Mentiras de mi libertad*

De un punto determinado no hay regreso, Este punto puede ser alcanzado.

Franz Kaftka

TESTIMONIO

“Ah mis amigas, que formidable tocar la literatura como si fuera el fuego y para escritor entender que lo que está en los libros es aplicable en cualquier circunstancia, en las pruebas, en las adversidades, en los desafíos, y que la moral y la ética es algo que puede ser de uso común también para nosotros, no sólo para los gloriosos personajes que hemos concebido, y que el mensaje último de la literatura nos acompaña”, apunta el escritor cubano en estas memorias de la crueldad totalitaria y la salvación por la literatura.

Flaubert, el viejo Gustave Flaubert, probablemente exagerando, aconsejaba a los escritores que se amaran los unos a los otros “en el arte” tal como los místicos se aman “en Dios”. ¿Exageraba o se proponía fustigar a los sectores “no literarios” de la sociedad, es decir, la inmensa mayoría de la humanidad, ese enemigo multitudinario que él se había echado a sus espaldas y contra el que no encontraba mejor solución que aislarse para “como una bayadera con sus perfumes morar a solas con nuestros sueños”? La operación alcanzaba sólo a la élite. Pero, por encima de su ácida proposición, de su desdén y poses discriminatorias podemos escuchar el lejano reclamo de algo que (es evidente) él necesitaba: el lejano rumor de la solidaridad. Una especie de desvaríos sindicalistas emitidos desde la avariciosa torre de marfil. Los estamos captando. Te tenemos, viejo Gustavo. Quizás ustedes no me lo quieran creer, pero ése fue el nombre que mascullaba cuando franqueaba las puertas de la libertad. Pensé en Flaubert como quien grita Eureka. Me imagino que todavía ahora los clavistas de Seguridad del Estado estén sometiendo el nombre de aquel pobre francés neurótico al manoseo de los programas avanzados de cifrado y descifrado de sus computadoras. El tipo dijo Flober, caballeros. Flober.

Luego de mi permanencia de 20 días —entre el 10 y el 30 de octubre de 1993— en el menos aconsejable de los establecimientos penitenciarios cubanos, de bien cimentada reputación por su capacidad persuasiva, creí —realmente— haber recibido la bendición. Actuó como catalizador de la revelación flaubertiana la información que tuve, apenas fui liberado, de las declaraciones y documentos con que muchos de mis amigos y colegas —hombres de literatura todos— se propusieron protegerme.

El sistema de comunicaciones es muy defectuoso aquí, en La Habana —y es aventurado confiar en él por su alto nivel de porosidad—, por lo que ha sido imposible contar con una nómina detallada. Pero ahora sé que un número considerable de escritores y periodistas de Estados Unidos, México y Venezuela y de otros países latinoamericanos y europeos y de cubanos exiliados constituyó la inspirada fuerza internacionalista de mi rescate. Debo sumar una escuadra reducida de valientes, unos auténticos suicidas: el puñadito de escritores cubanos residentes en Cuba que por mí, su hermano, se lanzó al combate.

El lugar se llama Villa Marista y ahora me reconozco, pese a la brevedad de mi experiencia, como veterano de una de sus celdas tapiadas. En realidad tiene un largo nombre de retórica policiaca: Organo de Instrucción “Villa Marista” del Departamento de Seguridad del Estado. En aquel lugar te instruyen (de cargos, me imagino). Estaba incomunicado (como allí es menester), y sólo se me permitieron dos visitas familiares con no más de tres personas y de reglamentados 10 minutos cada una. Villa Marista. Una reminiscencia de la escuela de clase media habanera fundada y bendecida por cardenales, obispos y sacerdotes en los años 50 y rehabilitada a la luz del marxismo-leninismo que estrenábamos en Cuba en los sesenta con atalayas y nidos de ametralladoras y sistemas de comunicaciones y el agregado de unos inconmovibles pabellones fundidos en los rigores conceptuales del KGB y los altos muros otrora eclesiásticos rematados por las alambradas, y que luego entre las bromas de campaña del fogueo revolucionario llamábamos el retiro espiritual de los Hermanos Maristas, que era donde el enemigo recibía su implacable merecido, donde todo lo desembuchaban (porque allí “todo el mundo canta y hasta los mudos aprenden a hablar” —es uno de los decires populares—), y donde yo, les cuento, me preguntaba en uno de sus calabozos mientras mi vista resbalaba por las paredes de concreto desnudo, cuántos hombres, incluso cuántos de mis mejores amigos, habrían estado allí, engavetados en el mismo calabozo, cuando aceptaron la ignominia de sus propias declaraciones de culpabilidad que los condujeron al palo de un foso de ejecuciones, y habrían examinado estas mismas paredes que fueron los últimos paisajes de la existencia, las últimas secuencias de territorio que alcanzaron a registrar antes de que la puerta de hierro colado se abriera y les dijeran “vamos”.

En la segunda “visita” (a los 15 días de mi detención) mi esposa, Niurka, me trasmitió lo que pretendía ser un mensaje en clave. Lo hizo entre noticias sobre mis hijas y quejas sobre las golosinas que los carceleros no le permitieron pasarme al saloncito de audiencias. Los ceñidos sintagmas de código más sanos e ingenuos de la historia para evitar el entendimiento omnipresente del severo instructor clavado frente a nosotros. Ah, por cierto, William Kennedy, Norma Mailer y Cabrera Infante te mandan saludos. El Pen Club también. ¿Oíste? El Pen Club. Y Heberto Padilla. John Updike. William Styron. Arthur Miller. Sólo le faltó decirme “fin de trasmisión”. Es el tipo de información que igualmente se prohibe “pasar”. No es beneficioso —para el esforzado propósito de los instructores, desde luego— que semejantes noticias lleguen a los procesados. Y ahora no será difícil comprender —pónganse en mi lugar— qué ocurrió después. Ocurrió que no hubo Villa Marista que pudiera conmigo.

Mi amigo William Kennedy, desde su refugio en Albany, movilizándose. El viejo Bill. Y Norman Mailer, el dios de mis lecturas de madurez; y hasta un Guillermo Cabrera Infante o un Heberto Padilla, a los que una vez, gratuitamente, coloqué en el campo de mis adversarios, quebrando lanzas a favor de este escritor en situación de inaccesible confinamiento y para uso exclusivo del complejo represivo cubano que seguramente durante los últimos años había estado añorando una oportunidad como ésta, y que finalmente yo mismo se la había proporcionado; y de la que de ninguna manera era ajeno: yo había contribuido con entusiasmo militante durante muchos años en el cocinado de ese mejunje del cual se me estaba sirviendo y obligando a tragar unos grandes cucharones suplementarios. La única clase de alimentación que en —como uno se familiariza en llamarle— se prodiga las malas noticias, las amenazas y la desesperanza.

