Cinco

Cuando el coche se detuvo frente a su vivienda le esperaba una nueva sorpresa. Una de las puertas laterales se encontraba abierta y una luz mortecina salía de ella. Dos mujeres se encontraban en franca tertulia junto al dintel. Ramiro comprobó con horror que ambas tenían una barriga más que pronunciada. Entendió entonces por qué portaba material obstétrico en su maletín.

Estaba francamente cansado, extrajo su leontina del chaleco y miró el reloj: ¡sólo las nueve y media de la noche y le parecía que llevase cien horas despierto!

Otras siete mujeres esperaban sentadas en el interior. El que sus pacientes en ciernes no hubiesen ido al hospital ni acudido a su consulta no dejaba de intrigarle. Luego descubriría que las mujeres tenían por costumbre acompañarse las unas a las otras al médico. Una vieja monja, que recordaba haber visto fugazmente en el hospital aquella mañana, se encontraba sentada en una minúscula mesa concentrada en apuntar en un grueso dietario.

Una puerta pintada de blanco y con un cristal esmerilado se encontraba tras la sor. Ramiro dedujo que aquel era su consultorio doméstico para hacer medicina privada, pública o lo que fuese. Genoveva hizo su aparición con un grueso tazón de café con leche y una torta de manteca, miró con desaprobación a la pequeña congregación de mujeres de aspecto humilde que se sentaban con desparpajo en unas sillas de tijera dispuestas a lo largo de las paredes de la sala.

—¡Buenas noches! —saludó Ramiro a todas, sor incluida.

¡Nash noocheee! —respondió un coro de

contraltos.

Pase doctó, que esas pueden esperah sinco minutoh —le espetó Genoveva.

Mientras saboreaba su frugal cena, Ramiro halló la solución a su dilema. Frente a sí colgaba enmarcado un solemne cartel que rezaba: «Diploma en Tocología». La fecha era del año anterior. Ramiro recordó entonces la batalla, librada por esos tiempos, que los médicos sostuvieron para hacerse con el control de los embarazos, habitualmente en manos de parteras. Aquello, clamaban los libros de Historia de la Medicina, fue el fin de las altas tasas de mortalidad perinatal. El principio de la aplicación de la antisepsia en los partos, el control de las mujeres con problemas sistémicos y la hospitalización de las pacientes con embarazos de alto riesgo. La reciente llegada de la anestesia popularizó el uso de las cesáreas. Desde hacía unos años los fórceps constituían ya una herramienta de gran valor en manos de los médicos, que pudieron extraer niños encajados en el canal del parto.

—Bueno, al menos ninguna de éstas va a parir hoy.

¡No sabía cuánto se equivocaba!

Las mujeres fueron pasando. Las dos primeras resultaron llevar embarazos normales y Ramiro las despachó insistiéndoles en que no subieran de peso y que no dejasen de caminar. Advertencia ésta inútil, ya que ambas recorrían la ciudad varias veces al día cargando ropa para lavar y planchar.

A la tercera él mismo la había diagnosticado de sífilis y ahora no tenía guantes. La falta de higiene se olfateaba a tres metros de distancia. Cinco meses de embarazo y sífilis. Trató de recordar y de hacerse a la idea de que no existía ni la penicilina, ni la espectinomicina. Los compuestos de arsénico... el salvarsán y el neosalvarsán, su invención le supondría el Nobel para Ehrlich en 1908. Por tanto su uso debió comenzar por aquellos años. Ahora bien, una cosa era que el arsénico fuese útil para matar treponemas con poco riesgo para la madre y otra bien distinta que no afectase también a la criatura. Miró a su alrededor y no encontró libro alguno. De cualquier manera, tampoco estaba seguro de que el salvarsán hubiese llegado a una ciudad perdida del mundo como aquélla. Así que una vez más decidió ganar tiempo. Le pidió a la sor que la convenciera para ir al hospital la mañana siguiente para, una vez allí, propinarle una buena dosis de agua, jabón y ropa limpia. Ya consultaría de alguna forma si valía la pena pasar por el riesgo de los arsenicales.

Una de las futuras mamás se quejaba de desmayos.

Llevo añohs ansí, pero agora ej que no me pueo ni meneá.

—Bebe mucho agua y está todo el día orinando ¿verdad?

Si, dostó.

—Y ¿cómo es la orina?

Jamarilla —respondió la mujer extrañada.

Ramiro siguió

—¿Y cuando mira el orinal está lleno de moscas?

Parese una misa de finados.

Diabetes. El resto del interrogatorio le vino a informar de que llevaba desde los dieciséis años conviviendo con ella.

