Cuatro

Aunis contemplaba los cromatogramas que iban saliendo de su HPLC, correspondientes a las orinas de tres ciclistas participantes en la «clásica» París-Niza. Estaba probando un nuevo detector de fluorescencia multibanda basado en lámparas de láser pulsátil. Tomó las primeras muestras que tenía a mano. Ya habían sido analizadas con los protocolos habituales con resultados negativos. Así que se extrañó de descubrir dos sustancias hasta entonces nunca halladas. Por su peso molecular y su comportamiento en el HPLC sospechó, de inmediato, que se hallaba ante una nueva droga dopante. El ulterior análisis de las muestras confirmaron su vaticinio: un nuevo fármaco anabolizante sin estructura esteroidea y su metabolito[47], sólo que aquello no eran trazas.

Ordenó repetir los análisis, sólo para comprobar que estaba en lo cierto, y lo estaba. Buscó las fichas de los ciclistas y comprobó que los tres provenían de un equipo italiano de reciente creación: el Lombardi. Descolgó el teléfono y llamó a los Esquimales.

En la WADA llamaban coloquialmente «los Esquimales» a los encargados de congelar, mantener y clasificar las muestras de orina y sangre procedente de todas las determinaciones practicadas en el mundo. Aunque los almacenes se encuentran distribuidos por todo el mundo bajo la custodia de federaciones, comités olímpicos nacionales e internacionales, así como otros organismos oficiales, el registro general de esas decenas de miles de determinaciones se encuentra en los sótanos de la sede de la WADA. Las muestras de un deportista pueden ser legalmente re-examinadas durante los cinco años siguientes a la celebración de la prueba deportiva.

Los sueros extraídos el año anterior durante el Tour de 2006 resultaron, sin embargo, negativos. El nuevo envite se resolvió muy rápido. Se descalificó a los tres ciclistas y se suspendió al equipo.

François recibió la llamada del Secretario General de la Unión Ciclista Internacional —la UCI—.

—Quiero felicitarle a usted y a su equipo por el magnífico trabajo que han realizado.

—Bueno, la UCI ha tirado por los suelos el trabajo de todo el equipo de anabolizantes de la WADA. Estoy realmente muy enfadado.

—¿Por qué, si cogimos a los tramposos?

—Sí, a tres pobres diablos y a un equipo ciclista de segunda fila en una prueba de segunda fila, en donde habían obtenido resultados también de segunda fila. Sin embargo, les hemos adelantado a «los otros» que tenemos los medios para detectar sus sustancias, les hemos dicho qué sustancias eran. Ahora nadie va a utilizar esos productos.

—De eso se trata, ¿no?

—No, señor, esa gente opera así: ponen los productos «de temporada» en manos de deportistas de segunda y si ven que no los detectamos amplían el negocio. Ahora lo ampliarán, pero con otras sustancias que no hemos detectado. Esta es una victoria pírrica; en realidad nos han vuelto a ganar.

En la WADA analizaron la situación. Habían perdido quizás un año de trabajo por la torpeza de la UCI y las ganas de alguno de sus dirigentes de salir en la foto.

Lerner estaba encantado. Ignoraba quién había fabricado aquellos anabolizantes, pero la información le permitió tachar de su lista varias sustancias de estructura parecida y ahorrarse futuros disgustos. Un par de semanas de indagaciones por su cuenta le dieron una indicación de la clase de nuevo equipamiento del que la WADA disponía. Ordenó comprar todos los aparatos que éstos habían adquirido.

—Siempre hay que saber qué cartas tiene el enemigo en su mano y, si puedes, tenerlas tú también.

Era en parte cierto; el nuevo detector manejado por la gente de Aunis no era aún un sistema comercial, sino un prototipo que habían prestado a la WADA para que lo probasen. Sin saberlo, en la nueva partida de naipes Aunis partía con una ligera ventaja.

