Dos
El coche se detuvo en la puerta principal del antiguo Hospital de la Misericordia, al que la gente llamaba Hospital Civil por contraposición al Hospital Militar. Una cola de personas de aspecto indigente se agolpaba ante una puerta lateral mientras un camillero de largos bigotes trataba, con poco éxito, de poner un poco de orden desde la precaria autoridad de su mono de loneta blanca. Ramiro bajó y entró rápidamente por la puerta principal sin hacer mucho caso de algo que trataba de decirle una mujer con un niño en los brazos. En la conserjería, una monja ataviada toda de blanco y con una amplia toca almidonada le tendió un cuaderno.
—Don Ramiro, le toca hoy la consulta en la primera planta porque están pintando la suya.
Perdido como estaba en medio del recibidor de la entrada, aquella información le otorgaba la pequeña ventaja de preguntar.
—¿En qué sitio?
—La segunda puerta de medicina, coja la bata, ya la tiene planchada —contestó la sor un poco extrañada.
Ramiro tomó el cuaderno y la bata. Al levantar la vista vio el almanaque sobre los azulejos blancos que se encontraban tras el mostrador: Febrero 1903.
¡Mi madre, un siglo! —pensó.
Mientras subía por la refregada escalera de mármol se le acercó un médico en sus cincuenta, con una bata que le llegaba a los tobillos y le espetó con una sonrisa:
—Ramiro, recuerda que tenemos sesión esta tarde a las siete en la Academia.
—¡Ah, claro! —respondió preguntándose qué era la Academia.
No le resultó difícil encontrar su consulta cuando llegó a la primera planta. Dos largas hileras de pacientes se hallaban sentados en bancos de madera dispuestos a lo largo de ambos lados del pasillo. Una monja, de hábito inmaculado, iba recabando sus nombres y preguntándoles qué les pasaba. Ramiro se dirigió a ella.
—Buenos días sor, déjeme cinco minutos.
A la religiosa aquello debió resultarle raro, pero asintió con la cabeza.
Ramiro entró en la habitación y cerró tras de sí. Era una pieza azulejada en blanco y presidida por un gran cuadro de la Virgen del Socorro. Un amplio ventanal con vistas a la parroquia de la Concepción mostraba el curso embarrado del barranco donde unos chiquillos jugaban descalzos a tirarse piedras. Bueno, ya tendría tiempo de contemplar el paisaje, lo urgente era ahora situarse y saber más de sí mismo, o de la persona que estaba representando. Se quitó la chaqueta y la colgó en un perchero de pie que estaba junto a su mesa. Se enfundó la larga bata, que casi le llegaba a los pies. Al plancharla le habían soltado un cinturón con hebilla que hubo de abrochar a la espalda; operación bastante más complicada y prolongada de los escasos dos segundos que le demoraba diariamente su bata habitual.
—¿Para qué les pondrían esta tontería?
Finalmente puso el fonendo en su bolsillo y se dedicó a explorar la estancia. Había un equipo de curas, una lámpara y un espejo frontal de los que usan los otorrinolaringólogos. Recordó que las pilas portátiles no se habían inventado en mil novecientos tres, por lo que cualquier iluminación de la garganta debía de hacerse así. No se había puesto un artilugio de aquellos desde que le enseñaron a quitar tapones de cera en los lejanos años de la facultad, pero sabía que mirar una garganta es algo rutinario en una consulta de «medicina». Tardó casi cinco minutos en colocar la lámpara incandescente y otros tantos en ceñirse el espejo y dirigir la luz a un sitio concreto. Bueno, con aquello y un poco más podría sobrevivir, pensó.
Miró su cuaderno de citas y abrió la puerta para indicarle con un gesto a la monjita que podían empezar. Su nueva sorpresa no tardó en llegar, cuando la monja le extendió una carpeta tamaño cuartilla con algo parecido a una historia clínica de la paciente que, aunque a pluma, estaba escrita ¡con su letra!
3 Noviembre, 1902
Margarita Fajardo. Mujer de cincuenta y dos años, según ella relata. Hallándose previamente sana comenzó a mediados del pasado mes de octubre a sufrir episodios de tos espurativa con fiebre recurrente y dolores en el pecho. Acude a la consulta y la exploro.
Evidente falta de higiene y desnutrición. Faltan varias piezas dentarias. Piojos y liendres, cicatriz de arma blanca en abdomen y otra resultante de episiotomía[12].
Disnea, taquicardia discreta (90 pulsos). Soplo sistólico. Área de pulmón silenciosa en lóbulo inferior del pulmón izquierdo.
Diagnóstico: tuberculosis
Tratamiento: Carece de medios económicos para ir al Sanatorio. Se la ingresa para tratamiento con neumotórax y nebulizaciones de creosota (3/día).
