Siete
Régulo Domínguez se hallaba ante la pantalla del viejo ordenador que le habían asignado. Régulo era maniático del orden y prefería un anticuado ordenador para él sólo que tener que compartir uno con toda la avalancha de estudiantes, residentes y adjuntos que dejaban el «escritorio» de la pantalla lleno de todas las tonterías que recibían a diario por correo electrónico. Además de que periódicamente había que afrontar la llegada de virus informáticos. Él había optado por instalar pocos programas viejos pero fiables en aquella máquina de similares virtudes.
Estaba suscrito al «Microbial Update» un foro de Internet en el que se hacía público «lo último de lo último» en el campo. Llevaba un par de semanas «filtrando» toda una serie de informaciones inútiles y reincidentes cuando llegó por fin a la noticia esperada:
«Astra ha experimentado con éxito un derivado de la meticilina con una potente actividad bactericida sobre la cepa de Pseudomonas aeruginosa ps567Spain causante de la epidemia que se está propagando por el sur de Europa»
Aquella era la cepa que él había catalogado como la ps14, la inicial de toda aquella locura. Régulo imprimió la nota y se fue a la cama. Eran las tres de la noche. Por fin podría llevar buenas noticias a don Amaro por la mañana. De cualquier manera, la excitación no le iba a dejar dormir mucho.
Tampoco estaba siendo una noche de calma para las autoridades locales, fueran sanitarias o no. La situación se había complicado hasta extremos poco concebibles. Ya no era una simple cuestión de histeria colectiva. Todos los servicios de urgencias comenzaban a recibir pacientes afectos de neumonía. Los límites de la «zona endémica» se extendían pese a los intentos de contenerla. Los medios de comunicación ahora denominaban «nuevas islas de incidencia» a los focos de infección que constantemente se estaban declarando. Sólo la cornisa cantábrica y las regiones limítrofes con Portugal parecían hallarse, por el momento, fuera de su macabra influencia de la Pseudomonas Spain.
Era en el Levante español donde las cosas iban de mal en peor. Doscientos cuarenta ingresos en una sola jomada son más de lo que un sistema sanitario puede contemplar, aun en sus más catastróficos planes. Los acontecimientos se estaban precipitando a velocidad de vértigo.
Laura López contemplaba la larga colección de camillas agolpadas en los pasillos del servicio de urgencias. En su tránsito a la cafetería había visto enfermos en todos los rincones del hospital. La imagen de las plagas decimonónicas la asaltaba; las películas de la fiebre amarilla o el cólera... Clark Cable huyendo de la Atlanta llena de humo y pólvora...
Lo peor era que los pacientes ya venían tratados de la calle. El desabastecimiento de antibióticos era más propio de un estado de guerra que de un país supuestamente desarrollado. El problema era qué hacer con ellos. De momento se les aplicaban medidas de soporte, sueroterapia y antipiréticos. Los pacientes no eran tontos y se daban cuenta de la impotencia de la, hasta hacía bien poco todo-poderosa, «medicina moderna».
Hacía una hora Néstor Bermúdez se había encarado a cientos de familiares sublevados ante la puerta de urgencias. Néstor se dio cuenta de hasta dónde había llegado la situación cuando con horror contempló que, ante la amenaza real de una turba enardecida y desesperada, un cabo de la Benemérita armaba su metralleta de mano. Tuvo un impulso y de súbito se vio a sí mismo entre los agentes de la improvisada fila de vehículos con las luces azules de emergencia. Tomó el megáfono de la Guardia Civil y sentado sobre la baca de un todo-terreno de la policía, que hacía las veces de barricada, se enfrentó a la multitud.
Cuando trepó, con su bata blanca, a las barras de hierro recibió toda suerte de insultos de parte de los allí congregados. Gentes venidas de todos los puntos de la provincia que desde hacía varios días pernoctaban en cualquier lugar, rostros que acudían cada mañana al hospital en busca de información sobre la suerte de sus familiares. Algunos habían rehusado a hacerse cargo de los cadáveres por temor a la infección. Para la mayoría era inútil intentar localizar a su padre o hermano por el nombre ya que hacía días que no se controlaba dónde se había «aparcado» su camilla.