Los escritores estaban conmigo, no obstante. Aparecían declaraciones y mensajes. Era la otra militancia, que empezaba a destacarse. Pedían mi libertad inmediata, hacer prevalecer mi derecho a viajar hacia cualquier lugar y a ejercer sin restricciones de ninguna especie mi oficio de escritor, que en resumidas cuentas se me permita ser, al igual que ellos, un ciudadano del mundo y un escritor en condiciones de emplear expeditamente en su obra aquella parte de sus conocimientos y experiencias vitales que considere pertinentes. Quizá sea obvio decir que los principales beneficiarios de la libertad de expresión no son los autores sino aquellos a los que se irradian sus obras. Pero la obstinación sobre un escritor y su sujeción a un permanente estado de sitio, un escritor que es además un hombre desarmado y que no tiene siquiera conocimientos de cualquiera de las artes marciales y que carece de todos los medios de comunicación e información, a no ser los viejos lápices, una veterana máquina de escribir y un teléfono tomado por la policía, tiene que ser sintomático de algo: de la moral y los proyectos de quien ordena el operativo. No se dejen engañar: nada de esto tiene que ver con la conveniencia de ninguna ideología. La persecución y hostigamiento de un autor o la orden de rastrear un manojo de papeles ajenos son acciones casi siempre dominadas por intereses absolutamente personales. Están dominadas por el miedo o la vanidad.

La noticia de mi detención a bordo de una balsa de evidente empaque militar (para los guardafronteras que nos localizaron en el barrido de su radar, el objetivo que incomprensiblemente se detuvo a unas 2 millas al norte de un antiguo poblado de pescadores, Santa Fe, era la balsa sobre la que nosotros desesperábamos por revivir un motor) y con la que pretendí ganar una conveniente distancia de las costas de mi país, fue telefoneada hacia el extranjero (y luego radiada de rebote hacia Cuba) gracias a las gestiones personales de los principales líderes de la disidencia política radicada en La Habana. Se hicieron cargo apenas tuvieron la información, unas 72 horas después de los hechos. No está de más aclarar que no he tenido con ellos otros vínculos que los de una vieja amistad, en casi todos los casos de cuando militamos juntos en los años iniciales de la Revolución. A ellos debo hoy un agradecimiento sin reservas. Pero los receptores inmediatos fueron escritores; algunos, la minoría, amigos de por lo menos una vez en la misma mesa de vinos y rosas, y otros, la mayoría, de que los leo con perenne fervor de aprendiz. Me gustaría imaginarme que a partir de mi más reciente experiencia puedo demostrar casi como una ley física que los duelos de vida o muerte se ganan cuando un viejo lector encuentra la lealtad de sus escritores. (No había que sostener la validez eterna de aquella verdad pontificada por Sartre de que un libro se termina de escribir cuando encuentra su lector.) De vida o muerte, o por lo menos de 3 a 15 años de prisión, que era lo que mis infatigables instructores de Villa me estaban augurando. Dada la largueza de las autoridades de mi país para hacerte pasar porciones de siglo tras las rejas no crean que no sé valorar lo que mis colegas en el exterior han hecho por mí.

Dos pesares, sin embargo, reducen —a mi modo de ver— el potencial de este triunfo. El primero es el de los hombres que dejé atrás, en los calabozos de Villa, hombres sin nombre y sin el soporte de un gremio de oro y que desde hace unas semanas constituyen mi otro ámbito de acción y que, es seguro, con ellos (o por ellos) he encontrado un objetivo. El segundo es ver cómo la magnífica batalla que librábamos está a punto de ser sofocada por una victoria que nos entregaron demasiado temprano.

Yo no sabía (pero pude intuirlo, puesto que para algo he logrado que se me acepte como un novelista, y está toda esa historia de las antenas del artista para ver lo que a otros les está vedado) lo difícil que puede ser la salida, vivo, libre, invicto, de una celda tapiada. Pero las perspectivas se estaban ordenando al menos a la usanza de aquella frase de Albert Camus de que cuando un problema pasa del plano político al plano moral es cuando realmente el problema puede empezar a resolverse. Este por lo menos empieza a resolverse así para mi, que es como debí entender siempre que es la única fórmula de solución para un escritor. Desde que conocí que se había ordenado mi libertad inmediata, tuve el extraño sentimiento de una nostalgia anticipada. Desde luego que estaba loco por regresar a casa, pero también se me cruzaron los sentimientos. Tenía que despedirme. Conocía las señales porque estuve en la campaña del Escambray y en Angola. Y es una nostalgia anticipada porque hay amigos que dejas en una trinchera en la que recibiste el fuego. El Mailer de The Naked and the Dead y el Styron de The Long March saben lo que digo y cualquier viejo soldado aunque no sepa escribir ni su nombre. El peor de los infiernos es una especie de patria cuando tienes que abandonar allí a un amigo. Acuérdense del adiós a las armas de Oliver Stone en la secuencia final de Platoon, el sonido del rotor principal del Hue sesgando el aire mientras contemplas por última vez los desfiladeros y una garganta de una cordillera de selva en el sudeste asiático. Mas tengo tarea. Tiene que ver, al igual que ustedes hicieron conmigo, con los hombres que ahora mismo purgan en Villa —a modo de simple preparación, probablemente, pues faltan juicio y condena (todavía no te han servido, hermano)— sus lentas y obsesivas liturgias de interrogatorios e investigación. Las leyes cubanas permiten extenderlos hasta dos años en “el órgano de instrucción” por cualesquiera que hayan sido sus disensiones políticas. El amigo Flaubert sabrá disculparme este desvío de atención sobre un personal “no combatiente” como él lo entendía y que los ame “fuera del arte”.

Desde luego, disensión nunca será el término aceptado. Y siempre habrá una buena figura delictiva para colgártela del cuello. Propaganda enemiga. Desacato. Asociación ilícita. Porque disensión lo único que significa es que tú no estás de acuerdo y que, en muy contados casos, lo expresas. Y es el embrión de aceptar que la sociedad es de cualquier manera pluripartidista (esos hombres que yo conocí allá adentro, en Villa, constituyen sin embargo el partido de oposición, aunque no exista la organización, ni la estructura, ni los líderes. Aún no. Esperen un poco.) No es fácil endilgarte cinco años porque te encogiste de hombros o hiciste esa contracción con los labios ante cualquiera de los cada vez más absurdos discursos oficiales. Tomar un bote y jugarte la vida para salir del país es, invariablemente, un voto en contra —al menos, una abstención. Es decir, un tipo a descontar, alguien que en las pandemónicas visiones holeográficas de las manifestaciones compactas, masivas, en la Plaza de la Revolución, ha optado por retirarse; es el tipo de elemento que va dejando un claro. ¿Se me permite jugar con las palabras, a la usanza de Cabrera Infante, y llamarle el voto del bote? No es una decisión fácil. Te puede costar el pellejo; sencillamente puedes terminar tus días en las mandíbulas de un tiburón, o exponerte a la muerte por inanición o porque algún recluta, un muchachón un tanto nervioso, inexperto, te sorprenda en la costa y te largue un rafagazo de AK-47. Y luego, ni siquiera, tienes el beneficio de que se te llore adecuadamente. Nuestros gobernantes te califican y se hallan prestos a ofenderse puesto que, según su punto de vista, no es lo mismo morir en Angola que en una balsa. ¿Y en casos como el mío, que he tentado las dos muertes? ¿Cual de ellas resultaría aceptable en el sagrado panteón de la patria? ¿Y en cuál de las patrias? ¿La que reclaman para sí los hermanos de la isla o la que igualmente reclaman como suya los hermanos del exilio?

