33
Quería al niño; y el niño lo adoraba, pero el amor de un niño se desarrolla sin ningún tipo de esfuerzo especial. Seis semanas sin Hannah y Tom seguía deteniéndose a diario en medio de sus tareas rutinarias para menear la cabeza con preocupación y secarse los ojos pensando en todo lo que no podía compartir. Los maridos pueden ser de una forma o de otra, pero Tom estaba hecho para aquello: una esposa, charlas cariñosas, fidelidad. Lo que sucedía era que había elegido mal.
Aquellas muestras de aflicción eran frustrantes. Las lágrimas y los suspiros te califican de algo. Consideraba que incluso la alegría, que siempre había corrido por su sangre (no últimamente), era mejor mantenerla como un asunto privado. Por carácter era un hombre que habría sido capaz de liderar la victoria en la Melbourne Cup o de extraer una espada legendaria de una piedra sin traicionar ni por un instante el tumulto de su corazón. Pero Hannah lo había empujado al melodrama.
Durante la última semana, había arremetido contra sí mismo, se había aporreado la cabeza con los puños. Podía atacarle en cualquier momento. Mientras sacaba un piojo del cuello de una oveja, mientras recortaba los pelos de la cola de las vacas Guernsey para eliminar la porquería que se les quedaba adherida, mientras cambiaba la tapa del colector del coche y se planteaba, como si estuviera loco, aporrearse el dedo con la llave inglesa, el dedo anular.
Nunca con el niño cerca. Tom seguía mostrándose alegre y feliz delante de él. Cada día, esperaba a Peter en la parada de autobús, en la carretera, e iba andando con él hasta la casa, contándole las historias habituales de la granja: cómo le había lavado a Stubbie sus ojos ciegos con una solución que le había preparado Don Ford, el veterinario; cómo había disparado contra un zorro que tenía el tamaño de un perro pastor. ¿Tan grande, en serio? Sí, tan grande. Bueno, casi.
Pero Peter se daba cuenta de que Tom no era el hombre que había sido. Una tarde, desde la ventana de su habitación, había visto a Tom inmóvil en el patio de atrás, con la cabeza gacha, levantando las manos y dejándolas caer luego hacia los costados. Le tenía preocupado, pero no le hacía preguntas. Había dejado atrás el campamento de Jesús con un mapa de las pasiones mucho más detallado de lo que cualquier niño de ocho años pudiera llegar algún día a poseer, o a necesitar.
Tenía que ver con aquella señora, dedujo Peter. Con la mujer de Tom, que se había marchado. Peter no consideraba que Tom necesitase a aquella señora, pero intuía que en el mundo que lo rodeaba estaban en juego fuerzas extrañas. En su madre, cuando apuñaló al pastor. Y en Judy Susan, que se había rapado el pelo. En el señor Bosk, cuando sumergía las manos en agua hirviendo para demostrar que le sabía mal lo de las zurras. Y en la anciana, la primera mujer del pastor, que se asomó a la puerta de la cocina cuando sacaron el cuerpo del pastor de la iglesia en una camilla y empezó a gritar: «¡Adiós! ¡Adiós!».
El objetivo fijo de su vida había sido volver con Tom. Y se había hecho realidad. Pero ahora veía aquellas manos caídas en sus costados, la cabeza gacha… Confiaba en que se le pasara.
Una mañana de mayo. George Cantor, que no se había dejado ver desde la boda de Tom con Hannah, se plantó en el umbral de la puerta del taller de Tom proyectando una sombra sobre el suelo con manchas de aceite. Tom, con el corazón compungido, como solía sentirse a menudo, pero encontrando consuelo en el trabajo duro, levantó la cabeza del banco de trabajo. Se quedó mirando a George, con sus ochenta y dos años, su cabello plateado y su chaqueta de lana de tweed, y la premonición de que iba a recibir buenas noticias le llevó a sonreír.
—¡George!
—Señor Tom Hope. ¿Puedo pasar?
—Por supuesto. Por supuesto.
George llevaba la kipá algo más hacia atrás de lo que era habitual en los judíos, igual que el día de la boda; una manía de los de su sinagoga en Budapest, según Hannah. También porque le gustaba que la gente se fijara en sus rizos sedosos. Un presumido.
—Tiene usted muy buen aspecto, George, si me permite el comentario.
George se había acercado al banco de trabajo y observaba con curiosidad la tarea que acababa de interrumpir. Ignoró el cumplido y se inclinó sobre los cerrojos que Tom estaba limpiando con Penetrene y papel fino de lija.
—Le daría la mano —dijo Tom—, pero las tengo sucias.