Toda la WADA estaba perpleja: el nuevo detector de su HPLC comenzaba a detectar más y más sustancias que no era capaz de identificar. Las muestras procedían de un culturista de veinticinco años muerto hacía dos días por un infarto masivo de miocardio. Aquel joven era una masa de músculos crecida sin orden a fuerza de gimnasio... y de otras cosas. Su corazón estaba tan hipertrofiado[48] que difícilmente sus arterias coronarias podían haberle dado de comer. Las gruesas paredes de músculo cardiaco oprimían la cavidad real de sus ventrículos. Además, en el hígado aparecían múltiples hemorragias y la bilis estancada en su interior denotaba un fracaso hepático que lo hubiese llevado a la muerte si el corazón no le hubiera tomado la delantera. La WADA recibió veinte mililitros de sangre remitidos por el forense, que ya sospechaba una causa «poco natural» del deceso.

Aunis sabía que sin una identificación veraz no podía acudir a los comités olímpicos o a las federaciones a decirles «este deportista se está dopando con X, aunque no sabemos lo que es X». Entonces tuvo una intuición que le permitió muchas ventajas: sin saberlo, comenzó a recorrer el camino inverso al de Lerner.

Aunis tomó muestras de los productos legales, semi-legales e ilegales consumidos por los asiduos a los gimnasios. A lo largo de mes y medio inyectó varias docenas de aquellos potingues en su HPLC y... ¡Bingo! Varias de aquellas sustancias misteriosas aparecieron en los brebajes de los gimnasios. Seguía sin saber aún de qué se trataba, pero ahora tenía materia prima por kilos. Más que suficiente para poder identificar los doce nuevos anabolizantes

Si se dispone de suficiente material, es difícil que un químico analítico no sea capaz de descubrir de qué sustancia se trata. Los analistas contratados por el COI tardaron menos de quince días en dilucidar las fórmulas de las doce sustancias. Fançois Aunis se dio cuenta pronto de que todas las sustancias se podían clasificar en tres grupos químicos de anabolizantes: los derivados de la testosterona, los similares al estanozolol[49] y los análogos de la flutamida.

Éste último grupo lo dejó perplejo. La flutamida es un antagonista, también llamado antiandrógeno. Su estructura química no se parece en nada a los esteroides, y aún hoy no se conoce realmente cómo funciona. En todo caso, él esperaría que tuviese los efectos opuestos a lo buscado por alguien que quisiese incrementar su masa muscular.

Ahora ese alguien estaba, en cambio, introduciendo algo parecido en los brebajes de los gimnasios. Decidió aceptar el reto de una nueva partida de póker. Para ello tenía que esconder sus cartas. Para evitar que se repitiera el desliz de la UCI pidió al secretario del COI que no divulgase nada de lo descubierto.

—Es la única forma de, por una vez, ir por delante de ellos.

La palabra «ellos» no precisaba de más definiciones. Ellos eran los que estaban del otro lado, los rivales, el enemigo a batir.

Sin embargo, era una decisión difícil y arriesgada. No se podía mantener el consumo y la venta de sustancias potencialmente peligrosas por parte de decenas de miles de usuarios de toda Europa a sabiendas de su existencia y del peligro potencial que representaba. Había que retirar cuanto antes aquellos «pringues» de los gimnasios sin levantar sospechas.

La disculpa perfecta vino de la mano de Wilson Madeo, uno de los jóvenes y excelentes químicos analíticos del COI. Wilson había tenido que huir de su Colombia natal acosado por el Cartel de Cali, ya que su método para detectar cocaína se mostró demasiado eficaz. En las muestras requisadas de los gimnasios Wilson no estaba buscando anabolizantes, sino variantes de aminoácidos. Así descubrió la presencia de aminoácidos dextrógiros.

La naturaleza, por causas que aún se desconocen, nos ha hecho a base de moléculas «zurdas». Es decir, de las dos principales conformaciones que la mayoría de los aminoácidos pueden tener, escogió la forma levógira. Esta propiedad se descubrió hace un siglo. Si disolvemos glucosa natural en agua y pasamos a su través luz polarizada[50], ésta gira a la derecha. Lo contrario ocurre con todos los aminoácidos. Teóricamente, podría existir un mundo con seres cuyos componentes proteicos esenciales fuesen dextrógiros (diestros), pero no en el nuestro.

