Seis

De nuevo, todo el laboratorio siguió el último envite del partido desde la puerta del despacho de Luis. Elena no pudo callarse:

—¡Bien hecho, jefe!

Tomás era más pragmático:

—Bueno Luis, ¿qué hacemos ahora?

A Luis le gustó que su doctorando emplease la primera persona del plural, ya no era Luis, volvían a ser un equipo. Miró hacia la puerta:

—¿Quién falta?

—«El cura», que fue a mear —dijo Elena, que tendía siempre a antagonizar el apodo del pobre Daniel con datos escatológicos.

—Bueno, búsquense todos una silla y vamos a hablar.

A puerta cerrada Luis intentó poner sus pensamientos en orden charlando con sus discípulos.

—Vale, a partir de ahora esta conversación es estrictamente confidencial. Por favor, les pido que de aquí no salga nada de ella sin mi autorización. Créanme que no es un simple argumento de autoridad.

Luis miró a su joven audiencia, todos aprobaron con la mirada.

—¿Qué tenemos? Un péptido que incrementa la mineralización ósea —en ratones— sin causar tumores, no sólo en el hígado: Pablo acaba de terminar con los animales y no hay aparentemente nada anormal. El péptido, por alguna razón que ignoro, se acumula en el hueso de forma notable. Les voy a enseñar otra cosa que no conocen y que he estado haciendo por mi cuenta. Hice un mareaje con carbono-14[25] en la prolina-331 del Mortero y se lo inyecté a cuatro ratones durante dos semanas. Eso es lo que he estado haciendo yo con estas manos y que tan intrigados os tenía. Todos saben que el carbono no emite una radiación muy potente y he tenido que dejar los cortes de los ratones sobre las placas fotográficas cuatro días.

En realidad, Luis sacrificó a los animales, los congeló y cortó en finas rebanadas de dos milímetros que colocó sobre un chasis, similar a los que se usaban para sacar radiografías, en el congelador para evitar la descomposición de los tejidos. El carbono-14 emite radiación beta que va velando la radiografía dibujando el contorno de los órganos en donde se acumula. Una parte se apreciaba entre las patas traseras: la vejiga urinaria. Pero lo más llamativo era el perfecto mareaje de todo el esqueleto. Luis explicó a sus chicos, ninguno era médico:

—Tiene más afinidad por los huesos que el propio tecnecio, el isótopo utilizado para las gammagrafías óseas. Ello explica muchas cosas, entre ellas el que el Mortero sea tan eficaz a dosis bajas: todo él se concentra en el hueso. Los osteoclastos lo liberan al comérselo y ponen a trabajar a los osteoblastos, que forman más y mejor hueso.

Los chicos, en su mayoría jóvenes biólogos, nunca habían visto una gammagrafía ósea. Luis había querido hacer él mismo los experimentos porque el uso de radiactividad en un laboratorio «no autorizado» tenía sus connotaciones éticas. Prosiguió:

—El Mortero puede no ser más que uno de tantos fracasos o ser el bombazo del siglo. Es posible, y probable, que no se comporte igual en humanos. Pero si lo hace...

Luis volvió a pensar por enésima vez en su suegra con una sonrisa. Tomás intervino:

—¿Qué hay de la patente?

—Por eso los he congregado, porque el Mortero aun no está protegido. Los buitres ya han comenzado a dar vueltas... voy a hablar con profesionales y no con imbéciles. Mientras tanto: eliminen toda la información referente a la estructura de los cuatro péptidos que tengan en sus ordenadores, traigan todo lo que tengan en casa. Vamos a guardar los cuadernos en una caja fuerte, que tengo que comprar. Antes de guardarlos le pediremos a Paco Ballesta que firme todas las páginas de los cuadernos de ustedes con fecha de ayer, para que no nos puedan robar impunemente la idea. Pero sobre todo: sean tumbas con respecto a esto. No hablen del Mortero con nadie, con nadie significa eso: absolutamente con nadie.

