32

La habitación de Peter estaba tal y como la había dejado. Cruzó el umbral con un suspiro de alivio. La colcha de Mim Coot, de la feria de la CWA, imágenes de urracas y de algún martín pescador bordados a punto de cruz. Se derrumbó sobre la colcha, enterró la cara en ella, agitó las piernas. Cuando se giró, tenía los ojos llenos de lágrimas. Los niños no lloran de felicidad, razón por la cual lo que estaba experimentando no era simplemente alegría. Se sentó entonces en el borde de la cama y le dijo a Tom con énfasis que no pensaba volver nunca al campamento de Jesús, jamás.

—Nunca jamás —dijo Tom—. Te lo prometo, colega.

—Pero, Tom, lo digo en serio. No puedo volver allí.

—No volverás, Peter.

—De verdad, Tom. No puedo volver.

—Jamás.

Había visto un puñal clavado en las entrañas del pastor y era posible que albergara aún sentimientos encontrados con respecto a todo lo que había presenciado. La que había empuñado el cuchillo de carnicero era su madre. Y la que había arrestado la policía de Newhaven era su madre. El pastor Bligh había muerto, lo cual era bueno. Pero como consecuencia de un asesinato, lo cual tal vez no era tan bueno. Lágrimas en sus ojos; rencor, dolor, sentimientos complicados hacia una madre que le había salvado de cuarenta golpes de correa que podrían haber acabado con él, sí. Podría visitar a su madre, le había dicho Tom, si acababa ingresando en la cárcel, pero Tom sería la persona responsable de él. Albergaba sentimientos cambiantes con respecto a su madre, aunque no muy cambiantes.

Huevos revueltos para comer y seis tomates cherry fritos, cortados por la mitad. Dos rebanadas tostadas de un pan de molde de harina de trigo que Willy McNiff había traído por la mañana y había dejado en un estante del porche, lejos del alcance de Beau. Un vaso de leche de las vacas Ayrshire. Tom se sentó a la mesa con el niño, inclinándose hacia delante sobre sus brazos cruzados, sin hambre para comer. Beau, detrás de la puerta, gimoteaba para entrar y al final recibió permiso para hacerlo y babear sobre las rodillas de Peter. Sin ganas de comer, Tom…, y sin ganas tampoco de contarle al niño lo que estaba a punto de contarle.

Un chucho muerto por un disparo y se te planta un hombre en la puerta de tu casa armado con un rifle y con la convicción de que el asesinato mitigará su dolor. Una mujer rebosante de ternura y amor se aleja de un niño porque el de ella fue asesinado. Y encima de todo esto, un hombre loco de orgullo que muere en el suelo de una sala de juegos infantiles por una puñalada en el abdomen.

Los asesinatos pertenecían a un territorio de experiencias del que Tom huía igual que huía de cualquier tipo de olor pestilente. Obcecarse con el asesinato era contaminar tu hogar. Le habría gustado ser el hombre que hubiese arrancado el rifle de las manos a Bernie Shaw antes de que disparara; ser el hombre que le hubiese dicho al pastor: «Déjelos marchar», y que el pastor le hubiese hecho caso; ser el hombre que hubiese estado junto a Hannah en Auschwitz reteniendo a su hijo en los instantes en que ella perdió la consciencia.

Lo que le pedía al mundo era un rebaño de ovejas que poder alimentar con buenos pastos; frutas que maduraran como respuesta a unos cuidados inteligentes; una docena de amodorradas vacas Ayrshire; tomates cherry que brotaran de ramas de un metro de alto; una esposa amada que gestionara una librería en un granero con tablas de suelo de madera de roble enceradas.

—Peter, ahora somos también propietarios de las tierras de Henty. Las compré.

Peter levantó la vista del plato, invitando a Tom a continuar, y volcó de nuevo su atención en los huevos revueltos. No siempre podemos distinguir la felicidad, la felicidad más intensa, sin la evidencia de la risa, aunque sí es posible experimentar la sensación de felicidad más enorme de tu vida detrás de una expresión seria y contenida. Al menos siendo adulto. Normalmente no con solo ocho años de edad.

Peter estaba inmensamente feliz, sin desear demostrarlo. La sensación había ido creciendo en su interior mientras observaba a Tom preparando los huevos revueltos. Aunque no es muy habitual que suceda, él estaba en el lugar del mundo donde más deseaba vivir. El hecho de que se hubieran terminado las azotainas no tenía nada que ver con su estado de ánimo. Era simplemente Tom. A menudo, Hannah miraba a su marido por el simple placer de mirarlo, con el corazón y el alma unidos en una corriente única que fluía hacia él. El sentimiento más activo en el amor que experimentaba Peter en aquel momento era el de la admiración, que se hacía patente incluso en la fuerza que sugería el antebrazo de Tom al remover los huevos y la leche en la sartén.

—Henty, lo viste alguna que otra vez. Bastantes, de hecho. Y conociste también a Juliet, claro. Le gustabas mucho. ¿Lo recuerdas?

Peter respondió con un «Hum…». No recordaba ni a Henty ni a Juliet.

