Uno
Alfredo estudió medicina, algo que a la vez amaba y detestaba, como probablemente la mayor parte de los médicos. Su innata atracción hacia la vida y la enfermedad topaba siempre con la imprecisión propia de aquella mezcla de ciencia, arte y tradición genéricamente llamada medicina.
De carácter rebelde, recordaba todavía irritado sus días en las aulas cuando el arrogante catedrático de turno dictaba con voz engolada:
«Un diecisiete por ciento de las pacientes con cáncer de mama en estadio IV logran sobrevivir a los cinco años».
Aquella arrogante eminencia de venerables canas lo habla fulminado con la mirada cuando Alfredo le preguntó:
—¿Por qué un diecisiete por ciento?
—¿Cómo dice? —Inquirió el bien entrado en kilos docente galeno.
—Sí, ¿por qué es un diecisiete y no un tres o un treinta?
—Porque de cada cien mujeres que tienen un carcinoma de mama en estadio IV, diecisiete quedan con vida al cabo de cinco años —contestó el cirujano con una sonrisa triunfal.
Ante tan estúpida respuesta, Alfredo optó por callarse y aceptar de buen grado la altanería del profesor y las risitas de sus compañeras. Aunque aquel curso tenía matriculados a noventa y ocho estudiantes, regularmente sólo asistían a clase quince chicas... y él.
En la cafetería de la facultad, Alfredo solía tertuliar con sus compañeros acerca de aquella falta de precisión de la medicina, que ocultaba un desconocimiento preocupante de las bases fisio-patológicas que yacían bajo el padecer de cada enfermo. Su metro noventa le otorgaba ciertas ventajas a la hora de despacharse con sus contertulios de aquella mesa recubierta de formica.
—Te dicen que el tabaco y el alcohol son malos, que la obesidad mata, que la hipertensión termina cada año con más vidas que la Segunda Guerra Mundial y todos tenemos un abuelo de ochenta años, gordo y que no ha dejado ni de fumar ni de beber y que ignora si es hipertenso porque en la vida se ha dejado tomar la tensión
—Bueno, eso son excepciones —terció Clara, siempre combativa.
—La trayectoria de Marte, que es algo mayor y más lejano que mi abuelo, se puede predecir con varios miles de años de antelación. No hay excepciones.
—Pero la enfermedad es más compleja, todos somos distintos, «no hay enfermedades sino enfermos» —apuntó Agustín. Agustín era el «hippie» de la clase, siempre iba vestido de forma estrafalaria y, aunque ya no se peinaba a lo «rasta», seguía acudiendo a las aulas, y a la cabecera de los enfermos, luciendo unos pantalones multicolores de amplia hechura bajo la bata.
—¡Y qué más da! Hoy hay ordenadores suficientemente potentes como para computar todas las variables, conocidas o no, y determinar qué va a suceder y qué es lo que habría que modificar para evitarlo —contestó Alfredo exaltado ante la posibilidad de una buena pelea verbal.
—Siempre serás un radical, la medicina no se puede ejercer de esa forma —sentenció Clara, que se echó la bata y el fonendo al hombro y se levantó para ir a prácticas «de Médica».
Al acabar cuarto curso, Alfredo estaba decidido a abandonar la carrera. La discusión se trasladó entonces a una nueva cancha: su familia.
—Pero papá, las enfermedades se curan en su mayor parte sin hacer nada o yendo al homeópata, al naturista, al santiguador, al mancebo de la farmacia e incluso al médico del seguro.
Fueron semanas de duras e inacabables discusiones, aunque don Rodolfo sabía, en su fuero interno, que aquellas batallas contra Alfredo siempre terminaban para él... en derrota. Que su hijo estudiase medicina había sido una de las mayores alegrías. Él era un simple «chupatintas» en una empresa distribuidora de neumáticos. Nunca pudo aspirar a nada más, ni siquiera pudo acabar los estudios en la escuela de comercio.