Elena intervino.

—Mi padre vende cajas fuertes en la ferretería. Puedo conseguir una grande y barata.

—Genial, busca una que se pueda agarrar a la pared, voy a llamar a Victoriano a ver si tiene un poco de cemento, podemos ponerla debajo del fregadero de la unidad de cultivos.

Luis esperó a que los chicos se fueran para hacer dos llamadas, una a Alicante, a la oficina de patentes europea, donde tenía a Mila, una antigua «novieta» de su juventud. La otra para invitar a Sofía a almorzar. De su larga conversación con Mila sacó toda la información referente a la propiedad intelectual, la patente y los derechos de explotación. También acerca de los mejores gestores de patentes del país.

—Luis, lo que tienes que hacer es pedir la patente europea con extensión a todos los países. Patenta los cuatro péptidos que tienes y los que se te ocurran que puedan tener efectos similares. Yo te busco financiación para eso, hay créditos a fondo perdido de Bruselas. La patente tiene dos partes. La propiedad intelectual es tuya pero los derechos de explotación hay que fijarlos con las entidades que lo han hecho posible. Ellos nunca tendrán la exclusiva, ni de lejos; es tu trabajo y el de tu gente. Luego lo mejor es negociar con la industria farmacéutica; también yo te puedo ayudar con eso.

—Claro, yo no tengo posibilidades de llevar el fármaco a la clínica.

—Eso es un pastón increíble. Yo estoy coordinando una historia de la gente del Parque Tecnológico de Barcelona con los laboratorios Pfizer y allí se manejan los millones de Euros como si fueran calderilla.

—Ya contaba con eso.

—Bueno, te envío por «email» los formularios y me los devuelves debidamente cumplimentados. Usa la opción de envío encriptado. Incluye a todos los que han participado y define su grado de implicación. Ponte tú de inventor principal. Tienes que aportar toda la documentación que tengas.

Su suegra estaba realmente intrigada; hacía tres meses que casi no veía a su yerno y ahora esta invitación a comer le sorprendió.

Luis la recogió en casa. Sofía había empeorado, a juzgar por su postura encorvada y su paso lento e inseguro. Fueron a comer a la terraza del Mississippi, su restaurante de emergencia. Esperó a los postres para contárselo.

—Sofía, creo que lo tengo.

—¿Qué tienes, que?

—Un nuevo fármaco que mineraliza los huesos. El primero que puede realmente funcionar para alguien como tú. Bueno, aún falta mucho para que llegue a ser una realidad, hasta ahora sólo lo hemos probado en ratones, unos ratones que tienen una enfermedad similar a la tuya, ¡pero tendrías que ver cómo se les llenan los huesos de calcio!

Luis no había sopesado lo que acababa de decir. Sofía era una fuerza de la naturaleza con una fe enfermiza en él. Con la inocencia del desconocimiento le devolvió la pelota.

—¿Cuándo comienzo?

—¡Sofía, no es tan fácil! pueden pasar años antes de que esté disponible. Aún no se ha probado en humanos.

—Bueno, ya tienes tu conejillo de indias.

Luis sonrió ante la predisposición de su suegra, así que trató de explicárselo.

—Mira, Sofía, no sabemos si es eficaz en humanos, tampoco cuáles son los efectos secundarios. Un fármaco similar le produjo a los ratones tumores hepáticos, ¿te imaginas?

Una vez más se equivocó al hablar. Sofía lideraba ahora la conversación.

—Luís, tú no sabes lo que es vivir con esto, si es que se le puede llamar vivir a tener la espalda hecha cisco, a tener el estómago destrozado de tanto antiinflamatorio. No poder moverte sin dolores, irte encorvando día a día. Ir renunciando a algo nuevo cada mañana. Si dentro de cinco años me sale un tumor en el hígado habré vivido cinco años como una persona. ¿Dónde voy a estar yo dentro de cinco años si continúo así?

