28
Zarpó de Bremerhaven rumbo a Melbourne a bordo de un transatlántico lleno de familias holandesas rebosantes de optimismo. Nueve semanas después de embarcar, estaba enseñando a los niños de un pueblo del Mallee las canciones de Schubert y Cole Porter. Era abril de 1966. Los niños se cansaron de Schubert en cuanto lo oyeron por primera vez, pero se entusiasmaron rápidamente con You’re the Top.
El Departamento de Educación le proporcionó una casa junto a un camino de tierra que iba hacia los huertos. Tenía que compartirla con una pelirroja hipernerviosa llamada Rhodie que lloraba por las mañanas antes de ir a la escuela y por las tardes cuando volvía a casa. Decía que los niños de su clase eran groseros con ella. Hannah le dijo un día: «Pégales un bofetón». Rhodie lo intentó, pero no sabía hacerlo. Después de quince días de lloros, Hannah decidió entrar en la problemática aula de la pobre chica con una pistola Beretta que había sido de su segundo marido. La dejó encima de la mesa de Rhodie y dijo: «Utilízala si es necesario».
La casa era un poco escasa en cuanto a mobiliario y decoración. La mayoría de las pertenencias de Hannah, incluyendo su piano, estaban aún pendientes de llegar a Melbourne. Clavó con chinchetas tres de sus encantadores bordados coptos en los que se representaban niños y niñas con rizos oscuros cargando cántaros desde un pozo. Animada, Rhodie sacó de un enorme baúl de madera varios dibujos rarísimos de un hombre con un casco de color negro. Su originalidad dejó pasmada a Hannah, que esperaba —por esnobismo, tuvo que reconocer— dibujos sentimentales de jóvenes mujeres leyendo cartas de amor.
—Los hizo un hombre que conoció mi madre antes de casarse —le explicó Rhodie, agradecida por el entusiasmo mostrado por Hannah—. Ahora es famoso.
Rhodie siempre se quedaba en la escuela hasta las cinco, asistiendo a reuniones y preparando su plan de clases para el día siguiente. Hannah llegaba a la casa vacía a primera hora de la tarde, perpleja ante aquella última escala de su absurdo viaje por la vida. Se sentaba en el peldaño de la entrada trasera con un gin-tonic y contemplaba el jardín desprovisto de valla, con su gigantesco pimentero en una esquina, sus descuidados trozos de césped. El tiempo era abrasador a diario. Le gustaba el calor, y era lo único de su nuevo hogar que la hacía feliz. El azul del cielo era varios tonos más intenso e insistente de lo que recordaba haber visto nunca en Europa.
Estaba acostumbrada a observar la belleza dirigiendo el alma hacia su fuente, vacía de cualquier miedo. Pero aquí estaba perpleja, desconcertada. ¿Quién era el propietario de aquella tierra? Decían que los aborígenes que vivían recluidos en un campamento en las afueras de la ciudad. Pensó: «Iré a verlos». Pero sus colegas de la escuela le dijeron que mejor no. Que los aborígenes no le contarían nada.
Pero decidió ir igualmente. A pesar de su escasa experiencia como conductora, se compró un coche viejo, un coche australiano, con el volante a la derecha, una rareza. Byron, un amigo, menos convencional que el resto de sus compañeros en la escuela, le había dibujado un mapa. «Muéstrate respetuosa, no es necesario que te lo recuerde».
Cruzó un río grande y sucio flanqueado por gomeros con las ramas descuidadas, con un follaje que le hizo pensar en una mujer que se ha arriesgado a cometer el desastre de cortarse ella misma el pelo. En el otro lado del río, varias pistas de tierra se adentraban entre los arbustos. Tomó lo que esperaba que fuese una pista bien señalizada y, en cuestión de minutos, la pista terminó y comprendió que se había perdido. Al dar marcha atrás, atascó el coche entre dos gomeros con el tronco de color muy claro.
Era simplemente cuestión de desandar a pie la pista hasta llegar a la carretera, pero Hannah volvió a perderse, una y otra vez. Al principio rio, pero luego empezó a asustarse. Jamás en su vida había conocido un silencio tan implacable como aquel. Excepto cuando el canto de un pájaro lo rompía o se oían crujidos entre los matorrales. De pronto, un chirrido hostil, como un ataque de arpías, y una cantidad enorme de pájaros blancos con cresta amarilla sobrevoló su cabeza. A última hora de la tarde, con el sol aún alto e intenso, fue localizada por una familia de los aborígenes que andaba buscando. Se plantaron en su camino: dos mujeres, un hombre alto y sonriente con una camiseta azul de tirantes, tres niños descalzos. Se detuvo en seco y se quedó mirándolos, sorprendida.
—¿Qué le ha pasado, señora? —dijo el hombre—. Se ha perdido por aquí, ¿no?
Los niños y las dos mujeres se echaron a reír; una alegría sincera.
Hannah señaló a sus espaldas.
—Mi coche…
En diez minutos la llevaron hasta el coche. Uno de los niños, un varón, caminó todo el rato a su lado hablando sin cesar sobre la ciudad de Mildura, los helados que podían encontrarse allí, la tienda de fotografías, los coches. Durante el recorrido, una de las mujeres detuvo a Hannah y le indicó que debería quitarse los tacones y andar descalza. Obedeció. Era evidente que aquella gente de piel oscura, los aborígenes, la consideraban una idiota rematada, la pobre.
