10
Esta vez Hannah se quedó a pasar la noche en la granja. Por lo visto, quería hacer un acto de contrición. Mientras Tom preparaba la cena, ella se dedicó a mirar los cuadros: la obra del tío Frank, que durante los últimos años de su vida se consagró a la pintura al óleo con un abandono en el que parecía aspirar a la muerte o la gloria. Los lienzos habían sido enmarcados majestuosamente con marcos dorados de aspecto antiguo y eran todos del mismo tamaño: cuarenta y cinco por cincuenta centímetros. Tres de los cuadros eran de cascadas: largas cortinas de azul plasmadas en la parte central del lienzo y flanqueadas por frondosa vegetación. Uno era el retrato de la cara de una oveja. Era evidente que al tío Frank le había resultado difícil representar el morro, pero lo había intentado, y el morro alcanzaba la categoría de un retrato independiente dentro del retrato. Los dos paisajes, mirando cuesta arriba, hacia las rocas que había en la colina que se alzaba sobre la granja, daban al espectador la impresión de que una ráfaga de viento podría tumbar las piedras y hacerlas rodar ladera abajo de tan precariamente ancladas que estaban al suelo. A Hannah le parecieron todos adorables. Y muy en particular un autorretrato con un sombrero con tapones de corcho colgando del ala.
Tom iba controlando la pata de cordero, las patatas asadas, la calabaza. Como guarnición de verdura, había elegido judías verdes. Y como toque especial, porque sabía prepararlos, dumplings: su madre le había enseñado a hacerlos. En respuesta a un comentario de Hannah, dijo:
—No quiero quitarlos. El viejo Frank se sentía muy orgulloso de ellos —y añadió—: Supongo que son basura.
—Me gustan —replicó Hannah—. ¿Hay más? Podríamos colgarlos en la tienda, ¿qué te parece?
Tom tenía abierta la puerta del horno de leña y estaba observando el interior. Hannah se agachó a su lado.
—¿Listo? —dijo.
—Quince minutos más.
Puso las judías en el calientaplatos. Llevaba un paño de cocina en la cintura, sujeto por el cinturón. Y se le veía especialmente alegre. Abrió la vieja y ruidosa Kelvinator para coger una botella de vino.
—¿Tinto con la carne? —dijo—. ¿Te parece bien? Un burdeos Moyston.
Hannah levantó las cejas. ¿En la nevera? Pero dijo: «Fantástico», cuando Tom dejó la botella en la mesa. Una búsqueda concienzuda había dado como resultado un mantel blanco de lino que era una donación de las hermanas de Tom. Sin una plancha de vapor era imposible sacar las arrugas, de modo que una serie de crestas se extendían de norte a sur y de este a oeste por todo el mantel.
Hannah tomó asiento a la mesa para mantener a raya su irresistible impulso de intervenir. Seguir los movimientos decididos de Tom, incluso los más torpes, le proporcionaba placer. Tom intentó retirar la bandeja del horno con la simple ayuda del paño de cocina, se quemó los dedos, volvió a intentarlo y se vio obligado a correr precipitadamente hacia la encimera para depositarla estruendosamente en la superficie. Entre tanto, el puré empezaba a cuajarse. Pero, con perseverancia, acabó siendo capaz de llenar dos grandes platos desparejados con cordero asado y verduras.
Tomó asiento y se levantó de repente para ir a buscar las servilletas de tela, otro regalo de sus hermanas, y la sal y la pimienta.
—Tendría que haber preparado una salsa de menta —dijo—. Y salsa de queso para la coliflor.
—Tom, está perfecto. Me encanta.
De hecho, era la primera vez que un marido o un amante preparaba una comida para Hannah. Era sorprendente que en todos aquellos años no hubiera insistido nunca en ello. Se había criado en un hogar ortodoxo, no excesivamente estricto pero estricto. A menudo se había rebelado contra la cantinela de su madre sobre coser y cocinar. ¿Y sus cuatro hermanas? Chicas obedientes de todo corazón.
El padre de Hannah era su mayor defensor. «¿Quieres cinco iguales? Tenemos una bendecida con su propia forma de pensar». La había enviado a la universidad cuando era imposible que los judíos pudieran matricularse; su padre lo había conseguido.
