ir hasta Berlín y que allí tomaría otro hasta Budapest. Lette le dijo:
—Que Dios nos ayude, iremos contigo. Disponemos de un solo salvoconducto.
Eva se mostró de acuerdo de entrada, pero luego cambió de idea. Había iniciado una relación con un anestesista ruso que triplicaba sus veintiún años de edad. Decía que la llevaría a Moscú, que se divorciaría de su esposa y se casaría con ella.
—Lo amo —dijo Eva.
Hannah y Lette se encogieron de hombros con indiferencia. El anestesista era un hombre atractivo y lleno de la típica tontería rusa. Discutir la decisión no tenía sentido.