George resopló, extendió una mano y se la estrechó.
—Soy ingeniero. Manos sucias, ¿y eso qué importa? —Y dijo a continuación—: Caramba con estos cerrojos, Tom. Son antiguos.
—Del granero. La librería. He pensado que tenía que darles un homenaje por haber alcanzado cierta edad.
George hizo un gesto de aprobación al ver el trabajo que Tom estaba dedicando a las piezas. Había conseguido recuperar el brillo metálico de los cerrojos y eliminado hasta el más mínimo puntito de óxido.
—La tienda, sí —dijo George—. Me gustaría verla.
Tom lanzó una mirada inquisitiva a George. Ya no estaba tan seguro de que le esperaran buenas noticias.
—¿Ha venido hasta aquí para ver la librería?
—Tal vez. ¿Puedo?
Tom se limpió las manos con una toalla azul vieja que guardaba colgada de un clavo justo encima de su banco de trabajo.
—No querrá ir caminando —dijo—. Está en la otra finca. Casi un kilómetro.
George sonrió a regañadientes y se señaló las piernas con ambas manos.
—Siendo muy optimista diría que puedo conseguirlo. ¿Sabes qué? Hoy me siento optimista, Tom. Demos un paseo. Tengo el coche aparcado fuera, pero lo dejaremos aquí.
A la derecha quedaba el prado de la carretera, donde vivían Stubby y Jo en lo que más o menos venía a ser una residencia de ancianos de lujo, puesto que ambos estaban muriéndose, a ritmo lento, tan mayores eran que no podían seguir viviendo por mucho más tiempo. A la izquierda, el prado de rehabilitación para las ovejas que se hacían daño con la alambrada y se les infectaban las heridas, y también para las que habían sufrido los golpes de otras ovejas que se convertían en malhechoras y que, por motivos misteriosos, machacaban a sus hermanas. Para las ovejas con heridas y cortes, antibióticos, y para las ovejas maltratadas, el consuelo verbal de Tom y unas caricias entre las orejas.
El cielo parecía eterno con su parálisis otoñal: los robles que flanqueaban el camino de acceso iban tornándose dorados, gradualmente. Pero a Tom le resultaba imposible sintonizar con la serenidad de la estación. Estaba seguro de que George no se habría desplazado hasta allí desde la ciudad de no tener noticias de Hannah. ¿Tan malo sería detenerse y decir: «¡George, por favor, por el amor de Dios!»?
Pero ¿para qué? ¿Para mostrarse ávido de noticias? No. Para Tom, la felicidad era como un fugitivo; cuando aparecía, había que animarla para que cogiera confianza, alentarla. Si se mostraba excesivamente estridente, se retraería entre las sombras, quizá para siempre. Dijo, pues:
—Le escribí, encontré su dirección en la agenda de teléfonos.
—Efectivamente —replicó George.
—Y le llamé también. Tres veces. Pero siempre me colgó.
George asintió, despacio, para subrayar que aceptaba la culpa. Siguió caminando, con sus zapatos de dos tonos, beis y marrón, durante unos diez minutos más, deteniéndose a menudo para admirar cualquier cosa, tanto cercana (las ovejas del refugio) como lejana (las hayas mirto de los pastos de las colinas, de tonalidad más intensa que los eucaliptos que las rodeaban), antes de hablar por fin de la misión que lo había llevado hasta allí. Lo hizo sin mirar a Tom, dirigiendo los ojos y la sonrisa hacia las hayas.
—Hannah —dijo.
—¿Sí?
—¿Qué está haciendo?
—¿Haciendo?
—¿Qué está haciendo, Tom?
—No lo sé.
—Se está vengando de Dios.
—¿Qué?
George había detenido sus pasos y se había girado hacia Tom, mirándolo desde sus… ¿cuánto sería? ¿Un metro setenta?
—¿No lo entiendes?
—No, George, no lo entiendo. ¿Dónde está?
George emprendió de nuevo la marcha.
—Le quitaron a su hijo en Auschwitz. ¿Lo sabes?
—Lo sé.
—Dijo «nunca más». Se lo dijo a Dios. «Nunca más». Por eso.
Llegaron a la verja de la entrada. George la había cerrado después de entrar. Y quiso que Tom se diera cuenta del detalle que había tenido.
—A los granjeros les gusta que cierres la verja.
—Gracias, George. Pero ¿dónde está Hannah?
—Dios le permite amar. Y luego se lleva al niño. Nunca más.