Yo estaba en Villa y el expediente estaba abierto y aún en blanco mientras una escuadra de instructores de toda clase de temperamentos, jerarquía militar, nivel profesional en el duro y quizá abnegado oficio de quebrantar la voluntad de un hombre y capacidad de trasmisión de confianza o irritabilidad rastreaba “mis culpas”. Pronto supe que se dirigían en una dirección. Se trataba de conocer los secretos que yo iba a venderle a los servicios especiales “del enemigo” (y que había tenido la habilidad de lanzar al mar antes de ser capturado). En el momento de mi liberación aceptaron, de hecho, que no disponía de tales secretos y que era escaso y poco atractivo el material de mi oferta. Por lo que debo esperar en el futuro —es decir, en un eventual próximo paso mío por el órgano de instrucción— que me sometan al arsenal de sus acusaciones clásicas, habituales. Un buen caso de propaganda enemiga, como puede ser este mismo texto, serviría para unos seis añitos en una de esas prisiones de Camagüey, siempre próximas a los campos de caña, donde se precisan brazos para las zafras. Ellos necesitan delitos. Y no quieran ver ustedes el grado de afrenta que uno puede acarrearles. A mi madre, mientras efectuaban un burdo registro en su casa, llegaron a decirle que una de las cosas que más les enojaba de mi proceder era no haber informado en tiempo y forma sobre los preparativos de mi fuga clandestina. ¿No lo creen? Allá ustedes. Y traidor. Una tras otra sesión de interrogatorios bajo la bandera de Judas. Como quiera que ellos son la patria... no te les opongas ni con un levantamiento de cejas.

Al menos así se autoproclaman. Y pensar —o actuar, ay, Dios— contra ellos, es hacerlo contra la nación toda; fíjense bien, no es disentir de un personaje igual que tú, con los mismos atributos humanos y también nacido de una mujer —de alguna ¿no?— y que es de suponer haya humedecido una buena cantidad de sábanas con su rosado culito y su alegre pipi —el rabito, nene, déjese el rabito— en aquel remoto y siempre ignorado periodo de origen suyo como protohombre público y conductor de masas (¡los dulces jugos patricios...!) y cuya sola diferencia verdadera es que ahora ocupa un cargo —a veces de muy rimbombante nomenclatura— en Palacio, en el cetro de la gobernatura del país; no, tu crimen es levantarte contra el mismísimo emblema de la nación. Imagínense al senador Joseph McCarthy, que entre otras cosas estaba más loco que una cabra, convirtiendo sus postulados y las doctrinas acompañantes de histeria y represión en el programa que regiría la conducta civil de Estados Unidos. Y sería el único además. No se les ocurra inventar otro proyecto porque dispondremos de figuras delictivas más que suficientes para reducirlos. Propaganda enemiga. Desacato. Asociación ilícita.

Mi otro pesar, decía, fue la fórmula expedita de mi liberación. Emancipado veloz. Es ineludible que exprese mi convencimiento de que si fui repentinamente excarcelado en el momento preciso en que los interrogatorios alcanzaban su cumbre de violencia verbal fue respondiendo a la destreza de una maniobra política: la de callarlos a ustedes. Ah, queridos colegas “en el arte”. Unas extrañas sonrisas habían aparecido, sonrisas dibujadas en los secos labios de mis interrogadores apenas unas horas después de la última sesión de miedo y de que se me prometiera que habría de pudrirme en aquellos recintos. El destino con el que hasta entonces debía contentarme era un periodo indefinido de prisión preventiva puesto que se me había negado “el cambio de medida”, es decir, la libertad bajo fianza, debido “a la existencia de elementos más que suficientes para concluir que el detenido puede evadir la acción de la justicia”. Así mismo acababa de ser informado de que mi sumario tenía carácter de “secretividad”, es decir, fuera del alcance de abogados defensores, familiares y público (todo lo que pasara allá adentro era un problema del Estado conmigo: uno solo, uno hambriento, uno cosificado) por lo que se me mantendría en el órgano de instrucción bajo el sofoco de sus investigaciones. Entonces tuvo lugar la agradable demostración de la primera sonrisa. El más encarnizado de mis interrogadores exhibió sus dientecillos y masculló algunas palabras sobre la generosidad de las instituciones revolucionarias. Me despedían.

Sin embargo, la batalla sigue a mitad de camino. Ellos resolvieron su problema. Acabar la campaña internacional de solidaridad que comenzaba a gestarse. “Y lo demás es silencio. Mejor dicho: debe ser silencio. Mi pretendida libertad es un artificio de cobertura. Utilizando la jerga prisionera de Villa, me trasladaron de celda. Ahora estoy en “la grande”. La concepción de esta isla como una cárcel no es mía: me ponen de patitas en la calle porque saben que mis pasos en la ciudad pueden ser controlados con la misma efectividad. Tampoco debo excederme en la gloria de ser el único al que no se le ha autorizado la salida del país. Recuerden a dos ilustres escritores, Heberto Padilla y Reynaldo Arenas, que purgaron largos cautiverios en las calles cada vez más hostiles de La Habana, o a un hombre como Mario Chanes de Armas, que luego de cumplir los 30 años de su irreductible condena y de ser reconocido universalmente, excepto en Cuba, como el prisionero político más antiguo del mundo, se le retuvo durante casi dos años —¡dos años más! (sigan sumando)— dentro de estas costas. Totalizó, es evidente, más tiempo que los 27 años de Nelson Mandela pero sin los beneficios de una campaña internacional que exigiera su libertad ni las simpatías de un multimillonario concierto de rock y aún no se le toleraba reunirse con los vestigios de su familia en Miami. Tampoco es mía la concepción del almacén de rehenes para cubrir cualquier eventualidad política: es una marca registrada del gobierno cubano.

Confieso que me preocupa algo. Lo que me preocupa es cuál será el final de esta historia. Y mi seguridad personal. Tienen la capacidad —o así lo creen— de continuar manteniéndome bajo control. Un control el cual me imagino redoblado después de este descalabro de sorprenderme en el mar. ¿Cuántos de mis policías particulares habrán padecido castigo y a cuántos habrán decidido dejar en la nómina que paga mi país para continuar sobre el “Caso Fuentes”? ¿Y hasta cuándo será esta persecución? Habían logrado mantenerme en un cerco de silencio durante un lustro casi, y para ello habían contado con el apoyo de la mayoría de los escritores cubanos residentes en Cuba —los conozco a casi todos (y a muchos de los cuales consideraba como amigos)— y también de algunas muy prestigiosas firmas extranjeras. Y de pronto advirtieron que, víctimas de su propia torpeza, tenían un problema de influencia internacional en una de las áreas más sensibles. Y que por primera vez en forma masiva los escritores norteamericanos apoyaban a un colega cubano. Y si bien es cierto, como describía Clausewitz, que todos los generales se preparaban para la guerra anterior —y que en este caso la guerra anterior era la pulverización de otro de estos tipejos con gafas, un intelectual—, debemos aceptar que se recuperaron con rapidez y que reaccionaron a tiempo cuando dieron la orden de retirada. Lo que en realidad han hecho es expandir las paredes o me las cambiaron por los cuatro Ladas de permanente desplazamiento en mi cola. En una ciudad desprovista de combustible para el común de sus habitantes, donde en cualquiera de sus principales avenidas puedes esperar hasta 45 minutos para ver cruzar algún vehículo, te percatas de inmediato cuándo el Presidente o este autor ocupan el paso: la caravana avisa.

