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En el norte de Polonia, en el valle del Vístula, la tierra empieza a endurecerse a finales de noviembre. A mediados de diciembre, la nieve se queda allí donde cae, sin derretirse. En cuestión de un mes más, los ríos quedan congelados hasta Danzig, en el mar Báltico. A finales de 1944, Hannah y las mujeres del ejército esclavo fueron enviadas a la llanura aluvial del este del Vístula para trabajar con picos y palas la tierra congelada. Su tarea consistía en excavar trincheras lo bastante profundas como para hacer recular a los tanques soviéticos. Los zapatos que les dieron estaban hechos de madera tosca y a todas les sangraban los pies a diario. Si en algún momento Hannah se permitía desear alguna cosa, pensaba en cuero suave y calcetines de lana.

Un equipo empezaba hacia la izquierda y el otro hacia la derecha. Las trincheras tenían que tener tres metros de ancho, quince de largo y dos metros de profundidad. Si un equipo llegaba a la mitad antes que el otro, las cuatro mujeres que integraban ese equipo tenían permiso para esperar. Pero no para sentarse. Descansaban apoyándose en sus picos y palas, apiñadas entre ellas para mantenerse calientes.

El equipo de la lituana que se llamaba Judith y que tenía la complexión de un fortachón de circo siempre terminaba primero. Aquella mujer tenía la cara colorada hiciera el tiempo que hiciese, más rubicunda si cabe cuando helaba y nevaba. Mostraba sus músculos a los guardias de las SS siempre que se lo pedían, se subía la manga y flexionaba el brazo. Indomable cuando tocaba cavar, por las noches era un mar de lágrimas de amargura por su padre, su madre y sus hermanas pequeñas. Las demás mujeres nunca lloraban. La mayoría habían perdido padres, hermanas y hermanos, pero solo Judith lo recordaba como si hubiera sucedido hacía apenas unas horas. Incluso Hannah había dejado de llorar.

Un día, Judith no se despertó al amanecer y fue declarada muerta por el doctor del ejército de esclavas, un estudiante de medicina polaco de escasa competencia. El oficial de las SS al mando del ejército itinerante integrado por mil doscientas esclavas, el oberführer Schubert, se acercó a la tienda por curiosidad. Quería ver el cadáver de Judith desnudo para asegurarse de que era mujer. Lo era.

Por petición de Hannah, permitió que entre ella y dos mujeres más dieran sepultura al cuerpo. Fue una concesión enorme. Las muchas mujeres del ejército de esclavas que habían ido debilitándose y habían sido fusiladas por ello eran simplemente transportadas a una cuneta a cierta distancia y abandonadas en la nieve.

Hannah había desarrollado una gran habilidad con las herramientas. Había estudiado a Judith. Pero sabía que el pico y la pala y las raciones miserables que recibían acabarían matándola pronto, matándolas a todas.

A través del médico polaco que en realidad no era médico y de una de las kapos, se enteró de que los alemanes estaban a punto de ser derrotados. Los rusos avanzaban desde el este con tanques y ametralladoras y un millón de soldados uniformados.

Estaba prácticamente segura de que el oberführer Schubert fusilaría a todas las mujeres del ejército de esclavas en cuanto los rusos estuvieran más cerca. Y que probablemente él también se pegaría un tiro. De vez en cuando, se instalaba al borde de las trincheras para observar a las mujeres mientras un oficial de menor rango sujetaba un enorme paraguas negro por encima de su cabeza. Jamás decía palabra.

¿Y qué podía decir? «¿Qué sentido tiene todo esto?», o: «Largaos a casa, por el amor de Dios, que esto ha acabado». O: «Hoy mandaré fusilaros, no me preguntéis por qué». Tenía un rostro demacrado y gris. Creer que estaba batallando con su propia conciencia sería mucho decir. Había servido en Auschwitz. ¿Le quedaría aún conciencia?

A veces Hannah lo miraba a la cara. Y él le permitía sostenerle la mirada. Si le hubiera ordenado que hablara, le habría dicho: «Mataste a mi hijo. Confío en que el infierno exista y vayas a parar allí».


Los peores días eran los de tormenta de nieve. El viento y la nieve caían sobre el ejército de esclavas procedentes del Ártico. La lona de las tiendas se quedaba congelada y tiesa. Cubrían a los caballos con mantas, pero no a las mujeres. Morían a docenas a diario. Algunas se quedaban congeladas de pie, sin soltar sus herramientas. Las que seguían con vida se envolvían con los harapos de las muertas. Envolvían sus zuecos, se envolvían las manos. Desde el fondo del hueco de la trinchera, el mundo era blanco. Cavar era imposible. Hannah y las tres mujeres de su equipo se abrazaban y giraban en círculo, pataleando.

Entonces, una mañana, las mujeres del ejército de esclavas decidieron morir. Llevaban dos días sin recibir comida de la carreta de la cocina. En todo el campamento, y sin haberlo hablado previamente, las mujeres se quedaron en sus tiendas envueltas en las sábanas. Una decisión colectiva en la mente corporativa de las oprimidas: era la hora de morir. Llegarían los soldados y las empujarían para que salieran de las tiendas a la nieve. Y les obligarían a disparar contra todas ellas, porque ninguna querría levantarse y coger una pala.

A la espera del final, Hannah se imaginó el cielo por vez primera desde su infancia. Estrellas relucientes en un cielo azul y su cuerpo celestial libre por fin de dolor. El aire de la eternidad sabía a vainilla.

