Tres
La gota fría había sido anunciada a bombo y platillo, y a platillo y bombo llegó. Comenzó a llover a las tres de la tarde y a eso de las diez de la noche el Servicio Meteorológico Nacional informaba de doscientos veinte litros por metro cuadrado en la ciudad de Alicante. Lo peor de aquel sábado estaba en la zona de San Joan. Incapaces de absorber tamaña cantidad de agua, se produjo el desbordamiento de los cauces secos de los barrancos. La avalancha inundó los bajos del Hospital y de sus edificios anejos, incluido el Instituto. El agua afectó especialmente a los laboratorios de servicios comunes y al animalario. Cuando el torrente llegó a los cuadros eléctricos se produjo el apagón. Los generadores eléctricos centrales quedaron también inservibles.
Susana iba subida en la parte de atrás del Toyota Hi-Lux cubierta con un impermeable. A su lado, y también cubierto con una loneta impermeable, viajaba el generador eléctrico Honda que tenían en su casa para situaciones especiales. En realidad nunca lo habían puesto en marcha, no porque el fluido eléctrico no fallase en casa de cuando en vez, sino porque estaba aún sin estrenar y ponerlo por primera vez en marcha suponía dedicarle tiempo cada seis meses a las labores de mantenimiento. En casa siempre se pensaba que era más práctico esperar media hora a que a luz volviese. Ahora el problema era bien distinto. Sin luz, los ultra-congeladores del Instituto irían perdiendo frío en pocas horas y arruinarían el trabajo de años. Así que se habían reunido en el garaje de casa para ponerlo en marcha por vez primera y llevarlo en aquel todo- terreno de los padres de Ángela, la becaria más joven del grupo. Los casi dos palmos de agua que había sobre las carreteras hacía imposible la conducción con los coches de cualquiera del grupo, pero el padre de Ángela tenía una finca en Agost y le daba cierto uso al Toyota.
El aspecto del Instituto era fantasmal. Sólo las luces de emergencia ponían algo de vida a todo aquel silencio sepulcral. Eran las nueve de la noche. Como el grupo sólo daba tres kilowatios decidieron centrarse en salvar un ultra-congelador, una nevera «combi» y la estufa de cultivos celulares. Unos minutos más tarde el ruido del generador desgarró el silencio del edificio. El grupo se empleó en salvar lo esencial y colocarlo en los equipos que volvían a funcionar. Progresivamente fueron oyendo el sonido de más generadores que se ponían en marcha. De momento habían logrado salvar los muebles. Pep decidió quedarse a dormir para ir echándole gasolina el generador cada tres o cuatro horas. Paco lo relevaría por la mañana, aquel domingo sería bautizado eufemísticamente como el día de la humedad.
Las cosas tardaron dos semanas en volver a la normalidad, si por tal puede definirse a un centro que había perdido buena parte de sus infraestructuras básicas, entre ellas el animalario, el laboratorio de isótopos y el laboratorio central de cultivos. Los apaños de las primeras horas habían logrado salvar muchas cosas de los efectos de las aguas, pero no pudieron hacer nada para evitar que el contenido de los tanques de nitrógeno líquido se perdiese, o que más de la mitad de los animales transgénicos se ahogasen en sus jaulas. Las compensaciones económicas de los seguros llegarían en unas pocas semanas, pero el trabajo de años era en muchos casos irrecuperable.
El trabajo hubo de proseguirse con cierta precariedad, pero aquel era uno de los centros punteros del país y poseía recursos para hacer frente a la situación. La vieja unidad de cultivos del laboratorio de Susana comenzó a ser compartida con dos laboratorios más. Ahora, al abrir la puerta de la vieja estufa Pep encontraba un sin fin de placas, frascos y «multiwell» algunas de formas imposibles.
Aquella mañana Pep llegó tarde al laboratorio, le habían hecho los análisis obligatorios de la Mutua y luego le cogieron todos los atascos por las obras de restauración de la carretera. Total, doce de la mañana —y sin vender una escoba.
