17
Aparte de Bev y Kay, casi todo el mundo pensaba que el matrimonio de Tom y Hannah era una locura. Pero a la gente le gustaba verlos juntos en la tienda, como sucedía varias veces por semana. Les gustaba muy especialmente Hannah, que les contaba historias sobre los contadores de historias, y también sus propias teorías sobre la vida privada de los escritores: que Agatha Christie era una ninfómana de joven y que William Shakespeare tuvo una amante judía. Y muchas teorías más. Cuando empezó a hacer más calor, decidió tener siempre una pequeña gamuza debajo del mostrador para secarse con delicadeza la cara sin echar a perder el maquillaje y ofrecer a los clientes un vaso de zumo de limón con hielo.
Vendía setenta libros a la semana, a veces ochenta, noventa, incluyendo las novelas románticas a cinco dólares y los libros del oeste del Lobo Solitario que le guardaba a Aubie, el hermano de Juicy Collins. Hannah había invertido todo su dinero, treinta y cinco mil dólares, en libros. Vendiendo setenta libros a la semana —Hannah era demasiado vaga como para hacer los cálculos y por eso se encargaba Tom—, entraría en quiebra en cuestión de un año. Hannah movió afirmativamente la cabeza cuando Tom, con los números delante de él en la mesa de la cocina, le comunicó la mala noticia.
—Venderé el dibujo de Fragonard a Victor, el que vive en Prahran, y después el De Chirico. Están valorados en mucho más que toda la tienda.
—Pero, Han, los negocios no se gestionan así. Hay que tener más ingresos que gastos, no al revés.
—¿Crees entonces que debería cerrar la tienda? No pienso hacerlo. Y piensa en Maggie. Esto es lo mejor que le ha pasado en la vida. No puedo.
Maggie se encargaba de la librería a partir de las tres y media de la tarde, mientras Hannah daba clases a sus alumnos. Con quince años, y con un desengaño amoroso, había llegado recomendada por Joan Swan, la profesora de lengua y literatura del instituto. «Así pensará en otras cosas». Desempeñaba su papel de dependienta de forma brillante y estaba enamorada de Hannah.
—¿Y cuando no te queden cuadros para vender? ¿Entonces qué?
—Pues entonces será entonces. No podemos cerrar la tienda, Tom. ¿No lo ves? No podemos.
Había liquidado el alquiler de la casa de Harp Road; Tom había enganchado el remolque al coche y había trasladado todos los muebles de Hannah a la granja. Todo excepto el Steinway: un especialista en mudanzas de pianos de la ciudad se había desplazado hasta allí con dos ayudantes y había transportado con mimo el instrumento hasta su nuevo alojamiento. El gran salón de la granja tenía una estancia adyacente que nunca se había destinado a nada en concreto y que estaba amueblada con un sofá y unos sillones que no se utilizaban jamás, un secreter de madera de roble y más pinturas del tío Frank. Ese espacio se convertiría en la sala de estar y Hannah daría sus clases en el salón grande.
Tom la observaba a veces mientras impartía clase a sus alumnos. Los padres de los niños los acompañaban en coche hasta la granja y aceptaban una taza de té mientras esperaban o bien Hannah recogía a sus alumnos en Hometown. Hannah se quedaba de pie junto al Steinway mientras los alumnos tocaban. Intervenía inclinándose y pasando el brazo por las espaldas del niño. Jamás perdía la paciencia, jamás elevaba el tono. Descansaba con delicadeza las manos sobre los hombros del niño y le animaba a seguir un ritmo más lento.
—¿Ves lo que necesitamos? Amistad. Entre tú y Henry Steinway. Una amistad perfecta. Más adelante ya podrás decirle palabrotas, si eso es lo que quieres, de aquí a diez años. Pero por el momento tienes que decir: «Encantado de verlo, herr Steinway. Espero que sus hijos sigan bien. Encantado de compartir este rato con usted».
Bajo el mismo techo y casados, lo que siempre le había gustado a Tom de Hannah aún le gustaba más. Miraba por el pasillo y veía a su esposa leyendo el Age apoyada en la encimera de la cocina; leía el periódico de pie. Y, mientras leía, sus pies evolucionaban en pequeños pasos de baile y su cuerpo se negaba a permanecer quieto. Verla estimulaba sus sentimientos.
