Trece
Rafael Carrillo recorría el pasillo de la cuarta planta del hospital imbuido en sus pensamientos. Llevaba cuatro años al frente de la dirección médica del hospital o, como le gustaba decir, haciendo las labores de director. Tenía que haber dejado el cargo en unas supuestas elecciones de las que nadie se había acordado. Por primera vez, en ya no se acordaba cuánto, las camas de los pasillos estaban vacías. En esos momentos ingresaban a un anciano con un diagnóstico de tuberculosis. Comenzaban a llegar enfermos con otras enfermedades distintas de la monotemática neumonía-por-Pseudomonas. También cayó en la cuenta de la ausencia de voluntarios. Néstor Bermúdez salía de la 412 acompañado de un residente, un enfermero y dos estudiantes.
—Esto se vacía, Rafa. Así que ya se te acaba el chollo.
Esa broma sólo se la aguantaba a Néstor, con quien había compartido veinticinco años de camaradería desde los lejanos años del compartido piso de estudiantes en Cádiz. Le dio un puñetazo de broma en el hombro.
—¿Cómo lo ves, Nesti?
—No sé, es raro lo que ha ocurrido y estamos sin atrevernos a usar siquiera la penicilina G. Pero todo el mundo está eufórico, y por qué no nosotros.
Los estudiantes observaban la conversación con la tradicional sonrisa de asentimiento. También a ellos les había cambiado mucho la epidemia.
Rafael levantó la mirada mientras se alejaba del cuarteto, que proseguía hacia la siguiente habitación. A su alrededor se apreciaban nítidamente las huellas del paso de las cientos de personas que habían residido, deambulado y muerto en aquellos pasillos. Las camillas habían dejado su rastro sobre las paredes dibujando grotescas líneas de yeso blanco sobre el gris de las paredes y los marcos de las puertas. Las mal borradas huellas de los vómitos, las colgaderas donde estuvieron apostados los provisionales goteros, miles de huellas de esparadrapos y anotaciones de rotulador.
—Bueno, eso se arregla con pintura —se dijo.
Avanzó lentamente hacia la capilla, donde se quería construir una suerte de mausoleo en recuerdo de las ciento ochenta víctimas de la neumonía.
En aquel hospital, le decía el capellán, había empezado todo...
—¿Por qué todos se empeñaban en hablar de la epidemia en pasado?
Los temores de Rafael no estaban infundados. Aún quedaban aquella mañana casi cincuenta personas ingresadas con el diagnóstico de neumonía por Pseudomonas, aunque en los últimos tres días sólo se había registrado la muerte de dos ancianos.
En España remitía la enfermedad y se estabilizaba en Portugal y en Francia, pero ello no significaba el fin de aquella cepa maldita de Pseudomonas. En otros países europeos seguían dándose nuevos casos y otros muchos vendrían. En sus treinta años de ejercicio profesional había asistido a pocos milagros, pero algo habían aprendido todos de tanta desgracia.