Es incuestionable de cualquier modo que hicieron un análisis equivocado de la proverbial solidaridad entre los escritores y sobre todo del mundo actual y, puedo afirmarlo así, partieron de un estudio de mi conducta errado, muy poco duchos en los avatares de mi personalidad. Y se lanzaron “a la tremenda”, como decimos los cubanos, para acabar con este molesto personaje, molesto para sus usos, en que yo me he convertido (al menos potencialmente). Nos dejaron con las ganas y en la misma situación de partida, aunque —justo es lo justo— soy el primer escritor cubano de cierto reconocimiento público —y no sólo doméstico— que logra salir de Villa Marista sin una vergonzosa declaración “autocrítica” o una sesión de lágrimas frente a las cámaras.

No obstante, mientras no logre salir del país continuaré bajo el estricto control de mi policía particular y alimentando y engordando a esos personajes que han creído establecer un formidable caso para la erogación de gastos de mi país. Insisto en el tema y vuelvo a invocar a Karl von Clausewitz y su genio militar prusiano de veterano de Waterloo porque el horizonte que vislumbro está cerrado y necesito cooperación: los cercos hay que romperlos desde afuera. Y lo más que puedo hacer —y vengo haciendo desde hace unos 5 años— es aguantar. Me queda por lo pronto la libertad de imaginarme que puedo intentarlo nuevamente a través de la corriente del Golfo y a ellos de mantenerme la cola, el chequeo, con un nivel cero de escándalo internacional, lo que han realizado en consecuencia, como mínimo en cuatro ocasiones, desde que me liberaron (verificadas las cuatro por mí y corroboradas por experimentados amigos) y de llamarme para dos sesiones complementarias de hostigamiento y ya ustedes conocen la altura de miras y la opulenta dialéctica de que hicieron gala “te recomendamos... te prevenimos... te avisamos... te aconsejamos... te advertimos...”. Como saben, retardar un programa significa a menudo tener la capacidad de destruirlo. Eso es lo que están haciendo ahora, destruyendo mis probabilidades —un derecho que solicitó un número considerable de escritores con su firma en los documentos que circularon o estaban en preparación; mas ya soy “libre” y nadie tiene por qué preocuparse excesivamente del asunto Fuentes. Si alguien no se está riendo de todos, sí les puedo garantizar que con el toque de rebato y la orden de repliegue que significó mi liberación la ganancia no fue para nosotros, los vencedores aparentes. Winner takes nothing. No es lo mismo, desde luego, gritar por un camarada incomunicado en una tenebrosa cárcel que por uno que lo que quiere es darse un paseíto por los escenarios de Miami Vice. Y aquí me tienen: en la misma situación de hostigamiento permanente y represión silenciosa del minuto antes de abordar mi balsona soviética de gruesas capas negras para el asalto nocturno.

El sumario finalmente estuvo acompañado de registros, como el de casa de mi madre, un desbordante operativo —de la clase que el FBI reservaría para un Rudolph Abel o quizá el MOSSAD para Septiembre Negro—, de gavetas y manteles y sábanas revueltos y destornilladores prestos a localizar y hurgar en supuestos escondrijos efectuado por una docena de severos muchachones probablemente reclutados en el equipo “Cuba” de lanzamiento de martillo que acompañaban su incisiva tarea con dulces palabras de consuelo para ganar la comprensión de “mi vieja” o “la compañera Estrella” —mi madre; así como otro bastante aparatoso en la residencia de mi hermano; y automóviles de la familia detenidos y registrados en la calle. No sólo me metieron en Villa sino que buscaron papeles y apresaron un viejo procesador de textos de más de 8 años de servicio conmigo del que con celo profesional revisaron en laboratorio todo el disco duro y un centenar de disquetes de alta densidad. Algunos de mis amigos aún creen que los registros fueron para buscar un argumento justificativo de una probable sentencia de cárcel y yo creo que fue para buscar el manuscrito. La novela famosa a la que le siguen el rastro desde hace unos 5 años y que han estimado irremediable que yo escriba: el texto —que no acaban de localizar— sobre los acontecimientos ocurridos en La Habana de 1989 que derivaron en el fusilamiento de por lo menos dos compañeros míos, una tragedia conocida en Cuba como “Causa número 1″.

Pretenden algo. Se dirigen en una sola dirección. Está claro: lo que intentan es que yo no escriba. Ellos saben que no poseo secreto de ninguna especie y que no soy responsable de nada que haya acontecido delante de mis ojos ni llegado a mis oídos, amén de que en una época de idilio me incitaban a escribir lo que yo gustase “sobre la gloriosa historia de este paisito” y que prometieron abrirme todos los archivos para que yo saciara mi sed de información y mis expectativas de investigador (lo cual —tal como veo hoy las cosas— afortunadamente nunca cumplimentaron) y que sabían que estaban delante de un escritor y un veterano del periodismo. Si el Estado asevera que me hizo depositario de confidencias, que se presenten los documentos en los que yo haya firmado en aceptación de semejante responsabilidad y el tiempo de compromiso. Me conformo incluso con un solo papel que demuestre que yo haya cumplido una función como funcionario gubernamental o partidario a cualquier nivel en cualquier fecha desde enero de 1959, cuando Fidel Castro tomó el poder en Cuba, hasta hoy. Es inmoral pretender hacerme responsable de supuestos secretos que ellos mismos, en Villa Marista, me preguntaban cuáles eran. Valiente forma de clasificación de documentos, ¡y que no sepan ni cuándo los depositaron en mis manos! Entonces lo que estaban buscando era otra cosa, eran mis libros, la página querida de la que hablara Heberto Padilla en su poema premonitorio, y coercionar mi libertad de expresión. No, no se trata de un lugar común. Ahí está la clave. Que escriba. Y peor que escribir: los temas de elección. Y peor aún: que encuentre las vías para sacar los materiales y publicarlos. Escribir y publicar... ¿Libritos tuyos ahora que nada te une a nosotros? ¿Y que —suponemos— lo has visto todo? Este largo proceso de represión contra los escritores del extinguido campo socialista, Mandelstam, Essenin, Maiakovsky, Jlebnikov, Bulgakov, Meyerhold, Blok, Bieley, Babel, Solsyenitzin, Deri, perseguidos o exiliados o fusilados o suicidas o desterrados o sobrevivientes “de los campos” o condenados a la eternidad de los trabajos forzados o escupiendo restos de dentadura mientras se pudrían en el GULAG, y en mi propio patio castizos apellidos como Padilla, Arenas, Lezama Lima, Piñera, Rivero, Granados, Labrador, Cabrera Infante, Díaz, Rosales, Cruz Varela —este último corresponde a una mujer, vean: Cruz Varela, Marielena. ¿No es esta la ciudadana a la que le tapiaron la garganta con gruesos sorbos de su propia sangre y un puñado de sus poemas mientras una turba danzaba a su alrededor y exclamaba “que le sangre la boca, que le sangre”...? Ojalá, coño, que yo haya sido el último escritor en las cárceles comunistas. Mas en los rabiosos orígenes de cada persecución encontrarás una desobediencia. El impulso primario del renegado. Abran los expedientes y comprueben. Sí, todos se hayan “expedientados”. De igual modo que alguna vez estuvieron “controlados” o “circulados”.

