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Hannah compró un coche familiar tipo furgoneta de segunda mano, un FB, en febrero del año siguiente y se dedicó a recorrer el estado reuniendo cajas de libros, a veces quinientos ejemplares de una tacada. Su objetivo era conseguir unos treinta mil ejemplares, que podría acomodar perfectamente en la nueva tienda. Nunca se había sentido tan feliz.
Vendió la librería de Hometown a Ron Coombes, el dentista, que tenía intenciones de montar una tienda grande dedicada a la pesca y complementarla con libros sobre la trucha y el bacalao. A lo mejor con un par de ejemplares de El perfecto pescador de caña, para dar a la colección un toque de clase. Todo ello pensando en el momento de la jubilación, que estaba aún a diez años vista; entretanto, Kerry O’Connell, famoso en el condado por ser el hombre que capturó una trucha arcoíris de dos kilos trescientos gramos con una Twistie armada con un anzuelo de tres puntas, se ocuparía de la tienda.
El FB era más grande que cualquier vehículo que hubiera conducido hasta la fecha. Era emocionante. Ya no tenía su pequeño Austin, lo había dado de entrada, y no lo echaba de menos. En Templestowe, compró la biblioteca entera de un intelectual italiano que había muerto hacía seis meses y la transportó en el FB en dos viajes. Los hijos del hombre, ya adultos, le dijeron: «Llévese los libros. Si quiere pagar alguna cosa por ellos, denos cien dólares». Había sido profesor de la Universidad de Milán antes de que sus hijos lo trajeran a Australia cuando se jubiló. Todo estaba en inglés, el idioma con el que el difunto impartía sus clases. En su sello exlibris podía leerse, en inglés: «Este libro pertenece a Emmanuel Vittorio del Pierro». También estaba escrito en italiano, y con un grabado representando una calavera, pero con pelo largo.
Fue por todas partes; la campiña estaba viva después de las lluvias de otoño, incluso en el lejano noroeste. Tom la acompañó solo una vez, a recoger el legado de un fallecido en Nagambie. Andaba como un loco, ocupado con la granja de Henty y con la carpintería de la nueva librería de Hannah. Hector y Sharon asumieron la gestión de la propiedad del tío Frank después de llegar a un acuerdo para compartir los beneficios que diera. Vivían en la casa de Henty. Las dos chicas, Sylvie y Sue, iban cada día al instituto, y cantaban con su dulce voz de soprano mientras esperaban el autobús junto a la carretera: These Boots Are Made for Walkin’, Yellow Submarine, Raindrops Keep Fallin’ on My Head.
La nueva librería, el granero de los alemanes, albergaría en la planta de arriba los libros de segunda mano que Hannah había conseguido a lo largo de sus excursiones. Los libros nuevos, los de la librería de Hometown, estarían en la planta baja. Tom construyó las estanterías con la reserva de vigas de madera de cedro que había utilizado para la antigua librería. Estas eran más altas que las primeras que fabricó; Tom tenía que instalar escaleras con rieles tanto en la planta de arriba como en la de abajo. Dejó en manos de Hannah la tarea de pulimentar con cera de abeja las viejas planchas de madera de pino de la pared y del suelo, libres todas ellas de nudos, estupendas planchas de veintitrés centímetros de ancho.
Una tarde, empapado después de solventar un pacto de suicidio que habían hecho veinte ovejas que pretendían ahogarse en el río, encontró a Hannah sentada encima de un caballete para serrar, absorta en una novela. Levantó la vista al oírlo llegar y sonrió.
—¿Has estado nadando, Tom?
Por primera vez perdió los nervios con ella. ¿Se pensaba que aquello era un campamento de vacaciones? ¿Se pensaba que conseguiría abrir la tienda si se pasaba el día con el culo sentado mientras los suelos esperaban a que acabara su capítulo? Retrocedió ante su enfado, como si hubiera estado a punto de abrir los brazos para recibirlo y se hubiera visto obligada a dar dos pasos atrás.
—Tom, lo siento.
—Yo también lo siento, Han. Siento no poder confiar en que cumplas con tu parte del trabajo. Es lo único que te pido. Que cumplas con tu parte del trabajo mientras yo cumplo con la mía. Aquí no estamos en Budapest, con tus amigos artistas. ¡Esto es la puta Australia!
