CAPÍTULO 2
LO QUE PASA CUANDO LOS CUARTELES DE INVIERNO SE EXTINGUEN

¿Rudo sargento de a caballo en el árbol genealógico?

Felipe Miraval Miraval (dos veces el mismo apellido), «el Chino», terminaría sus días hacia principios de 1986 como uno de los «ex militares» que extinguían condena en la prisión Combinado del Este, a unos 15 kilómetros —en esa dirección, el este— de La Habana, y mordisqueaban cualquier brizna de paja sacada de los colchones o astilla de madera o un lápiz o el nervio de una mata arrancada al paso en un fugaz tránsito por el patio, cualquier cosa que remedara un tabaco o un mondadientes (estuvieron años sin que ni siquiera sus familiares pudieran suministrarles la fuma). Había alcanzado los grados de coronel y se había destacado, desde principios de los cincuenta, en La Habana, más bien en operativos policíacos que en misiones militares, aunque era usual en Cuba que el Ejército supliera las actividades habituales de policía, con todos sus miembros —no sólo los oficiales— portando armas cortas y con la obligación de intervenir como agentes de la autoridad ante cualquier delito o alteración del orden público, y la misma Guardia Rural —de la que Miraval Miraval había surgido—, una especie de Real Policía Montada criolla, era el servicio de policía de las zonas rurales del país, aunque bajo el mando del Ejército y regido por una organización territorial de tipo militar, con puestos, tenencias, capitanías, regimientos, etc. No había fronteras precisas en las funciones pero Miraval Miraval fue capturado como criminal de guerra al triunfo de la Revolución. Según se hiciera correr por algunas instancias, había un supuesto. Supuestamente el haber sido el viejo sargento de la Guardia Rural del puesto de Birán, movió los sentimientos de Raúl Castro para que se le perdonara de la pena de muerte que se le impuso por su involucramiento en el asesinato de un político llamado Pelayo Cuervo, ejecutado la noche del 13 de marzo de 1957 después del fracasado asalto al Palacio Presidencial por un comando revolucionario que había intentado «ajusticiar en su propia madriguera» a Batista. Mas había otro supuesto. O conveniencia. Que no convenía un Miraval Miraval vivo y que pudiera echar a perder en cualquier momento la pulcritud de la historia familiar de los Castro Ruz, ahora que sus dos más insignes representantes, Fidel y Raúl, iban a convertirse en iconos vivientes del país, y que por tal razón había que encontrarle una causa para despacharlo. Encontraron la causa: Pelayo Cuervo. Para entonces, sin embargo, habían cesado los fusilamientos debido al cada vez más elevado rating de desaprobación internacional que el baño de sangre estaba reportando. Miraval Miraval, desde su captura, compartió un fogueo hasta entonces sólo conocido (entre los jerarcas de un régimen) por Rudolph Hess, Walter Frank y Erich Raeden: pudrirse en una cárcel. Otro aporte singular de Fidel Castro y su proceso: que hasta el triunfo de la Revolución Cubana, una experiencia histórica reservada para los más altos oficiales nazis y confinada a Europa, es sacada de sus cauces y sometida, en territorio del Nuevo Mundo, a los equilibrios de la igualdad. Un sargentón de la Guardia Rural cubana, con el culo encallecido de dar montura por las guardarrayas cañeras de Birán, con su fino bigotillo de actor de película mexicana y su vientre cervecero, y jugador empedernido de gallos, se ve obligado a aprender entre los muros de prisión a pasar más de la mitad alta de su vida en el mismo instante en que, suponemos, Hess pone su monóculo de nazi octogenario en el área de alcance de su exhalación, con objeto de aclararlo por influjos de una nubecilla de su propio vaho. Desde luego que estos tres, entre los responsables del genocidio nazi, que fueron los únicos en recibir condenas a cadena perpetua en Nuremberg (más 11 de sus kamerads que no escaparon de la horca del patio de Spandau, y otros cuatro con condenas de 10 a 20 años, y los tres