Dos

David Lerner sentía pasión por los fármacos que incrementaban el rendimiento físico. Había pertenecido al cuerpo médico que supervisaba la preparación de los comandos israelíes. Desde que existen, los militares han hecho uso de fármacos que incrementan la resistencia física, que reducen el dolor o que mantienen al sueño y a la fatiga alejados de los soldados, sobre todo de aquellos que debían enfrentar situaciones límite, como los comandos o los pilotos derribados sobre territorio enemigo. Los boinas verdes americanos aprendieron de las virtudes de las anfetaminas para mantenerse despiertos y en actividad durante días. Estos y otros fármacos psicoestimulantes más tarde serían utilizados para similares fines por deportistas, estudiantes y juerguistas.

Durante diez años, Lerner trabajó para el ejército israelí y para sus servicios secretos: el Mossad (forma abreviada en Hebreo de Hamosad Lemodi’ín Uletafkidim Meyujadim). Ocurrió que en los Juegos de Múnich de 1972 varios de los deportistas olímpicos eran a su vez «pacientes» suyos. Lerner fue llamado por el viceministro para que le asegurase que ninguna de las sustancias consumidas por sus deportistas estuviese prohibida por el Comité Olímpico Internacional (COI), o al menos que ninguna de éstas pudiesen ser detectadas. El joven doctor Lerner le respondió que casi todas las sustancias que utilizaban estaban prohibidas, pero ignoraba si éstas eran detectables o no.

Lerner pasó dos semanas revisando los textos de farmacología y diversos tratados de Química Analítica. Se entrevistó con los químicos analíticos del Weizmann Institute. Al final decidió eliminar las anfetaminas y sus derivados de los entrenamientos de los soldados durante los meses anteriores a la cita olímpica. Igualmente, eliminó los andrógenos más comunes y dejó sólo a la nandrolona para los deportes de musculación como la natación, la halterofilia y algunas pruebas de atletismo. Estos tratamientos se interrumpirían dos semanas antes de viajar a Alemania.

Los resultados de su trabajo nunca serían cotejados. La delegación olímpica israelita sería masacrada por un comando de una organización terrorista de nombre, hasta entonces, desconocido denominada Septiembre Negro.

Lerner abandonó el ejército y se trasladó a los Estados Unidos con la idea de especializarse en medicina deportiva. Contaba entonces treinta y dos años. En la Universidad de Georgetown tomó contacto con un grupo de investigación que lideraba el profesor Burnett, quien trabajaba sobre la relación entre las poliglobulias y la resistencia al esfuerzo físico. Lerner pasó semanas en las Montañas Rocosas con deportistas de élite, básicamente corredores de fondo. La altura significa falta de oxígeno, y ello provoca que el organismo deba proveerse, de forma fisiológica, de más hematíes[43], y eso se logra con el aumento en sangre de una hormona: la eritropoyetina, también conocida como EPO.

La eritropoyetina se sintetiza y se libera por unas células especiales que se encuentran en el riñón. Cuando las demandas de oxígeno aumentan de forma continuada, la secreción de eritropoyetina se eleva y la médula ósea recibe la orden de fabricar más hematíes. La EPO se emplea clínicamente hoy en el tratamientos de ciertas anemias, como la causada en la insuficiencia renal crónica, o para revertir los efectos indeseables de algunas terapias contra el cáncer.

Entrenarse a tres mil metros de altitud no era fácil en todos los deportes. Así, resultaba sencillo para los practicantes de la halterofilia cargar con unas cuantas pesas hasta una estación de esquí; sin embargo, a esas alturas no había tantas piscinas de tamaño olímpico, ni pistas reglamentarias de atletismo. Por otro lado, en los años setenta y ochenta se suponía que los atletas eran amateurs, y no se podía justificar fácilmente que se trasladasen varios miles de kilómetros hasta las Montañas Rocosas para hacer subir su hematocrito. Lerner, como otros, intuyó que si se lograse sintetizar la EPO no sería necesario entrenar a gran altura sobre el nivel del mar, y podría mantenerse una formación adecuada de nuevos hematíes incluso durante las pruebas de larga duración, como los Juegos o las grandes pruebas ciclistas.