Eso no era lo esperado. Luis era una rata de laboratorio. La clínica y sus tratamientos estaban bien para teorizar a la hora de pedir los proyectos de investigación. En el fondo, nunca había pensado seriamente en la posibilidad de que nada de lo hecho en su laboratorio sirviera para otra cosa que para el placer de crear cosas nuevas y de mostrárselas a los colegas. Ahora su suegra le pedía que le «diese aquello». El Mortero no había pasado por otros animales. Desconocía los efectos sobre el corazón, la presión arterial, el cerebro... los ratones son muy resistentes a todo. Sus efectos sólo se habían estudiado, y muy «por encima», durante unas pocas semanas. Luis no sabía cuál debía ser su forma farmacéutica, ni cada cuánto se debía administrar, tampoco cuánto tiempo debía durar el tratamiento. No había sido probada su posible generación de alergias y tardaría muchos meses, si es que ello se producía alguna vez, en llegar a fase I[26]. Sofía seguía firme.

—Luis, no permitas que viva así, déjame luchar.

Luis dudó.

—Déjame pensarlo.

—No lo pienses mucho.

Por primera vez en la última media hora, Sofía sonrió.

—Estoy orgullosa de ti.

Sofía se levantó y se inclinó sobre la mesa, dándole un cálido beso en la mejilla. Luego tomó su bastón y le pidió la cuenta al camarero.

—Ni hablar. Sofía, el que invitó a comer fui yo.

—Tú te has ganado esta y todas las comidas del mundo.

De nuevo Sofía ganaba la partida.

—Una cosa más, Sofía, esto es ultra-secreto. No se lo digas ni a mi mujer.

—¡Vaya, esto suena a infidelidad con tu propia suegra!

Ahora era Luis el que reía.

—Es que aún no está patentado, nos pueden

robar la idea.

Esa misma tarde comenzaron las sorpresas. Dos llamadas de dos bufetes de abogados norteamericanos. Ambos interlocutores hablaban español con un fuerte acento puertorriqueño. Al día siguiente robaron dos cajas de preparaciones histológicas en el laboratorio de Pablo Jiménez, no habían pensado en él con lo de la caja fuerte. Nunca se aclararon las circunstancias del robo, pero los chicos supieron que algo comenzaba a alterar sus vidas. El gerente de la universidad, tan rácano para otras cosas, puso tres nuevos guardias de seguridad en la facultad. El caso era que nadie se los había pedido.

Estaba rellenando los impresos de la patente cuando su ordenador le advirtió que alguien estaba intentando acceder a su disco duro de forma no autorizada. De inmediato desconectó el ordenador de Internet.

—La cosa se pone fea.

De pronto, recordó que había dejado un cabo suelto: el laboratorio que le había construido los oligonucleótidos con los que en su laboratorio habían hecho péptidos. Llamó a Servicio de Síntesis.

—Luismi, ¿te ha llamado alguien preguntándote por los «oligos» que me has hecho?

—Llamaron esta tarde, sobre las tres, unos sudamericanos. No les dije nada. Y hace un rato el de la oficina de transferencia me pidió que le enviase la estructura del Mortero. Le dije que lo mirase en Internet, que yo no sabía nada de materiales de construcción. Lo peor es que no se lo creyó y se puso a amenazarme; es idiota. Aquí hacemos trozos de ADN, no ladrillos.

—Luismi, por favor. Borra todos los correos electrónicos que has mantenido conmigo. Saca de los ordenadores las estructuras de los oligos que nos has hecho y sustitúyelas por cualquier cosa. Ya te contaré qué es el Mortero.

—¿Sabes que están entrando en mi ordenador ahora mismo?

—No son buenos profesionales del «hackeo», probablemente sólo caza-recompensas. Pon cualquier cosa en la base de datos, eso los mantendrá entretenidos

—Lo haré; no voy a dejar ni rastro.

—Gracias, Luismi.

La logia del fármaco
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