Uno
Aquellos dos hombres no se conocían, aunque ambos sospechaban de su mutua existencia. Tenían pocas cosas en común, aunque los dos eran médicos y ambos, separados por varios miles de kilómetros, contemplaban en aquel instante las imágenes de la llegada de los corredores del Tour a París que servía la televisión. El colorido del domingo de julio lo inundaba todo y, como cada año, un inmenso gentío se reunía en los Campos Elíseos para coronar al nuevo rey de la bicicleta. Anatoli Linnof vestía de amarillo; él, el rey absoluto de los deportistas, el campeón que había pulverizado a sus rivales en la contrarreloj y que casi los había humillado en los Pirineos. A su lado ocuparían el podio Louis Lecroix, segundo y rey de la montaña, que incluso había estado a punto de batir al ruso en una de las etapas de los Alpes y el siempre combativo Juanito Sosa que, todo pundonor, iba a subir al tercer peldaño del cajón merced a la escapada suicida que protagonizó en el último día de los Alpes.
Los dos hombres contemplaban el televisor con bien distinto ánimo. François Aunis con fastidio y con la convicción de que se la habían vuelto a jugar; aquel año había detectado quince casos de «doping» en tres equipos ciclistas justo antes de iniciarse la «Ronda francesa», y sin embargo estaba absolutamente convencido de que aquello era sólo «la punta del iceberg». Su doble condición de jefe de la sección de anabolizantes de los laboratorios de la WADA[40] y de fanático del ciclismo lo estaba convirtiendo últimamente en una mente dividida. Aunis era un hombre flaco y de mediana estatura. De carácter gentil y cautivador, atraía hacia sí las simpatías de mucha gente y las envidias de no pocos.
A casi tres mil kilómetros de allí, por el contrario, David Lerner estaba eufórico. Volvió a contemplar a los tres ciclistas abrazándose en el podio ante la feliz mirada del Presidente de la República Francesa y del Presidente de la Federación Rusa, que habían acudido a las inmediaciones del Arco del Triunfo para contribuir a la fiesta del pedal. El doctor Lemer se levantó a servirse otro gin-tonic y, levantando su vaso en dirección a la pantalla, sentenció: ¡tres de tres! Aquel era otro éxito personal a añadir a su ya larga trayectoria como burlador de los controles antidopaje de todo el mundo.
Los protagonistas de esta historia tenían dos trayectorias profesionales bien dispares, aunque con muchos aspectos menos diferentes de lo que pudiera pensarse.
François Aunis comenzó su carrera como médico analista en un pequeño hospital de Lyon. Su habilidad para implementar técnicas diagnósticas le sirvió para ganarse una justa fama de solventador de problemas. Aunque la inmensa mayoría de las determinaciones analíticas que se practican desde hace años en los hospitales se llevan a cabo mediante robots, ciertas pruebas siguen requiriendo de la pericia del experto. En estos puestos confluyen químicos, farmacéuticos, médicos y técnicos de laboratorio que sólo tienen en común su amor al trabajo, el olfato y una paciencia infinita. Cualidades que confluían en François. Dominaba las técnicas de detección más enrevesadas, desde las más clásicas a las más modernas. Adoraba pasarse las horas muertas con los técnicos que acudían al laboratorio del hospital a arreglar aparatos o a montar nuevos equipos. Así llegó a ser el jefe, así logró que Roche Diagnostics escogiera a aquel hospital como uno de los centros de referencia para probar sus prototipos de robots analíticos. No fue tampoco casualidad que su laboratorio fuese el elegido para realizar los controles anti-dopaje de los Campeonatos Europeos de Natación celebrados en Lyon, veinte años atrás. Cinco nadadores y siete nadadoras fueron descalificados por consumo de anabolizantes, entre ellas tres campeonas provenientes de la antigua República Democrática Alemana. El hospital ganó fama, dinero y casi quinientos metros cuadrados dedicados a los laboratorios anti-dopaje.
Posteriormente fue enviado por Francia, como observador, a los laboratorios de lucha contra el fraude de los Juegos Olímpicos de Seúl, de los de Barcelona y de los de Atlanta. Su olfato le llevó a repetir algunos análisis que inicialmente habían sido negativos. Utilizando métodos de purificación de las muestras y otros abordajes analíticos pudo detectar la presencia de sustancias prohibidas. Solía, sin embargo, decir que su mayor frustración era el detectar «cosas raras» en los cromatogramas[41] que no podía identificar, o que aún no habían sido incluidas como sustancias prohibidas.
Tras la sucesión de escándalos que sacudió al ciclismo, la organización del Tour de Francia logró que el Estado francés pusiese en marcha un laboratorio permanente dedicado a la lucha contra el dopaje en el deporte. François fue nombrado director. El principal problema con el que se encontraba era que los tramposos siempre iban un paso por delante de él. Nuevos fármacos, nuevas estrategias para camuflarlos, sustancias que se destruían a los pocos minutos de haber llegado a la orina o en las maniobras de purificación del laboratorio. El número de sustancias dopantes aumentaba sin cesar; ya nadie era tan iluso como para utilizar la nandrolona, el probenecid o las anfetaminas[42].
Los escándalos de dopaje acaecidos durante el Tour de 1998 motivaron que el Comité Olímpico Internacional (COI) tomase la iniciativa de crear un centro independiente de lucha contra el uso fraudulento de sustancias en el deporte. En 1999 se establecería en Lausana (Suiza) la «World Anti-Doping Agency-WADA» cuya sede se trasladaría a Montreal, en Canadá, en 2002. Entre el comité de médicos expertos figuró François Aunis desde el primer día; luego le nombraron Jefe de Sección.