3
Aquel año el sol secó la humedad de los prados de la colina mucho antes de que llegara el otoño, pero las ovejas seguían disfrutando de los pastos. Tom cavó un canal hasta la salida de un manantial que brotaba por encima de las rocas de granito. El flujo del manantial salía al mundo, miraba a su alrededor y volvía a sumergirse en la tierra. Los helechos, imposibles de encontrar en ningún otro lugar de la finca, abundaban a lo largo de su cauce. Las ovejas habrían podido subir solas hasta el manantial, pero Tom no las animaba a hacerlo. Tenían su manera de encaramarse allí hasta que oscurecía, luego las borregas se espantaban y empezaban a balar como tontas.
Peter llevaba dos meses fuera. Tom estaba seguro de que era una de esas cosas de la vida que nunca pueden mejorar. No era granjero, pero tenía las características de un buen padre; eso era lo que se decía mientras deambulaba por allí y la sensación de fracaso se volvía insoportable: granjero mediocre, mal esposo, pero había hecho un buen trabajo como padre. Eso sí que podía decirlo en su defensa. Entonces, una mañana, caminando colina arriba hacia el huerto en compañía de Beau, se detuvo y sonrió: un instante de lucidez en el torrente de autocompasión de sus fantasías de fracaso.
—El tipo lo ha hecho lo mejor que ha sabido, ¿eh, Beau? ¿No crees? No soy un inútil rematado, ¿verdad? Así que calla. No tú, sino yo.
Los pocos de Hometown que conocían todos los detalles de la historia de Tom —media docena de personas, Nigel Cartwright y su mujer, Bev; Trevor Clissold; los Noonan; Juicy Collins, el carnicero— le demostraron su compasión no pronunciando jamás una sola palabra sobre Trudy o sobre Peter. Juicy, que había sido amigo de Frank Hope, el tío que le había legado la granja a Tom, se acercó más a él. Adquirió la costumbre de cantar canciones con un ritmo relajado siempre que Tom acudía a verle para comprar salchichas y carne picada, lo cual hacía cada martes. Llamaba a Tom «el caballero de las colinas» y le cantaba con su melodiosa voz de tenor la primera estrofa de Don’t Fence Me In[1]. Y luego añadía: «No encerréis al joven Tom en la cerca, ¿me habéis entendido? No encerréis a nuestro Tom».
—Tómatelo con calma, Juicy —dijo Tom.
—Tenemos aquí al jeque de Arabia, ese es nuestro Tommy —añadió Juicy—. De un lado a otro de esas colinas a lomos de su camello, sin tener que preocuparse por la parienta. Eso de ser un hombre libre está la mar de bien, ¿verdad, Tom?
—Si tú lo dices, Juice.
Juicy siguió con su charloteo mientras envolvía en las grandes páginas del Herald la carne para la semana. Se oía de fondo la música de Radio 3XY, el rock and roll moderno que le gustaba a Juicy, el único hombre de Hometown de esa edad (cuarenta y tres) que tenía siempre un comentario positivo para los Rolling Stones. En la pared de azulejos blancos del fondo de la tienda colgaba un retrato de los Hometown Robins de 1963, con jerséis de lana de color rojo, primeros aquel año de la liga de fútbol australiano. Los chicos posaban con los brazos cruzados, la mitad del equipo sentado, la otra mitad de pie, detrás; caras tímidas, otras petulantes, los tres chicos malos del equipo luciendo una sonrisa tonta.
El comentario satírico de Juicy escondía un velado desdén, y Tom lo intuyó. El Casanova de Hometown era Juicy, que se entregaba al adulterio con tanta despreocupación que sus antiguas amantes se pasaban incluso por la tienda para preguntar por los avances de los romances más actuales. Y era Juicy quien rondaba por las colinas, no a lomos de un camello, sino a bordo de su Monaro bronce y negro, haciendo publicidad de su adolescencia perpetua.