Pero las ambiciones que tenía depositadas en ella no se habían extendido hasta el punto de olvidarse por completo de la cocina y la tabla de planchar. Y, como ella le quería muchísimo, había convertido en un lema las prioridades de él: mantener una cocina siempre kosher, alimentar al esposo, estudiar y desarrollarse profesionalmente. Y, cuando al primer año se quedó embarazada y se casó, lo hizo con un hombre incapaz de abrir la puerta de un horno.
Leon, un gigante intelectual, creía al parecer que un espíritu invisible se encargaba de que la casa funcionara sin problemas. Cuando Hannah estuvo ingresada tres semanas en el hospital Pavdac como consecuencia de una neumonía, Leon fue adquiriendo poco a poco el aspecto de un vagabundo sin amor, con las camisas cada vez más arrugadas, como si durmiera con ellas puestas. Hannah había llevado la casa para dos maridos sin el menor resentimiento y había escrito su tesis sobre el barroco húngaro mientras criaba un bebé y horneaba pan challah.
Leon se sentaba a la mesa concentrado en cualquier libro de Proudhon mientras ella seguía una furiosa coreografía de aprovisionamiento arriba y abajo de la cocina con Michael sujeto a su cadera con un fular portabebés. Después de Auschwitz y la muerte de Leon, se casó con Stefan, que se sentaba a la mesa concentrado en cualquier libro de Berenson mientras ella iba colocando un plato tras otro bajo su tenedor alzado, esta vez sin el bebé, sin el niño. En 1956, con los tanques soviéticos en las calles de Budapest, se dedicó a colocar platos bajo los tenedores alzados de diez o más agitadores del Consejo de Trabajadores que se apiñaban en el apartamento después de lanzar ladrillos durante un rato contra los rusos, para ser recompensada (si acaso esa era la palabra) con un beso en la mejilla, un abrazo por la cintura.
Nada en la vida la había preparado para Tom. Aquel día en la tienda había comprendido todo lo que había que comprender sobre él con una sola mirada, y se equivocó. Llegó a Australia, lo comprendió todo en diez minutos, y después se dio cuenta de que no era así. La misma experiencia.
El corazón de Tom no era el tipo de corazón que había conocido en el pasado. No era lo mismo en nada, ni siquiera en sus costumbres. Se apartaba el pelo rubio de la frente con el antebrazo. Cuando quería decirle algo complicado, miraba primero a su izquierda, luego bajaba la vista y finalmente levantaba la cabeza y la miraba a los ojos. A diario incorporaba cosas en aquel pequeño catálogo de peculiaridades. El detalle del amor. Y algo que le gustaba especialmente: sus extremidades largas, limpias.
¿Y por qué eran importantes sus extremidades? Le acariciaba las piernas en toda su longitud, los brazos, y se decía, de forma absurda, claro está: «Es mío, todo mío». ¿Con más de cuarenta y cinco años y de repente enferma de celos y con la necesidad de alejar a un hombre de otras mujeres? Era algo que siempre había menospreciado. Pero ahora. Aquel país. Hacía emerger a la superficie cosas desconocidas de sí misma. De entrada, pensó: «Australianos, niños, no saben nada». Eso fue lo que pensó de Tom.
Pero había mucho más por conocer, ahora lo sabía.
Mientras comían le preguntó si había leído algo más de Grandes esperanzas. Sí. Lo llevaba en el bolsillo de atrás del pantalón mientras iba de un lado a otro de la granja y había leído fragmentos apoyado en la pared de la vaquería, del granero; mientras daba de comer pienso a las gallinas. Podía leer treinta páginas en una hora. La señorita Havisham estaba loca, ¿verdad?
—¿Crees que estaba loca? —preguntó Hannah, reconociendo en su actitud, por desgracia, la conducta de un tutor.
—Bueno, sí. Sí. Con toda la comida poniéndose mohosa en la mesa. Eso es de locos, ¿no te parece?
Hannah dijo (pensando: «Dios mío, ¿te estás oyendo?»):
—El desengaño puede ser una pasión.
—¿Qué?
—Su sensación de haber sido traicionada. Vive por la pasión del desengaño. Le guarda fidelidad eterna. Para ella significa más que lo que el matrimonio hubiera podido llegar a significar algún día. ¿Lo entiendes?
Tom se detuvo a pensarlo.
—¿Quería que la dejaran plantada?
—No, Tom. No es eso. Pero fíjate en que eso le da algo por lo que vivir. Le da un objetivo a toda su vida.
