19

Tom tardó un par de días en hacer una pausa en el trabajo para suspirar y menear la cabeza con preocupación. Durante todo aquel tiempo, Hannah apenas lo había mirado a los ojos. Entonces el domingo, cuando faltaba poco más de una semana para Navidad, Tom levantó la vista de su comida húngara y dijo:

—Volverá a hacerlo, Han.

Hannah asintió.

—Tendría que estar con su madre —contestó.

Era la primera frase odiosa que Tom le oía pronunciar a Hannah.

—Eso es lo que piensas, ¿no?

Hannah levantó los hombros y los dejó caer.

—¿Qué quieres que diga, Tom?

—Podrías decir que es triste, Han, que es muy triste que Peter no pueda vivir con nosotros. Es triste, muy triste que no pueda estar donde le gustaría estar. Eso es lo que podrías decir.

—Sí —replicó Hannah—, podría decir eso. ¿Quieres que lo diga, Tom?

Tom no respondió y comió en silencio el resto del potaje de lentejas. Era una temporada de largas jornadas de trabajo en la granja y Tom le dio las gracias a su esposa por la comida, se excusó y se marchó. ¿Dónde había visto ya esa escena, la del marido levantándose de la mesa, diciendo algo envenenado de formalidad y largándose? En su propia casa, cuando era pequeño.

Se abrió la puerta mosquitera. Tom se giró y vio que Hannah había salido al porche, que la emoción afeaba su cara. Bajó a toda velocidad los peldaños, agarró a Tom por la camisa con las dos manos y tiró de él.

—No quiero hacer esto, Tom. No. Mírame.

La miró. Pero fue una de esas ocasiones en las que se experimentaba a sí mismo, a su ser, como algo distinto y singular en este mundo, en las que apenas podía recordar lo que Hannah significaba para él. No la odiaba, no la quería. Percibió esa claridad trascendente del guerrero que empuña un arma para enfrentarse a un enemigo que sabe que derrotará.

—Tom, sé bueno conmigo —dijo Hannah—. No quiero hacer esto. No quiero estas estupideces. ¡Mira qué expresión más dura tienes en este momento!

Dio media vuelta, entró en la casa y Tom se dirigió al cobertizo para revisar el tractor. Había un problema en la caja de cambios. Y se alegraba de poder estar a solas con el problema. Le daba igual que Hannah hiciera las maletas y se volviera a Harp Road, o a Budapest. Pero la caja de cambios había que repararla. Trabajó solo y feliz. Oía las hojas de los eucaliptos que el viento del norte levantaba del suelo cayendo con un repiqueteo sobre el tejado metálico del cobertizo del tractor. Y oía el viento, de vez en cuando una ráfaga más fuerte que sonaba como una voz alzada en plena discusión.

El problema era culpa de un muelle, de un pequeño muelle metálico que se había gastado por uno de los extremos y no conseguía mantener la marcha atrás en el lugar que le correspondía. Tom sostuvo el muelle entre los dedos y lo examinó con atención. Se acercó a una caja de madera y revolvió los centenares de fragmentos y trozos de otro tractor que contenía, piezas de recambio, hasta localizar justo lo que estaba buscando: un muelle de caja de cambios del tamaño que necesitaba. Encajó el muelle en su lugar, presionó y la pieza emitió un clic muy satisfactorio. Probó el movimiento de las distintas marchas. Perfecto. Perfecto. Sonrió y asintió, satisfecho con el trabajo realizado. Sentía su mente libre, fresca y transparente. Había dejado de pensar en su mujer; había dejado de pensar en Petey y su sufrimiento en aquel campamento de Jesucristo.

Hannah entró en el cobertizo sujetando por las esquinas una tela, enseñándosela. Sonreía.

—Mira, Tom, lo que he encontrado. Estaba buscando mis paños de cocina en una caja. ¿Has visto qué preciosidad?

Y así, sin más, se desvaneció, la rabia que de algún modo se había transformado en aquella sensación de libertad. Volvía a la realidad, con Hannah mirándolo bajo una luz intensa. En su esposa no quedaba ni rastro de la angustia y la irritación que exhibía hacía tan solo treinta minutos.

