18

El valle y el río tenían un poco de todo: un pantano resultado de la acumulación del agua de lluvia y donde las libélulas ponían sus huevos y los cisnes negros batían las alas entre los juncos; una cascada que caía entre rocas de basalto, cerca de los yacimientos auríferos de Tennessee; una zona de aguas profundas de setenta metros de anchura a la que un norteamericano que estuvo un tiempo en los yacimientos bautizó como Mississippi Hole; kilómetros de torrentes donde los eucaliptos en una orilla y los nogales silvestres de la que fuera la casa de Tony Croft se arqueaban sobre el curso del riachuelo hasta prácticamente tocarse.

Cerca de las tierras de Tom, el río formaba lo que se conocía como los puentes de granito. No es que fueran puentes, sino que era más bien un lugar donde el agua se deslizaba poco profunda por encima de las costillas de granito que asomaban bajo la piel de la llanura aluvial. Río arriba podías encontrar Mississippi Hole; río abajo, las aguas rápidas que corrían a la sombra de los eucaliptos.

Unas horas después de medianoche, dos semanas antes de la celebración judío-cristiana que se estaba preparando en casa de Tom Hope, la figura de un niño empezó a perfilarse en la orilla oeste del río, junto a las aguas poco profundas que corrían sobre el granito. Iba vestido con una camisa y un pantalón corto prácticamente hechos harapos y sujetaba en una mano una única sandalia de cuero. Miraba hacia el otro lado de la corriente de agua, su cuerpo flojo por ese agotamiento que supera a los niños que se han marcado con testarudez una meta e ignoran la necesidad de descansar hasta llegar al punto de caer completamente agotados.

Después de dos días de viaje en tren y a pie, había llegado al lugar que estaba buscando, al cruce que había justo debajo de la granja. Había pasado dos días sin dormir, sin comer y, antes de llegar al río y agacharse para coger un poco de agua, sin beber. Al empezar el viaje, ni siquiera se había planteado la posibilidad de poder necesitar comida y bebida. Ni tampoco ahora. La tensión de su expresión, con los párpados casi inmóviles, era demasiado madura para su pequeña estatura. Tenía el aspecto de un adulto loco.

El niño se lanzó al río para vadearlo, manteniendo en todo momento su única sandalia por encima del nivel del agua, desdeñando totalmente la precaución que debería acompañar el paso de un río en plena noche. Cuando la corriente le alcanzó la cintura, siguió adelante, esforzándose por conservar el equilibrio. Mantuvo en todo momento la mirada clavada en las frondosas matas de planta espejo que crecían en la orilla este, resplandecientes bajo la luz de la luna. A paso firme, superó la mitad del cauce y siguió adelante, hasta situarse lo bastante cerca de las ramas de las plantas espejo como para poder estirar el brazo y agarrarse a una de ellas con la mano que tenía libre. Dejó que la corriente empujara su cuerpo hacia la orilla y transfirió la mano de la rama a los arbustos para, gateando, llegar a lugar seguro. Libre por fin del empuje de la corriente, se sentó en el agua, entre los juncos, y cogió aire. Durante la travesía apenas había respirado, era como si hubiera estado nadando todo el rato bajo el agua, con la boca herméticamente cerrada, las mejillas hinchadas.

Se había destrozado la camisa y el pantalón al trepar entre las alambradas, siguiendo el curso del río, y había vuelto a rasgárselos en los prados de Henty. Y estaba además lleno de arañazos. Tenía brazos y piernas, y también el cuello, cubiertos con hilillos de sangre, alguna seca, otra reciente. Cruzó la carretera y echó a andar por el margen izquierdo hasta llegar a la verja de la granja de Tom. Cuando llevaba andados apenas doce pasos por el camino de acceso, oyó ladrar a Beau y su rostro se relajó con una sonrisa. En cuestión de segundos, Beau emergió de la oscuridad, temblando de felicidad. El niño cayó de rodillas para abrazar al perro.

—Ni en broma me voy de aquí —le dijo a Beau, sin levantar la voz—. Me quedo aquí, joder. De aquí no me voy.


