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El veredicto que hizo Tom de Crimen y castigo fue que nada podía redimir al hombre que había asesinado a dos mujeres con un hacha.

—Es una buena historia —le dijo a Hannah—, pero, si conocieras a ese tal Raskólnikov, sabrías que no hay esperanza para él. No merece la pena que Sonia vaya a visitarlo a la cárcel. Es un caso perdido.

Hannah le dio Sin blanca en París y Londres y 1984, y los acabó los dos en solo diez días. Su ritmo de lectura se había acelerado. Sin blanca le pareció estupendo, pero 1984 demasiado inverosímil.

A Hannah le gustaba mirarlo mientras leía; apenas le importaba el libro que le hubiera dado. O tal vez sí. Sí le importaba. Pero aquella forma de sujetar el libro entre las manos, la arruga de concentración que se le formaba en la frente, encendían en su corazón un amor similar al de una madre hacia un hijo. Viéndolo leer, le entraban ganas de acariciarlo. Las expresiones cambiantes de su cara eran como sombras de nubes que corren por encima de un paisaje.

Y se cuidaba mucho de decir «¡Buen chico!» cuando terminaba un libro. Los sentimientos maternales que albergaba hacia Tom no la turbaban en absoluto. Pero se los guardaba solo para ella.


La librería se inauguró sin gran fanfarria, solo con un anuncio publicitario a toda página en el River Tribune.

Hannah Babel y Tom Hope anuncian la inauguración de la

LIBRERÍA DE HANNAH

Ben Chifley Square, Hometown.

La única librería del condado.

Abierta de 9 a 5 entre semana y de 9 a 12 los sábados.

Con un amplio catálogo de clásicos y

las mejores novedades de todas las categorías.

¡7.500 títulos!

Ven a hojearlos y a disfrutar de una taza de té o café… ¡gratis!

El día de la inauguración coincidió con la feria anual del hospital de Hometown, en la que sesenta mesitas y tableros sostenidos con caballetes se llenaban con artículos que la gente del condado donaba. La feria del hospital atraía a una auténtica multitud hacia la pradera del rey Jorge VI y la rosaleda del Coronation Memorial, justo enfrente de Ben Chifley Square. Nunca había que preocuparse por las inclemencias del tiempo; en los treinta y dos años de celebración de la feria del hospital jamás había llovido.

El mismo día se celebraba también la feria del hurón del condado, importante en una región amante de los hurones como era aquella, donde se había criado originalmente el hurón plateado. En la feria se anunciaron los resultados de la cacería de conejos, una competición que se prolongaba durante todo el año entre Queenie, el hurón champán, y Bobby Hearst con su Mauser. Los resultados de este año: Queenie, 211, sin contar las crías; Bobby, 247, contando solo las presas confirmadas. Bobby era siempre el ganador. El River Times solía enviar un fotógrafo: Bobby y Queenie mejilla contra mejilla, Bobby poniendo cara de engreído, Queenie más amargado.

La feria del hospital daba a Eber Stanley, el representante local en el parlamento federal, una gran oportunidad para pasearse por allí vestido para promocionarse como el mejor amigo de los granjeros de aquel condado, en gran parte rural: pantalones beis, botas Blundstone, camisa de cuadros, sombrero Akubra. Cualquier otro año, Eber se habría escabullido para ir a lanzar la caña en alguno de los estanques que se formaban debajo de los puentes de granito. Pero este año intuía que tendría que luchar por retener su escaño.

Después de la desaparición de Harold Hot en el oleaje de Cheviot Beach, el problemático John Gorton había sido nombrado primer ministro. Gough Whitlam era el líder de la oposición, un hombre algo más elegible que el viejo Artie Calwell. Eber había levantado el dedo y había detectado los vientos de cambio que soplaban por el condado. El número de mujeres en vaqueros era un tema preocupante. Eber consideraba que los vestidos se adecuaban mejor a la figura femenina. Veía un vínculo entre las mujeres con vaqueros y las mujeres comportándose como bolcheviques. Pero relajarse un poco no hacía daño a nadie, de ahí que luciese con orgullo en el bolsillo de la camisa la chapa que le había regalado Moira, la fumeta, donde podía leerse: «¡El lugar de la mujer está en todas partes!». Por otro lado, en la carnicería de Juicy Collins, vendían kebabs ensartados en brochetas de madera marinados en especias que nada tenían que ver con la Australia que Eber conocía y amaba. ¿Qué demonios estaba pasando?