Ramiro estaba desolado mirando aquella cara llena de pecas y prematuramente envejecida, pese a que no debía contar más allá de veinte años. Tenía ganas de salir de allí corriendo: no hay insulina, no se han inventado las biguanidas... poner a dieta a una embarazada... —se dijo. Mientras tanto la sor lo contemplaba con los brazos en jarra, estaba percibiendo sus titubeos y su extraña manera de reaccionar.

—Mañana venga en ayunas al hospital. Hay que hacerle un análisis.

Se sentó. La cabeza le comenzaba a doler de nuevo. Cefalea tensional. Ya no podía realmente más. Los ojos le ardían de tanto observar a la luz de velas y quinqués, y no soportaba más sorpresas. Sin embargo, la gran sorpresa del día llegaba de la mano de su penúltima paciente.

¡Ay dostó! creo que rompí aguas.

Ramiro quiso golpearse contra la pared. Se contuvo. Puso a la mujer en la camilla y descubrió con horror los pololos manchados de verde, no hizo falta mucho más. Meconio[15]. Meconio y contracciones.

—¿Para cuándo le tocaba parir?

Er mehs que d’entra.

—Pues la cosa viene pidiendo paso.

Se sintió desquitado con la sor por hablar esta vez con vehemencia y aplomo. Lo que no esperaba fue la inmediata respuesta de la monja.

Voy preparando esto p'al parto, vaya mirando la chica que le queda.

Si su siguiente paciente existió, Ramiro no pudo asegurarlo. De haber existido el reconocimiento duraría segundos. A Ramiro le caía un grueso sudor por las sienes. Tuvo un atisbo de lanzar el balón fuera y mandarla al hospital. El comentario que la sor le hizo a la señora le cerró también esa puerta.

¡Qué suerte has tenido, don Ramiro es el mejoh médico de mujeres que jay! ¡Menos mal que no te pasó esto en el hospital! si te coge uno que yo sé no lo cuentas.

La monja se asomó a la puerta que comunicaba la consulta con la casa.

¡Genovevaaaa! vaiga jirviendo agua que tenemoh un parto y traiga las toallas del arcón.

Ramiro no sabía dónde meterse. Una cosa era darle dos palmaditas en la espalda a un bronquítico crónico o recomendar aire puro y sol y otra enfrentarse a lo que se le venía encima: él solo atendiendo un parto de alto riesgo con aquellas dos. No tenía escapatoria pues, para colmo, ahora sabía que era él el más reputado galeno de la ciudad en la faena de traer niños al mundo. Pensó en subir al piso alto y caerse por las escaleras, también en fingir un infarto... Sin embargo se dijo, tratando de darse ánimos:

—Bueno, en las condiciones en las que se encuentra siempre tendrá más garantías conmigo que con una sucia partera.

No había visto un parto desde hacía... bueno, con el siglo atrás que llevaba no tenía la cabeza para hacer cuentas. Fue en busca de su maletín. Las mujeres se le habían adelantado. El material lo lavaba con lejía Genoveva y se lo iba pasando a la monjita, que a su vez lo ordenaba sobre la mesita en que una hora atrás tomaba notas. A la camilla de exploración, un catre de hierro con un fino tablero de madera, acolchado con borra y forrado con piel le habían colocado sendos aditamentos en los extremos para sostener las rodillas. Sobre la mesita habían dispuesto también una serie de frascos y unas jeringuillas de vidrio de diversos tamaños.

Ramiro se acercó a leer sus etiquetas mientras las mujeres terminaban de preparar la sala. La fila de envases y botellas hubiera merecido la sonrisa complacida de encontrarse en un museo de Historia de la Medicina. Recordaba el que había visitado en el «Science Museum» de la «Exhibition Road» de Londres, sólo que ahora aquellas no eran piezas de museo:

Una botella color topacio acompañaba a una pera de caucho color rosa, su título no dejaba lugar a dudas: «Enema de uso general», farmacia «El Negrito». A su lado «Solución vaginal boricada», «Aniodol al 1 por 2.000», «Ácido fénico al 1 por 100», «Lisol al 2 por 100». ¿Para qué era todo aquello? sólo le sonaba el ácido fénico, pero desconocía si aquella solución desinfectante se usaba directamente o era necesario diluirla. Había más cosas: «Antipirina»; «Sulfato de quinina»; «Ergotrina»; «Vaselina adicionada de sublimado “estéril”»

¡Estéril, menos mal! —se dijo.

Una cajita de metal del tamaño de un estuche escolar presentaba una rimbombante etiqueta: «Sonda de Nélaton».

Ramiro se lavó de la mejor manera que pudo, se aplicó la solución fenicada en las manos y se puso una larga bata blanca. Trajeron a la mujer y la ayudaron a acostarse con las piernas levantadas. A la monja le sorprendió tanta manía del médico con la limpieza. Genoveva no paraba de decir que el parir, como lo que había sucedido diez lunas antes, era de cristiano hacerlo en la cama, no allí.

