8

Era posible no pensar en nada. Durante horas seguidas, en nada. En un dormitorio de mil mujeres, permanecía acostada en un catre de madera con una desconocida a cada lado y su cerebro se volvía de piedra. Las mujeres la abrazaban para mantener el calor corporal. Pero no solo el calor. Todas pensaban que Hannah seguía conservando su orgullo y su sentido común. Querían estar todo lo cerca de ella que fuera posible, como si de pronto pudiera hacer alguna cosa extraordinaria, como meter la mano debajo del catre y sacar de allí una sopera llena, tal vez eso. Con solo cuatro palabras podría romperles la ilusión, pero Hannah guardaba silencio. Que las mujeres se aferraran a ella no le suponía ningún coste. Mejor que siguieran creyendo en lo que quiera que fuera que les daba consuelo.

Su reputación se basaba en un hallazgo afortunado en la fábrica de plumas, donde trabajaba a diario, un gigantesco cobertizo de madera situado en la parte más oriental del campo. La tarea de las cuarenta mujeres asignadas allí consistía en vaciar los edredones, las almohadas y los cojines confiscados a los judíos cuando llegaban a Auschwitz en el tren. Las plumas se almacenaban en grandes cubas de madera y se utilizaban posteriormente para rellenar edredones, almohadas y cojines que se vendían en tiendas de Alemania. Una parte se utilizaría como relleno de los abrigos militares para la época de más frío. El cobertizo era una ventisca de plumas, desde las vigas de madera del techo hasta el suelo. Las kapos polacas, espectros que llevaban años sobreviviendo en el campo, judías también, se movían entre las montañas de plumas murmurando en voz plana: «Que no se pierda nada, que no se pierda ni una pluma…».

Había encontrado una barra de pan escondida en una almohada, de alguien que seguramente esperaba que les confiscaran la comida y no las almohadas, pan duro pero sin una pizca de moho, y también un libro de oraciones, el sidur; tenía que ser el único sidur de todo Auschwitz. Había comido un poco de pan, había dado una parte y había guardado lo que quedaba para Michael, por si conseguía encontrarlo.

Pero lo que había guardado había acabado siendo descubierto y devorado. Era un presagio. Jamás encontraría a Michael. Las kapos le habían dicho que había muerto; en la chimenea. Y Leon. Tifus. Y luego la cámara de gas. Había durado diez días. ¿Qué cabía esperar? Un leve resfriado lo dejaba postrado en cama una semana entera. El dolor por Leon fue un mal trago. Pero no estaba preparada para llorar la muerte de Michael.

Sabía que, por ser mujer, no debería leer en voz alta el sidur, pero todo el mundo se mostró de acuerdo: en Auschwitz se podía hacer. Cada noche, durante una semana, leyó las oraciones hebreas ante una reunión de cincuenta o más mujeres. La kapo responsable del dormitorio escuchaba en silencio. La séptima noche, a la mujer se le fue la cabeza y arrancó el sidur de las manos de Hannah. Empezó a despotricar contra los judíos, como si se hubiera criado en el seno del Tercer Reich. Fue la única vez que hizo gala de algún tipo de emoción. Su rabia cedió paso a una tempestad de lágrimas, se marchó con el sidur y no volvió a aparecer hasta al cabo de tres días.


Si estabas harto de la vida, harto de Auschwitz, había una salida fácil. En las selecciones que hacían por las mañanas —unas dos mil mujeres vestidas con harapos desfilando en grupos de cinco, la cohorte estándar—, podías toser, seguir tosiendo, y los soldados de las SS recibían la orden de un oficial de llevarte a la cámara de gas. Treinta minutos después de tu ataque de tos, estaban incinerándote; una hora, si había cola.

Cada mañana, Hannah sentía la necesidad de toser como una loca, pero no lo hacía. Decían que Michael estaba muerto. Bueno, se decían cosas de todo tipo y muchas de ellas no eran ciertas. Se decía que los americanos estaban en Berlín y no lo estaban. Que el comandante del campo había dado la orden de acabar con los gaseamientos para adecentar el campo de cara a la liberación por parte de los aliados. No, los gaseamientos proseguían, las chimeneas seguían expulsando columnas de humo negro. Que Adolf Hitler se había pegado un tiro en la cabeza. ¿Y qué? Si todos los guardias de las SS, si todos los oficiales de las SS del campo se pegaran un tiro en la cabeza, estaría bien. ¿Pero Hitler? A la mierda con él.

¿Sabes qué sería el paraíso, qué sería un milagro, la mejor cosa del mundo? Poder ver a Michael envuelto en ropa de abrigo, con las mejillas sonrosadas y unos zapatitos resistentes. Tal vez en brazos del oficial con quien habló aquella primera mañana, el de los guantes blancos. Eso estaría bien. Guantes Blancos se queda embelesado con el niño y lo mantiene con vida como si fuera una mascota. Eso está bien, bien, bien. Que Michael siga con vida cuando los alemanes acaben derrotados y que ella siga con vida y que el oficial se corte el cuello cuando eso suceda… Una fantasía. Basta con que Michael siga con vida. Con saber eso ya me vale, gaseadme si queréis, adelante.