Tom no tenía el más mínimo interés en encontrar una mujer con la que sustituir a Trudy. Su esposa le había pedido el divorcio. Un despacho de abogados de la ciudad le había hecho llegar toda la documentación por correo. Las causas del divorcio aparecían como «Crueldad y maltrato emocional sostenidos». Entre las pruebas destacaba una carta escrita por la madre de Trudy en la que afirmaba que su hija había llegado al campamento de Jesucristo la noche del 1 de marzo de 1967, calada hasta los huesos y llorando «como si le hubieran arrancado el alma del cuerpo». Tom, al leer la carta, recordó la llegada de Trudy a la granja varios años atrás, calada también hasta los huesos y llorando. ¿Tendría que ver con su sentido del drama el hecho de que llegara siempre en pleno diluvio? A lo mejor le había echado el ojo a otro tío.
A finales de verano, cuando las peras, las manzanas y las nectarinas estuvieron recogidas y enviadas en el camión de Terry Nolan a los mayoristas de Healesville, Tom subió al huerto con tres serruchos y una escalera de mano para empezar las labores de poda. Su tío siempre podaba a finales de verano y no en invierno, y consideraba que era mejor seguir las costumbres.
Tom estaba acompañado por Peter cuando podó los árboles la anterior temporada. Le decía al niño: «¿Qué te parece esta, Petey? ¿Nos la cargamos?». Lo que le sorprendía a menudo era lo poco que le importaba no ser el verdadero padre de Peter. Se preguntaba si de serlo lo habría querido más. Lo cual le parecía imposible.
Fue moviendo la escalera de árbol en árbol y cortando los brotes que habían crecido a lo largo de la temporada con las sierras de hoja curva y las tijeras de podar. Era trabajo. Y era inevitable. Y hacía un calor de mil demonios.
—Lo ves, si supieras lo que te haces, Tommy Hope —dijo Tom en voz alta—, habrías empezado más temprano.
Llevaba los brazos al aire y el sudor resbalaba por ellos. Las moscas de marzo pululaban por su cara y aterrizaban en la piel en cuanto encontraban la oportunidad para hacerlo. Los excrementos de las ovejas, que abundaban debajo de los árboles, atraían a las moscas, así como la sangre de los arañazos que Tom acumulaba en los antebrazos. Habló de nuevo en voz alta, como si fuera el interlocutor en una conversación:
—La vida no se ha acabado todavía, Tommy. Por Dios.
No tenía ni idea de dónde había salido aquel comentario. «La vida no se ha acabado todavía». ¿Quién dijo que se hubiera acabado? «La vida no se ha acabado todavía». Del mismo modo que un pensamiento espontáneo como ese consigue encontrar su camino hacia lugares efímeros, recordó a un colega con quien había trabajado en los tranvías, Graham no sé qué… Sí, Graham Kent, que un día, estando en el taller de soldadura, le pasó un brazo por los hombros y le dijo: «Colega, que la vida son dos días». Graham el silbador, una canción tras otra durante todo el día, Hank Williams, Jimmy Rogers, Jambalaya a cada hora. En aquellos tiempos, Tom sabía a qué se refería la gente con eso de que «la vida son dos días», pero le sorprendió que Graham pensara que era necesario recordárselo. Su hermana Claudie se lo había dicho en una ocasión, más o menos un año antes de que se hiciera cargo de la granja. «Sonríe, Tom», con ese tono que la gente reserva para los casos desesperados que, de todos modos, quieren. «Sonríe, Tom». Tom era un cascarrabias, ¿se trataba de eso?
Intentó esbozar una sonrisa entre las ramas de un gran manzano. ¿Cuántas veces le habría sonreído a Trudy? A Peter le había sonreído. Eso seguro. A Peter siempre le sonreía. Lo cual venía a demostrar que sabía hacerlo. Intentó otra sonrisa, exagerada. Parecía un bobo. Pero tomó nota mentalmente del asunto: «Sonríe, por el amor de Dios».
Era solo el primer día de poda. Necesitaría tres días más para acabar con los manzanos, y luego tenía los nectarinos y los perales. No podía permitirse contratar a alguien de fuera. La granja le daba lo suficiente para vivir, pero a saber qué le depararía el futuro. Tenía menos seguridad que en los tranvías.
—Pero deja ya de sentir lástima por todo, Tom —dijo en voz alta.
Y sonrió. Para practicar.