Néstor contempló aquellos rostros irritados y tan marcados por el cansancio y les habló:
—Atiéndanme, por favor. Creo que a estas alturas todos saben que nos encontramos ante la mayor epidemia que ha sufrido Europa en más de cien años. Me gustaría decirles que la situación está controlada y que sus familiares evolucionan favorablemente... sería mentirles. Créanme que estamos trabajando como nunca habíamos trabajado. Todo el personal del hospital, con la ayuda de estudiantes de medicina y de Enfermería. Con la ayuda de voluntarios que llevan días enteros casi sin dormir. Prácticamente todos los enfermos que tratamos están afectos de pulmonía por Pseudomonas. Casi ya no operamos ni asistimos partos por el riesgo de contagio. Este bicho es resistente a todos los antibióticos que hemos probado. Tanto aquí como en otros centros y hospitales del mundo...
Néstor palpó el denso silencio que ahora le envolvía. Hasta los números de la Guardia Civil habían dejado de repeler a las masas y le escuchaban. También ellos tenían algo personal allí dentro y sus propios familiares estaban igualmente muriendo. Néstor no ignoraba que se jugaba un expediente pero sacó valor para seguir hablando:
—No hay tratamiento para esta infección. Créanme, actualmente NO LO HAY. Me gustaría darles otras noticias. Muchos de mis compañeros se han contagiado. Una de mis colegas, la doctora Emilia Núñez, ha muerto hace dos horas. Me acabo de enterar. Ni siquiera se quitó la bata para dejar este mundo...
»Lo que les quiero pedir es que ustedes también ayuden en la medida de sus posibilidades. Pero permaneciendo aquí, nada hacen por mejorar la situación.
Sabía que todos y cada uno de aquellos rostros de la desesperanza buscaban una respuesta y también sentirse útiles, capaces de hacer algo.
—Si quieren ayudar hay varias cosas que pueden hacer. Necesitamos ropa de cama limpia, el servicio de lavandería no da abasto. Si pudieran traerla de casas o colaborar con el lavado nos serían de gran ayuda. Necesitamos comida preparada. Deben ser alimentos fáciles de digerir, sopas, caldos... también té. Traigan leche y refrescos. Déjenlos en la puerta de atrás.
Tomó aliento y siguió.
—Se va a preparar un hospital de campaña para descongestionar los tres hospitales más saturados. Lo va a montar el ejército, pero ellos también están desbordados y contagiándose. Precisarán la ayuda de todos. Necesitarán colchones, ropa de cama y pijamas. Por televisión se les informará cómo quieren canalizar esa ayuda.
Esto último se lo había inventado pero era una manera de hacerlos volver a sus casas. La idea, no obstante, se la tomó el Coronel Galíndez y esa noche comenzaron a montar un hospital en el cuartel de San Martín que llevaba quince años cerrado. Finalmente, y para poner algo de concierto en el hospital Néstor apuntó:
—Elijan quince o veinte representantes. Denles los nombres de sus familiares y amigos. Quince o veinte personas pueden circular por el hospital y recabar la información, pero por favor no vengan doscientos. Gracias por su comprensión.
Se deslizó hasta que tanteó, con alivio, el suelo bajo sus pies. Ante su asombro comenzaron a aplaudirle. Era la primera vez que aquellos hombres y mujeres sentían que alguien les decía la verdad, aunque la verdad fuese tan cruel.
Cuando se dio la vuelta comprobó que muchos aplausos provenían de las propias ventanas del hospital. Aun le temblaban las rodillas cuando entró de nuevo en el Centro. Con quien primero se encontró fue con el Gerente. Esperaba un rapapolvo, así que le sorprendió cuando el temido cascarrabias le dio unas palmadas en la espalda y le dijo.
—Gracias Bermúdez, los tienes bien puestos.