De alguna manera, sin embargo, quiero que se sientan orgullosos porque ni uno sólo de mis argumentos —en las raras ocasiones de los días iniciales de prisión en que se propusieron hablar en serio conmigo— fueron rebatidos. Lo digo también porque ellos han hecho correr una especie, luego de mi liberación: que yo hablé. Es típico de las instituciones de esta clase. Acuérdense del salvadoreño Roque Dalton y sus entrevistas con oficiales de la CIA, cuando lo amenazaban con hacerlo aparecer como uno de sus confidentes o un agente de Langley. Lo capturaron unos soldaditos compatriotas suyos mientras andaba en los trajines de ayudar al frente de liberación y se lo regalaron —con su curriculum de poeta, las dos granadas de fragmentación MK 2 que portaba y sus alpargatas guerrilleras— a estos bien alimentados y satisfechos “asesores”. Mas libró; por lo menos salió con sus huesos intactos de aquellas terroríficas audiencias —unos programas de cinismo a presión sazonados con ocasionales bofetadas. Intactos los huesos más la angustia permanente que lo llevó a escribir una secuencia de textos a medio camino entre el humor y el miedo para advertir a compatriotas y compasivas generaciones futuras que en su alma en pena nunca anidó el chivato. ¡Su humilde posteridad de poeta a merced de los embates de la propaganda negra! Al final lo liquidarían sus propios compañeros; después de tanto andar sus propios compañeros, como parece ser ya menester entre las huestes de la orden de la bandera roja -entre los íntimos camaradas de armas que nos describe tan exaltada la literatura stalinista y sus epígonos maoístas y norcoreanos. ¿Habrá evocado Roque, cuando enfrentó a los hombres del pelotón que elevaban hacia él los fusiles, aquel artículo suyo sobre Corea del Norte en que pontificaba sobre la imposibilidad de que allí existiera culto a la personalidad de Kim Il Sung puesto que las masas habían ascendido al poder en uno de los únicos diez países del mundo que producían locomotoras? Respondía a una dialéctica. Había una lógica. ¿Cómo puede haber culto a la personalidad donde te sacan locomotoras completas de las líneas de montaje? Qué amargura compadre. A lo mejor los AK47 empuñados por sus íntimos camaradas de armas y con los que le apuntaron a la cabeza y el pecho eran norcoreanos como las locomotoras de su sueño y quizá la procedencia actuara como paliativo. Cuando la ilusión termina contigo mirando las bocas de los fusiles de la fuerza propia y verificando que los rostros detrás de los órganos de puntería son los de tus hermanos de lucha, sacrificio y entrega y apenas te percatas de que la verdadera metáfora es que están pisoteando con sus botas cagadas de barro las páginas arrancadas de tus ingeniosos poemas civiles y cuando te encuentras a la distancia de unos cortos pasos del poste de ejecución y son escasos los segundos que faltan para convertirte en mártir de ya no sabes qué causa ¿qué se te ocurriera decir si te dieran la oportunidad? Si en vez del cigarro, dijeran: te garantizamos la eternidad de tu último pensamiento. Habla. ¿Cuál sería el discurso o cuál el pie forzado de tu glorioso verso? ¿Y a quién te encomiendas en este instante, compañero? Por cierto... ¿habrán tenido, en efecto, la caballerosidad de brindarle a Roque el famoso cigarrillo de gracia o él habrá solicitado que se lo cambiaran por una de las copitas de ron que tanto lo entonaban y de las que compartimos algunas en aquellas rondas de La Habana que era el santuario de la revolución continental? Y en cuanto al rumor con el que apetecen rotularme, como es mentira y todavía estoy vivo para litigar, los desafío a mostrar lo contrario. Ni un solo amigo mio —ni siquiera muerto— conoció la traición por mi boca.

Quiero la dignidad y los derechos que me tocan. No se los debo a nadie. Y voy a luchar. Ninguno de mis argumentos fue rebatido adentro de Villa pero no se me oculta el hecho de que he tenido el beneficio de una época distinta y que fueron otras las circunstancias que abatieron, en mi propio suelo, a un Heberto Padilla o a un Reynaldo Arenas. No les debe haber sido fácil cuando la tubería de suministros de toda clase —incluido el catálogo completo de los gadgets militares— se hallaba conectada hasta más atrás de los Urales y nos dedicábamos alegremente a hacer la revolución mundial a costa del campo socialista y todos estábamos encantados con pertenecer a las izquierdas y ellos dos, cada uno en su momento, desolados literatos en bartolina, fueron investidos con los ropajes de los enemigos del pueblo. Tuve suerte realmente. Mi cárcel fue la de una opinión pública internacional muy exigente, que sólo es ignorable a un costo político muy alto y que en mi caso mereció hasta uno de esos editoriales bautismales de la Voz de los Estados Unidos de América, el del 27 de octubre, reflejando la opinión del gobierno de ese país.

Por otro lado, yo tenía razón. Es decir, es lo más aproximado que se pueda conseguir a un hombre en posesión de una verdad. Qué extraordinario es eso. La verdad. La razón. Mis interrogadores pudieran dar fe de lo que digo. Un hombre bastante aprensible realmente, vulnerable como todos los literatos en confinamiento y como los mismos literatos suelen decir que se es vulnerable: como una hojita de papel, ese hombre, aguantando. Cuando me refiero a la época y a mi resistencia, debo agregar que tengo la impresión de que el gobierno de mi país perdió la batalla de las ideas. Y hace rato de esto. Sacó la conclusión por observaciones en el terreno. Un aparato que alguna vez estuvo regido por una aguda inteligencia y brillantez operativa y que enfrentó con éxitos notables a los curtidos profesionales de la respetabilísima CIA, aprovechó mi estancia de 20 días en uno de sus recintos para sentarme una cátedra de brutalidad verbal y para grabarme con fuego en mis a veces adormecidas entendederas que aquella catarata de ofensas procedía de que perdieron. Y que la batalla ya no es digna de ellos. Todo era un dogma ortodoxo, todo era la búsqueda de algún elemento que permitiera “partirme” —según el argot policiaco criollo — y yo decidido a borrar sin fórmula posible de recuperación la leyenda de ingenio y valor que una vez yo mismo, con la autoridad que me dio ser el cronista de la Revolución Cubana, había promulgado. Una autoridad que fue ganada en combate: Cuidado. Y Villa activó aquella comparación gitana de mi maestro Hemingway, pasada por alto muchas veces puesto que creía que si él hablaba de “gobierno” no podía referirse de ningún modo a una revolución (que dicho sea de paso él también había defendido con vehemencia en sus 2 años de contacto antes de morir); el maestro estableció que un escritor “es como un gitano. No debe obediencia a ningún gobierno”. Si es un buen escritor, decía, nunca le gustará el gobierno bajo el que vive. “Su mano siempre estará contra el Estado y la de éste siempre estará contra él”. ¿Y al final, no era esto, o no devino en, “otro gobierno”? Para mí resulta doloroso reconocerlo, por mis convicciones y eventualmente por las toneladas de papel en reportajes, narraciones y ensayos que escribí —¡y se imprimieron!— de militancia pura, y no porque piense en las sonrisas con que enconados adversarios de otros tiempos me contemplan en este momento, que también fastidia, es natural.