—¡Está bien! estudia física si tanto te gusta, pero prométeme que luego acabarás medicina.
La propuesta era tan absurda que cogió a Alfredo con «el pie cambiado»: estudiar otra carrera para luego cerrar el paréntesis y retomar lo aparcado...
—Vale.
Y así, durante los siguientes cinco cursos Alfredo cambió los síntomas por las ecuaciones, la fisiopatología por los algoritmos y la terapéutica por los bosones y los quarks. Se sorprendió, lo hallado en sus nuevas disciplinas le hizo ver que la física había sufrido el proceso inverso a la medicina. Mientras ésta trataba de acercarse al origen último del problema bien bajando a los niveles moleculares y genómicos y desarrollando la rimbombante «medicina basada en la evidencia» (mala traducción del inglés pues debería llamarse «medicina basada en pruebas»), la física había abandonado tiempo atrás el determinismo y se encaminaba hacia derroteros caóticos, estocásticos y fractales. Para colmo, ahora abordaba el estudio de los fenómenos biológicos como claros ejemplos de la imposibilidad de predecir lo que va a acontecer en el instante siguiente.
Sin embargo, estudiar física era más divertido, Sus compañeros se juntaban en destartalados pisos de estudiantes para resolver problemas, pelearse con los ordenadores, degustar comida basura e ingerir ingentes cantidades de café. Fue por esa época cuando Alfredo comenzó a fumar.
Al fin y al cabo —se dijo—, dado lo cerrado de la habitación poco importaba quién portase el cigarrillo a la hora de compartir el humo generado.
Los estudiantes de ciencias vestían mucho más informales que los de medicina, no había enfermos que visitar ni apariencias que guardar. Los propios profesores acudían a clase en pantalón corto y jamás con bata.
Otro mundo...
Cuando se trataba un problema de aplicación del caos a fenómenos fisiológicos, como la regulación de la frecuencia cardiaca, no se aplicaba la biofísica de su primer año de estudiante de medicina. Cuando se abordaba el estudio de las variables que influían en la apertura y cierre de un canal iónico de la membrana celular, no se trataba de explicar nada, sino que se recurría a utilizar estas cinéticas para desarrollar complejos divertimentos matemáticos. Las redes neuronales eran al final todo menos circuitos, siquiera parecidos a lo que supuestamente rodeaba a una neurona piramidal de la corteza cerebral... Los números se utilizaban raramente en todos estos ejercicios de abstracción. Había acudido a la física en busca de respuestas y la física había multiplicado abundantemente sus preguntas.
Terminó la carrera en poco más de cinco años, un tiempo record para tratarse de alguien que se había apartado de las ciencias puras tanto tiempo antes. Un día de febrero sorprendió a su padre enseñándole el resguardo del título de Licenciado en Física y anunciándole que volvía a estudiar medicina para «cumplir su promesa». Don Rodolfo, ahora jubilado, creyó estar soñando.
Pudo matricularse de algunas asignaturas de quinto curso y, para su asombro, reencontrarse con algún que otro de sus compañeros que aún continuaba por allí. Las viejas aulas anejas al hospital no habían cambiado mucho y, descontando kilos y canas, sus profesores tampoco.
Sin embargo, él sí había cambiado. En todos aquellos años había aprendido mucho. Ahora tenía veintiséis años y mucha más madurez. Le costó menos de lo esperado reprogramarse lo suficiente para abrazar la neurología, la traumatología o la psiquiatría. Tenía otra visión de las cosas y otra filosofía de lo que suponía era estudiar. Sus calificaciones fueron excelentes en los dos años que siguieron a su reencuentro con el mundo sanitario. Lo único que no había cambiado era su visión del abordaje científico de la causa y de la evolución de las enfermedades que seguía imperando en aquella forma de enseñar. Sólo que ahora no preguntaba los porqués ni entraba a descabellar a quienes se oponían a sus argumentos extremistas.