Una tarde, cuando sus alumnos se marcharon, lo llamó desde donde estaba leyendo.
—¡Tom! ¡El señor Whitlam! ¡Un hombre inteligente! —Acababan de tener lugar las elecciones federales de 1969: un resultado muy ajustado, pero una victoria para el favorito de Hannah—. ¡Voté por él! ¡Hannah, tú también eres lista!
No paraba de hacer comentarios de alegre desdén delante del enorme televisor AWA que Tom había adquirido a un precio elevadísimo en los almacenes Vealls, en la ciudad. Refunfuñaba y se tapaba la cara con las manos cuando daban el noticiario de la ABC y This Day Tonight, imploraba al presentador Bill Peach que se mostrara más desinhibido en las entrevistas. Veía el concurso Elige una caja sin quejarse, pero con Bonanza, uno de los programas favoritos de Tom, se mofaba sin parar. Papá Cartwright y todos sus hijos eran claramente homosexuales, decía, y Tom no tenía más remedio que reconocérselo.
La llegada a la luna la cautivó. El día del alunizaje, Hannah cerró la librería e invitó a todos los conocidos que no tuviesen televisor a ir a su casa; treinta personas, incluyendo niños. Estaba tan excitada que ni se sentó. La alegría de Tom era más por la emoción infantil de Hannah que por las imágenes borrosas que se veían en la pantalla. ¿Por qué sería todo aquello tan importante para ella? Cuando se lo preguntó, le dijo que era una aventura que no terminaba en asesinato, algo bueno y fuera de lo común. «Todo lo de Vietnam es horrible, pero la luna, Tom, ¡la luna!».
Pero había una parte de ella a la que no podía acceder. A veces, Hannah lo miraba y era como si estuviera a miles de kilómetros. En aquellos momentos, Tom tenía la sensación de que no era nada para ella, un simple monigote. Ella apartaba la vista y levantaba la mano en un gesto de cansancio. Una vez le dijo: «Tom, vete a algún lado». Sabía que se refería a que se ausentase una hora, solo una hora, pero fue como si le hubiera dado un bofetón. Le resultó imposible tomárselo con calma; miró sus hombros caídos y sintió deseos de zarandearla para hacerle cambiar de estado de ánimo. Salió y se dirigió al cobertizo con un nudo en el estómago. Empezó a caminar de arriba abajo sumido en la oscuridad, en un interior donde solo los orificios de los clavos y los agujeros perpetrados por el óxido permitían el paso de finas varillas de luz dorada. Pensó en largarse, con la ropa que llevaba puesta y nada más. Estuvo a punto de hacerlo. Pero sabía que era imposible. Si se marchaba, sería como si la carne de su cuerpo se desprendiera de los huesos.
Más tarde, durmió pegada a él, aferrada a él. Era su manera de pedir disculpas. Sin palabras, solo con el abrazo. Con su cuerpo aún en un lugar remoto, por mucho que se asiera a él. Cuando regresó, su deseo la volvió violenta y torpe, y le hizo daño físicamente: le agarró la piel de la nuca y la retorció, le tiró del pelo. Tom no emitió ni un sonido. La había perdonado, pero se mantuvo frío. No le acarició los hombros, no la besó. Ella se apartó. Y él se retorció de nuevo de dolor.
Estuvo un día o más —hasta que la ternura regresó sinceramente, y también su buen humor— preguntándose si de verdad Hannah le quería tanto como decía. Sabía que sí; le bastaba con pensar en Trudy para estar seguro de ello. Trudy, que hubo un tiempo que le decía: «Cuando me follas, Tom-Tom, estás guapo»; que a veces se había permitido dejarse llevar por la pasión. Pero había acabado perdiendo el interés. En una ocasión, de pie tras ella en el porche, Tom le intentó besar la nuca. Recordaba la expresión de su cara cuando se giró: la sorpresa y la rabia.
Hannah nunca lo miraba de aquella manera. Pero le provocaba un nudo en el estómago, le hacía pensar en marcharse cuando se retraía a aquel lugar al que él no podía acceder. «Lo llevaré mejor —se decía—. No me preocuparé tanto». Pero se preocupaba.