No le sabía mal que aquella sensación de dicha que acababa de experimentar hubiera desaparecido. No podía tener a Hannah y ser libre de esa manera. Y aquí era donde debía estar, en la realidad.

—Estaba en una caja, Tom, en la que guardaba los paños de cocina. Mezclado con ellos, supongo. ¿Ves qué preciosidad, Tom?

—Sí, lo veo. Es precioso, Han.

Era una funda de cojín. Las formas bordadas representaban una mujer vestida con ropa oriental tocando un instrumento musical. Un hombre la escuchaba, sentado.

—Lo hizo mi prima Susan, Tom. La que tenía polio. ¿Ves esta mujer tocando el salterio? ¿Ves lo preciosa que es? Está hecha con distintos recortes de tela. ¿Y el hombre, que representa un rey, percibes la expresión de deseo de su cara? ¿Cómo es posible que lograra hacer esto? Era buenísima bordando, sentada en su silla de ruedas, Tom. Y el árbol, ¿ves que es un cerezo, las cerecitas? Estaba en el apartamento cuando volví. En Budapest.

Tom asintió. Tenía aún en la mano un par de alicates de punta fina. La caja de cambios estaba en el banco de trabajo.

—Han —dijo—, te quiero, no puedo evitarlo. No puedo.

Hannah movió la cabeza en sentido afirmativo.

—Sí, lo sé —dijo—. Tom, esto lo colgaré en la pared. Con una chincheta en cada esquina. No puedo ponerlo en un cojín. Se estropearía. ¿Lo entiendes?


El sábado antes de Navidad, el 18 de diciembre, Hannah sacó un candelabro decorativo —una menorá dijo que se llamaba— de una de las cajas de Harp Road que aún no había abierto. Lo colocó en la mesa y le insertó una vela central —el shamash, la llamó— y otra vela, que prendió con el shamash. Dijo que cada día iría incorporando una nueva vela. Y que las velas tenían que arder hasta consumirse y sustituirse la noche siguiente, hasta que las nueve velas estuvieran encendidas a la vez. Le dijo a Tom que se sentara a la mesa, y lo hizo, con los brazos cruzados, las piernas cruzadas. No podría haberse sentido más incómodo de haber estado su esposa a punto de confesarle que era la Gran Bruja de los Continentes.

Hannah, sentada también, con la espalda muy recta y las manos unidas sobre el regazo, entonó una canción con la voz dulce y aflautada de una soprano. La canción le quitaba un montón de años; podría haber tenido perfectamente solo dieciséis. Sus ojos brillaban a la luz de las velas. Cantaba con la barbilla levantada y de vez en cuando se llevaba la mano al corazón. La incomodidad de Tom se esfumó mirándola y escuchándola. Pensó, como ya había pensado en otras ocasiones, que sus transformaciones no tenían fin. Y, cuando concluyó la canción, Hannah tenía una expresión increíble de timidez y satisfacción, ella, que jamás había mostrado el menor indicio de timidez.


Llegó Navidad, un día de muchísimo calor después de varias jornadas de clima más agradable. El cielo estaba claro ya a las cuatro de la madrugada, cuando Tom se levantó para ordeñar las vacas. Las hojas de los eucaliptos de atrás se agitaban al ritmo del viento, la señal que solía indicar un cielo completamente azul durante todo el día.

La jornada empezó, después del ordeño, con un dreidel. En cuanto Tom entró en la casa, Hannah lo llamó para que se sentara a la mesa de la cocina. Le explicó las reglas; le explicó las letras hebreas que había en cada cara del dreidel. Tom tenía doce bombones de licor de cereza; Hannah también tenía doce. Tom acertó con sus tiradas una y otra vez. En cuestión de media hora se había hecho con todos los bombones. Bebieron coñac en vasitos de jerez porque era Navidad y Janucá, se comieron los veinticuatro bombones de licor de cereza y regresaron a la cama para jugar y besarse. Más tarde, en un estado más bien deplorable, el intercambio de regalos. Por parte de Tom, un joyero de madera con cierre de latón e incrustaciones de cedro, entre las que destacaba una Estrella de David en la tapa. Había estado trabajando en él en secreto durante tres meses.