Hannah, con su fobia a los lugares oscuros y cerrados, tenía que dormir siempre con las cortinas abiertas. Las ventanas de la habitación daban hacia el oeste y a aquellas horas de la noche —más de las tres, según el despertador que Tom tenía en la mesilla, el reloj que marcaba la hora de ir a ordeñar— el cuarto estaba iluminado por la luz de la luna. Tom vislumbró una pequeña forma que lo zarandeaba por el hombro. Unos instantes de aturdimiento y, acto seguido:

—¿Petey?

Notó que el cuerpo de Hannah se movía un poco.

—¿Petey?

El niño permaneció inmóvil, con los brazos colgados a ambos lados del cuerpo, la sandalia sujeta con una mano.

Hannah estaba ya consciente y miraba a Peter parpadeando, confusa.

—¿Quién es? —preguntó.

—Peter —respondió Tom—. Ya me ocupo yo de él. —Y, dirigiéndose a Peter—: Petey, pásame los calzoncillos que tengo ahí en la silla.

Levantó las piernas y se puso la ropa interior bajo las sábanas. Salió de la cama y abrazó al niño, que seguía inmóvil.

—¿Qué te trae por aquí, viejo amigo? Vamos a la cocina. Deja que te vea con buena luz.

Tom se puso un pantalón y una camiseta. Con una mano en el hombro del niño, recorrió el pasillo hasta la cocina y encendió la luz.

—¡Caramba! Vaya pinta tienes para un tipo tan elegante como eres tú. ¿Has estado pasando entre alambradas?

Peter asintió. Su expresión era de desoladora paciencia, como si diera por sentado que era obligatorio padecer adversidades.

Tom abrió el grifo y cogió un trapo de la cocina.

—Así que nos hemos quedado solo con esto, ¿no, colega? Con solo un zapato.

Se arrodilló y le cogió la sandalia, para empezar a continuación a limpiarle los arañazos. Protegió los más recientes con tiritas del botiquín. Aclaró el trapo, lo escurrió y le lavó la cara a Peter.

—Imagino que tu madre no sabe dónde estás.

Peter no respondió.

—No creo. ¿Qué piensas? ¿Te apetece comer algo? ¿Un poco de desayuno? ¿Huevos y tostadas? Tu siéntate a la mesa y miraré qué tenemos. Sería una catástrofe si nos hubiéramos quedado sin huevos, ¿no te parece? Con gallinas que ponen veinte al día, no tendríamos que quedarnos sin, ¿verdad?

Peter se sentó a la mesa, tal vez un poquillo menos alterado. Tom le sirvió un vaso grande de leche fría. Mientras bebía, miró a su alrededor, capturando detalles familiares y no familiares de la cocina. No dio a entender qué pensaba de los diversos elementos decorativos nuevos que había repartidos por todas partes.

—¿Quieres contarme cómo has llegado hasta aquí, viejo amigo? ¿Darme alguna pista?

Peter habló por fin.

—En tren.

—¿Qué? ¿Que has venido en tren? ¿Desde Newhaven?

—En tres trenes.

—¿Tres? ¡Madre mía! ¿Qué has hecho? ¿Cogiste la línea de South Gippy hasta la ciudad? ¿Hasta Spencer Street?

—Sí —respondió Peter.

—¿Y luego qué? ¿El tren desde Spencer Street hasta Cornford? ¿Ese?

—Sí.

—Te habrá costado un dinero, ¿no? Todo ese viaje debe de ser tres o cuatro dólares.

Peter no dijo nada. Entonces, cuando Tom le concedió más espacio para explicaciones, dijo:

—No he pagado nada.

—Me lo imaginaba, viejo amigo. ¿Y has venido caminando desde Cornford?

¿Había hecho eso? ¿Más de treinta kilómetros?

—Caminando, sí.

Tom dejó que el niño comiera los huevos y las tostadas sin interrogarlo más. Se sentó también a la mesa, apoyándose en sus brazos cruzados, sin dejar de mirar a Peter. Pronto llegarían más preguntas, claro está, y Peter lo sabía. Entendía, a buen seguro, que Tom estaba proporcionándole una pausa antes de que se viera obligado a revelar cosas complicadas. Pero fue Peter quien puso prematuramente fin a la pausa. Tenía aún los huevos y las tostadas a medias.