Aunque no lo había utilizado nunca, sabía de las propiedades antisépticas del ácido fénico, y se propuso emplearlo con profusión sobre aquél periné[16] en donde la sor se había ensañado con el agua y el jabón. Las toallas estaban dispuestas en un gran recipiente de hierro galvanizado, en el que habían sido hervidas, de aquellos que se utilizaban en su niñez para poner la ropa a remojo, despedían un agradable olor a espliego. Una pequeña banqueta, más propia para un piano que para un paritorio, se encontraba frente a las abiertas piernas de su paciente.

—Bueno, vamos allá. Usted tranquila, respire y haga fuerza cuando se lo pida sor Caridad. Verá como todo sale bien.

¡Más le vale! —atronó una voz ronca a su espalda.

Ramiro se volvió aterrado y se encontró con una pareja de cargadores de muelle que, en actitud desafiante se dirigían a él.

Vaigansen pa’fuera, venga —gritó con firmeza Genoveva.

Eso no es trabajo pa’ jombres sino pa’ parteras —le respondió el más viejo de los dos.

Se quieren dir o llamo a los guardias —dijo la sor.

Esa mujer es mi hija y de aquí no me sacan —volvió a desafiar el hombre.

Ramiro se volvió rojo de ira. Había recuperado el aplomo.

—De acuerdo, quédense. Yo me voy. Vámonos todos, madre, vamos Genoveva. ¿Prefieren hacer el parto aquí o se la llevan a casa de una partera?

¡Váigase padre, vete Rogelio! —dijo la mujer con una exclamación de dolor.

Los dos hombres se veían violentos ante la situación, retrocedieron y cerraron la puerta. Ramiro no dejaba de asombrarse de su propia rapidez de reflejos. Pese a ello, trato de contemporizar:

—Pueden quedarse ahí fuera esperando, pero no fumen en el cuarto —les dijo Ramiro, conciliador, a las dos figuras que se adivinaban tras el cristal.

Se sentó. Si el parto venía de cabeza, sin vueltas de cordón y sin distocias, podía escapar. De lo contrario no podía ni pensar en acometer una cesárea, ni siquiera en tan comprometida situación. Metió los dedos tratando de localizar el cuello y de medir su tamaño —unos cuatro centímetros—; con la yema del índice palpó una estructura dura, el cráneo. Aún podía retrasarse la cosa minutos o incluso horas. La mujer chillaba con cada contracción como si fuese la definitiva; pero después de media hora Ramiro comprobó con horror que la cosa no avanzaba.

—¿De dónde saco yo oxitocina[17] ahora? —susurró.

Nunca se había sentido tan solo. Sabía que si estimulaban los tejidos de la zona se favorecería la secreción endógena de oxitocina. También recordaba que se podía ayudar algo desde fuera, pero siempre que hubiese dilatación. Pensó otra vez en salir corriendo, pero la idea de toparse con los dos matones ayudó a disuadirlo.

Pasaron otros eternos veinte minutos en los que cada contracción se acompañaba de una emisión de verde meconio. La mujer comenzaba a mostrar síntomas de cansancio, sudaba copiosamente y su respiración era un jadeo mientras la monja le daba masajes y consejos y Genoveva iba de un lado para otro, cambiando toallas sucias por limpias. También él sudaba y no paraba de preguntarse hasta cuanto iba a durar aquella situación. Al cabo, Ramiro comprobó que ya habían unos seis centímetros de dilatación. Le dolía la espalda y los brazos de mantenerlos rectos frente a sí. Tomo el estetoscopio de cometa de madera y lo pegó sobre el lado del vientre de la señora en donde suponía se encontraba la espalda del niño en ciernes. Tardó casi tres minutos en descubrir el leve y rápido latido de su corazón y otro tanto en calcular la frecuencia: ciento veinte por minuto.

—Bueno, vamos a descansar un poco todos. Este, o ésta, viene bien, pero no tiene mucha prisa por salir. Vamos a limpiar esto un poco, Genoveva. Está dilatando pero muy despacio.

Ramiro se volvió hacia la mesita auxiliar y cargó una jeringa con sulfato de ergotrina. Un derivado del cornezuelo del centeno muy utilizado a lo largo de la historia como abortivo. Si se lo administraba ahora contraería el útero, pero no relajaría el cuello y el feto no saldría. Sin embargo, era bueno tenerlo a mano para cuando saliera la placenta, se ahorraría mucha hemorragia. La visión de las jeringuillas de vidrio y metal que se hervían para esterilizarlas le trasladó a su más tierna niñez. Aquéllas eran objeto de veneración y de espanto, cuando el recipiente puesto al fuego anticipaba la llegada del temido practicante[18]. La mujer tuvo una arcada de dolor y una nueva emisión de meconio, esta vez más oscuro y espeso, brotó de su bajo vientre. Ramiro palpó el interior: el cuello estaba completamente borrado y una cosa dura ocupaba firmemente el lugar.