A última hora de la tarde, Tom tenía la costumbre de cocinar cualquier porquería que decidiera comer y luego sentarse junto a la radio con una botella de Ballarat Stout. Escuchar canciones en la radio le proporcionaba cierto placer, y se relajaba a medida que el alcohol iba surtiendo efecto. Pero aquel día se marchó con la cerveza negra hacia las rocas, escaló la más grande y se sentó allí a contemplar la puesta de sol. Por encima de las colinas, hacia el oeste, se extendía una sábana enorme de carmesí y turquesa. Beau se tumbó a su lado después de diez minutos de intentos desesperados de encontrar un punto de apoyo en la roca y subir más. Tom bebió a morro de la botella y le dio unos golpecitos cariñosos a Beau con la mano que tenía libre. Estaba allí para variar su rutina.
Años atrás se había sentado un día con su tío Frank en aquella misma roca, a esa misma hora y en aquella misma época del año, para ver la puesta de sol. Estaba de visita, él solo. ¿Catorce años tenía? Sí, catorce. Su tío quería que disfrutase de la belleza de la puesta de sol y así lo había hecho. Pero el placer había durado solo un par de minutos. Después, se había limitado a ser obediente. Había observado el perfil de Frank en busca de alguna señal que le indicara que aquello terminaría pronto y podrían volver a la casa. Pero el interés de su tío por la puesta de sol había tardado una eternidad en agotarse.
De modo que ahora, intentando ver lo que su tío había visto, Tom tuvo que reconocer que la puesta de sol era bonita, pero lo que más le impresionaba era la soledad de su casa en medio de la llanura. Estaba construida con tablas de madera pintadas con un tono mantequilla, ya descolorido, tenía porches en tres de sus lados y un tejado metálico de color rojo óxido. La antigua llanura aluvial se extendía aproximadamente un kilómetro y medio a ambos márgenes del río, que se insinuaba gracias a los gomeros fantasma que crecían a lo largo de las orillas. La carretera que habían construido hacía ya cuarenta años, Melbourne Road, atravesaba la llanura por el lado del río donde ahora se encontraba Tom. La habían trazado de tal modo que la finca de Tom —la finca de su tío, en aquella época— había quedado intacta. Al otro lado del río, a unos tres kilómetros, se vislumbraba la silueta de las colinas con prados de pastoreo de la finca de Henty, cuyos árboles se talaron mucho tiempo atrás. Tenían perfiles redondeados y su tamaño disminuía gradualmente, como los nudillos de la mano.
Henty pastoreaba tres mil ovejas por sus prados de las colinas y por la llanura y apenas tenía que preocuparse por ellas de un año al otro, puesto que cada verano enviaba dos mil corderos Corriedale al matadero. Tom tenía mil quinientas ovejas Polwarth y mandaba quinientas al matadero cada año. Estaba reconstruyendo el rebaño después de que su tío Frank, que en sus dos últimos años de vida había visto empeorar su salud, vendiera la práctica totalidad de sus ovejas quedándose solo con doscientos cincuenta ejemplares. Su tío contrataba cada año tres esquiladores para realizar una esquila por la que no merecía la pena ni tomarse siquiera la molestia. Los esquiladores se tenían casi por miembros de la realeza y cobraban un ojo de la cara. Cuando los fardos llegaban a la terminal ferroviaria y de allí al mayorista, podías considerarte afortunado si eras capaz de llenar tres o cuatro veces la pipa con los beneficios obtenidos.
Tom cuidaba mejor sus ovejas que Henty. Este dejaba que bebieran a su libre albedrío y descuartizaba a cualquier perro que subiera de Hometown y se desmadrara en sus prados, pero nunca llamaba al veterinario para que les echara un vistazo; se cargaba de un disparo a cualquier oveja que estuviera pachucha. A Henty no se le podía ni mencionar la posibilidad de que alguna enfermedad se propagara entre el rebaño. No había pasado nunca y nunca pasaría. ¿Cortarles las pezuñas a los animales? Jamás. Nada de baños, nada de desparasitaciones. Y tampoco era amigo de los huérfanos de primavera. Tom se preocupaba por sus ovejas como si fuera una enfermera de los prados y su hermano ganadero lo despreciaba por ello. Y no era un desdén silencioso, sino sano y directo: «¡Hay que joderse, Tommy! Acabarás comprándoles botas de agua».
La casa. Ahora estaba vacía. Pero incluso en el caso de que Tom estuviera dentro en aquel momento —esa fue la idea que le vino a la cabeza—, el aspecto de la casa sería el mismo. Era su único ocupante. La casa le tenía lástima. Había vivido la época de tío Frank el solterón, luego el desastre de Trudy, después el breve apogeo con Peter y ahora, una vez más, se había convertido en el refugio de un Tom sin esposa.