Era posible no pensar en nada durante muchas horas, pero no eternamente. Seguía furiosa con Leon, que estaba muerto. Le echaba en cara en voz baja su loca convicción de que los alemanes nunca invadirían Hungría, de que nunca llegarían a Budapest. «Han perdido la guerra. Los judíos ya no les importan».

¿En serio? Todo el mundo le consideraba el hombre más amable, el más compasivo de la tierra, pero en el fondo era un individuo arrogante. «Hannah, en Hungría hay ochocientos mil judíos. Ahora no pueden permitirse andar pensando en los judíos. Han perdido la guerra».

¿En serio? Todo eso venía de sus amigos de Rusia. Pero ¿qué estaba diciendo? ¿Sus amigos de Rusia? Todos los rusos eran sus amigos. Leon quería una Rusia en Hungría. Los trabajadores de Rusia, los trabajadores de Hungría, con sus manos unidas por toda la eternidad. Él, que en su vida había utilizado un martillo, que apenas comprendía para qué servía una hoz. Pero tan encantador, a su manera; a su estúpida manera.

Dijo la kapo polaca:

—Por la chimenea.

Y se frotó las puntas de los dedos al levantar la mano, imitando el movimiento en vertical del humo.


Marta, que por las noches se pegaba a Hannah, le susurró al oído:

—Ven a escuchar. Ven a escuchar a la lituana.

¿A quién? A una lituana que se llamaba Elizabeth. Todo el mundo respetaba a las lituanas, que habían llegado al campo a mediados de verano y que ahora, en noviembre, habían organizado pequeñas clases para las húngaras que quisieran aprender yiddish. En Auschwitz, una escuela de yiddish. Un absurdo. A oscuras, sin lápices ni papel, para mujeres muertas de hambre y agotadas que perfectamente podían morir asesinadas a la mañana siguiente. Elizabeth daba las clases en alemán. A aquellas alturas, la mayoría de las mujeres sabían ya a medias el alemán. Y clases también de filosofía. Por lo visto, los judíos lituanos se habían pasado la vida con la nariz metida en los libros. Mejor para ellos.

Hannah se dirigió al rincón del dormitorio donde Elizabeth estaba hablando de un modo curiosamente tranquilo sobre Rousseau. Las lituanas no sabían nada sobre su fe pero todo sobre un millar de filósofos no judíos. Hannah se sintió fascinada. Había leído todo lo que había escrito Rousseau pero cualquier cosa que pudiera contar Elizabeth sería bienvenida.

—Si me preguntáis: «¿Qué es la libertad?», os diré que es algo con lo que nacemos. Nace el bebé, la comadrona le cuenta los dedos de los pies, los dedos de las manos. Y anuncia: «Están todos». Pero lo que debería decir es: «Están todos, lo tiene todo, y también una bella alma libre».

Y alguien gritó:

—¡Pero no aquí!

A lo que Elizabeth replicó:

—Incluso aquí.


Los hombres de las SS nunca entraban en el dormitorio. Apestaba, y solo Dios sabía qué enfermedades congestionaban el fétido ambiente. Aquella mañana, sin embargo, el dormitorio de Hannah recibió la visita de un oficial de las SS que parecía demasiado joven para su puesto. De vez en cuando, de camino a la fábrica de plumas, había visto también otros oficiales muy jóvenes. La guerra iba mal para los alemanes y era posible que no les quedaran ya suficientes hombres adultos. Por eso el niño soldado había recibido de sus superiores la orden de visitar el dormitorio. Anunció con voz chillona que todas las mujeres que ocupaban el dormitorio se prepararan para una excursión hasta la terminal ferroviaria. El oficial añadió que las «trabajadoras» tenían permiso para llevarse con ellas sus pertenencias. Un murmullo de risas recorrió el dormitorio. ¿Pertenencias? El oficial miró a su alrededor, alarmado. Repitió la invitación para que las trabajadoras recogieran sus pertenencias. Esta vez no hubo risas, solo algún que otro resoplido.

Hannah decidió que no iría. ¿Que le robaran para siempre la posibilidad de volver a ver a Michael, aun tan solo de refilón? Tosería cuando hicieran la selección. En cuanto el oficial se marchó, empezó a ensayar la tos.

El dormitorio estaba alborotado. Muchos, muchísimos rumores. La kapo polaca que se había llevado el sidur estaba de vuelta. Las mujeres le preguntaron:

—¿Dónde vamos? ¿A la cámara de gas? ¡Dínoslo!

La kapo, por alguna razón, estaba de buen humor. Y respondió:

—A Stutthof, en el norte. Hoy no hay selección. Todas iréis a Stutthof.

En las filas que se formaron para emprender el éxodo hacia la estación de tren, hacia Stutthof, Hannah tosió con exageración cuando veía aproximarse algún guardia de las SS. Pero fue ignorada. Dieron la orden de emprender la marcha. Hannah, caminando a la fuerza, mantuvo la vista fija en el suelo. Habría llorado de haberle sido posible, pero no lo era; en Auschwitz, pasado el primer mes, nadie lloraba. Murmuró para sus adentros: «Está vivo. Nadie puede decir que esté muerto. Está vivo».

Cuando cruzaron las verjas de Auschwitz, ya había dejado de murmurar. Ya no pensaba en nada. Pero las lágrimas habían vuelto.