Podía sentir la indefensión ideológica que se traslucía tras las murallas de insultos y amenazas. Extraños interrogatorios esos en los que no puedes ni abrir la boca. Yo no me llamaba a engaños y sabía que era el prisionero político más importante del país en ese momento. Pero no honraron el sumario. Su conducta invariable era restringida, y sólo orientada a meter miedo, “enseñarme los instrumentos” —como pondría Brecht en boca de los inquisidores que “trabajaban” a Galileo Galilei—, porque lo cierto es que no me dejaban hablar, sólo escuchar la abrumadora cantidad de años que cumpliría y mi imposibilidad de sobrevivir al régimen carcelario con 50 años de edad y que si había ido a la guerra de Angola era “para andar con putas” (sic) o para codearme con generales. Pienso que esto último lo espetaban para ganar rápida ventaja sobre cualquier aspiración mía a un pasado heroico. ¡Mi fascinación por el almirantazgo persiguiéndome hasta en los calabozos de Villa! Aunque aflojaban, en ocasiones. Eran intensivas tiradas de ultraje en straight mezcladas muy esporádicamente con unas obsoletas clases en las que recibía inspiradas máximas tomadas de sabrá Dios qué aulas del comando jesuita y que ocurran cuando adoptaban un tono confesional: entonces peroraban sobre la redención de los hombres y que podía emprender una nueva vida y que tomara “aquello”, es decir, la celda tapiada de Villa, ¡como un retiro espiritual! Momentos sentimentales que tienen —quizá con el propósito de llegarte al corazón— pero que pusieron a prueba mi capacidad emocional.

Creo entender que la causa que me llevó al bote a los 50 años refleja el mismo punto de vista que me llevó a la revolución con 15. El único compañero de celda más o menos contemporáneo conmigo, el piloto de un avión de fumigación, Osmaro de la Torre, militante del Partido Comunista de Cuba, tenía 42 años, y todos los otros eran muchachones que se dedicaban a apedrear instalaciones deportivas y turísticas —o los escasos ómnibus que se le cruzaban por delante. Osmaro fue capturado por una funesta maniobra de utilería sobre la carretera donde había acordado recoger a su familia para despegar de inmediato rumbo a Miami y que terminó con un auténtico aterrizaje forzoso y un barrigazo de la máquina en el asfalto y unos tumbos más allá con el desprendimiento de las alas. Y le estaban pidiendo 12 años por “piratería aérea”. Los dos viejos, los “puros” —como nos llamaban—, tratamos de ganar distancia con el país. Los otros se están enfrentando a la policía. ¿No es axiomático? Las mismas ansias de libertad y justicia... o quizá los mismos requerimientos de acción que animó a los cubanos anteriores. Tenemos pocas opciones, no obstante. La casta gobernante nos deja un margen muy estrecho de maniobra. Su concepción estratégica es que aguantemos.

La idea de la resistencia, a mi modesto modo de ver, es la idea de la muerte. Es imposible —para utilizar la terminología militar tan cara a mi generación— que ningún ejército gane una guerra a la defensiva. Y las tesis de la guerra civil sobre las que subsistieron cotidianamente los países de la férula stalinista resultan fórmulas gastadas de propaganda y permanente coacción cívica. Y la cerrazón de las fronteras que corroyeron hasta el final al campo socialista y los excesos, las taras de represión masiva como fueron la colectivización forzosa y las camboyisaciones, crímenes —infames como son todos los crímenes, dice Shakespeare— no son explicables ante las metas o la justicia de ninguna ideología. ¿El campo socialista corroído, puesto a término? Pues —como le dijo aquel guardia rojo con bayoneta calada a John Reed ante la puerta del Banco de Estado en la avenida Nevski de Petrogrado el miércoles 7 de noviembre de 1917 para anunciarle la caída del Gobiemo Provisional—: Slava Bogu! (¡Gloria a Dios!).

Ese hombre de 50 años que soy yo se resiste a ser como esos compatriotas suyos que perdieron el pasado, enajenaron el presente y condenaron su futuro. Mientras me interrogaban y frente a mi propio asombro yo respondía que era poseedor de dos importantes condecoraciones militares cubanas —y una cultural, que me importa mucho menos realmente— comenzaba a comprender que había pertenecido (o así quise verme en quiméricas ocasiones, un activista, un comisario, un patriota), a esa intelligentsia procomunista que ha estado, con aciertos y errores, perturbando la conciencia humana, durante este siglo especialmente, y que al fin nos encontramos en el mismo interregno de los hombres que un día descubrieron que no había programa. Y ahora, con sorna o sin ella, se nos informa que el proceso, en el transcurso del cual pudimos haber dejado el pellejo, se llama “proyecto” y no la Revolución Cubana. ¿Pero fuimos traicionados por los hombres o por la utopía? No soy el que debo decirlo en este instante, no me alcanza el talento para esas honduras, pero sí para contentarme con la ilusión de que una historia objetiva e implacable sabrá colocar en su lugar a los verdaderos responsables.

Aparte del sistema represivo que domina a este país, uno de los exclusivos y últimos vestigios del stalinismo, un poco una versión antillana o tropicalmente corrompida —¡el olor de la guayaba!— del norcoreano, ocurre que actuamos también por un sistema de señales y referencias de quizá difícil captación para el observador extranjero. Los caminantes deben detenerse un largo rato y escuchar. Lo cierto es que mi generación paga un gravamen entre filosófico y terreno. Es miedo: el que procede de haber asistido a la gran época de las victorias de Fidel Castro —compartimos ese poder, lo disfrutamos ¿se acuerdan?— de modo que nos parece imposible que alguien se le pueda oponer y mucho menos amasar la imagen de luchar contra él, puesto que lo consideramos omnímodo. Pero no se puede ser genial y conservador a la vez. Parece ser algo que todavía no hemos aprendido.

