Cuatro
Una notable cantidad de hojas de papel se hallaban en «perfecto desorden», según apuntaba, sobre la mesa de la rebotica. Loevo conocía prácticamente de memoria la totalidad de los números que en ellas había ido apuntando.
Pese a sus limitados conocimientos de matemáticas, se las había arreglado para transformar los días de la semana en números y pasarlos a unas tablas, luego de estas a otras y así hasta completar aquel galimatías. A muchos pacientes no había vuelto a verlos, eran transeúntes o franceses de la otra orilla del río que, probablemente, se habían asustado ante el elevado precio del Excelsior. Algunos se habrían mudado o muerto de gripe durante el segundo invierno. Muchos otros no habían devuelto la cinta. Tampoco el número de cintas devueltas era similar para cada color.
Con la ayuda de un fraile de la abadía y su ábaco comenzó a poner los números finales en la última de sus tablas. Para no alarmar al dominico le ocultó el motivo y los detalles del experimento. Tras dos días de sumas, restas y divisiones escribió:
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Despidió al fraile con la barriga llena y una botella de vino, y se sentó delante de la chimenea. Su perplejidad iba en aumento según retrotraía sus pensamientos a lo mucho acontecido durante los dos años que había durado su experimento. No lograba comprender cómo casi todos sus enfermos habían mejorado. Qué tenían en común todos los tratamientos.
La situación en casa era bien distinta; Heidrum estaba feliz y hasta había vuelto a cantar a todas horas. El Excelsior había desplazado a todos los remedios de la botica. Al volumen de los ciento cuarenta mil táleres ingresados por su exitosa venta, se había sumado el de los generosos presentes recibidos y el de la posición social que habían escalado. En agosto estrenarían nueva casa, cerca de la botica pero lo suficientemente lejos para no ser importunado por dolores de muelas o diarreas a cualquier hora del día y de la noche...
Pero...
¿Qué tenían en común todos aquellos remedios que durante dos años había estado prescribiendo? Su idea era simplemente demostrar que el Aceite límbico esencial era más efectivo que el Bálsamo; el que unas melazas funcionaran incluso mejor lo tenía sumido en la confusión. No se había atrevido a compartir sus pensamientos con nadie ni aun con su confesor. Sin embargo, aquella información le quemaba por dentro.
Su esposa pasó en ese instante cantando mientras colocaba un ramo de tulipanes sobre el armonio que presidía la sala.
—Heidrum, tengo que contarte algo.
Tras casi una hora de relatarle el diseño de su experimento y enseñarle la tabla con los resultados, la pragmática sajona le respondió sonriente:
—¡Qué bien querido, los has curado casi a todos!
—Pero Heidrum, ¿cómo?; ¿qué tenían en común las tres fórmulas magistrales, el agua...?
—No, mi amor, el frasco.
Se levantó y siguió cantando aquella vieja canción bávara. Loevo se quedó meditando de nuevo, luego levantó las cejas se levantó y fue hacia el armario dónde guardaba una botella del mejor aguardiente de la región francesa de Cognac.
—¡Qué carajo!— se dijo, y aunque la palabra aún no se había acuñado, bien pudo exclamar—: ¡Es el placer del placebo!