El tío Frank no había disfrutado ni un solo día de la vida de soltero. Admiraba a las mujeres, pero su complejidad lo abrumaba. «Se toman las cosas de un modo extraño —le había dicho a Tom en el transcurso de otra visita; a un Tom más mayor, con veintiún años—. ¿No te parece? Te hacen preguntas que no sabes cómo responder. Besarse y abrazarse, Tom, es lo mejor del mundo. Nunca me oirás decir nada en contra de eso. Pero aferrarse a ellas… es imposible que funcione».
El tiempo que había pasado con Trudy había hecho a Tom consciente de que había que saber estar casado. Todo el mundo se casaba, todo el mundo salía adelante. Pero el tío Frank nunca lo había conseguido, y tampoco él. Para Tom había consistido en preguntarse constantemente: «¿Y ahora qué querrá?». De haber sabido la respuesta, tal vez habría hecho feliz a Trudy. Cuando le hacía el amor, eso era precisamente lo que creía estar haciendo: hacer el amor. Pero ella tenía otra cosa en la cabeza. Le gustaba lo que él hacía por ella, Tom no creía que lo hubiese engañado en ese aspecto. Pero sabía que no era amor.
Cogió el coche y se fue a Hometown sin motivo alguno. No, sí que tenía un motivo. No soportaba más estar solo, solo Tom Hope. La sensación se había apoderado de él mientras se encontraba en lo alto de la roca con Beau. No estaba bien. Tenía treinta y tres años, mucho tiempo aún por delante; su actuación como marido de Trudy había sido nefasta, pero no era un caso desesperado, seguro. Podía existir una mujer que se alegrara de estar con él. No era imposible, ¿verdad? Ahora tenía en casa un cuarto de baño estupendo y, por Dios, ¿cuándo volverían a tener otro otoño e invierno como los que habían acabado volviendo loca a Trudy, con días y días de lluvia? Cierto, nunca sería un genio como marido. Pero se veía capaz de sacarlo adelante.
Llegó en coche hasta el pub, el River Queen, en realidad no le apetecía beber y se preguntó qué demonios se pensaba que estaba haciendo, pero no podía volver a casa. Su casa le provocaba un rechazo con el que se sentía incapaz de lidiar en aquel momento. En el River Queen tenían una tele; podía sentarse, tomar una jarra y mirar… ¿qué? Demasiado tarde para Bellbird, una serie que había visto allí un par de veces. Demasiado tarde para el concurso Elige una caja.
Pensó en Peter, en su capacidad de mirarlo todo con curiosidad, de formular preguntas que se saboreaban antes de responderlas. ¿Para qué servía una válvula cuello de cisne? ¿Por qué en el coche había que conectar la batería con aquellos minúsculos dedos metálicos? ¿Las gallinas ponían huevos a propósito? Con Peter, había sido como si una parte de su corazón se hubiese liberado. ¿Podría sucederle lo mismo con otra persona?
Empezó a caminar por la calle comercial y descubrió que mirar los escaparates oscuros no era mejor que estar solo en casa. De haber sido sábado por la noche, y esa noche no lo era, el cine Gala habría estado iluminado y habría un montón de gente en la entrada. Pero esa noche no. Se oían voces de chicos hablando entre ellos en la oscuridad, deambulando por el pueblo en busca de distracción, de juerga, de un poco de vida.
—¡Oye, tú, Johnno! ¡Ven para acá!
—¡No!
—¡Ven para acá, rata de cloaca!
Tom se paró delante de la tiendecita de Moira, cuyo escaparate estaba repleto de objetos de culturas lejanas: piedras pulidas, amuletos, citas inspiradoras enmarcadas. En la ventana había aún un cartel con propaganda del referéndum que se había celebrado hacía ya un par de años. «Vota Sí por los derechos de los aborígenes». La tienda solo abría cuando a Moira le apetecía. Muchos decían (incluso la misma Moira) que cultivaba marihuana de primera calidad por la zona de Cathedral Ranges y que esa era en realidad su fuente de ingresos. A Tom le gustaba Moira, era la única hippie que había conocido en su vida. Sus besos de bienvenida siempre eran en toda la boca. Cuando Peter estaba aún en escena, Moira lo enterraba en la avalancha de su pecho siempre que lo veía. Y le había regalado a Peter un folleto sobre la guerra de Vietnam. «Ya no es tan joven como para no saber que existe el asesinato».
