Seis
Constanza se bajó del taxi y avanzó, con el paso más firme del que fue capaz, hacia la entrada del tanatorio del Parque del Recuerdo. No recordaba las caras que la observaban, aunque algunas le resultasen familiares. Un par de preguntas al elegante recepcionista, cuyo aliento apestaba a cloaca, le llevaron a la pequeña sala donde su bisnieto hallaba de cuerpo presente.
De inmediato se produjo un silencio en la concurrencia. Una joven de luto riguroso se levantó de su silla y se dirigió a ella.
—Soy Sofía, ¿cómo estás, abuela?
—Soy tu tatarabuela, pero apéame el tratamiento y llámame Constanza. Deja que te vea, eres muy guapa.
—Gracias... Constanza, déjame que te presente, aunque a algunos seguro que ya los conoces.
Recorrieron la sala dando besos y estrechando manos, ¡cuántas viudas y viudos! Se perdía tratando de ubicar a su propia descendencia. Todos le parecían muy viejos.
Imagino lo que les pareceré yo —se dijo.
Las ceremonias fúnebres se le solían hacer largas, pero pasó aquellas horas de la tarde recuperando la memoria y el diálogo con su dispersa familia. En realidad todos parecían tener más interés en saber más de ella que Constanza de ellos, era como hablar con una leyenda viviente. Cuando la caja con el cuerpo de Chencho desfiló por última vez camino de los crematorios, los asistentes salieron del salón y se concentraron en el amplio vestíbulo del tanatorio. Constanza estaba contemplando las enormes lámparas del techo cuando se le acercó un «joven» de unos cincuenta años:
—Hola, soy Juany, otro nieto de Matías. Mi padre se llamaba Ernesto, no sé si se acordará de él.
—Ernesto, ¡pues claro que me acuerdo! Es el mayor de mis biznietos, pero no lo he visto, ¿dónde está?
—Falleció hace dos años. No la avisé porque no sabía que usted todavía viviese.
—¿De qué murió?
—Tenía muchas depresiones, no quiso seguir viviendo.
—¡No sabes cuánto lo siento! es una muy mala noticia, no sabía nada.
Constanza estaba ya saliendo del recinto; en el exterior aún se encontraban muchas personas que, probablemente, procedían de varios velatorios. Casi se dio de frente con un anciano de aspecto venerable:
—¡Don Ulises, hace... ochenta años que no lo veía...! ¡Qué bien está, no aparenta usted más de noventa!
—Creo que me está confundiendo con mi padre. Bueno, no es de extrañar. Todo el mundo decía que nos parecíamos mucho. Yo me llamo igual y me dedico casi a lo mismo.
—Yo fui paciente suya... de su padre. Me llamo Constanza y tengo... un millón de años.
La mujer se quedó mirando al suelo, su rostro en silencio fue tornándose triste cuando levantó la mirada y le preguntó al médico.
—Don Ulises puso en marcha los tratamientos de la longevidad, ¿vive aún?
—No, falleció hace mucho tiempo... cincuenta y dos años.
—¿Qué edad tenía?
—Noventa y ocho.
Constanza se quedó pensando unos segundos y luego puso su mano en el hombro de Ulises.
—¿Noventa y ocho años...? Esa, hijo, hubiera sido una buena edad para morirse.