Cuatro
Constanza estaba viendo la televisión. No la miraba, la veía, no la escuchaba... simplemente estaba allí como queriendo llenar lo irrellenable. El pequeño robot de cocina estaba haciendo algo que no recordaba qué era. Comenzó a preocuparse; nunca se le habían olvidado esas cosas. Se puso seriamente a recordar qué paquete había sacado del congelador y había metido en la Hot-mix, fue inútil. Trató de hacer memoria:
—Vamos a ver, saqué el paquete de plástico de la parte alta del congelador... ¿o fue de la parte baja? era de color...
Hizo dos intentos por levantarse a mirar, pero no: tenía que recordar qué era lo que había dejado preparándose para la cena. Esto sí que le preocupaba; todos los días hacía los ejercicios mentales que la mutua le enviaba por la impresora que le habían instalado en el pasillo. Nunca llevaba la lista de la compra escrita al mercado, sino que memorizaba su contenido. También había estado asistiendo a los cursos de memorización que organizaba una asociación de psicólogos y pedagogos casi todos los veranos en Villa Matéus-Hallen; en la puntuación que le otorgaban la habían clasificado hasta ahora como «excelente, con mínimas pérdidas de la memoria», y le adjudicaban una edad retentiva de setenta años. Hasta ahora nunca le había pasado. Finalmente se dio por vencida y se acercó a la cocina y sacó el plástico del envase del clasificador de basura: «Fiesta de la Huerta», así se llamaba el potingue que había puesto a preparar.
—Esto me pasa por no cocinar como es debido.
Ciertamente, ya no recordaba la última vez que había utilizado cacerolas o puesto algo en el homo. Y eso que su cocina era de las que aún disponía de una placa vitrocerámica y de un horno bastante decente. Ahora se iba al mercado a comprar sólo paquetes de potingues preparados, la leche, el pan y algunos productos lácteos. Por supuesto, en su cesta de la compra siempre estaban los productos de limpieza, aunque en aquel pequeño apartamento tampoco se consumían demasiado. Lo malo de cocinar era tener que comprar todos los ingredientes... en algún lugar de la casa debía haber aceite, aunque estaría ahora completamente rancio. Recordaba con nostalgia pelar cebollas que hacían llorar, partir los ajos que dejaban un fuerte olor en sus manos, las fritangas de pescado cuya presencia perduraba varios días impregnada en las paredes y cortinas. Volvió al sillón a esperar a que el robot terminase de hacer su cena.
—Bueno, quizás la semana próxima podía tratar de cocinar algo e invitar a Teodoro.
Le dolía tremendamente la espalda, le dolían las rodillas y sufría de dolores de cabeza. Sus huesos no se mostraban tan agradecidos al paso de los años como le hubiese gustado. De nuevo, sus pensamientos se detuvieron y se quedó absorta... El pitido de la Hot-mix le indicó que su cena estaba lista. Así que se dirigió de nuevo a la cocina, vació el contenido en un plato y le dio a la tecla de «auto-limpieza»; en seis minutos la Hot-mix estaría limpia de nuevo. Entre tanto, cogió la pequeña bandeja donde la Drug-Scheduler, o cómo se la conocía popularmente, «la Pildoradora», le entregaba su ración nocturna de fármacos: vitaminas, oligoelementos, aspirina, atorvastatina, memorex y Mortero[38].
Terminó la cena, se lavó la boca y los dientes. Realmente no eran dientes sino unas prótesis de titanio, fibra de carbono, resina y cerámica que se insertaba en ambos maxilares, no diente a diente como antaño, sino como dos herraduras de caballo. Los dientes quedaban tan perfectos que delataban claramente que todo aquello era artificial. Se puso el pijama y se dispuso a acostarse, no tenía mucho más que hacer.
Durante años hizo puzzles, tejió jerséis, bufandas y se aplicó en bordados. Hubo un tiempo en que acudía a las reuniones del Club de Gente Experta, pero luego se dio cuenta de que todo aquello no tenía ya sentido y lo fue abandonando. Ya no había paredes para colgar más puzzles de lagos y montañas, ni familiares a los que hacerles jerséis, ni manteles que bordar... Las reuniones acabaron deprimiéndola. Ahora el tiempo pasaba lento, lento... La noche no se había adueñado aún del todo de las últimas luces de la tarde, luego vendrían las largas horas del desvelo continuo... de las vueltas en la cama, de mirar los malditos números del despertador. El médico de la mutua le había recetado Sogno años atrás; Sogno era una benzodiacepina (fármaco parecido al viejo Valium) de muy corta duración pero, tras quince años de tratamiento, ya no era efectiva y su hígado acabó protestando. El tratamiento rehabilitador hepático funcionó muy bien pero fue una auténtica tortura, así que decidió no volver a tomar nada para dormir que implicase tratarse durante más de tres días y hoy... era el cuarto. Así que se le avecinaba una noche de desvelo y dolor. A las once de la noche sonó el teléfono. Extrañada, alargó la mano y se acercó el auricular al oído.
—Diga
—¿Es usted doña Constanza Siverio?
—Sí ¿quién es?
—Soy su tataranieta Sofía; le llamo para decirle que mi padre ha muerto.
Constanza trató de ubicar a su biznieto... debería ser hijo de su nieto Matías, pero no podía recordar su nombre...
—Perdona, Sofía ¿quién era tu padre?
—Lorenzo, aunque todos lo llamaban Chencho.
—¿Chencho? pero si es... si era muy joven.
—Sesenta y dos.
Constanza recordaba a aquel chico pelirrojo y lleno de pecas que corría por el patio de su vieja casa solariega. No sabía qué decir, pero tenía ya alguna experiencia en enterrar gente.
—¿Dónde lo tienen?
—Está en el tanatorio del Parque del Recuerdo; la incineración es mañana a las dos de la tarde.
—Allí estaré.
—¿Pero, no es usted muy mayor?
—Soy muy, muy mayor, pero estaré allí. Siento tener que conocerte en estas circunstancias. ¿Qué le pasó?
—Un accidente con el coche; creemos que se durmió al volante. El corazón lo tenía muy bien.
—Bueno, nos vemos mañana. Lo siento mucho, Sofía; a mi edad he asistido a muchas muertes, todas son malas, todas absurdas. Un beso, cariño.
Colgó. Acababa de hablar con su tataranieta. Su voz denotaba una mujer en sus treinta. Igual ya es madre y todo. A su edad yo ya lo era. Lo peor era que había mantenido una conversación con ella como si de una extraña se tratara; bueno, al fin y a la postre lo era. Recordó cómo su compacta familia se había ido separando y diluyendo. Primero sus nueras enemistaron a sus dos hijos, y a ellos con ella. Luego la separaron de sus nietos. Sólo una de sus nietas, Elisa, mantuvo el contacto con Constanza. Elisa: siempre alegre, siempre jovial. Constanza fue su madrina de boda. Elisa tuvo tres hijos que la visitaron mientras ella vivió. Ahora el menor, el pelirrojo de las pecas, acababa de fallecer. Constanza seguiría viviendo, sus análisis y los médicos de la mutua no parecían vaticinar que su vida fuese a terminar mañana. Vivir... como si a aquello se le pudiese llamar así.