Realmente, la ingesta de aminoácidos dextrógiros no debe en principio revestir peligro alguno, pero para afirmar lo contrario ya estaba la prensa sensacionalista. Dos días más tarde, The Evening Standard publicaba en primera página:

«Hallados aminoácidos artificiales en productos dietéticos fabricados en España, Francia e Israel». Luego venía una diatriba pseudo-científica sobre cómo aquello iba a provocar proteínas anormales y cáncer de músculo. Todo absurdo, pero coló. La tormenta se desató en toda Europa y desde Polonia a Portugal la policía requisó varias toneladas de alimentos hiperprotéicos y preparados hormonales. Después sólo hubo que filtrar a la prensa el nombre de los productos que utilizaban los aminoácidos dextrógiros y en tres semanas el asunto estuvo resuelto.

Mientras tanto la WADA comenzó, bajo la dirección de Aunis, a poner a punto toda una batería de pruebas técnicas para detectar cualquiera de las doce sustancias, aunque François intuía que aquella similar a la flutamida, a la que en la WADA llamaban ya el «Flutón», iba a ser «la estrella» en el Campeonato Mundial de Atletismo en pista cubierta. Aún no sabía cómo el Flutón ejercía su acción, y era necesario saberlo antes de acusar a los deportistas y a sus médicos de estar utilizando un anabolizante.

La hipótesis científica más aceptada sostiene que la flutamida no actúa directamente sobre el músculo, sino en el hipotálamo y en la hipófisis[51]. En esas regiones del cerebro la flutamida bloquea la secreción de las hormonas que regulan la producción de testosterona. Por ello se ha utilizado en la clínica para el tratamiento de los tumores de próstata y de sus metástasis, ya que el crecimiento de este cáncer es muy sensible a la testosterona.

Ahora... el Flutón.

En pocos días de tedioso trabajo se habían logrado aislar casi quince gramos de Flutón a partir de varias decenas de kilos de preparados «musculizantes». En las pruebas en animales de laboratorio el Flutón se mostró sencillamente impresionante: bastaban menos de cien microgramos para disparar la producción de testosterona de las ratas de laboratorio hasta alcanzar cifras que se salían literalmente del rango de medida de los aparatos del laboratorio. Aquellos niveles nunca se habían visto antes en la WADA. Seguramente el Flutón podría ser utilizado para incrementar la masa muscular en pacientes operados o en el tratamiento de ciertas anemias. Sin embargo ahora su guerra era otra; tenía ante sí una sustancia dopante muy peligrosa que estaba siendo distribuida y consumida fuera de todo control.

Pensó en introducir el Flutón en la propuesta a aprobar por el COI y por la Federación Internacional de Atletismo para ser considerada como sustancia prohibida. Sin embargo, el riesgo de chivatazos no era desdeñable y, una vez se hiciese la propuesta, sería muy difícil mantener el secreto y, por lo tanto, la táctica que estaba pensando seguir.

Los campeonatos de Europa «indoor» tuvieron lugar a la semana siguiente. Aunis mandó a Madeo a Alemania con todo lo necesario para llevar a cabo la identificación del Flutón y de los últimos anabolizantes descubiertos. En principio se buscaría tanto el Flutón como la testosterona endógena.

—¡Fíjate en los calvos! —le había dicho Aunis antes de partir—, la testosterona hace caer el pelo.

Para Wilson Madeo los resultados fueron decepcionantes; sólo una muestra dio positivo al Flutón: Mark Livett, el cuarto clasificado en los cinco mil metros. No obstante, Aunis supo que los naipes se estaban barajando para una nueva partida de póker que ya estaba en marcha. Al recoger el guante se estaba jugando su prestigio. Su estrategia era doble: primero atacar a los usuarios: deportistas tramposos, médicos, entrenadores y jefes de equipo; en segundo lugar dar con la fuente productora.

Aquella noche viajó a Múnich y se reunió con los miembros de la WADA. Decidieron no descalificar al corredor; un cuarto puesto no da lugar a medalla, y estaba seguro que aquello era un señuelo. Si lo hacían público, «los otros» buscarían otro fármaco y todo el inmenso trabajo sería baladí. Otros cinco atletas dieron positivo a dos de los «nuevos» anabolizantes y, por la misma razón, no fueron descalificados.