Tom guio a George por la carretera con precaución. En aquel tramo, el límite de velocidad aceptado, que no el legal, era el que te viniera en gana. George intentó detenerse en medio de la carretera para seguir hablando, pero no le fue permitido. Lo hizo en cuanto superaron el asfalto y cruzaron la verja que daba acceso a la antigua finca de Henty.
—¿Has oído lo que te he dicho, Tom? Dios nos permite amar. Es todo lo que podemos pedirle. Aunque, si se convierte en una catástrofe, es terrible. Pero Dios nos permite amar.
—¿Dónde está Hannah, George? ¿Puede decírmelo?
—El niño. ¿Lo tienes contigo? ¿Dónde está?
—Está en la escuela. Se llama Peter. ¿Dónde está Hannah?
George levantó los hombros y los dejó caer.
—Todo el mundo la quería, Tom. ¿Lo sabes? Era muy quisquillosa. No a este, no a ese otro. Y entonces, sí a Stefan. Sí a Tom. Toda su familia murió. Toda mi familia, Tom. No debería hablar de felicidad. Pero lo haré. No a todo el mundo. No a mí. Sí a Tom.
En la zona de aparcamiento que había junto al granero Tom vio un autocar verde de Valley Tours. Los pasajeros estaban subiendo a bordo cargados con bolsas de la librería. Era una de las innovaciones impulsadas por Maggie. Había solicitado a la empresa que gestionaba visitas por el valle dos veces por semana que hiciera una parada en la librería. Los turistas se aventuraban en un par de antiguas minas de oro acompañados por Teddy Rich, un fanático de la historia; contemplaban el río en las cascadas y la maravilla del Mississippi Hole; compraban pasteles de carne y empanadillas en la panadería de Stella, en Hometown; observaban fascinados el puente de granito, más arriba de la granja del tío Frank; y hacían una última parada en la librería antes de regresar a la ciudad. «El granero luterano alemán mejor conservado de Australia se ha convertido ahora en la librería más bella de Australia. Encontrarán en ella un amplio surtido de libros nuevos y de segunda mano». Texto original de Maggie.
Vio a Hannah al otro lado de la ventana antes de que ella lo viera a él. Estaba despidiendo al último cliente del autocar. George apoyó una mano en la espalda de Tom.
—Me ha dicho que la dejara en la librería. Me ha dicho también: «Ve a buscarlo, George. Si está enfadado, no le digas nada». Así que he ido a buscarte. Me parece que enfadado no estás. Perdónala, Tom. Ha estado estas seis semanas en mi apartamento. Sin decir palabra, como un zombi.
Tom se había quedado paralizado. Era como si nunca se hubiera marchado de allí. Estaba sonriente, diciéndole alguna cosa agradable a una mujer con un voluminoso moño de pelo amarillo y una bufanda de lana enorme, innecesaria en un día cálido como aquel. Lo primero que sintió Tom fue una intensa, dolorosa y desagradable punzada de amor. Luego rabia. George, con la mano posada donde la tenía, debió de notarlo en el cuerpo de Tom. Se colocó delante de él, le cogió la mano y se la presionó con fuerza entre las suyas. La mirada de Tom estaba clavada más allá de George, en Hannah, que seguía sin percatarse de su presencia.
—Tom, escucha mis palabras. Por favor. Esta locura que ha hecho…, perdónala. Si le das la espalda, está acabada.
Hannah acababa de verlo. Levantó la barbilla y fijó la mirada en su marido. Pero entonces titubeó, agachó la cabeza. Cuando levantó la cara de nuevo hacia Tom, su desesperación era evidente. Le indicó con un gesto que se acercara. Tom permaneció clavado donde estaba un minuto más, hasta que finalmente entró en la tienda. Maggie salió corriendo para darles más intimidad.
El autocar, que emprendía ya la marcha, hizo sonar la bocina dos veces. Hannah levantó la mano y se despidió. La mano descendió luego muy lentamente.
—Tom.
David, el canario, encima de la caja registradora, se había recuperado de su sopor y gorjeaba algo que debía de ser jerigonza incluso en idioma de pájaro.
—¿Qué demonios ha pasado, Hannah?
Con un vestido de color oro muy claro que Tom no le había visto nunca, Hannah movió muy despacio la cabeza.
—¿Me voy?
El pasado se esfuerza en influir en lo que sigue, intenta alcanzar la inmortalidad. Y en aquella estancia llena de libros, de madera resplandeciente pulida con cera de abeja, se cernía el espectro de Auschwitz, el hijo muerto, un marido muerto, las cabezas rapadas, los condenados, los zapatos apilados junto a la puerta de acceso a una cámara subterránea.