—Creo que me he perdido.
Disfrutaron del pudin, del sirope dorado, toda una novedad para Hannah. Acabaron no una, sino dos botellas de burdeos frío y luego lavaron y secaron juntos los platos. Hannah pensaba constantemente: «Si vuelve a decir cásate conmigo, sé menos tonta, sé menos condenadamente tonta y di: “Sí, Tom, lo quiero con todo mi corazón”».
Hicieron el amor, achispados.
Antes de ponerse a dormir, le pidió a Tom que descorriera las cortinas de la habitación para que entrara el resplandor de la luna.
—Es la guerra, Tom —explicó—. Pasamos días y días escondidos en lugares oscuros. Ahora necesito ver constantemente el exterior.
Tom le besó los hombros, el pecho.
—Cuéntame —dijo.
Se lo pensó un buen rato. Y finalmente contestó:
—No, creo que no.
Tom se levantó a las cuatro y media para ir a atender a las vacas y la dejó durmiendo. O eso se imaginaba. Ella se quedó en la cama, recorriendo con la mirada el tocador, luego el armario, después todos los espacios sumidos en sombras, levantando la cabeza para escuchar a las vacas, impacientes antes de la llegada de Tom. Ordeñaba a mano, lo sabía. Solo las doce vacas, los cincuenta litros de leche destinados a la pareja suiza de ancianos de Brown Dog Creek que producían queso Tilsit y lo exportaban a su Basilea natal. En una ocasión le preguntó a Tom acerca de la suavidad de sus mejillas. Le explicó que ordeñaba con una mejilla pegada al flanco de la vaca, y las iba turnando. La tez de una ordeñadora. Oyó las ovejas en los prados, balando porque el amanecer empezaba a asomar en el cielo. Tom decía que las ovejas se despertaban esperanzadas cada día. Que eran animales optimistas y no tan tontas como parecían. Hannah pensó: «Si se marcha, me moriré». Pero entonces se serenó. «No, no me moriré. ¡Menos melodrama!». Pero en realidad creía que se moriría. Eso esperaba.
Retiró las sábanas, se envolvió en la manta que Tom había dejado junto a la cama por si tenían frío y empezó a deambular por la casa estudiando los objetos que había en anaqueles y estanterías. Encendió la luz de la sala de estar, con su sofá y sus sillones verdes, espantosos e informes por culpa de los muelles rotos. Y allí encontró lo que estaba buscando: una fotografía del niño, Peter. Estaba apoyada en la repisa de la chimenea, donde las brasas del fuego que habían encendido por la noche seguían aún vivas. Sujetó la manta con una mano y la fotografía con la otra.
—Aquí está —dijo—, el niño.
En la fotografía se veía un niño de unos cinco años de edad vestido de uniforme y con una cartera colgada al hombro. Tenía el pelo oscuro, corto y bien peinado. Daba la impresión de estar sonriendo al máximo de sus posibilidades. Hannah reconoció a sus espaldas la pared de chapa ondulada del taller, el frondoso cotoneaster con sus manzanitas elevándose por encima del tejado. Sentado a los pies del niño estaba Beau, el perro, con la cabeza ladeada y con la expresión perpleja de la mascota a la que le han ordenado permanecer quieta. El sol le daba en la cara, en la cara de Peter, y miraba a la cámara con los ojos entrecerrados. La sombra de la persona con la cámara aparecía en el encuadre de la fotografía. Era Tom; conocía la forma de su sombra.
Hannah descansó la mirada en el niño de la fotografía durante un minuto, luego otro. La luz dorada rojiza de las brasas le iluminaba la cara. Dejó finalmente la fotografía en la repisa de la chimenea, se dirigió cabizbaja hacia la cocina y tomó asiento. El paquete de sal Saxa, con un agujero en la parte superior, pinchado para poder verterla, seguía aún en el centro de la mesa.
Se levantó para mirar hacia la vaquería desde el porche trasero. Las luces estaban encendidas. Tom estaría acabando ya de ordeñar. Regresó al dormitorio y se metió de nuevo en la cama. Al cabo de poco tiempo oyó que se cerraba la puerta mosquitera. Oyó a Tom desvestirse. No tenía ni idea de cómo había adivinado lo que ella necesitaba, pero lo había hecho. La abrazó desde atrás, rodeando su forma, la besó en la nuca y le murmuró palabras tiernas al oído.