—¡Qué belleza, Tom! La estrella, Tom. Dios mío, con los años que tengo y nunca nadie me había hecho un regalo así.

Por parte de Hannah, un blusón de pastor con un bordado basado en un modelo de Cornualles que había encontrado en un libro. Plisado. Una belleza, con el bordado realizado en hilo de lana de color verde. Lo había confeccionado Thelma Coot, de la CWA, un genio de la aguja y el hilo. Precioso, sí, aunque también ridículo. Tom se lo probó y, pese a tener la mejor voluntad del mundo, no pudo prometerle que se lo pondría fuera de casa.

—Una vez al año, Tom, póntelo por mí. Solo para mí. Por Navidad.

De acuerdo, una vez al año. Tom lo llevó puesto todo el día de Navidad para enseñárselo a su creadora, Thelma, una viuda que tenía los hijos y los nietos en Perth y que vino a cenar con ellos junto con Nev y Poppy, que no tenían hijos, no tenían a nadie especial en Hometown a quien servir la salsa de carne y, después de las inundaciones, tampoco tenían casa.

Dijo Nev:

—¡Dios bendito! ¿Qué demonios es esto, Tommy?

Y Thelma:

—Es un blusón típico de los pastores de Cornualles, tonto.

—¿Y? Oye, Tom. No se te ocurra pasearte por ahí con esto. Estoy seguro de que las ovejas cruzarían corriendo la carretera para ir a los prados de Henty y estar más seguras.

Hannah había colocado la menorá en la mesa de Navidad. Pidió a Tom y a los invitados que ocuparan su lugar en una mesa cubierta con un impecable mantel de lino blanco y sirvió el pollo asado con verduras y salsa que Tom había preparado. Sombreritos de tela en forma de corona, bombones, silbatos. En el tocadiscos, un LP de villancicos que empezaba con God Rest Ye Merry, Gentlemen.

—Si ve esto, mi padre llorará en el cielo —dijo Hannah—. Cuatro cristianos en mi mesa del Janucá.

—Espera un momento —dijo Neville—. Yo no soy cristiano. Jamás en la vida.

—Sí que lo eres —dijo Poppy—. Estamos casados por la Iglesia. Y esto te convierte en cristiano.

El árbol de Navidad, en una gran maceta de terracota, estaba repleto de adornos y envuelto en luces preparadas por Tom, con un transformador que iluminaba en distintas fases las bombillitas de quince vatios pintadas de rojo, azul y amarillo. Dos ventiladores regalaban una suave brisa a los reunidos y levantaban la tela de los sombreritos de fiesta. David, el canario, que a aquellas horas estaba normalmente confinado en una hornacina contigua a la pequeña cocina de la tienda, estaba en casa con motivo de la celebración; trataba el aire de los ventiladores como una especie de juego de aventura, volaba como un rayo a merced de las corrientes y emitía sonidos de aprobación.

Hannah, de un humor excelente, cantó villancicos tradicionales húngaros y gorjeó como un David sin plumas. Cuando llegó el momento del pudin, lo trajo bailando desde la cocina dando saltitos y haciendo piruetas. Después del pudin, actuación. Todos los invitados tenían que cantar alguna cosa, recitar alguna cosa, leer alguna cosa, lo que quisieran. Era una innovación del Janucá que habían implementado en casa de Hannah, en Budapest. Neville ofreció una versión local del poema The Face on the Barroom Floor, sin escatimar el más mínimo gesto grandilocuente. Poppy, a quien le faltaba solo media clara de cerveza para caer redonda, cogió un lápiz de labios y se pintó unas caras en las rodillas, se levantó la falda y movió las piernas de tal modo que la cara de chico diera besos a la cara de chica. Thelma, baptista estricta antes de la muerte de su esposo y un poco más relajada desde entonces, cantó Santa Claus is Coming to Town. Hannah cantó un villancico húngaro que incluía trinos de diversos pájaros y Tom, revelando unas dotes cómicas que había mantenido ocultas al público hasta aquel momento, leyó un poema titulado Doreen de un ejemplar del recopilatorio Songs of a Sentimental Bloke que conservaba el tío Frank. El tío Frank le leía de vez en cuando poemas de aquel libro. Pero en vez del fraseo retórico que solía utilizar Frank, Tom hizo una lectura contemplativa del poema.