—No quiero irme —dijo.

Tom no asintió. Pero movió ligeramente la cabeza para darle a entender que había oído lo que acababa de decir.

—No pienso irme, Tom.

Tom no dijo nada.

—Mierda, no pienso volver a ese rollo de Jesús. Joder.

—¡Caramba! ¡Vaya vocabulario! ¿De dónde sale todo esto?

—De ningún lado.

—¿De ningún lado?

—No sé.

—No pasa nada. Pero mejor que cortes con eso. Termina tu desayuno, colega.

Peter retomó sus huevos y sus tostadas, pero con tristeza. Comió dos o tres bocados y dejó el tenedor y el cuchillo.

—Lo siento —dijo.

—¿El qué? ¿Lo de las palabrotas? No pasa nada, Peter. Pero mejor que cortes con eso.

—De Trudy.

—¿Qué quieres decir?

—Es de Trudy.

—¿Lo de las palabrotas?

Peter movió la cabeza en un gesto exageradamente afirmativo.

—¿De tu madre? ¡Anda ya! ¿En serio?

Peter se llevó la mano al corazón para dar seriedad a su respuesta.

—Pues vaya —dijo Tom, meneando la cabeza—. Sí que ha cambiado.

Tom nunca había oído a Trudy decir palabrotas. Excepto una vez, sí. Excepto una vez. Cuando Trudy volvió a la granja, años atrás, Averil Booth, una mujer mayor que le tenía mucho cariño a Tom, había arrugado la nariz y se había negado a responder al saludo de Trudy cuando se habían cruzado con ella por la calle. Cuando la mujer quedó atrás, Trudy había murmurado, en un tono de voz perfectamente audible: «Estúpida vieja de mierda».

De pronto, la mirada de Peter se trasladó a la puerta que daba acceso al pasillo, situada detrás de Tom. Este volvió la cabeza y descubrió a Hannah con su bata negra de seda. Su expresión era difícil de interpretar. Podía dejar entrever cierta censura. Pero también preocupación.

—Peter ha llegado hasta aquí solo, Han —dijo Tom—. Desde Isla Phillip. Sin comprar billetes ni nada. Un vagabundo infantil.

Hannah cruzó la cocina hasta llegar al fregadero y luego le indicó con un gesto a Tom que se acercara.

—Tienes que devolverlo, Tom —dijo en voz baja.

La insistencia en su tono de voz resultaba violenta. En absoluto agradable.

—Sí, ya lo sé. Dame un poco de tiempo.

—Te lo digo en serio, Tom. Tiene que volver a su casa.

—No voy a llevarlo allí ahora mismo, Han. ¿Entendido?

—No. —Hannah hizo una mueca de exasperación—. No me refiero a inmediatamente. Pero tiene que volver a su casa.

A Tom le preocupaba que Peter pudiera oír aquel diálogo. Se llevó un dedo a los labios. Pero con solo mirar por encima del hombro supo que Peter estaba al corriente de lo que se estaban diciendo.

—Han, vuelve a la cama. Por favor, deja el tema en mis manos.

Hannah se quedó mirándolo.

—¿Te das cuenta de que hablo en serio?

—Sí. Pero vuelve a la cama. Déjalo en mis manos.


Tom acostó a Peter en la habitación de invitados —la que había sido su habitación— después de supervisar que se cepillara los dientes y se lavara las manos y los pies.

—Hablaremos cuando hayas descansado un buen rato, señor viajero, ¿entendido?

—Pero, Tom, no pienso volver. No quiero a Trudy. No quiero a la abuela. No quiero al pastor.

—Ya tendremos esta conversación por la mañana, colega. Ahora descansa, ¿vale? ¿Amigos?

—Amigos —dijo Peter, pero no con la convicción y la confianza del pasado.


Tom esperó en la cocina media hora larga, tiempo suficiente para que Peter se hubiera quedado dormido. Echó un vistazo a la habitación de invitados y le dio la impresión de que el niño estaba ya descansando. Cogió el teléfono, entró con él en su dormitorio y lo conectó a la segunda toma. Hannah estaba completamente despierta y sus ojos brillaban a la luz de la luna. Tom encendió la lámpara de la mesilla para buscar en la agenda el número del campamento de Jesucristo. Hannah lo miró fijamente.