¡Creosota! Recordaba las maderas de las traviesas de los trenes y los postes del teléfono tratados con creosota para evitar la carcoma. Seguían oliendo a mil rayos cuarenta años después. Su amigo Sergio construyó un gallinero con postes usados de teléfono y ¡una docena de gallinas aparecieron muertas por picotear la madera! Ahora ese médico —él mismo— estaba envenenando a aquella pobre mujer... con creosota.
La mujer hizo su aparición de la mano de la sor y con una chiquilla tirándole del otro brazo. La niña no tendría más de tres años, estaba llena de mocos y desaliñada. La malnutrición de ambas era evidente. La monja condujo a la mujer hacia la camilla de exploración y la niña se sentó en el suelo sin mediar palabra alguna. Ramiro se acercó a la niña y, con un guiño, le dio un caramelo mentolado que había encontrado en la gaveta de su mesa, y luego se dirigió a la mujer, a quien la sor ya había desprovisto de la rebeca y de la camisa. Recordaba aquel tufo de algunos momentos de su infancia; ya no era habitual encontrarlo, aunque su reciente actuación como voluntario en los puertos tras la masiva llegada de inmigrantes africanos lo había resucitado: el olor de la miseria. La mujer lo miró con humildad y vergüenza, pero sobre todo con ternura. Una mirada limpia desde las arrugas de la vejez prematura de una criatura sin suerte. Tras un recorrido con el fonendo sobre las prominentes costillas confirmó que la enfermedad avanzaba. No podía ser de otro modo, en un ambiente de hacinamiento y suciedad el bacilo de Koch campaba a sus anchas, pasando de ida y de vuelta de un enfermo a otro, de un pulmón a los demás, extendiéndose como una plaga bíblica desprovisto de toda aureola romántica: la tisis. Y él... dándole creosota.
Trató de pensar mientras entretenía a las mujeres ganando tiempo con exploraciones inútiles gracias a las cuales se iba familiarizando con aquellos instrumentos primitivos. Logró observar las amígdalas con el espejo frontal e incluso los oídos (llenos de un material telúrico). Margarita respiraba con dificultad y su tos interrumpía el silencio sepulcral que envolvía la blanca estancia.
Ramiro trató de ordenar sus pensamientos. Regla nemotécnica fármacos de primera elección —SIPER—: Streptomicina, Isoniacida, Pirazinamida, Etambutol y Rifampicina. Regla nemotécnica sustancias de segunda elección —PECAK—: PAS, Etionamida, Cicloserina, Amikacina, Kanamicina. Ninguno de ellos sería descubierto hasta bien pasada la Segunda Guerra Mundial; recordaba la anécdota de Waksman y otros pioneros de la antibioterapia que buscaban hongos en los suelos, en los alimentos corrompidos y hasta en los zapatos usados. Sin embargo él no sabía cómo preparar ni siquiera penicilina. ¿De dónde se sacaba la isoniacida o la rifampicina? ¿cuál era la fórmula del etambutol? ¿de qué le servía la farmacología estudiada y vuelta a estudiar? creosota ¡toma ya!. Y ahora ¿qué hago?
Tuvo súbitamente un atisbo de inspiración. Llamó aparte a la monjita.
—Sor, ¿cree que podríamos buscarle una plaza en el Sanatorio?
—Bueno, al Patronato le quedaban tres plazas ayer, otra cosa es que Margarita pueda irse dos meses a La Esperanza.
Ramiro se acercó a la mujer, que trataba de cubrirse el pudor con la sábana de la camilla, y le habló en tono solemne.
—Mire, doña Margarita, esto no va bien. Si sigue así dentro de poco no podrá dejar la cama. La tisis no perdona si no se la ataca de firme.
Por la mirada que la mujer le dirigió intuyó que no le había entendido una palabra. «Sean concretos al hablar con los pacientes», le decía su viejo profesor de patología médica.
—Mire, la vamos a ingresar en el Sanatorio.
—¿Y lohs niñhos?
—¿No tiene a nadie que se los pueda cuidar durante un par de meses? Si no, lo que va a pasar es que ellos también se van a... enfermar.
—Se lohs puedo dejál a mi madre y a mi cuñada.
Ramiro sonrió.
—¿Cuántos tiene?
—Nueve, don Ramiro.
Mientras la mujer se vestía aprovechó para echarle una ojeada a la niña. Ahora entendía por qué se repartió leche en los colegios durante tantos años. Desnutrición, parásitos, caries... ¡qué futuro le podía aguardar a una niña en una familia pobre de nueve hijos! familia... bueno, Margarita no había mencionado al marido. La monja pareció leerle el pensamiento.
—Y su marido ¿dónde anda?
—Egtá ’mbarcado.
Cuando ambas salieron de la habitación y volvió a quedarse solo respiró.
—Bueno, de esta escapamos —se dijo.
El aliento retomado le iba a durar poco.
La monjita le pasó la siguiente carpeta: Rodolfo Peña Peña. También de su puño y letra, la carpeta comenzaba con una breve descripción a modo de historia clínica.