Y entonces, como salido de la nada, Vietnam. Nadie, excepto Hannah, tenía una idea muy clara de en qué punto del globo terráqueo estaba emplazado aquel país, pero recientemente habían anunciado que enviarían más reclutas australianos allí, donde quiera que estuviera. Nev, animado por el licor y dispuesto a brindar por todos sus seres queridos, empezó con el tema.

—¡Por Terry! —Habían llamado a filas a su sobrino—. Que parte para luchar contra esos pequeños amarillos paganos. —Y añadió, al levantar la copa—: ¡Vietnam!

Hannah, después de unos segundos de reflexión, replicó con calma:

—A luchar. ¿Y te parece bien?

—Si eso es lo que él quiere…

—¿Es así? No es lo que quieren esos pequeños amarillos paganos.

En Hometown desdeñaban mayoritariamente a los manifestantes pacifistas que hablaban en la radio y en la televisión; los consideraban criaturas de una cultura de otra parte, una cultura estúpida, fastidiosa además. De modo que siguió un silencio. Hannah, al parecer y de forma muy inconveniente, era una de esas personas fastidiosas.

Tom se preparó para la que iba a caer. Su esposa seguiría hablando, estaba seguro de ello. Neville, sin reconocer que hubiera hecho ningún daño, a menos que «pequeños amarillos paganos» se hubiera tomado en el sentido equivocado, dijo:

—No es más que una forma de hablar, Han. Un chiste.

—A fin de cuentas —dijo Thelma—, siguen siendo seres humanos, como tú y como yo.

Thelma habló como si sus palabras fueran a ser felizmente aceptadas por todo el mundo como broche final a la conversación a fin de mantener un ambiente cordial.

—¿Una taza de té? —dijo Tom—. ¿A alguien le apetece una taza de té?

—¿Acaso son los vietnamitas los enemigos tradicionales de Australia? —dijo Hannah—. ¿Lleváis miles de años de enfrentamiento con ellos? ¿Os quieren usurpar vuestras tierras? Disculpadme, pero no lo entiendo.

—Dios mío —murmuró Tom.

—Los rusos sí —replicó Neville—. Los rojos. Apoyan a los vietnamitas.

—Ah, los rusos —dijo Hannah.

—Bueno, ya basta de política —intervino Poppy.

La fiesta se fue apagando. Los tres invitados dieron las gracias a Hannah y a Tom por su hospitalidad, Nev con especial entusiasmo puesto que tenía que demostrar que su orgullo no estaba herido, aunque lo estaba. Thelma y Poppy le suplicaron a Hannah que les permitiera ayudarla a recogerlo todo, pero Hannah replicó:

—¡No! ¿Estáis locas?

Solos ya con todo el lío, dijo Hannah:

—Tom, de verdad, créeme, no quería ponerte en una situación incómoda. Pero lo de Vietnam, Tom. Los americanos lo están convirtiendo en una pesadilla. ¿Es que no lo ves?

Tom no lo veía. Pero tal vez debía haber escuchado con más atención a su mujer cuando hacía su aparición, periódico en mano, mientras él estaba limpiando los canales del huerto; cuando venía rezongando contra los americanos, menospreciando a Gordon. «¡Ay, Tom! Pero ¿qué hacen? Escucha esto».

Le habría gustado decirle: «Hannah, sí, me has puesto en una situación incómoda. Todo lo que dices me pone en una situación incómoda. Todo lo que haces. Es una lástima».

Y era una lástima también, aunque en otro sentido, lo del regalo para Peter. Una caja artesanal, como la de Hannah, pero con unas cañas de pescar cruzadas encima de la tapa. Se la habían devuelto por correo con una nota del pastor Bligh informándole de que en el campamento de Jesucristo no había regalos de Navidad. El pastor Bligh señalaba que el año anterior habían devuelto también los regalos de Tom. De modo que, de cara al futuro, era mejor que se ahorrase los regalos. Atentamente.