—Bueno, ya viene.

Trató de hacer las cosas rápido para que no se le notara cómo le temblaba el pulso. Tomó unas tijeras y, para espanto de la monja, hizo una episiotomía del lado izquierdo para evitar el desgarro. Dos minutos más tarde, una diminuta cabeza asomaba sus ojos al mundo. Una niña. Cuando comenzó a llorar, Ramiro hizo lo propio.

La sor estaba envolviéndola en una toalla caliente mientras Genoveva confortaba a la nueva mamá. Ramiro contempló a la recién nacida. Le había sacado todo el meconio que pudo de la boca, pero no era un ser saludable. No llegaba a los dos kilos, en su mundo sería sólo una niña pequeña... en éste, un ser con pocas esperanzas. Su pulmón no habría madurado. ¿De dónde sacar corticoides? Tendría riesgos de infección en un mundo sin antibióticos.

Terminó de suturar a la señora y la limpió. La sor le puso al niño en el pecho. Luego salió al cuarto de espera donde dos ciudadanos, mucho más calmados, montaban guardia.

—Tienen una hija y una nieta.

Grasiah y perdone por lo de’nantes.

—No se preocupen por eso. ¿Pueden conseguir un carro y traerme una cosa del hospital?

Les entregó un papel firmado para el que estuviera de guardia en aquel momento.

Una hora más tarde los dos hombres hacían su entrada con una pequeña pero pesada botella de oxígeno. Ramiro ignoraba cuántas de aquéllas tendría el hospital, pero la vida de la criatura dependía de que lograse respirar un aire enriquecido las primeras horas de su vida. Logró construir una suerte de tienda de paño sobre la pequeña y conectarle la manguera del gas. Pasados unos minutos su color ya no era azul.

Se sentía al borde de la extenuación. No recordaba haber estado nunca tan cansado. Eran las seis de la mañana y no podía erguirse por el dolor de espalda. Le ardían los ojos aún más por las horas trabajadas a la luz de dos carburos. Le dolía la cabeza por las pasadas sin sueño. Lentamente subió la escalera de su casa. La luz del sol ya se filtraba por los vidrios de colores de los cristales altos de las ventanas. Genoveva había dejado un pijama a rayas sobre su alta cama con el embozo de las sábanas abierto invitando al sueño...

Se dejó caer, demasiado cansado para desnudarse, las arterias le latían en la sien. Ni las peores guardias podían equipararse remotamente con esto... Comenzó a llorar mientras el sueño se iba apoderando de él. No era un sopor agradable, era simplemente eso: sopor.

No habrían pasado cinco minutos cuando sonó el despertador... un aparato de esos con radio y una estridente sucesión de noticias radiadas por una locutora de voz trompetera. Ramiro se encontraba de nuevo en su habitación, en su piso de soltero. Su ordenador portátil seguía exhibiendo un «salvapantallas fractal».

—¡He estado soñando!

La cabeza seguía acosándole con un latir doloroso que parecía fuera a romper su óseo estuche para escapar al exterior. Pero sentía alivio de que todas aquellas alocadas vivencias sólo hubiesen sido eso: un sueño.

Se levantó y se encaminó al baño. Encendió la luz, los potentes focos halógenos le hicieron cerrar los ojos, que fue abriendo poco a poco mientras se iban acostumbrando a la eléctrica claridad... había algo no obstante diferente en todo aquello... Tenía patillas, bigote y un corte de pelo como el de los personajes de Noveccento... Sus ojos se detuvieron en la corbata de pajarita desabrochada alrededor del cuello, y cuando bajó la vista comprobó que iba vestido con un traje de mil novecientos tres.

Todo estaba de nuevo en su sitio, pero algo había cambiado en su aspecto y, aunque de momento lo ignoraba, también dentro de él.

Se duchó, se cambió de ropa y se puso rápidamente unos vaqueros blancos con pinzas y una camisa de cuadros «cantosa». Tomó el ascensor hasta el garaje y, mientras su coche subía por la rampa al encuentro de la luz de la mañana, sintió una felicidad como nunca había experimentado. Una felicidad que arrancaba del mayor de los cansancios. Era médico, la profesión que realmente amaba. No habría podido ejercerla un siglo antes ni, con certeza, tampoco un siglo después, las cosas eran necesariamente así: él era... un médico de su tiempo.

La logia del fármaco
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