Así que estaban juntos, y estaban muy bien juntos, excepto cuando no lo estaban. Y Tom sabía, como si algo se alterara bajo su piel, que ciertas cosas que le había dicho a Hannah nunca podría volver a decírselas. «¿Qué sentías cuando estabas en aquel campo?». Una pregunta así jamás podría volver a formulársela. Ni preguntarle nada relacionado con su hijo. La conocía tanto que sabía que nunca podría saber nada pidiéndole que hablara sobre Michael, sobre Auschwitz. Comprendía que aquel silencio debía mantener su dominio.
Los episodios de ausencia de Hannah se equilibraban con aquellos momentos en los que hablaba felizmente sobre su vida en Budapest; sobre su madre, su padre, sus hermanas y su hermano; sobre sus primos y cuñados. Tenía que estar de humor, pero cuando empezaba y hablaba de su familia (nunca de Michael, por supuesto), estaba en todas partes: con su tío Arkady durante un minuto, luego en los tiempos de su infancia, con una niñera que le enseñaba a aplicar figuritas de tela a una colcha con puntadas minúsculas.
—Era una niñera, sí, pero no exactamente, porque se esperaba de ella que hiciera de todo, que ayudara en la cocina, con la colada. Tenía solo veinte años, supongo que veinte, aunque quizá era más joven, y una melena negra que le llegaba hasta la cintura, y supuestamente su padre era griego, cosa que dudo, porque no parecía griega para nada. Mi madre la encontró mientras estaba vendiendo pogácsa en la estación de tren, unos panecillos con levadura y un poco de queso, con un bebé en brazos. Mi madre —una mujer bondadosa, Tom—, interrogó a la chica, que no tenía nada, ni dónde vivir; su padre estaba en Rumanía y su madre había muerto cuando huían hacia Hungría. El bebé no era de ella, sino de su madre, dijo. Pero ¿griega? No, no, los griegos no son como Helena, era kaldera, del pueblo romaní, gitana, pero en aquella época en Hungría no querían gitanos y por eso decía que era griega. Desapareció un día después de dos años de estar en casa, y lloré muchísimo, era muy buena con nosotras, con mis hermanas y conmigo. Creo que mi padre le pagó para que se fuera. A veces pienso que es posible que mi tío Lem estuviera haciendo cosas con ella. ¿Me explico?
Y el Sabbat, el domingo de los judíos, la familia se reunía alrededor de la mesa los viernes por la noche, con un pan especial, con oraciones, y el padre de Hannah posaba la mano en la coronilla de una de sus hermanas para hacer una invocación y recitar una bendición, y toda la comida se preparaba con antelación porque a partir de una determinada hora los judíos no podían cocinar.
—Una locura —dijo Hannah—, pero mi padre, George Babel, honraba el Sabbat. Mi madre no le daba tanta importancia.
Y más tíos y tías, Tom había perdido la cuenta. Un tal tío Viktor, que tenía en la mejilla una marca de nacimiento con la forma de Checoslovaquia y con un punto más oscuro allí donde debería estar Praga; Abigail, la hermana mayor del padre de Hannah, que jugaba el papel de esposa tanto para su marido como para su cuñado Aaron, con dos hijos de cada uno, todos muy simpáticos. Los primos aparecían de la nada en las historias que contaba Hannah: Daniel, de ocho años, un prodigio de las matemáticas; Susan, coja como consecuencia de la polio, a la que llevaban con su silla de ruedas hasta lo alto de una cuesta y la dejaban bajar acelerando; Noah, el amante del cine, que escribía cartas de amor en inglés a actrices de Hollywood y recibía amables respuestas.
Cuando Hannah hablaba de los miembros de su familia, los ponía en cuarentena del Holocausto. Le explicó a Tom, solo una vez, que su familia entera había fallecido: todos sus cuñados, todo el mundo, treinta y dos en total. Tenía cuñados de su segundo matrimonio que seguían viviendo en Hungría, sí. Escribía cartas. Y cuando estaba con ánimos y le contaba historias de Noah, que dormía con una nota escrita por Norma Shearer bajo la almohada, o de Susan, exultante cuando su silla de ruedas daba tumbos cuesta abajo, los mantenía a este lado de una gruesa línea negra. Y Tom se alegraba. No sabía cómo reaccionar con respecto a aquella masacre.