Como artista —todo parece indicarlo— debí encerrarme en una concha a lo largo del proceso revolucionario. No sabía que la suma de mis observaciones, contemplaciones, palabras escuchadas, experiencia y kilometraje recorrido iba a convertirse en los vectores de secretos potenciales. ¿Salí de la torre de marfil como se requería o no? ¿O esa exploración en el perímetro exterior de la torre implicaba una obediencia ciega y para siempre? ¿Tenía uno que salir del refugio flaubertiano para después aceptar —y encuadrarse en— el sistema completo? No me arrepiento de nada y allí, en Villa, dije que era legítimo lo que había hecho, mi participación. Si bien yo no he nombrado generales ni repartido medallas y títulos honoríficos, hice lo que se me pedía: vivir la Revolución, encajarme en el puño de los acontecimientos, en su mismo corazón y tratar de aportar a la causa común lo mejor de mis esfuerzos y las posibilidades de mi talento. Así que ahora comprendo que mi problema perpetuo ha sido el mismo: mi presencia en los lugares en que se producían los combates. Desde Condenados de Condado, un librito de 100 páginas publicado a regañadientes en 1968 y sumamente criticado y aún no vuelto a editar, esa es la cuestión. Bueno, ya ustedes saben cómo es el final: tienes que agradecerles la vida. Y te salvaste de que el proyecto cubano no es stalinismo porque si no... Y se pasan el dedo por el cuello. Y todavía tienes que aguantarles una monserga sobre su generosidad. “Tú sabes mucho”, dicen. Pero ya pasaron 5 años. Cualquier secreto estatal debía haber extinguido su potencial, ¿no? Pues parece exactamente eso: que no. ¿Qué mierda sabré yo que les preocupa tanto?

Además de estas consideraciones de tipo —digamos— “teórico”, hubo un asunto muy feo en el que estuve implicado, feo porque hubo muertos. La llamada Causa número I de 1989. Fue seguida por narcotráfico a un grupo de altos militares entre los que se encontraban dos amigos mios, Antonio de la Guardia Font, “Tony” (a quien incluso había dedicado una de mis colecciones de reportajes de campaña) y Arnaldo Ochoa Sánchez, un legendario general de campañas africanas, y que les costó la cabeza a ellos dos, además de a Amado Padrón Trujillo, a quien también conocía y de quien conservo un reloj, y a Jorge Martínez Valdés, y una larga condena de prisión a un auténtico íntimo camarada de armas —nos la vimos cerca en más de una ocasión—: el general Patricio de la Guardia Font. 30 años. Nos la vimos cerca significa que juntos enfrentamos algunas veces la eventualidad de la muerte, que la Señora, la Vieja Amiga nos pasó a sedal. Y lo han servido con 30. Acepté el proceso con amargura aunque respondiendo aún a la disciplina institucional de una organización a la que nunca he pertenecido pero que yo acreditaba como sabía y leal para el monopolio de la conducción de los destinos de mi país —el Partido Comunista (nada más alejado de mis actuales convicciones, indulgencia solicitada por lo sordo que fui). Declaro con vehemencia que hice entonces todos los esfuerzos razonables y más allá de ellos por mantenerme en la lucha, “integrado”, y cito de testigos a todos los que me conocen y al propio aparato de la policía política, y que digan si es verdad o no que intenté someter mis intereses individuales a los que consideraba los intereses colectivos. Estaba equivocado, y no porque me resistiera a concederme, honestamente. No se me permitió, acosado, perseguido, difamado, y obligado a permanecer en el ostracismo. Cualquier esfuerzo mío de integración después del juicio de Arnaldo y Tony venía lacrado como “no viable”. Tampoco iba a ser la primera vez que dejara de escribir en aras de la Revolución. A los 50, no obstante, comencé a dudar al menos de la utilidad de semejantes desprendimientos. Y comencé a tener dificultades en una de las áreas más sensitivas de mi personalidad: quise sostener la misma posición que había logrado siempre, mi libertad. Partía de un presupuesto que parecía inobjetable: era revolucionario no porque ningún oficial viniera a exigirme determinadas conductas a cambio de la indulgencia que quizá estuvieran dispuestos a rociar sobre mi nuca por haber sido amigo de esta u otra persona —habían perdido la categoría de “compañeros”— o de haberle guardado una cantidad de dinero a un amigo en apuros. Desde entonces no hay vuelta atrás porque desde entonces me mostraron sus entrañas. Los días inmediatos a la ejecución enseñaron la imposibilidad de seguir junto a unos gobernantes que, con toda la razón del mundo, o sin ella, habían cobrado la vida de dos amigos. Uno de ellos, Tony, el tipo más imaginativo, simpático, irresponsable que ustedes pudieran ver. Solíamos decir —uso de la jerga dura de los Tarzanes, los Atilas, los Pat Garrets y Billys the Kids, los rangers que éramos, los gorilas que pretendíamos ser— que los hermanos los impone la naturaleza pero los amigos los elige uno. A Antonio de la Guardia Font lo elegí yo. Y no le voy a pedir perdón a nadie. Ni a los gobernadores de mi país, ni a servicios antinarcóticos extranjeros.

Los que cometieron el error de conceptuarme entre sus enemigos, no van a ceder. También es muy tarde. Para decirlo con toda sinceridad. Los que cometieron ese error, lo lograron. Yo tampoco tengo regreso. Mas sostuve aún la esperanza, luego de Villa Marista, lo confieso —pese a la promesa en voz alta que me hice muchas veces en los casi 35 años de este proceso de que mi último día en él era el primero en la cárcel, que mi punto exacto de no retorno era una sesión de cárcel. Y me esposaron en la unidad de superficie de Guardafronteras. Y me trasladaron, dando tumbos a toda velocidad, en un carro celular Mercedez Benz —del mismo modelo con que trasiegan reos en las noches de paredón—, desde la base costera hasta Villa. A mi, al escritor, de raza, que les sirviera. Pero sostuve la secreta ilusión: ah la terquedad de una memoria que permanece aún en las noches de vivaqueo al amparo de la selva, la memoria en vigilia, y el anhelo de conservar entre compañeros el fuego y la dignidad. Nada. El mismo tratamiento de los cuatro años anteriores. La palabreja es de ellos. Tratamiento. Y el propósito deliberado de tenerme en el silencio, que es el equivalente —de yo aceptarlo— a mi suicidio. Y de ellos lograrlo, una fórmula —muy cómoda, por cierto de matarme. El tratamiento de enemigo. Pero fue mi error creer que estaba sufriendo las secuelas de una dramática causa política. Es un error porque fue desde antes. Si no, nada hubiera ocurrido. Y ya me pueden describir en la actual contingencia, solo y sin escoltas, ni ninguna especie de protección, corriendo el único riesgo del que no puedo desprenderme, que es el que implica la va a traicionarme a mí mismo.

Lo que queda es la expectativa de un juicio que ellos alargarán como argumento inefable para tratar de mantenerme en el país, a menos que yo intente otra cosa —”locura” le llaman, ellos y algunos de mis amigos más ortodoxos. No voy a tener el beneficio de esos juicios sumarios, rapidísimos, con que condenan a otros. Un juicio que van a dilatar... o se propondrán “recuperarme” con una onda blanca, suave, que haga injustificable “mi pretensión de abandonar el país” —o para decirlo mejor—: recusar mi derecho a vivir donde me plazca y a salir y regresar de igual forma. Ese juicio no se va a celebrar nunca. Mientras tanto, recuérdese que todo se hace para mantenerme sitiado en mi propio patio a contra pelo —¡desde luego!— de mi voluntad. Probablemente el único escritor en todo el continente americano al cual se le impide rebasar las fronteras nacionales. Todo lo cual tiene el feo nombre de rehén. Ellos necesitan tiempo —en mi caso y en otros. Es todo lo que quieren... y lo que casi siempre logran.