Aun así, el cambio, ¿qué le ibas a hacer? Con osadía, Eber se despidió de un dólar y diez centavos en la barbacoa que Juicy había instalado en una esquina de la Commonwealth of Australia Street, justo delante de la rosaleda. Cogió una brocheta de aquel producto nefasto y forzó una sonrisa descomunal para el fotógrafo del River Times.

Los visitantes de la feria cruzaban hasta la Librería de Hannah con ánimos, quizá, de gastar algo en literatura. También gente de los hurones, de Fisher Reserve, cuando podían escaparse un momento. Se vendieron libros: Enid Blyton, sobre todo; varios libros de Noddy, Los Cinco y Los Siete Secretos.

La mayoría de los clientes eran mujeres. Las había que agarraban un libro de las estanterías y lo hojeaban con cara de estar saboreándolo. Otras los cogían con cierta ansiedad, como si hacerlo significara un compromiso de compra.

Bunty George que, como Tom, gestionaba ella sola su granja en lo que los primeros colonos de Yorkshire bautizaron como «los grandes páramos», al oeste del pueblo, no mostró tantos escrúpulos; pasó por los títulos de Agatha Christie como una cortadora de paja y llevó un fardo de libros al mostrador.

Una enfermera del hospital, una mujer robusta de mediana edad llamada Lilly, con un moño alto de pelo rojo que destellaba como una baliza, se acercó al mostrador con un ejemplar de tapa dura de Guerra y paz editado por Bodley Head. Lo depositó con esa mirada desafiante que solo una veterana de las salas hospitalarias puede lograr.

—Llevaba años queriendo leer esto —dijo—. Y ahora es mi oportunidad.

Era como si se hubiera recetado un medicamento difícil de tragar, pero que le haría todo el bien del mundo.

De repente se oyó un grito en la tienda y una mujer con una boina de cuadros corrió hacia Hannah con un libro en las manos.

¡Las Andorinas y las Amazonas! Lo leí hace treinta años cuando era pequeña. ¡Santo cielo!

No todos los que entraban en la tienda lo hacían con la intención de comprar. Muchos sentían simplemente curiosidad por ver cómo era una librería. En el pueblo había una biblioteca financiada sin mucho interés por el condado, de modo que la gente sabía qué esperar cuando veía libros apiñados en unas estanterías, pero la biblioteca nunca había tenido el lustre del establecimiento de Hannah. Estaba al lado de la sucursal del English, Scottish & Australian Bank, al final de Veronica Street, por encima del sumidero. Todo aquel lado de la calle había quedado anegado por el agua de la inundación, hasta la altura de las bombillas. Los libros habían ido a la basura y Ern Murdoch, el bibliotecario, anciano y frágil y siempre con su jersey gris, se había jubilado y se había ido a vivir a una residencia en la ciudad, como tendría que haber hecho ya diez años atrás. Pero, incluso cuando había libros, no era nada en comparación con el número de volúmenes que tenía Hannah.

Pero ¿necesitaba Hometown algo tan llamativo? ¿Siete mil quinientos títulos? Nadie le formuló a Hannah esa pregunta, pero ella la intuyó igualmente. Intuyó también que las mujeres se sentían más a gusto que los hombres entre aquella abundancia. Tal vez las mujeres, por costumbre y por carácter, fueran más felices ante la perspectiva de semejante inmersión. Los hombres, todos, contemplaban las estanterías meneando con un gesto de preocupación la cabeza. Muchos libros. Era como sentarse en la arena del desierto egipcio el día uno de la construcción de las pirámides y ver todos los bloques.