Durante una convención sobre anemias y su tratamiento, celebrada en 1974 cerca de Chicago, David Lerner presentó sus primeros datos con extractos altamente purificados de EPO en ciclistas. Escogió diez corredores amateur a los que administró EPO durante un mes y siguió su rendimiento a lo largo de la temporada. El estudio era de pésima calidad, sin grupo control, sin monitorizar otro parámetro que no fuese el hematocrito y la presión arterial. Sin embargo, su estudio llamó la atención de Andrew Kowalski, el famoso entrenador de corredores de medio fondo. Trabajaron conjuntamente durante dieciocho meses. El equipo norteamericano humilló a sus competidores en la prueba de los cinco mil metros de aquel año, y los atletas de otras cinco disciplinas arrasaron en más pruebas de las esperadas en los Juegos de Montreal de 1976. Las sospechas de dopaje se dispararon, pero la EPO administrada no se podía distinguir de la propia del deportista, pues eran prácticamente idénticas.

Kowalski estaba encantado: Lerner se brindó a facilitarle toda la EPO necesaria y a entrenar a los médicos del equipo olímpico que quisiesen. Sólo puso dos condiciones: la primera, económica; la segunda, la confidencialidad; sólo Kowalski conocería su identidad.

Las cosas se prometían muy felices para el médico judío, pero a principios de los ochenta ocurrió lo inesperado: las tropas de la URSS invadían Afganistán ante la general desaprobación del auto-llamado «mundo libre». En las semanas siguientes, muchos países iban a renunciar a participar en los Juegos de Moscú de 1980.

David estaba frustrado. ¡Tanto trabajo para nada! Ahora no podría probar la batería de fármacos que había ido preparando. Ya no se trataba sólo de la EPO (ahora casi pura), sino de varios fármacos anabolizantes que incrementaban la musculatura y su rendimiento de forma más que notable. A todo ello se añadían ahora las primeras estrategias para burlar su detección. Recurrió al probenecid, un viejo fármaco desarrollado para evitar la excesiva eliminación renal de las primeras penicilinas, cuando estas eran carísimas. Ahora muchas de las sustancia dopantes no se detectarían en la orina, se podrían administrar en menor cantidad pero permanecerían en la sangre haciendo sus efectos. Una buena combinación de probenecid con diuréticos reducía tanto los niveles de hormonas en la orina que los métodos de la época se mostraban incapaces de detectarlas. Y sin embargo, todo aquel enorme esfuerzo sería ahora en vano.

Desanimado, Lerner cobró sus honorarios y, a finales de 1979, volvió a Israel. Allí tomó contacto con varios de sus antiguos compañeros y aceptó una invitación para participar en el VI Congreso Internacional de Medicina Deportiva, a celebrar en Leipzig, entonces perteneciente a la extinta República Democrática Alemana. Allí se sintió comprendido por vez primera. Sus colegas alemanes no eran monjitas que censurasen lo que estaba bien y lo que estaba mal. Ellos buscaban el incremento del rendimiento humano como un reto profesional y entendían que los profesionales de la medicina Deportiva debían contribuir definitivamente a ello. Cuestión que no se podía dejar en manos de aficionados o de los propios deportistas.

Lerner empatizó con ellos y hasta visitó cinco de sus centros de alto rendimiento. En particular los de natación. ¡Había que ver cómo trabajaban los alemanes! Aquel era el equipo de profesionales que siempre deseó. No eran chapuceros, habían diseñado pruebas de natación específicas para seguir el rendimiento de sus nadadores. En particular, las féminas eran auténticas máquinas disciplinadísimas en la lucha contra el crono. Horas y horas de durísimos entrenamientos. Preparadores y médicos trabajando al alimón. Los gimnasios estaban equipados con electrocardiógrafos, con medidores del metabolismo basal y con, eso se lo enseñarían mucho después, laboratorios para la detección de sustancias dopantes. Cada deportista recibía la dosis máxima, por encima de la cual el fármaco aparecía ya en la orina o en la sangre en cantidades detectables.

