Tres
El Cuatro Naciones era el café que aparecía en todas las colecciones de postales que, en tono sepia, contaban la historia de la ciudad. Su vida se estaba tornando también de tono sepia. Afortunadamente, por esas mismas fotos, él sabía que el café Cuatro Naciones no quedaba lejos, se quitó la bata y se la dio a la sor... Salió a la calle y respiró aliviado: desde la plaza, el Cuatro Naciones ofrecía su aspecto distinguido.
Así que habría tertulia antes de comer, ¿o es que los colegas comían allí? De pronto se dio cuenta de que no llevaba nada de dinero encima.
—Bueno, de estudiante supe siempre ir de gorra, recuperemos habilidades y probemos fortuna.
Varias cosas llamaron la atención de Ramiro cuando franqueó la entrada del recinto: el fortísimo olor a cigarro, la animada conversación con el acento más variopinto y la ausencia de música de fondo. Desde una mesa le hicieron señas, distinguió los largos bigotes que lo habían invitado y a un par de rostros más que le resultaban vagamente familiares del hospital; el resto de las caras le era desconocido, aunque se podía adivinar que eran todos «de la profesión».
—¿Un Jerez, Ramiro?
—¡Quién dijo miedo! —fue lo primero que le vino a la boca mientras le hacían sitio.
La conversación giraba acerca de los nuevos planes para ampliar el puerto de la ciudad. Con la diferencia de cien años y el motivo concreto, el resto era la historia de siempre. Estos planes eran la repetición de otros elaborados ocho, quince y veinte años atrás y cuya financiación se había evaporado sin dejar rastro.
Luego uno de sus colegas, cuyas pobladas patillas se fundían con los bigotes a tres centímetros del borde de la mandíbula, habló de uno de sus pacientes, al parecer de clase acomodada, pues lo visitaba en su casa del barrio de los hoteles. Le está sangrando la úlcera pero no quiere operarse. Le estoy dando belladona, bicarbonato, magnesia y bismuto, pero como tiene el corazón... Para bajarle la taquicardia le doy digital pero sigue quejándose del ardor y de la pirosis. El lunes le vamos a hacer un lavado de estómago con agua fría, pero hay que traerlo al hospital aunque sea por la tarde.
Ramiro se quedó mirando al techo, «cuarenta miligramos de omeprazol y adiós problemas». Pero en mil novecientos tres no había omeprazol ni cimetidina... ¿qué más se usaba antes de estos dos fármacos milagrosos? Alí sí: la pirenzepina, el sucralfato y el bismuto, que últimamente se estaba poniendo de moda... bueno, lo de últimamente ya no sabía dónde situarlo... ¿cuándo se introdujeron los antiácidos de aluminio y de magnesio? A lo mejor la carbenoxolona, un derivado del regaliz... Cuando todos se quedaron mirándole salió de la abstracción y se atrevió:
—He leído algo de nuevos hallazgos relacionados con el regaliz... —mintió.
—Sí, a esto de la carbenoxolona se le está dando mucha chanza pero no me veo a don Pascual chupando regaliz —le contestó el de las patillas.
Ramiro decidió ponerse un poco borde:
—Bueno, pues ponlo en la disyuntiva del lavado de estómago.
—Yo le pondría una dieta de comer poco y muchas veces. Mucha leche, mucha fruta y vida sana —espoleó un viejecito con levita sentado a su lado.
Por la insignia de oro fijada a su solapa, Ramiro dedujo que el caballero de su derecha era farmacéutico. «Al menos lo que dice tiene lógica», pensó.
Estaba en estos pensamientos cuando descubrió con alivio que alguien había pagado la cuenta ¡todo por cuarenta céntimos de peseta: treinta milésimas de euro! Si cobrase mi sueldo de 2003 en un año podría comprar media ciudad.
Volvió a su casa taciturno; le parecían demasiadas emociones para medio día laboral. Mientras caminaba sobre los adoquines esquivando las bostas de los caballos, a sus cabriolas mentales se añadió una nueva sensación: tenía hambre.
Le parecía mentira lo rápido que se atravesaba la ciudad de punta a punta, también ver campos de cultivo en solares situados a ambos lados de las calles. A pesar de los cambios, era muy fácil orientarse guiándose por los campanarios y el mar. Gracias a estas referencia llegó a su casa, por la vía más corta, sin dudar una sola vez de su camino.
Terminó de comer preguntándose quién era en realidad, él era hijo único. Sin embargo, ahora suponía que debía tener hermanos —dos— y hermanas —cuatro—, por las fotos de la sala, pero ignoraba si seguían vivos. Tampoco sabía si tenía novia, ni a qué se dedicaba cuando no estaba en el hospital. Genoveva le despejó esta última duda.
—Tiene pa’ media jora de siesta, a las s’inco tiene la consurta.
—Ha hablado con palabras de sabiduría, me echaré un rato, me despierta usted por si acaso.
Al subir la escalera lo asaltó una nueva duda: dónde tendría la consulta. Eso no se lo podía preguntar a nadie. Si pedía el coche podía resultar que la tenía en su propia casa. Aún no la había recorrido y no conocía más que su habitación y las tres piezas del piso inferior en las que había estado (el recibidor, el comedor y la sala)...
Pero qué tonto soy, pensó, si son las cuatro y tuviera la consulta a las cinco en mi casa podría dormir casi una hora, y me dio media hora mirando al reloj, así que la consulta ha de estar algo lejos, pero ¿dónde?
Descansaba ahora boca arriba en su cama mientras intentaba poner en claro todo lo ocurrido en aquella abigarrada mañana y buscaba una salida para adivinar dónde tendría lugar su siguiente interpretación como facultativo. De nuevo tuvo un fogonazo de imaginación: comenzó a bajar la escalera y al llegar al primer descansillo gritó y se sentó en el escalón manoseándose ostensiblemente el tobillo izquierdo mientras le decía a la pobre Genoveva que ya no ganaba para sustos:
—¡Me torcí el tobillo!
—Y ahora ¿qué jase con la consurta?
—Desde luego caminado no voy a ir.
—Jase dohs año que ya no brinca ussté pa’rriba, le diré a don Julián que lo recoja en la puerta.