La curiosidad de los visitantes se extendía hasta la persona de Hannah. Los que conocían a Tom —bastantes en todo el condado— miraban con malos ojos a la extranjera madura que le había pescado para llevarlo hasta el matrimonio. Que Tom era susceptible de ser pescado y había sido pescado lo daba todo el mundo por sentado. Había que reconocer que Hannah Babel era una mujer muy atractiva para su edad, pero ese cabello gris… Madre mía. Además, estaba loca. Lo que salvaba a Hannah del desdén absoluto era la historia de sus esfuerzos heroicos por salvar la granja cuando el diluvio. Tom se lo había contado a Bev y Juicy; Bev y Juicy lo habían comentado a la gente. Por lo tanto, estaba claro que estaba dispuesta a ensuciarse las manos, a remangarse, en un momento dado. Pero superaba con creces los cuarenta. Y Tom tenía poco más de treinta.


Tom echaba una mano en la tienda desde las diez y media hasta que cerraba al mediodía. Le gustaba ayudar a Hannah. Pero, por otro lado, se sentía como un bobo allí dentro, tecleando los precios en la caja registradora, acompañando a los clientes en su paseo mirando las estanterías. Él era granjero y, antes que eso, mecánico y soldador. Y sí, podía bandearse en una docena de oficios, pero ningún manitas debería incorporar lo de «propietario de una librería» a su lista de habilidades. Gracias a Hannah, sabía quién era Dostoyevski, también Turguénev (llevaba cuarenta páginas de Padres e hijos), pero ¿un pueblerino como él moviéndose por aquella tienda tan exquisita, con su tapiz antiguo, sus cuadros bellamente enmarcados y sus alfombras de Kabul? Era un impostor. Una hora antes de presentarse cada día en la tienda, andaba cubierto de barro, reuniendo su rebaño de ovejas, gritándoles a las vacas, llevándose los dedos a la boca para silbarle a Beau y, luego, ponía su mejor sonrisa para explicarles a las esposas de los granjeros dónde podían encontrar los libros de Georgette Heyer. Con camisa y corbata. Zapatos lustrados. Pantalón negro planchado con raya. Cuando amabas a una mujer, podías acabar así. Dios. Al mediodía, se despedía de Hannah con un beso y volvía rápidamente a la granja, donde tenía cientos de cosas que hacer.

Hannah se deshacía con amabilidad de los dos últimos clientes que se entretenían en la tienda, giraba el cartel de «Cerrado» y se quedaba sola con su alegría. La tienda había vendido treinta y siete libros, casi un 0,5 por ciento de sus existencias. Para cubrir gastos, pagar el alquiler y las facturas, Hannah tendría que vender cincuenta libros diarios. Puesto que la mayor actividad se reducía al sábado por la mañana, sus objetivos de ventas eran más que improbables.

Pero daba igual. La felicidad corría por sus venas y sus arterias y alcanzaba hasta el último rincón de su cuerpo y su ser.


¿Ves cómo las cosas acaban saliendo? ¿Ves cómo el mundo es lo bastante grande como para facilitar que ciertas cosas se hagan realidad? Que, treinta y seis años atrás, el sindicato de estudiantes alemán pudiera llevar a cabo una manifestación en Opernplatz, Berlín, y quemar veinticinco mil libros, muchos de ellos escritos por judíos, que los estudiantes se regocijaran en su festival de odio, y ahora estuviera pasando esto, en Hometown. La librería de los corazones solitarios de Hannah, una auténtica maravilla.