El hombre —¿el padre?— consiguió sacar el coche de entre los árboles con facilidad. Hannah ya les había pedido demasiado. No les sugirió que le enseñasen el campamento. ¿Tendría que ofrecerles algo de dinero? Había cargado con su bolso durante su inútil vagabundeo por las pistas. ¿Les parecería de mala educación si les daba un billete de diez dólares? Lo hizo de todos modos.
—Para helados —dijo.
El hombre se encogió de hombros. El niño parlanchín cogió el dinero dando un salto de felicidad.
Le aconsejaron conducir el coche despacio mientras la familia la seguía. Y la siguieron hasta que llegó a la carretera. Salió entonces del coche, le estrechó la mano al hombre —que le había dicho que se llamaba Jonathan— y le dio efusivamente las gracias, dio las gracias a toda la familia. Y puso rumbo a su casa.
Rhodie estaba en la cama con Kurt, el profesor alemán de matemáticas que había viajado hasta Australia con el mismo acuerdo que Hannah. Rhodie se quedó abochornada; Kurt no tanto.
Hannah se sentó en el escalón de la puerta de atrás y, bajo la luz del crepúsculo, bebió a sorbitos su gin-tonic. La familia había estado hablando casi todo el rato en su propio idioma. Y el sonido de aquel idioma había empujado hacia un rincón su húngaro, su alemán, su ruso y su inglés. Byron le había contado que, después de la famosa noche de los cristales rotos, un grupo de aborígenes se había desplazado hasta las puertas del consulado alemán en Melbourne para protestar por el trato que estaban dando los nazis a los judíos.
Sentada en el escalón, pensando de nuevo en aquel hombre de piel oscura, se dijo: «Ahora lo entiendo». Pensó en las tribus blancas del mundo desembarcando de sus naves para someter a gente que no era blanca y que no tenía más que un conocimiento rudimentario de las armas de fuego. O ninguno. Suspiró. ¿Y ella qué sabía? Dentro de la casa, Rhodie y Kurt estaban discutiendo. Oyó que Rhodie gritaba: «Sí, pero ¿cuándo, cuándo, cuándo?».
Después de cuatro meses en la escuela de Mallee, la enviaron a Swan Hill, río abajo. Le sentó francamente mal y decidió llamar por teléfono al Departamento de Educación. Acabó en manos de un funcionario que simplemente le dijo: «Firmaste un contrato, pequeña».
Se había encariñado de Rhodie y francamente dudaba que la pobre chica fuera a sobrevivir sin ella. Y se había encariñado también de Byron, con quien compartía cama, a pesar de los cuatro hijos exigentes que tenía y de su mujer, que recelaba de ella, y con razón.
La casa que le dieron en Swan Hill era prácticamente una copia de la de Mildura. Pimentero, césped desigual, sin valla que interrumpiera la vista desde el escalón de atrás hacia los pastos que empezaban a adquirir el matiz verde del verano. Compartía la casa con una chica tan neurótica como Rhodie e igual de guapa. La chica se llamaba Stephanie —Steph— y utilizaba en sus discusiones con su novio las mismas frases que más empleaba Rhodie. You’re the Top volvió a erigirse como la canción favorita, Schubert se vio rechazado de nuevo.
La sensación de movimiento detenido preocupaba a Hannah, no solo por la duplicación de casas y compañeras de vivienda, sino también por el desconocimiento de la gente. Le gustaban los australianos: buenas personas, pero con escasas diferencias entre ellas. En Budapest, salías a pasear cualquier día y sabías que te cruzabas con sinvergüenzas, visionarios, tiranos, ángeles. Aquí, no. La gente siempre sonreía, siempre estaba alegre. Demasiado. A menudo, interpretaban mal sus expresiones. Ella pretendía decir alguna cosa irónica, satírica; los australianos lo consideraban desagradable. Y, santo Dios, el tergal. Todas las mujeres iban vestidas con tergal.
De Swan Hill a Hometown, al cabo de cinco meses. Las pertenencias de Hannah habían llegado por fin, entre ellas la más importante: el piano. Le asignaron una casa un poco alejada del pueblo, en la carretera que subía a la montaña. La guapa profesora de primer curso con quien tenía que compartir la casa, Valerie, tenía una relación escabrosa con su novio y unas dificultades terribles con los formularios del trimestre. Ninguna novedad.
Ni con la mejor voluntad del mundo, Hannah consiguió encontrar el optimismo necesario para hacer frente por tercera vez a todo aquel absurdo asunto. Cuando llevaba un mes de curso, encontró la casa de Harp Road y se mudó a ella. No sabía si podría seguir con la escuela. Las clases que le habían asignado eran principalmente de primer curso. Los niños eran mayores que la edad que tenía su hijo antes de Auschwitz, pero, de vez en cuando, notaba en ellos particularidades que le llevaban a recordarlo con una fuerza y un detalle inusitados. Y cuando sucedía aquello, su corazón se sumía en una desolación más fría que el día más frío del invierno y la sangre le circulaba por el organismo como un líquido aletargado y espeso.
Puso anuncios en busca de alumnos. Piano, flauta. Por aquella época, era como si una fuerza invisible impulsara a los padres a invertir su esperanza en el talento de sus hijos. Se mostraban ávidos por escuchar a su hijo o a su hija interpretando a Beethoven en un teclado, a Mozart en una flauta. Si decidía dejar la escuela cuando terminase su contrato, Hannah tenía alumnos más que suficientes para salir adelante. Y lo hizo.