CAPÍTULO 1
DONDE LA CASUALIDAD NO EXISTE NI SE PERDONA
Objeto de muerte. Es objeto de eso.
La información que se develará a continuación, aunque referida finalmente a un solo hombre, es uno de los pocos secretos auténticos de la Guerra Fría —si no es el último de ellos—, que ha conservado su tal categoría de secretividad, sin fisuras en sus cápsulas de blindajes, firmes en sus contrafuertes, durante 40 años, y nunca antes filtrado para su publicación, y que ha sido del exclusivo conocimiento y uso, hasta ahora, de no más de 100 hombres. Es decir, el lector está abocado a una verdadera experiencia de revelación. Es también una experiencia de contacto con la astucia en sus niveles más altos de presión adrenalínica y con la intuición. Pero la intuición en toda su capacidad de aclaración de los escenarios que están por desplegarse en el remoto horizonte y que se van a desplegar en la exacta e inconmovible situación en que han sido vislumbrados. Es decir, la del tipo que te describe el acontecimiento que no ha tenido aún lugar y que, cuando ocurre, se produce de la exacta forma que él te lo ha descrito.
Empecemos por el lunes 29 de mayo, la misma mañana en que Raúl Castro ha citado al general de División Arnaldo Tomás Ochoa Sánchez al cuarto piso del Ministerio de las Fuerzas Armadas Revolucionarias.
Circa 08:15 AM.
Una casa de dos plantas al oeste de La Habana con una lujuriante selva de matas trepadoras cubriendo sus paredes pero cuidadosamente podadas alrededor de ventanas y puertas, y el alto muro exterior, clásico de las casonas de la burguesía cubana aunque no precisamente en estas barriadas de la expansión habanera de fines de los cincuenta, donde prevalecieron los abiertos jardines de corte impoluto que descendían suavemente hasta la remota calle. Hacia el norte, a poco menos de dos kilómetros, la costa. Aún es posible, desde estos jardines, la visión de algún albatros o una pareja de gaviotas que arriesgan un viaje de exploración tierra adentro. La brisa remanente de la noche domina sobre el terreno y hay leves capas de neblina en disolución por el suave abatimiento de la brisa. El sol, en los próximos 15 minutos, en su implacable ascenso desde el este, disolverá la neblina que disuelve la brisa.
El sistema automático de regadío por aspersión, que comenzará a trabajar a las 09:00, aumentará las posibilidades de refrescamiento del microclima. El siseo regular del agua proyectada por las mariposas metálicas del sistema será lo único que se escuche a partir de esa hora en toda la estancia a menos que los carros aún no hayan salido.
Lugar silencioso y apartado para ser la residencia de un cubano.
Nada por los alrededores. La brisa y quizá un albatros.
Silencio.
El hombre que gobierna la estancia y que decide, quizá con excesiva pulcritud, dónde va cada cosa, cada seto, cada mueble, dispone hoy de un día en apariencia desahogado, sin mucho ajetreo (esperar una llamada hacia el mediodía y dedicar la tarde al asunto, para él baladí, de inaugurar un hospital de maternidad llamado «Julio Trigo» —uno de los mártires revolucionarios—, nada excesivo. Está a punto de terminar su desayuno de frutas frescas, filete de pargo a la plancha y yogur de búfala. Y aún está de pantuflas y con su larga bata de casa, con las que procura, desde siempre, ocultar sus flacas pantorrillas, un molesto vector de complejos físicos que nunca ha superado. Es una bata de casa morada, debajo de la cual lleva además una camiseta blanca, de mangas, y, ocasionalmente, unos bastos calzoncillos de algodón, también blancos. Aunque prefiere, desde luego, la libertad de evitar los calzoncillos, incluso cuando tiene que vestirse para alguna ocasión importante.
Tiene, a su derecha, a una mujer —muy tiposa, dirían los cubanos—, ya en sus 40, con ropa regular de oficinista, no muy diferente de los vestidos que a esa hora pueden llevar otras cubanas, sobre todo en la ciudad de La Habana, para concurrir a sus empleos, aunque es ropa de marca, y es evidente que, por su propio porte físico, y por las confecciones a las que tiene acceso, debe hacer grandes esfuerzos de contención para no irse por encima de la media nacional.
La señora sostiene un tarro de miel pura de abeja, de la que, con una cucharilla de té, ha tomado, y repletado, en el ahuecado de la diminuta pala de plata, el producto que pesa ahora exactamente como una onza de oro y que es equivalente a la espesura de una grávida gota rumbo al mantel si no se hallara contenida por el cazo, y con la que pretende endulzar la poderosa ración de yogur de búfala mongola, elaborado en la exclusividad de sus propios pastos y criaderos, a pocos kilómetros de distancia, pero como aún no ha recibido autorización, ella mantiene la cucharilla en el sopeso del aire, y entonces le pregunta, con solicitud y extremosa en los deseos de servirle y de tener para con él hasta la más mínima atención, si quiere endulzar su yogur. Utiliza el «viejo», tan habitual, tan expresivo, tan tibio, de casi todas las mujeres cubanas hacia sus maridos, sin que para nombrarles de tal manera importe la edad o el tiempo juntos. Viejo en este caso quiere decir que hay pertenencia y que hay conocimiento absoluto, y se es viejo porque ha habido tiempo de reconocerse hasta en el último poro y porque hay un fragmento de vida por el que se ha transcurrido y en el que se han probado, y ése es el caso en que las cubanas llaman viejos a sus maridos. El caso de hoy por la mañana, cuando ella le dice:
—Viejo, ¿quieres miel?