Pero con igual insistencia, milagrosamente, también la felicidad: retazos de felicidad, algunos bastante amplios. Un vestido blanco arrugado y alisado con una plancha, pasado luego por la cabeza, el olor del almidón, el calor del tejido. En el espejo basculante, moviéndose de un lado a otro, la promesa de lo que está aún por llegar. Hannah conservaba todavía aquel vestido cuando conoció a Tom muchos años más tarde, se lo puso para él, se lo quitó por la cabeza mientras él estaba tumbado en la cama un domingo por la tarde. Él había intentado decir alguna cosa, pero las palabras se le quedaron atrapadas en la garganta. Y ella le había dicho: «Nos amamos», y diez segundos después estaba entre sus brazos.
Ahora, el día de su regreso, Tom dio tres pasos y la atrajo hacia él, la sujetó con tanta fiereza que podría incluso haberle hecho daño. Con la boca pegada al oído, le dijo:
—Nunca jamás, jamás. —Pero su enojo tenía que salir. Retrocedió un paso y, poniéndole las manos sobre los hombros, la miró furioso, alertándola—. ¿Crees que todo el mundo siente esto? ¿Crees que es normal? No lo es, Hannah. No puedes escapar corriendo así sin más.
Hannah apartó la vista, en su cara una expresión que no era aún de penitencia. Movió la cabeza de un lado a otro, las lágrimas se empezaban a acumular en sus ojos. No fue hasta aquel momento cuando Tom se dio cuenta de que sus rizos eran más cortos. Quiso decirle: «Déjalos crecer de nuevo», pero no pudo, dada la situación.
Hannah consiguió hablar por fin.
—Tom, tenía que marcharme. Y tenía que volver.
Esto era lo que Tom se temía, si volvía, cuando volviese: palabras que rezumaran el caos que tenía en su interior, cuando todo lo que tenía que decir era justo lo que George había dicho, que había cometido un error.
—Hannah, si vas a quedarte, decídete. «Tenía que marcharme y tenía que volver». ¿Y después qué? ¿«Es que tengo que volver a marcharme»? Ya basta, Hannah. Te quedas. Y cuidas de Peter. Y, si no puedes, pues tendremos que tomar caminos separados, Hannah. No puedo volver a pasar por esto, a despertarme cada mañana enfermo de preocupación. Una cosa que aprendí de Trudy es que, si tu mujer no te quiere, no hay esperanza. Todo es fingido.
Hannah emitió un gemido, breve, truncado. Maggie y George, que observaban la escena a través del panel de la puerta de entrada, compartieron un murmullo de alarma.
—¿Piensas que quería marcharme? ¿Estás loco? Tom, se sentó a mis pies. Pensaba que le protegería, porque era su madre. Y en cuestión de segundos desapareció. ¿Dónde se fue? A una pesadilla.
—¿Y crees que la respuesta es esta? ¿Otra pesadilla?
Hannah se quedó quieta, fijó la mirada en David. Le sonrió, animando al pájaro, que se explayó en un trino aún más exuberante. Debió de concebir aquel intento de ganar tiempo para no decir nada sobre equivalencias. La pesadilla de la que Tom estaba hablando no podía compararse con llevarse a un niño para que fuera asesinado. Decir aquello no habría desembocado en nada bueno.
—Tom, quiero volver.
Durante un breve intervalo de tiempo no hubo más palabras.
—Quiero volver. Quiero quedarme. Peter…, cuidaré de él. Sé que no le gusto, pero da igual. Cuidaré de él.
Tom apartó la vista. Se había cruzado de brazos, transmitiendo la impresión de un estado mental más obstinado del que tenía en realidad. Los descruzó.
—Sí, vuelve, Hannah.
Ella sonrió.
—¿Es lo que quieres?
—Sí.
—¿Puedo volver?
—Sí. Por favor.
El dolor de Polonia se acurrucó en los rincones, desterrado por el momento por los libros y la cera de abeja. Y por aquella vuelta a casa. Una mujer vestida con harapos empezó a ver el campo de exterminio empequeñecerse, alejándose lentamente; una mujer que había vivido lo suficiente como para amar, casarse, recordar el calor de un vestido planchado, había disfrutado de un tipo de victoria. Podría decirse. Y eso no había que desperdiciarlo, a buen seguro.
Encima del mostrador estaba el libro de contabilidad con tapas de tela verde donde llevaba la cuenta de los ejemplares vendidos a lo largo de tres años. Las ventas no habían alcanzado aún la cifra mágica de los veinticinco mil títulos. Pero era fácil imaginarse que en cuestión de pocos años aquella cifra quedaría eclipsada.