—Bueno, el caso es que les dispararon. Les dispararon y murieron. Bernie Shaw. ¿Te acuerdas de Bernie, el que vino por aquí alguna vez a ayudarnos con la recolección?

Peter movió la cabeza en sentido afirmativo. La historia giraba en torno a algo malo. Pero le daba igual.

—La cuestión es que Henty mató al perro de Bernie. Y Bernie se enfadó mucho.

—¿Los mató el señor Shaw?

—Así es. Se volvió loco. Con un rifle del veintidós. De modo que las hijas de Henty heredaron la granja porque sus padres murieron. Y entonces me la vendieron.

—Entendido —dijo Peter.

Había acabado los huevos revueltos y estaba ahora pinchando con el tenedor los medios tomates cherry, de uno en uno.

—Pues eso —añadió Tom—. Una tragedia.

Peter levantó el tenedor y lo agitó en el aire.

—Necesitamos más hombres, Tom. Con dos granjas, necesitaremos más hombres.

—Así es. Por supuesto. Y luego está la librería.

Peter puso cara de sorpresa y ladeó la cabeza.

—La librería de Hannah —explicó Tom—. Te acuerdas de Hannah, ¿no?

Peter se mostró evasivo.

—Mi mujer. Estaba en casa cuando viniste la última vez. Hannah.

Tom esperaba alguna muestra de reconocimiento, pero no llegó.

—Tenía una librería en el pueblo, pero luego, cuando compramos la finca de Henty, la trasladó al granero. Maggie está ahora allí. La lleva ella. A Maggie no la conoces.

Peter se metió en la boca la última mitad de tomate cherry, cogió la tostada que quedaba y le dio un mordisco. No tenía nada que decir con respecto a Maggie.

—Y ahora te cuento lo de Hannah, viejo amigo. Tenía un hijo, un poco más pequeño que tú. Lo mataron en la guerra. En la gran guerra que hubo antes de que tú nacieras. Hace mucho tiempo. Hannah es de Hungría. ¿Has oído alguna vez hablar de Hungría?

Peter negó mínimamente con la cabeza, medio giro a la izquierda y medio giro a la derecha. Bebió de un trago la leche y le quedó un bigote blanco. Lo hizo desaparecer con la lengua.

—Y lo echa de menos. Muchísimo. A Michael.

Sin darse cuenta, Tom se había ido inclinando más y más encima de la mesa. Al caer en la cuenta, se echó hacia atrás. No quería alarmar al chico. Se apartó de la frente el pelo rubio, suspiró, y desvió la mirada unos segundos.

—Se ha marchado una temporada, Peter. Una temporada corta, una temporada larga, no lo sé. Tal vez para siempre. No puedo decirlo. Pero si vuelve, sé amable con ella, colega.

En el campamento de Jesús, Peter había desarrollado la costumbre de escuchar con cautela. No dijo nada en respuesta a la petición de Tom. Su felicidad seguía inalterable. El niño pequeño, el niño muerto, no albergaba hacia él ningún tipo de pensamiento. ¿La guerra? Había asistido con Tom a una ceremonia para celebrar el Día Anzac, y dos veces más en el campamento de Jesús. Había visto a hombres, que ya no eran jóvenes, luciendo medallas en el pecho, medallas y cintas de colores. El pastor Bligh también llevaba medallas y cintas sobre el traje azul. Y había encabezado una marcha con todos los hombres del campamento, habían desfilado por las viviendas y luego habían ido a la iglesia.

Tom miró al niño con alegría, aunque no lo bastante potente como para superar su desazón.

—¿Sabes qué, colega? Estarás bien cuidado. ¿De acuerdo?

Aquellas palabras —que podían haber sido otras, pero con el mismo mensaje— alimentaron la felicidad de Peter y dieron como resultado la primera sonrisa que esbozaba en dos años. Se revolvió en el asiento.


Tom matriculó a Peter en la escuela de primaria de Hometown, pero le concedió una semana para que estuviese tranquilo por la granja. Le presentó a Hector y a su familia. Hector lloró a moco tendido. Tenía delante un chico con pelo negro y los ojos de Ezequiel, y él nunca tendría un hijo varón, sino solo chicas que se burlaban con dulzura de él y cantaban canciones de la radio, acompañándolas con movimientos sincronizados de las manos y cara de éxtasis. Sharon lloró a moco tendido. Un chico, bello como Jesucristo, y ella jamás tendría un niño como aquel, solo dos hijas que se mofaban de ella sin piedad y no hacían ni caso de nada de lo que les decía.

Peter gritó de alegría al ver el tamaño de los rebaños de Henty y la cantidad de corderos, que tenían ahora siete meses de edad. Tom y él recorrieron la tierra rojiza del huerto bajo el cielo azul del otoño y luego echaron un vistazo a los cuatro diques de Henty, en las laderas del valle. Habría que contratar mano de obra, tres hombres, dos de ellos para trabajar todo el día con las ovejas y uno en el huerto de Henty. Era casi demasiado grande, comentó Tom. Necesitaría un segundo tractor con segadora, comprar un camión con remolque para la temporada de preparación de las balas de heno en vez de alquilar el viejo camión de Bon Treadrow, y sería de segunda mano, no nuevo, dijo Tom. Un GM de tres toneladas estaría bien; Peter lo acompañaría cuando fuera a mirar lo que había en oferta en la feria de camiones de Bendigo.