Respondió Gordon Bligh, el pastor. Su voz sonaba amortiguada. Como si acabara de despertarlo.

Tom se identificó, pidió disculpas por llamar a aquellas horas y le explicó que Peter había aparecido en la granja.

—¿Y cómo ha llegado hasta ahí? —preguntó Gordon Bligh.

—Con varios trenes, y luego caminando un buen trecho. Me gustaría hablar con Trudy.

Le dijo que esperara; Trudy se puso al aparato al cabo de unos minutos. Parecía estar de un humor de perros.

—¿Y qué hace ahí? —dijo—. Ya puedes ir devolviéndomelo.

—Te lo devolveré. Pero ¿es eso lo que quieres?

—Más te vale.

—¿Has estado buscándolo? —preguntó Tom, que tenía sus dudas.

—Sí, por supuesto. Habla con el pastor.

Gordon Bligh se puso de nuevo al aparato.

—Iremos a recogerlo.

—No. No. Ya lo llevaré yo. Llegaremos hacia el mediodía.

Trudy volvió a coger el teléfono.

—Haz lo que quieras —dijo Trudy.

Otra vez Gordon Bligh.

—Que Peter esté aquí a las doce en punto.

Hannah le dijo que había hecho lo que debía. Tom le lanzó una mirada de enojo. Se desnudó y se metió otra vez en la cama, pero como el despertador sonaría en cuestión de media hora, ni siquiera intentó conciliar el sueño. ¿Tres trenes y más de treinta kilómetros andando? ¿Acaso alguien ponía en duda dónde quería estar el niño? Hannah le acercó la mano a la espalda. Tom se la retiró.

Antes de marcharse a la librería a las ocho y media de la mañana, Hannah buscó la caja donde estaban guardadas las cosas que Peter se había dejado en la casa, incluyendo el uniforme de la escuela de primaria de Hometown. Le planchó el pantalón corto y la camisa. No encontró más calzado que sus chancletas viejas. Sabía que el niño ya no estaría cuando ella regresara a la granja por la tarde, pero tuvo el tacto de evitar decir nada que pudiera ser entendido como un adiós. Aprovechó una oportunidad que se le presentó para posarle la mano en el hombro, brevemente. Y deseó que aquel contacto transmitiera mucho, mucho más de lo que posiblemente era capaz de transmitir.


Peter rechazó un segundo desayuno. Solo quiso un vaso de leche. Estaba destrozado y derrotado. Sabía que Tom lo devolvería a su casa sin siquiera hablar sobre el tema. Permaneció sentado cabizbajo a la mesa mientras Tom soltaba su discurso, oyéndolo, pero sin escuchar. «La ley, lo que dice la ley, por ley tengo que devolverte con tu madre, por ley al campamento, la ley, ojalá tuviera la manera de hacerlo, me gustaría poder quedarme contigo, me gustaría que te quedases aquí, la ley…».

—¿Ves dónde está el problema, colega?

—Hum…

—En la ley.

—Hum…

—Es duro, ¿verdad? Es muy duro, colega.

Peter levantó la barbilla, pero apartó la vista. Se abrió una puerta y la rebeldía irrumpió de golpe. Deseaba pegar a Tom, prender fuego a la casa, prender fuego a toda la granja. La rebeldía corría por su sangre. Pero de pronto se esfumó: una incursión, nada más. Estaba roto en la derrota y ya no necesitaba vivir.

Durante el largo camino de vuelta, Peter no tenía nada que decir. Tom, esforzándose por hacerle hablar, se dio cuenta de que el niño estaba superado por el dolor. Se calló, intentando encontrar algo que pudiera marcar la diferencia en su estado de ánimo, un comentario que arrojara un poco de luz al futuro.

Y había una cosa que podía decir, pero que no debía. Podía decir: «Te quiero conmigo en la granja. Nada me detendrá». El niño había ido hasta allí para escuchar esas palabras.