8 de febrero, 1903
Rodolfo Peña Peña. Varón de 45 años, albañil, que manifiesta que desde hace un mes se cansa ante esfuerzos moderados como cargar un saco o trabajar más de 10 minutos colocando ladrillos. Hace una semana se sintió peor y tiene que dormir sentado, se le hinchan los tobillos y ya no puede trabajar. Se asfixia al hacer pequeños ejercicios como levantarse de la cama.
Soplo sistólico intenso en válvula aórtica, estertores crepitantes en lóbulo pulmonar inferior izquierdo. Ingurgitamiento en yugulares. Taquicardia y taquipnea, esplenomegalia dolorosa a la palpación.
Diagnóstico: insuficiencia cardiaca congestiva por estenosis aórtica.
Tratamiento: reposo en cama con tres almohadas en habitación bien ventilada. Polvo de digital (hojas para infusión) 0,25 gramos tres veces al día; Morfina 0,01 g repartida en dos dosis/día. Tintura de acónito, XV gotas en tres tomas. Restringir la ingesta de líquidos y de sal. Se le cita para dentro de dos días para practicarle una sangría.
La historia clínica aportaba una nueva información: la fecha de hoy —diez de febrero de 1903—. El siguiente problema era el del paciente. Aquella era una insuficiencia cardiaca «de libro». Sólo con mirarlo podía confirmar el diagnóstico realizado por él mismo. No obstante se decidió a autoexaminarse y volvió a explorar al enfermo como lo había hecho... un siglo atrás.
Le tomó la muñeca para palparle el pulso, sólo entonces cayó en la cuenta de que no sabía si su leontina tenía o no segundero. Lo tenía, aunque la monja encontró extraño el tiempo que le demoraba descifrar el mecanismo para abrir la tapa del reloj. Sesenta y dos pulsaciones, la digital estaba haciendo efecto. Sin mediar palabra, la sor le estaba poniendo el manguito para medirle la presión arterial, un esfingomanómetro de Von Recklinghausen en su caja de caoba con mangueras de caucho... una pieza de museo.
—Ciento veintitrés con ochenta y cuatro y ochenta y tres y medio, doctor.
—Gracias, Sor
Ni un cateterismo cardiaco tendría tanta precisión, pensó con una sonrisa. Prosiguió con la exploración, piernas frías, pulso amortiguado y un soplo sistólico que se oía desde la calle. Sí, una estenosis aórtica; estupendo ¿y ahora qué? La primera operación pionera de reapertura de una válvula cardiaca la había realizado un cirujano a través de la orejuela de la aurícula izquierda por el simple método de desbridarla con el dedo. Pero aún faltaban treinta años para eso. Aquella afección valvular era seguro el resultado de una fiebre reumática reiterada. Sus amígdalas estaban «aplaudiendo» y tenían el aspecto de haber sufrido muchas infecciones.
Se le podría mejorar mucho su estado con un diurético, pero esos tampoco se habían inventado aún, de hecho eso era más o menos lo que se perseguía con la sangría, pero la anemia resultante no le iba a ayudar demasiado. Aquel corazón debía ser enorme a juzgar por el latido. Aún quedaban dos años para que el primer aparato de rayos X se instalara en la isla y casi treinta para que se inventase el electrocardiograma. Podía aumentar un poco la digital y rezar para que no entrase en toxicidad. Y también, hacerle beber té, eso le serviría para aprovechar su leve efecto diurético. Pero las infecciones de recurrencia en la faringe le roerían el endocardio... ¡y faltaban cuarenta años para la penicilina!. Después de pensarlo, decidió con desánimo que lo más honrado por el momento sería no practicarle la sangría.
Escribió todo aquello en la historia y extendió una nueva receta de digital.
—Mire, don Rodolfo, no le vamos a cortar, por lo menos hoy. Si ve que la medicación le sienta mal véngase por aquí y lo volvemos a valorar. Recuerde que no puede hacer ejercicios bruscos.
—¿Y eso qué es?
—Se habrá dado cuenta de que no puede correr ni cargar cosas pesadas. Pues no lo intente hacer. Además tiene que evitar coger frío en la garganta.
Cuando Rodolfo Peña salió de la estancia, Ramiro se quedó mirando al blanco techo, a las blancas ventanas, al blanco mobiliario de hierro y madera...
Esa mañana asistió a un embarazo, la mujer tenía unas varices enormes en las piernas. A otra paciente con unas cefaleas «migrañosas» que tenía casi veintidós de presión sistólica. También le vino un joven con una crisis asmática: ¡qué bien olía el guayacol!. Luego, una mujer con neumonía no complicada: la ingresó. Un niño con sarampión: —que no coja frío—. A la una, cuando estaba con su último paciente, alguien tocó a su puerta.
—Pase.
Unos largos bigotes asomaron poniendo palio a una amplia sonrisa.
—Ramiro, nos vemos en un rato en El Cuatro Naciones.
—Vale.