Su padre se había enterado de la noticia por la radio, en su apartamento de Pest, cerca del Puente de las Cadenas, con Hannah y su hermana Mitzi, un año mayor que ella, sentadas en el sofá a su lado. «Están quemando libros. ¿Por qué esta locura? Los estudiantes están quemando libros». Se había estrujado las manos y había presionado su anillo de casado con el pulgar, como hacía siempre que estaba nervioso. Hannah le había cogido las manos y lo había tranquilizado. La barba de dos días que le cubría la barbilla y las mejillas empezaba a ser canosa y sus gafas redondas se habían quedado empañadas. Movió los labios en silencio. Una oración de perdón, imaginó Hannah; su padre iba por la vida perdonando incluso cuando no estaba especialmente justificado.

Era contable de profesión y tenía diez empleados, pero su vida estaba completamente consagrada a la literatura. El apartamento estaba ocupado con estanterías en casi todas las habitaciones; flanqueaban puertas, rodeaban ventanas; una exasperación para la madre de Hannah, Dafna, que se pasó la mitad de su vida encaramada a una escalera con un plumero.

Para George Babel, cada libro ocupaba su lugar en la narrativa mundial, era una historia única contada por miles de voces. Tenía sus favoritos —Moses Mendelssohn, Tolstói, Aristóteles—, pero nunca hablaba de ellos como gigantes entre los menos dotados; más bien se refería a ellos como líderes. Igual que le sucedía a Hannah, no aprobaba la existencia de colonias en las estanterías y obligaba a todos los autores a convivir en un kibutz literario.

Hannah cerró las manos sobre las de su padre y le dirigió palabras de consuelo, pero el consuelo no lo salvó. Murió en un campo de concentración en el norte, cuando su corazón no dio más de sí. La madre de Hannah y dos de sus hermanas, Mitzi y Pasqual, fueron ahorcadas por robo en el mismo campo; Deate recibió una paliza demasiado salvaje como para sobrevivir a ella; Moshe fue enviado a una unidad de trabajo y se dijo que murió de hambre. Ninguno de ellos llegó a Auschwitz.

No fue hasta 1948 cuando Hannah conoció el destino de los distintos miembros de su familia. La biblioteca de su padre había desaparecido cuando regresó al apartamento en 1945. Podría haber pensado: «¿Y qué? ¿Salvaron los libros a mi padre? ¿Salvaron a alguien?». O: «Mi padre amaba los libros, yo amaba los libros, un día tendré una tienda y me colocaré detrás del mostrador para venderlos».

Podría haber abierto una librería en Budapest después de la guerra, pero Stefan estaba demasiado ocupado como para poder prestarle atención y los comunistas controlaban en exceso los títulos. Y eso era intolerable. Incluso aquí, en Hometown, había que acomodarse a la censura. Su solución consistía en colocar un pequeño taco de madera allí donde tendría que exhibirse el libro prohibido. Y en cada taco (Tom los había fabricado siguiendo sus especificaciones) pegaba una etiqueta: «Delincuente juvenil está prohibido en Australia. Diríjase al mostrador para un resumen del relato». O El amante de Lady Chatterley. O Eros y civilización. Hannah almacenaba los resúmenes en la cabeza. Y estaba dispuesta a pregonar las vicisitudes narradas en el libro a cualquiera que mostrara la curiosidad suficiente.

Llegó a Australia con la librería aún en su imaginación y se dijo: «¿Acaso puedo alejarme más? Me pararé aquí». Muy al oeste de Budapest; de Auschwitz. Había leído lo bastante como para saber que no podemos hablar de que las cosas suceden de determinada manera porque así lo dicta el destino. Si su largo viaje desde Europa hasta Hometown, hasta Tom Hope, hasta la librería de los corazones solitarios, estaba dictado por el destino, entonces Mein Kampf también era cosa del destino, y el exterminio, y el Säuberung de los estudiantes en Opernplatz también fue cosa del destino.

Se dijo: «Es una lástima». La felicidad de Hannah era tan grande que podía albergar contradicciones. Sin duda alguna, todo aquello estaba predestinado, aquella librería que la sumiría en la bancarrota, aquel amor por un hombre que un día miraría más fijamente sus canas y sus arrugas de lo que lo hacía ahora. Una lástima. Pero, por el momento, tenía que saborear el paraíso.