Su trabajo de la mañana de los lunes comenzaba con los cambios de medio de las células, los subcultivos y las demás tediosas labores de mantenimiento de la unidad de cultivos. Se puso la bata verde, ahora debía utilizarla, ya que los demás técnicos la usaban cada vez que entraban en aquel ambiente limpio. Cambió unos medios a los frascos de neuroblastomas y se puso a buscar sus PC12 transfectadas. No estaban. Él estaba seguro que el viernes las había dejado en la bandeja de arriba de la estufa. Si no estaban allí era seguro que se la habían contaminado; eso se detecta porque el medio se pone de color amarillo. Alguno de los técnicos lo habría detectado y las habrían tirado a la basura. Así que se puso a rebuscar en el cubo de desperdicios, pero no halló otra cosa que pipetas desechables, un par de frascos y guantes usados. Sólo cuando una preparación está realmente contaminada se tira fuera del cuarto de cultivos; no le parecía que ese fuera el caso. Lo más normal es que alguien se hubiese llevado sus células por error; hurgó de nuevo por la estufa, buscando la fuente del mismo, y descubrió una placa de veinticuatro pocilios marcada con una G y la fecha del viernes. Alguien podía ser tan tonto para confundir una G con un 6, o él haber sido tan poco precavido como para no escribir más en la placa. Lo que pasaba es que antes él estaba solo en aquel mundo que ahora había de compartir. Salió en busca de Kevin, el técnico de Andrés Kaumann, «el Alzheimo».
El Dr. Kaumann había recibido aquel sobrenombre de dudoso halago luego de pronunciar su primera conferencia antes de incorporarse al Instituto: «Alzheimer, Alzheimer, Alzheimer, eso siempre está en mi cabeza. Ahora era casi un apellido». Kevin era su técnico de laboratorio.
El proyecto que Kaumann desarrollaba en su laboratorio consistía en ensayar nuevas moléculas neuroprotectoras frente al avance del Aizheimer.
A Kevin le resultaba bastante rutinario: incubaba las células de neuroblastoma con el péptido ß-amiloide y estudiaba el porcentaje de muerte celular que se producía. Simultáneamente, realizaba los mismos experimentos en presencia de nuevos fármacos de síntesis para ver si éstos protegían o no a las células. Al día siguiente medía la actividad de una enzima citoplasmática —la LDH— en el líquido que bañaba las células. Si la célula muere, la LDH saldría al exterior. Normalmente encontraba toda la placa de color azul en cuanto añadía el reactivo, señal evidente de muerte. Volvía silbando por el pasillo con sus placas en la mano, camino de vuelta al laboratorio de cultivos cuando se topó con Pep con cara de pocos amigos.
—Kevin, creo que te llevaste mis células esta mañana.
—¡Imposible!
—Bueno, son las que llevas en la mano, yo mismo las marqué.
Tras mirar las inscripciones en la tapa a Kevin no le quedó margen de error.
—¡Mi madre! ¿Eran muy importantes?
—¿Qué les has hecho?
Pep estaba de vuelta al laboratorio. Su enfado era una mezcla de sentimientos, por un lado el estúpido del Kevin, que siempre con sus auriculares puestos no se entera de nada. Luego consigo mismo; tenía que haber rotulado bien la placa ahora que su estufa era de la comunidad. La transfección de nuevas células le llevaría una semana entre crecerlas, electroporarlas y sembrarlas. Para ello, además, necesitaba más plásmido, y no sabía si Susana tenía más. Con el rabo entre las piernas, fue a verla.
Cuando llegó la situación no podía ser peor, habían abierto las ventanas para que se fuera el olor a humedad que ascendía desde los pisos inferiores y el viento tiró una de las macetas de petunias que había junto al microondas, en su caída arrastró la botella de mercaptoetano,l que se rompió en el suelo esparciendo su olor por toda la habitación. Allí no había quien entrara. La propia Susana estaba aplicándose con la fregona en el momento en que Pep entraba.
—Susana, tengo que hablar contigo.
—¿Es urgente?
—Más o menos.
Pep sintió que los ojos de Susana lo estaban fusilando. Sólo duró un par de segundos, luego su cara se iluminó.
—Kevin no ha tirado las células ¿Verdad?
—No, las devolvió hace un rato a la estufa.
—¡Dile que no las toque!