Y mientras paseaban, dijo Peter:

—Tengo una idea, Tom.

—¿En serio, colega? Veamos, adelante.

Tener un único rebaño gigante con todas las ovejas y tenerlas en la finca de Henty, donde había pasto de sobra por la zona de los meandros abandonados. Tom señaló que necesitarían un año para conseguir que los rebaños de la granja del tío Frank dejaran de empecinarse en cruzar la carretera, que las ovejas eran muy cuadriculadas en cuanto a sus costumbres. Pero que era una idea muy inteligente.

Luego, la librería. Maggie, que era más eficiente cada día que pasaba, interrumpió su trabajo el tiempo suficiente como para poder abrazar a Peter, darle la bienvenida y enseñarle las dos plantas de la tienda. Con dieciocho años de edad, Maggie había adoptado la mentalidad de una persona de edad madura, cargándose con muchas responsabilidades y resoplando con escarnio ante las sugerencias (por parte de Tom) de que tendría que salir más.

Al día siguiente, Tom subió en coche con Peter hasta el punto más alto de los pastos de la finca de Henty. Quería que el niño disfrutase de toda la vista, desde las colinas que ascendían hacia el este, en la finca del tío Frank, hasta los meandros abandonados de la de Henty, donde se alzaban los eucaliptos rojos. Quería ver al niño maravillado y entonces susurrarle al oído: «Todo esto será tuyo».

Pero luego se lo pensó mejor. No quería que el niño pensara que estaba atado de por vida a la granja. Quería que Peter estudiara en la universidad, en la gran ciudad, y que fuera… lo que le viniera en gana. Cualquier cosa. Tom había llegado a la granja de un modo indirecto; no estaba casado con aquel suelo arcilloso. Pensó sobre todo en la libertad: norte, sur, este y oeste. Que el niño disfrutara de la libertad. Que la libertad se convirtiera en su sustento durante años y años. Que se criara como una buena persona y supiera lo que era mejor para él, qué era lo que quería, en vez de criarse de forma retorcida, con fisuras y grietas, para acabar entregando su corazón a una mujer enloquecida por el dolor, enloquecida por Auschwitz, tan loca que su recuperación era imposible.

Peter contuvo la respiración ante la belleza del paisaje: el lento río de aguas verdes, su amplitud bajo el puente de granito; la colina y los huertos de la granja del tío Frank, con sus perales, sus manzanos y sus nectarinos con las hojas ya doradas; los gigantescos cipreses junto a la valla de la carretera. Y más cerca, el ganado adulto, levantando el morro húmedo para olisquear a aquellos humanos mágicos que a veces arrojaban heno en las orillas de los meandros abandonados.

Durante cinco días seguidos, Peter pasó tres horas en la librería, con Maggie. Jamás había estado en una librería y estaba deslumbrado con ella, con tantos libros, con sus lomos a la vista. Paseaba arriba y abajo por las estanterías, leyendo en voz alta los títulos y el nombre de los autores, como si aquella cosecha de plenitud escondiera un placer de algún tipo, poético, quizá. Maggie lo seguía, ayudándole con la pronunciación, y Peter le daba seriamente las gracias cada vez que le ayudaba a superar un obstáculo. Maggie lo guiaba hacia los títulos que pensaba que le gustarían, animándole a leer sus favoritos. Peter decidió finalmente sentarse en una silla al fondo de la tienda y sumergirse en la lectura de un libro de Los Cinco. Luego, al tercer día, empezó La isla del tesoro.

Peter, su adicción a la lectura y la sincera aprobación del niño hacia su persona, rescataron a Maggie de su aislamiento. Un día —era posible—, se convertiría en madre de un niño como aquel. Si encontraba otro Tom. Si existía otro Tom. O con aquel Tom, si Hannah no regresaba. Podía pasar. ¿Quién decía que no podía pasar algún día?


Llegó otra carta de Dave Maine. Más papeleo antes de que el Departamento de Servicios Sociales para Menores pudiera formalizar la custodia permanente de Peter. E información: al parecer, Trudy sería juzgada por asesinato. La opinión del forense y del fiscal general era que la vida del niño no había corrido peligro. Lo cual era una lástima, puesto que el Tribunal Supremo tenía un historial importante de sentencias moderadas por homicidio involuntario. Con toda probabilidad, el niño sería reclamado como testigo. De todos modos, si alguien estaba dispuesto a correr con los gastos de un buen equipo de abogados —¿tú, Tom?—, seguía existiendo la posibilidad de que la pena fuera menor.

Tom le respondió aquella misma noche para decirle que buscaría el dinero necesario. Y, como consideraba que debía hacerlo, le explicó a Peter, con diplomacia, que su madre sería juzgada por asesinato. Fue una hora más tarde, al ir a dormir, cuando Peter comentó el tema.

—Ojalá no lo hubiera hecho.

Y un minuto después:

—Lo hizo por mí.