Él, distraído, con anticuados espejuelos de armadura plástica, y con sus papeles. Pero hoy, a diferencia de otros días, necesita unos instantes para salir de su ensimismamiento, y apartar la vista para sonreírle a su mujer y entonces tener que decidir si un poquito, lo cual puede resolverse con un gesto de la mano, abriendo un espacio entre el índice y el pulgar, para determinar a tientas la cantidad, o si no quiere, ni siquiera, ese poquito.
Ella es una mujer alta, y es altiva, y aún aparece en la escena con la cucharita de miel en la mano, sostenida a mitad del camino entre los dos, y de la que comienza a caer un afilado hilo de miel que aún no toca el mantel.
Alta y altiva, pero lo primero que llama la atención es su nariz, que es perfecta para su tamaño y para ser la nariz de una mujer, y tiene los ojos claros como corresponde al fenotipo de las mujeres que siempre hicieron virar el cuello del hombre que hoy inaugura el hospital «Julio Trigo», y una abundante cabellera que desde fines de los sesenta no es enjuagada sino con los más costosos champúes europeos, y es de gestos moderados y suele llevar altas botas negras, muy costosas, que la hacen parecer una amazona, lo cual es comprensible puesto que ella viene de uno de los poblados rurales de las estribaciones de Sierra del Escambray, y su comportamiento es reservado y en el eterno anonimato, y el haberla preñado con cuatro muchachos y el haberla dispuesto a que sólo se ocupara de educarlos, hasta que alcanzaron la Universidad, y todo ese tiempo ella sin fisuras de conducta y con una obediencia carente de conflictos, es sin duda uno de los mayores logros personales de este hombre que a las 08:16 am del lunes 29 de mayo de 1989 en su residencia del reparto Mañanima, al oeste de La Habana, aún no se decide a aceptar un sorbo de miel.
Muy pocas veces, en la intimidad de ambos, ella lo llama de otra manera que no sea viejo, el de la vida atesorada en común, el viejo de los tesoros.
Ahora ella decide llamarlo por su primer nombre, sabiendo que ese uso del apelativo, hecho además con un ligero —pero intencionado— cambio de tono, lo hará reaccionar, primero con un rápido pestañazo, sucedido de una mirada de consternación, para enseguida entender que no hay peligro y que está a solas, en la medida que allí se pueda estar a solas, con su mujer, en el comedor de su casa.
—Fidel —dice ella.
La soledad, desde luego, está limitada a los pocos metros cuadrados de ese comedor de mesa basta, gallega, dura y acogedora a la vez, en sus fuertes maderas, de las caobas serranas, porque un ejército agazapado detrás de esas paredes, permanece a la escucha y preparados para saltar, armas en mano, y rociando granadas de gases paralizantes, al primer requerimiento de este comensal de bata morada en la punta de la mesa.
08:17 am en el reloj de la pared, frente a él.
Aún sin responderle a su mujer, deja los papeles sobre el mantel, y abandona el desayuno por unos tres minutos. Se acerca a uno de los ventanales y observa el jardín, al que parece dedicarle, por lo menos, dos de esos minutos, a la selva que tiene ahí, a la vez tan cercana y tan ajena, dos minutos, a su observación, al manto que cubre su casa de este a oeste —el sector del sol—, compuesto de la trepadora más noble, el cordón de seda (Argyreia speciosa), floreciendo sólo puchas blancas y creciendo tan rápidamente que no alcanza todo el espacio de que dispongas a su alrededor, y de coposos y robustos granos de oro, un arbusto de mucho ramaje, que crece a una altura de 3 a 5 pies, y de ipomeas blancas (Porana paniculata), que es fuerte e inmune a los insectos y que están dispuestas en los aleros de las ventanas y las puertas, para protegerles de los aguaceros, y del jazmín trompeta que se deja crecer en los muros alrededor de las columnas y que es el manto de crecimiento controlado que mantiene frescas y húmedas las paredes y que al afincarse con vigor sobre el suelo y florecer sus flores y expresarse con su animado verdor de mata de buena tierra resultan mejor que cualquier cobertor de camuflaje puesto que no marchitan y no dibujan siluetas de islotes de hierba amarillenta y no exigen reemplazo cada dos días, y con una profusión de casuarinas, un rumoroso bosque de casuarinas, excelente como camuflaje en los períodos alternativos en que se retiran las trepadoras, y de sólidas ceibas y coposos árboles de mango, ambas especies trasplantadas, y las palmeras, en los alrededores, de modo que desde el aire, si no traes un bombardero veterano como navegante o un buen censor de calor a tierra, no puedes determinar en un primer pase que ahí está la casa y que no es tierra en barbecho ni un pinar de crecimiento salvaje en las proximidades de una costa ni un mangal abandonado.
—Oye, cuando me respondas ya no quedará miel en esta cucharita.
—¿Ummm? Sí, vieja —dice él, desde la ventana.
—¿Cuánto? —pregunta ella.
—Un poquito —responde él.
—Un poquito —repite ella, Dalia.
Dalia Soto del Valle.
Una pequeña cucharilla de plata con su remanente de la miel obtenida de los culitos de las más esforzadas abejas cubanas es hundida en el poción de yogur de búfalas mongolas que se asienta, servido, en la impoluta copa de cristal del Comandante en Jefe.
—Un poquito nada más —dice él, Fidel.
Fidel Castro Ruz.