Hannah no pudo evitar echarse a reír.
—¿En Budapest con tus amigos artistas? —Fue una risa burbujeante y la saliva estuvo a punto de alcanzar la cara de Tom—. Tom, cariño mío, Tom. Lo siento, lo siento, lo siento. ¡Oh, Dios mío!
Y la risa emergió de nuevo de la misma manera. Tom detuvo su avance furibundo hacia ella y sonrió. Entendió a qué se refería. Hannah se puso de puntillas y le dio un beso.
—Mis amigos artistas —dijo—. Madame Babel y sus amigos artistas.
—He quedado como un paleto, ¿verdad?
Hannah lo abrazó.
—Madame Babel y sus amigos artistas le invitan a la inauguración de su librería artística. Su librería y también la de Tom… Tom el gallito. Se pondrá sus botas de trabajo para la ocasión y dirá: «¡Cagoendiós!».
—Los australianos no dicen «cagoendiós». Eso lo dicen los de los barrios bajos de Londres. Ignorante.
—¡Así que eres un gallito pero fino! Qué tonta es esta Madame Babel. Tendrías que hacerme el amor, ¿sabes? ¿Por qué no me llevas dentro y me haces el amor, señor Gallito?
Y así lo hizo. A pesar de todo. Luego, volvió a la librería y se puso a trabajar con ropa seca.
Por muy bonita que fuera la librería de Hometown, el granero la superó. Hannah colocó sus rótulos en hebreo en la puerta de cristal que Tom le había instalado para que siguiera siendo la librería de los corazones solitarios. Hannah publicó anuncios en las revistas literarias trimestrales, Meanjin, Overland; en la sección de libros del Age y en el Australian, de Rupert Murdoch. Las mujeres de la CWA siguieron tan ocupadas como siempre trabajando en nombre de la librería. Hannah ofreció conferencias sobre poesía en todas las escuelas del condado para fomentar el espíritu lector. Los estudiantes la escuchaban con atención, porque era muy posible que aquella señora estuviera loca y podía acabar haciendo alguna cosa interesante.
Mantuvo los anuncios del Age durante tres meses, todo el tiempo que pudo permitirse costear. Informaba a los lectores de los anuncios de que la experiencia de hojear libros en el granero de las idílicas tierras de Henty generaría un efecto de alegría y dicha en su corazón, más o menos eso. Un poco excesivo, sí, pero había que tener en cuenta que era publicidad.
La nueva librería de los corazones solitarios se inauguró sin fanfarria en la primavera de 1971, justo a tiempo para que los primeros visitantes se quedaran embobados con las payasadas de los corderos recién nacidos. Y la gente vino, sorprendentemente. Y mejor aún, compró libros. Había que justificar el desplazamiento desde el pueblo. La literatura australiana empezaba a estar de moda y Hannah trató de destacar esos libros en sus anuncios. «Es tu país. Léelo». Bring Larks and Heroes y Pícnic en Hanging Rock eran muy populares. Y, por una feliz coincidencia, la librería estaba convenientemente cerca de atracciones turísticas de renombre como los puentes de granito y los yacimientos auríferos de Mississippi Hole. Merecía la pena echarle un vistazo.
Maggie empezó a trabajar a tiempo completo en la tienda. Como queriendo anunciar su compromiso con el puesto, prescindió de sus espléndidas trenzas y pasó a recogerse su melena oscura en un moño alto. Y llevaba gafas, de las que había prescindido durante todo el tiempo en que estuvo esperando que su novio fugado se arrepintiera y regresara a sus brazos. El novio y su ausencia habían dejado de atormentarla. Hannah se preguntaba si Maggie habría tomado a las bibliotecarias de las películas de Hollywood como modelo de su nueva personalidad y pensaba que tal vez estaba destinada a soltarse el pelo un día, olvidarse de las gafas y ganarse el corazón de un atractivo desconocido.
Y entonces, en un día soleado y alegrado por un coro de pájaros, llegó la carta de Tennyson y Moore, y las florecientes estructuras de felicidad y plenitud que Hannah y Tom se habían esforzado en construir se tambalearon y cayeron.