Pero no vinieron los soldados, sino Marika, la encargada de la carreta de la cocina, una chica rubia de dieciocho años de Budapest que había estado acostándose con el cocinero. Se plantó en medio de las mujeres y les anunció que los alemanes se habían ido. Que se habían llevado los tres carros, los seis caballos y se habían largado. Los soldados habían dado por sentado que fusilarían a las mujeres antes de marcharse, pero el oberführer Schubert había dicho que no. Se habían ido, todos. Y Marika añadió:

—No tenemos comida.

Las lituanas eran las mujeres más competentes del ejército de esclavas y habían muerto todas. El liderazgo cayó sobre los hombros de Hannah. Propuso empezar a caminar rumbo al este con la esperanza de encontrarse con los rusos. Las mujeres protestaron diciendo que los rusos las violarían. Los alemanes eran monstruos, de eso no cabía la menor duda, pero los rusos tenían apetitos incontrolables; no eran tan monstruos, pero eran igualmente malos.

Hannah ignoró las quejas.

—Violarán a las polacas alemanas —dijo, refiriéndose a las mujeres de etnia alemana del norte de Polonia—. Tienen más que suficiente con ellas.

Con la complicidad del cielo que Hannah se había imaginado, la tormenta de nieve amainó y luego cesó por completo. Dudaba que quedaran alemanes en aquella orilla del Vístula y consideró que emprender camino hacia el este por la carretera con las ochenta mujeres que quedaban con vida del ejército de esclavas sería bastante seguro. Confiaba en poder saquear las granjas abandonadas por la gente que huía de los rusos. Cuando habían marchado hacia el oeste, había visto muchas granjas así.

Se cruzaron con gente de etnia alemana y polacos que huían en dirección contraria a ellas en carros tirados por caballos. No había gasolina para los vehículos a motor. Los polacos y los alemanes pasaron en silencio por su lado, con expresiones de desdén que les resultaba imposible disimular. Los niños más pequeños se tapaban la nariz y hacían gestos con las manos, como de ahuyentar el hedor. La carretera estaba llena de coches y camiones abandonados. Las mujeres inspeccionaron todos los vehículos en busca de comida. Se dividieron una bolsa con diez caramelos, contando estrictamente dos minutos en la boca de cada una de ellas.

Encontraron la primera granja cuando Hannah estaba ya al límite de sus fuerzas. De listones de madera, dos pisos, tejado de teja a dos aguas. Parecía vacía, pero no lo estaba: un anciano postrado en la cama empezó a gritar que le estaban robando. Hannah le ignoró para concentrarse en la despensa. Y, Dios bendito, encontraron un jamón entero, patatas, zanahorias, manzanas verdes, carne de buey curada en sal y avellanas. Acordaron que las normas alimenticias del judaísmo eran válidas para otros momentos y otros lugares y cortaron todo el jamón, comieron las patatas y las zanahorias crudas, compartieron la carne, acabaron con las avellanas y dividieron las manzanas, ocho, entre las ochenta mujeres. Dieron de comer al anciano, aunque él les bufara. Por lo visto, la familia lo había abandonado. Alguien sugirió que estaría mejor muerto, pero Hannah dijo que no.


Y se quedaron en la granja.

Había leña para los fogones y tres chimeneas y materiales para cubrirse al dormir: cortinas, lonas del taller de la granja, mantas de los caballos. Como si las comodidades y el calor hubieran sido un exceso para ellas, en el transcurso de los dos días siguientes murieron cinco mujeres. Hannah se vio obligada a cavar una vez más.

En la vaquería había dos vacas atadas, raza Holstein, mugiendo de hambre y el malestar provocado por las ubres llenas. Frieda, la mujer superviviente de más edad, criada en una granja en Hungría, se encargó de ordeñarlas. Le enseñó a Hannah cómo hacerlo, pero las clases terminaron en seco con su fallecimiento, después de un breve ataque de tos. Hannah hizo lo que pudo con las vacas, pero con mucho esfuerzo.

La comida menguó rápidamente. En uno de los campos encontraron una cabra solitaria, un macho de gran tamaño. Un equipo de mujeres empezó a perseguirlo con cuchillos de carne y un hacha. Para acorralar al animal fueron necesarias diez futuras carniceras. El macho fue sometido mientras una mujer armada con un cuchillo grande montaba a horcajadas sobre él y lo apuñalaba por donde podía con insistencia. El macho cabrío consiguió liberarse y durante días eludió la captura y siguió mirando a las mujeres, agotado, a través de las rendijas que tenía a modo de ojos. Cuando por fin se desplomó, fue decapitado a hachazos, cortado de forma inexperta y servido en estofado durante un montón de días.

Después de la debacle de la cabra, la matanza de animales —las vacas— no era una solución realista. Se llegó a la decisión de que la mitad de las mujeres debería echarse de nuevo a la carretera en busca de más granjas vacías. A mediados de enero, después de tres semanas en la granja, solo quedaban allí Hannah y doce de las ochenta mujeres originales. Vivían a base de leche y los nabos que quedaban aún apilados en el sótano.

Había dejado de nevar, pero los campos estaban blancos con la excepción de la mancha de color intenso allí donde habían sacrificado al macho cabrío y las líneas salpicadas de rojo que indicaban los movimientos del desgraciado animal después de ser acuchillado. Hannah, envuelta como un fardo para protegerse del frío, desarrolló la costumbre de sentarse una hora al día en el tractor que había en uno de los cobertizos. Era un tiempo que dedicaba a no pensar en nada, al vacío. Si tenía que sobrevivir y la guerra tocaba a su fin, haría eso: sentarse y no pensar en nada. No leería más libros. Evitaría cualquier tipo de expresión artística. No cultivaría la mente. Nada de lo que ponía en los libros era verdad. El arte no era verdad. La verdad era que Michael había muerto incinerado en Auschwitz. No habría más hijos.

Los rusos llegaron el primer día de febrero.