—Ahora «ellos» tendrán que emplearse a fondo con el Flutón, dado que piensan que podemos detectar sus productos anabolizantes convencionales y que quizás seamos capaces de descubrir también a los nuevos.

El presidente del COI le concedió, por fin, la entrevista solicitada dos meses atrás. La reunión fue breve y recibió un espaldarazo por parte del COI. Con una condición: la partida tendría que terminar antes de los XXXV Juegos de Pekín. El movimiento olímpico no podía permitirse otro escándalo. Aquello no les dejaba demasiado margen, pero lo suficiente para actuar en las competiciones de atletismo y natación clasificatorias para Pekín.

Diseñaron una estrategia general. En el ciclismo, los controles se realizarían durante la última semana del Giro de Italia y en la primera del Tour. Se preparó, asimismo, una estrategia de controles sin previo aviso que abarcaría a casi el treinta por ciento de los deportistas que iban a acudir a los Juegos.

Con la mayor de las discreciones, encargó a un equipo de ocho personas preparar todo lo necesario para que los análisis de los nuevos anabolizantes y del Flutón se pudiesen realizar con rapidez en todas las pruebas importantes a celebrar en cuarenta países a lo largo del mes y medio anterior a la cita de Pekín.

Aquella noche, Aunis invitó a Wilson Madeo a cenar a su casa. El colombiano se sorprendió al recibir la llamada de la secretaria del «Jefe Supremo» con la invitación. A las ocho, Madeo llegaba al domicilio de Aunis con una botella de ron «Cacique» envuelta en papel de estraza. Era un ron venezolano, pero en Canadá no resulta tarea fácil hallar aguardiente de Colombia.

En el piso del Jefe le aguardaba también Joaquín Ibáñez, un joven «postdoc» alicantino que acababa de describir un método rápido para identificar la presencia de anabolizantes utilizando cultivos de células tumorales de próstata humana. Bastaban seis horas para que las células genéticamente modificadas se tornaran azules con sólo «oler» testosterona o cualquiera de sus análogos anabolizantes.

Aunis comenzó a exponer sus ideas aún antes de descorchar la primera botella de vino. Hablaron en Español, idioma que Aunis dominaba desde su infancia.

—Tenemos claro que si a quien ha ingerido Flutón, o cosa que se le parezca, le aumentará la testosterona endógena y las células de Joaquín se vestirán de azul Prusia.

Joaquín Ibáñez había hecho los deberes.

—Tengo preparado el sistema de tal forma que sólo cambiará de color cuando se superen las concentraciones digamos naturales. El análisis será diferente para hombres que para mujeres.

Wilson terció en la conversación:

—El problema es detectar también al Flutón. Es suficientemente potente como para que dosis mínimas tengan efecto. Hasta ahora hemos podido encontrarlo en casos de sobredosis, como las del chico culturista del gimnasio, pero si se ajusta la dosis a lo necesario es «invisible». No podemos extraer un litro de sangre ni colectar diez litros de orina, con el volumen de muestra que nos llega al laboratorio no habrá forma de ver si está ahí o no.

—Necesitamos multiplicar, al menos, por veinte la sensibilidad del método.

Ibáñez era un experto en testosterona, pero no en dopaje, así que hizo la pregunta que tantas veces le habían planteado a Aunis:

—Lo que no entiendo es por qué tanto jaleo por todo esto. La testosterona, y en general todos los anabolizantes, tienen poco o nulo efecto en el rendimiento deportivo. Todo lo más puede incrementarlo en un uno por ciento, ¿para qué volvernos locos por un uno por ciento?

Madeo se adelantó:

—Bueno, míralo así: una carrera de cien metros lisos tendrá sólo noventa y nueve para los que logren ese uno por ciento. El Tour tiene tres mil y pico kilómetros, aplica una regla de tres y verás en que se transforma ese uno por ciento.

—Y ¿qué hacemos entonces, Wilson? —interrumpió Aunis con su particular acento galo.

—El Flutón dura poco en sangre, por lo que deben estar administrándolo varias veces al día. Eso supone metabolitos en la orina. Empecemos por ahí.

La logia del fármaco
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