Era una balsa de combate soviética —que impulsaba un motor norteamericano fuera de borda, un Johnson de 40 caballos. Fue el pasado 10 de octubre. Domingo. Hacia las 9:30 PM. Mar calma y ni un atisbo de luna. Y me interné en la otra patria del poeta José: la noche.

Luego estuvo la experiencia Villa. Luego estuvieron ustedes. Los escritores. Nadie que desconozca las circunstancias en la que yo me encontraba, puede entender lo que significa la solidaridad para con un hombre prácticamente engavetado en una celda de 3 metros de largo por 2 de ancho —los conté— con tres ranuras prefabricadas en el concreto como toda sistema de ventilación y donde conviven cuatro seres humanos con sus literas. Una fórmula de solidaridad “en el arte” era recordar el humor con que Dashiell Hammlett —tal y como nos cuenta Lillian Hellman— alardeaba sobre su vida en la cárcel de West Virginia, sus bromas respecto a su trabajo limpiando los baños o los personajes que lo acompañaban en la celda y cómo enfrentó esa versión occidental del stalinismo que fue el macarthysmo. La verdadera actitud. Un duro auténtico.

Y mis maestros. Porque Hemingway, desde la selva de sus bravuconadas, me había enseñado que un hombre puede ser destruido pero jamás vencido. Ah mis amigos, que formidable tocar la literatura como si fuera el fuego y para un escritor entender que lo que está en los libros es aplicable en cualquier circunstancia, en las pruebas, en las adversidades, en los desafíos, y qué la moral y la ética es algo que puede ser de uso común también para nosotros, no sólo para los gloriosos personajes que hemos concebido, y que el mensaje último de la literatura nos acompaña. Estaban ustedes y tenía conmigo un único tesoro que se me había permitido pasar probablemente por el aspecto tan vetusto de una edición en español de las obras escogidas de William Faulkner de la que como un poseso leía fragmentos de las largas tiradas bíblicas de aquel hombre taciturno que sólo se dejaba ver tras las puertas de la mansión señorial del condado de Oxford, y legendario bebedor —uno de mis más solidos argumentos de comisario político de celda tapiada: “este par de tipos, Hemingway y Faulkner, sí sabían tomar”— y del que descifraba los pasajes de la enrevesada prosa faulkneriana a mis condiscípulos de celda tapiada y del que extraía encarnizadas ideas para reafirmar, más que el amor a la libertad, el tesoro aún mucho más preciado del hombre que es el de decir no.

“Hay ciertas cosas...” —es lo que les leía a mis camaradas, recitándoles a Faulkner, todo Jefferson y Yoknapatawpha County, Mississippi, en un recinto de tres metros por dos, y les exigía que se lo aprendieran de memoria, porque en las celdas de Villa Marista por donde pase Norberto Fuentes hay que conocerse, por lo menos, a William Faulkner, a Ernest Hemingway, a Dashiell Hammett y al viejo Samuel Langhorne Clemens; es la obligación; y mis acompañantes recitaban, conmigo—: “Hay ciertas cosas que no deben nunca consentirse: la injusticia, la afrenta, la deshonra, la ignominia. Ni por la fuerza ni por el dinero; simplemente, hay que negarse a consentirlas.”

POST SCRIPTUM

Gracias a un buen amigo radicado en Miami, Jorge Dávila Miguel, tuve un escenario relativamente ampliado de la solidaridad. Dávila estuvo en el ojo del huracán. El me ha dicho —a través de casi imposibles, atropelladas conferencias telefónicas— que instituciones y escritores independientes promulgaron documentos, artículos, declaraciones. Quisiera hablar de ellos en propiedad y expresarles mi gratitud, pero —dadas las circunstancias en que se desenvuelve mi existencia— carezco de una lista detallada. Así que ninguna omisión aquí puede ser el resultado de la injusticia o la ingratitud. Es sencillo: no llego a la información. Acceso denegado. Y la que he tenido, es casi por milagro. Alguien me ha hablado de una carta de los escritores venezolanos. Pero es sólo un conocimiento espectral. Y otra de escritores, hombres de letras y periodistas italianos lidereados por Saverio Tuttino. Ahora envío este aviso agregado como quien lanza una botella al mar. Y si mi balsa no consiguió su destino, estoy persuadido de que los dioses no pueden ser siempre adversos: el mensaje sabrá navegar, solitario y nostálgico —como deben ser los mensajes entre autores y náufragos— hasta recalar en el remanso de unas playas de plata. Ustedes.

* Al Pen American Center y su presidente Louis Begley, sus vocales del Comité por la Libertad para Escribir Faith Sale y Rose Styron, y los miembros de su Buró Ejecutivo William Kennedy y Norman Mailer, que a nombre de los 2,600 miembros de la organización firmaron una carta abierta al presidente cubano Fidel Castro en solicitud de que ordenara mi inmediata liberación y se garantizara mi libertad de viajar y respeto al Artículo 13 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos que establece que cualquier persona tiene el derecho a abandonar cualquier país, incluido el propio, y regresar a él.

* A la Society of Professional Journalists por su urgente resolución en solicitud de mi liberación.

* A los siguientes firmantes de una carta de apoyo que para la inclusión de nuevos nombres circulaba entre escritores norteamericanos, latinoamericanos y europeos cuando fui liberado:

Los norteamericanos Edmund Keeley, Hillary Hemingway, Lorial Hemingway, Christen Hemingway Jaynes, Liz Lear, Jim Plath, Frank Taylor, Arthur Miller, John Updike, Mable Dow, David Tacket, Dra. Virginia Spencer Carr, Dr. Jim Nagle, Diane McLelan, Vivian Allison, Dr. Michael Reynolds, Bob Chacocis, William Styron, Rose Styron, William Kennedy, James Blair Lowell y J. D. Dooley.

Los mexicanos José Luis Cuevas, Gabriel Zaid, Carlos Monsiváis, Nedda G. de Anhalt, Hernán Lara Zavala, Gonzalo Celorio, Juan Domingo Argüelles, José de la Colina, Eduardo Lizalde, Víctor Manuel Mendiola, Jorge Castañeda y Enrique Krauze.

El peruano Mario Vargas Llosa.

El uruguayo Jorge Rufinelli.

Los cubanos del exilio Carlos Franqui, Carlos Alberto Montaner, Heberto Padilla y Enrique Encinosa. (La deuda de gratitud se acrecienta. Los antiguos adversarios dan lecciones de caballerosidad y auténtico desprendimiento y yo me quito el sombrero.)

* Dejo asimismo constancia de gratitud a Don Guillermo Cabrera Infante, el decano de los grandes escritores cubanos en el exilio, por su declaración independiente de preocupación ante lo que pudiera ocurrirme.

* Por último mi agradecimiento a Raúl Rivero, Alvaro Prendes, Bernardo Marqués y David Buzzi —son escritores cubanos residentes en Cuba. Quiero decir, que aún pueden ser localizados en La Habana. Cuatro. Me sobra un dedo. Resueltos, me apoyaron. El postrer reducto.

Dulces guerreros cubanos
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