Tampoco sabía qué pensar acerca del dinero que Hannah enviaba a sus cuñados de Budapest; a Antoinette, la hermana de Stefan, que había salido de un sótano cuando llegaron los rusos y que no pronunció palabra entre 1944 y 1945. «Su cabeza no está donde tendría que estar, pobrecita», dijo un día Hannah. Estaba preparando una transferencia internacional para llevarla a correos, y una segunda transferencia para la abuela de Stefan, Golda, de ochenta y cinco años, que estaba al cuidado de la familia de la que había sido su criada durante la ocupación nazi.
—¿Stefan era el que estaba loco? —le preguntó Tom—. ¿Era ese?
—Loco, sí —respondió Hannah.
—Pero ¿le querías?
—Por supuesto. Mucho.
Tom asintió.
—¿Le echas de menos?
—Le echo de menos. Sí, es verdad.
E hizo entonces la pregunta que había querido plantear la primera vez que Hannah le habló de Stefan y que se quedó sin formular.
—A lo mejor te gustaría que yo estuviese un poco loco, como Stefan, ¿no?
Hannah levantó la cabeza de los formularios de las transferencias y volcó toda su atención en su marido.
—Tú eres de fiar, Tom. Y ser de fiar es bueno.
—Pero mejor si estuviera un poco loco.
—No, no, no —dijo Hannah. Lo que quería decir, naturalmente, «sí».
La floreciente tribu de Hannah, su familia de genios y locos, tenía fascinado a Tom. Suponía que su infancia en Mordialloc podría calificarse de… discreta, práctica. Su padre, Gus, en el jardín con su cortacésped, se detenía de vez en cuando un momento y fijaba la mirada por encima de los tejados, como queriendo asimilar la parte más alejada del cielo. Como si sus sueños estuvieran en una cometa y hubieran logrado escapar de su mano controladora para quedar reducidos a una simple motita en el azul remoto. Su madre, Liz, terminaba a diario el crucigrama del Sun, sentada en el porche de atrás, si no hacía sol, con una taza de té y un cigarrillo Craven A. Tenía una marca roja en la pantorrilla derecha, recuerdo de una quemadura que había sufrido una Noche de las Hogueras cuando era pequeña, y, cuando estaba concentrada, se la rascaba distraídamente con la punta del lápiz. «Ven y échame una mano con esto, Claudie, cariño». Claudie, la inteligente. «Palabra de siete letras, la tercera letra es una “n”, la última una “d” y es sinónimo de “arrogancia”».
Una familia discreta. Autónoma, con la excepción del tío Frank, que era un caso aparte. Tom nunca había asistido a reuniones rituales alrededor de una mesa excepto por Navidad.
Y no sabía que los judíos no celebraban la Navidad.
—¿Qué? —dijo al enterarse.
—No somos cristianos, Tom. No, no. Pero no pasa nada. Puedo preparar una buena Navidad para nosotros. En Budapest, a veces celebrábamos una pequeña Navidad. Claro. Con regalos, el pastel. En una ocasión incluso con un árbol con luces. Pero lo que celebramos los judíos es la festividad de Janucá. Y en Janucá también hay pasteles. Juegos. Es más o menos por la misma época que la Navidad.
—¿Que los judíos no tenéis Navidad?
—Tom, lo de la Navidad es por Jesús. ¿Y quién es Jesús para los judíos? Un don nadie.
—¿En serio?
—Mira, Tom. Escúchame bien. Esta Navidad celebraremos Janucá al mismo tiempo, en la misma casa. En mi familia teníamos rabinos. Tengo el poder suficiente para declarar que celebraremos Janucá y Navidad en una sola casa.
Aprovechando el clima de la festividad que se acercaba, Hannah animó a Tom a empezar un nuevo libro: Cuento de Navidad, la novela que su tío le había leído, o de la que le había leído al menos unas cuantas páginas. Tom lo acabó en tres días. Le gustó más que cualquiera de las otras novelas que le había recomendado Hannah. Era un hombre al que le gustaban los finales felices. En la vida, no tenías la posibilidad de elegir el final. Pero si un escritor tenía la posibilidad de darle a Bob Cratchit una Navidad feliz, eso era lo que todo escritor tendría que hacer.