Tom no se preocupaba por la guerra de Vietnam. El instinto le decía que era una contienda estúpida o, peor aún, basura, pero no asistía a las protestas que organizaba Moira con sus melodramáticos ayudantes cubiertos con máscaras de Lyndon B. Johnson y algo que supuestamente tenía el color de la sangre rezumando de la boca. Un día llegó la noticia de que el hijo de Morty Lewis, Heath, había muerto en Vietnam, no en combate, sino de septicemia después de haberse clavado una navaja en el pie jugando a lanzar cuchillos con un soldado de infantería yanqui. La ironía de la muerte de Heath —entre aliados y practicando un juego idiota— solo sirvió para magnificar el dolor de Morty. La buena educación de Tom nunca le habría permitido herir aún más a Morty plantándose en el centro comercial para corear eslóganes junto a aquel puñado de colegas de Moira. Le parecía más que nada una exhibición.
La última tienda volvía a estar vacía. Hasta hacía muy poco, una mujer del pueblo había gestionado allí un negocio de marcos de cuadros, pero la verdad era que ningún negocio de los que se habían instalado en aquel local había logrado salir adelante. La tienda era ese lugar tristón que encuentras en toda pequeña ciudad, vacía seis meses del año y, durante los seis meses restantes, alquilada a gente rebosante de un optimismo completamente fuera de lugar. Unos años antes de la mujer de los marcos había habido allí una tienda de antigüedades, justo cuando el país luchaba por salir de una época de dura restricción al crédito y nadie gastaba un penique en lujos.
Tom vislumbró en el interior del establecimiento varias cajas de cartón apiladas en montones de a cuatro. Y adosadas a la pared, en la penumbra, varias estanterías de madera, distintas entre sí, algunas bastante elegantes y con puertas de cristal. ¿Pensarían montar allí una librería?
«¿Pero qué demonios es esto?», se dijo Tom para sus adentros. Era difícil comprobarlo, pero era probable que en Hometown no hubiera ni media docena de personas que hubiera abierto en su vida la tapa de un libro. Tom, por ejemplo, solo había leído un libro en toda su vida, uno que se dejó Trudy en casa. Una historia ubicada en la época de las Cruzadas sobre una mujer rubia que hacía apasionadamente el amor tanto con cristianos como con sarracenos. Y lo había leído pensando que tal vez le ayudara a discernir la forma de pensar de Trudy, pero no. Aunque la historia le había gustado, la verdad. No descartaba volver a leer otro libro algún día.
En el porche de delante de la tienda no había ningún cartel, tampoco nada en el escaparate. O no, sí que había algo: una hoja de papel arrancada de un cuaderno de espiral y pegada con celo por el interior del cristal. Tom forzó la vista, pero no consiguió leer qué ponía y encendió el mechero para verlo mejor. Estaba en otro idioma, aquello no era inglés y era la caligrafía más rara que había visto en su vida. La examinó con la nariz pegada al cristal y la llama del mechero amenazando con chamuscarle las cejas. ¿Egipcio, tal vez? Pero no eran dibujos pequeñitos, sino formas raras.
—Ni idea —dijo Tom, y guardó el mechero.
¿De vuelta a casa? Supuso que sí. Pero tenía que pasar algo. Lo que fuera. No podía seguir viviendo así el resto de su vida. Subió al coche y soltó un suspiro que más pareció un mugido.
Los chicos seguían gritándose, buscando lo que jamás encontrarían: una chica que besar, una marmita de oro, una visión que los transportase más allá de los muros del pueblo, hacia la cumbre de una montaña nevada donde beberían de cálices plateados en compañía de los dioses.
Tom volvió a casa rumiando su melancolía. Al día siguiente, y bien temprano, los perales y los nectarinos. Y Beau tumbado a los pies de la escalera, rascándose.
El idioma que Tom había examinado con detalle en el escaparate de la tienda, el idioma que tan perplejo lo había dejado, era hebreo. Traducida al inglés, la frase decía: «Dios de los desesperados, bendice esta tienda».