Lerner recibió una tentadora oferta y, de nuevo, puso sus dos condiciones. Las nadadoras germanas batieron todas las marcas en Moscú, los levantadores de peso y algunos deportistas de élite entrenados en Leipzig acapararon gran número de medallas. Un gran éxito personal para David y para su cuenta corriente; para entonces, ya había abandonado definitivamente Israel y se establecía en la soleada California.

Aquel año, 1980, inició su actividad empresarial fundando PharmaSport en Singapur. La fábrica comenzó a envasar primero, y a producir y envasar después, una larga serie de compuestos nutritivos, vitaminas y aminoácidos que se vendían bajo varias marcas en los gimnasios de medio mundo. Detrás de la tapadera de PharmaSport, Lerner puso en marcha su gran sueño. Comenzó a sintetizar en grandes cantidades varias de las sustancias que tenía en proyecto; para él existían dos tipos de productos prohibidos: los que se iban a utilizar por particulares y deportistas de poca monta y sus productos estrella, con destino exclusivo para los deportistas de élite.

En los primeros figuraba la práctica totalidad de las sustancias prohibidas por el COI en la lista de aquel año y que, en general, eran moderadamente fáciles de detectar por los laboratorios adscritos a las pruebas deportivas importantes. Los segundos eran los realmente interesantes, compuestos casi indetectables, muchos de ellos idénticos a las hormonas naturales. Sobre todos ellos sobresalía la EPO, que por fin había logrado sintetizar; bueno, él no: sus cultivos de bacterias genéticamente modificadas, sacadas clandestinamente de la Universidad de Carolina del Norte, en Chapel Hill, en los Estados Unidos.

Lemer contactó con Ed Zinder, un viejo conocido de sus años en el Mossad. Ahora era el médico del equipo olímpico de ciclismo de los Estados Unidos. Entre los dos pusieron en marcha un programa de entrenamiento que incluía algunos anabolizantes durante los primeros meses de tratamiento, y una terapia continuada con EPO. Zinder estaba asombrado; las marcas de sus mediocres ciclistas se acercaron a las de los mejores deportistas europeos. Unos meses más tarde las superaban con diferencia. En los Juegos de 1984 los siete ciclistas del equipo americano ganaron un total de nueve medallas, cuatro de ellas de oro. ¡Las primeras medallas en ciclismo que el país conseguía desde 1912!

La noticia corrió como la pólvora, una sustancia indetectable... la EPO es una hormona natural, ahora sintética pero prácticamente idéntica a la humana. Los métodos existentes no eran capaces de distinguirla de aquella que el cuerpo producía de forma natural. Además, la EPO se destruye con suficiente rapidez para que sus cifras en sangre nunca resultasen escandalosas. Sólo una cosa cambiaba, el hematocrito[44].

Durante años, corredores ciclistas como los colombianos se mostraron muy fuertes en la montaña. Viviendo a esa altura su hematocrito se disparaba: más glóbulos rojos llevando más y más oxígeno a los tejidos. Claro que había un límite, una sangre con tan elevado número de células se hace muy viscosa: el corazón tiene que hacer frente a más resistencia y el paso de la sangre por los capilares se torna difícil. Fue por ello por lo que, a falta de un método para distinguir la EPO natural de la administrada, la Unión Ciclista Internacional (la UCI) decidió fijar en 50 el límite de la tasa de hematocrito. Daba igual que este tuviese un origen natural o fraudulento. Los valores normales en varones se sitúan alrededor de 47, no queda mucho margen hasta el 50. Así que se daba EPO y si el hematocrito se pasaba de la cantidad legal se realizaba una extracción de sangre. Lerner intuyó que esa sangre era un tesoro. Provenía de la misma persona que en un momento preciso podría necesitar de pequeñas transfusiones a fin de quedarse justo con un hematocrito de 50. La sangre se podía almacenar, e incluso «mejorar», antes de devolverla al paciente en forma de concentrado de hematíes seleccionados.

En los laboratorios de PharmaSport, Lerner produjo igualmente testosterona, la hormona natural masculina. Esta debería ser indetectable, debido a que su molécula, bastante más sencilla que la EPO, iba a ser idéntica a la producida por el deportista. Una vez más los ciclistas, los levantadores de pesas y los velocistas volvieron a ser sus clientes.

La logia del fármaco
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