Siete
La razón de tanto movimiento tenía su explicación. En una reunión conjunta con un grupo de inversores extranjeros que casualmente visitaba la ciudad, el presidente del consejo social había dicho que la región era ideal para montar una gran industria farmacéutica, y había puesto de ejemplo el nuevo medicamento «inventado» por un grupo de investigadores de la universidad, encabezado por el doctor Luis Duque, que iba a resolver el problema de la osteoporosis. Todas las preguntas de los periodistas y de los inversores giraron, a partir de ese momento, alrededor del Mortero, aunque «a él le gustaba más el nombre de Boner».
Al llegar a casa, Luis experimentó el calor de la fama por primera vez en su vida. Su familia vivía en un pequeño edificio de tres plantas que alojaba a seis familias. Aquella había sido su casa durante quince años y era conocido en la vecindad como cualquier persona que compra el pan, pasea a los niños y revisa el nivel del aceite de su coche. Aquella noche comenzaron a oírse aplausos en cuanto se bajó de su destartalado Volkswagen Golf. Doña Carrodilla le vino a preguntar que cuánto costaba el tratamiento, porque ella sufría de artrosis desde hacía diez años y aquello no era vida. El pequeño del segundo piso le pidió un autógrafo y una compañera del colegio de su hija, que vivía en el edificio contiguo, le pidió permiso para entrevistarlo para el trabajo de «Sociales».
Marina lo esperaba en el descansillo de la escalera con su hijo Marcos de la mano.
—Luis, no sabíamos que eras tan famoso. El presidente de la Asociación de Vecinos ha venido a pedir que les des una conferencia la semana próxima, que celebran el décimo aniversario.
—Vale, pero primero tengo que dormir —acertó a balbucear Luis, aún no repuesto del shock vecinal.
—Mi madre acaba de llamar, no me dijo de qué se trataba, está muy misteriosa últimamente.
—Me duele mucho la cabeza, Marina, ha sido un día duro.
—Claro, querido, no has parado de salir en la tele.
—¿Yo?
—Bueno, tú no, pero hablaban de ti. Parece que la universidad ha patentado un invento tuyo y van a poner una fábrica que va a crear puestos de trabajo y...
—Marina, la gente está loca, me voy a la cama.
A la mañana siguiente decidió cambiar de hábitos. Adelantó su llegada al laboratorio a las seis y media. Salvo el guardia de seguridad, nadie lo vio entrar. Aquella hora era maravillosa, nadie le molestaba. El teléfono seguro que no pararía de sonar a partir de las ocho, así que preparó una mesa para Elena al lado de la suya a fin de «filtrar» las llamadas. Luego se puso a cumplimentar lo que le quedaba de los papeles de las patentes en un ordenador sin conexión a Internet. No era mucho más lo que podía hacer, para terminar la mayor parte del trabajo necesitaría ayuda. Aún era muy pronto para llamar a Mila, así que se conectó a Internet y descargó los mensajes de correo. Para entonces su ordenador personal no tenía nada grabado en su disco duro que hiciese mención al Mortero. Al final todo había sido grabado en discos compactos y almacenados en la caja fuerte. Tomás había añadido a los archivos un montón de basura con innumerables péptidos y nucleótidos cuya secuencia no tenía nada que ver con el Mortero ni con sus parientes. Así, si eran robados sería muy complicado dilucidar todo aquel galimatías.
Decidió ignorar todos los correos resultantes de su inesperada popularidad, incluidos los del rectorado. Mila le había enviado, probablemente desde su casa, el número de teléfono de Claus. Claus estaba en Bruselas al frente del departamento que otorgaba los créditos para cubrir los gastos de las patentes. La conversación fue un chiste derivado del hecho de que Claus insistió en hablarle en Español.
—Yo soy en España el pasado mahñana e iré a verle. Le traajo los paapeles de la crédito para los patentes.
Se dejaron los números del teléfono móvil. A juzgar por su voz, Claus no debía tener más de treinta años.