absueltos) tuvieron el beneficio mínimo de un juicio que duró 218 días. No es lo mismo un ejército alemán que uno cubano, evidentemente. Es decir, no es lo mismo un genocida alemán para el que se requiere un tribunal internacional constituido por las cuatro mayores potencias del mundo, si es pertinente juzgarlo, que un esbirro criollo. El mensaje subliminal final que Fidel pareció emitirnos es que nuestro pueblo produce muchos más criminales de guerra por kilómetros cuadrados de territorio que cualquier otro en la tierra, si no cómo se explica los centenares (o los miles, tranquilamente miles, ¿nunca sabremos la cifra exacta?) de estos señores fusilados en enero de 1959 luego de, no siempre, la pertinencia de algunos juicios contra reloj, más bien mítines políticos para celebración de los vencedores, o que en la noche de 1987, cuando Rudolph Hess decidiera suicidarse a los 93 años de edad, siendo el último de los condenados del Tribunal de Nuremberg que poblara una celda en Spandau, aún quedaran en las cárceles cubanas entre 400 y 500 oficiales batistianos que extinguían condenas interminables como resultado de —14 años después de la caída de Berlín— haber perdido una guerra. La rapidez expeditiva de los Tribunales Revolucionarios que decidió la suerte de miles de oficiales batistianos, que en el mejor de los casos sesionaban poco menos de un día y que terminaban contra la pared de un cementerio de pueblo o en una zanja —que en muchas ocasiones era aún obra de un bulldozer, para abrirla, mientras se desarrollaba, en el cuartel cercano, algunas de las sesiones del juicio— y en donde se colocaba el reo para que, bajo el impulso de la descarga de los garands de un pelotón dirigido casi siempre por el capitán del Ejército Rebelde que acababa de actuar como jefe del Tribunal, cayera directamente sobre los cadáveres de sus compañeros condenados en la sesión anterior y cubiertos apenas por una paletada de tierra y por el zumbido y excitación de las moscas abocadas a la dulzura de la carne muerta, fue un asunto aceptado finalmente por la opinión pública. Era, seguramente, una expeditura merecida para un cuerpo de oficiales que en una guerra de 2.500 bajas (como figura máxima aceptable), sumando los caídos de ambos bandos, produjo no obstante 16.666. (6 % más criminales de guerra prisioneros de por vida que los tres alemanes condenados a perpetuidad en Nuremberg por su responsabilidad en una guerra de 40 millones de muertos.)31 Miraval Miraval, un viejito enfermo y con palabras apenas audibles y que venían, como si ya estuvieran extinguidas, desde los últimos estímulos eléctricos de una masa encefálica a punto de licuarse, ideas de una conciencia cada vez más remota, y teniendo como única cosa que lamentar el no haber podido disfrutar nunca más, desde enero de 1959, de un mondadientes y un tabaco al final de su almuerzo —prender una buena aldaba, después del café, y darte palillo entre las muelas, «eso sí era vida»—, y ahora con los finos labios temblorosos y rajados como cristal, fue uno de los cerca de 500 militares de Batista que sobrevivieron a los fusilamientos, en muchos casos masivos, que tuvieron lugar con el triunfo revolucionario. Esta tropa derrotada y cautiva incluyó por lo menos a un general, Eulogio Cantillo, con el que Fidel Castro planeaba una especie de golpe de Estado en diciembre de 1958, y que fuera liberado hacia 1960. Fidel aún como jefe de guerrillas en la Sierra Maestra, y Cantillo como jefe de las fuerzas del Ejército destacadas en la zona, conocieron el primero de enero que Batista había huido y que ese golpe de Estado ya no tendría lugar. Y treinta años después, hacia 1985, menos de dos centenares de pálidos ancianos —el remanente de aquel medio millar de supervivientes de los paredones— languidecían tras los barrotes del Combinado. Tenían un significado, pero nadie lo escuchaba. Que una vez que levantas un arma contra Fidel Castro, no puedes rendirla, nunca. Una postrera oportunidad de salir a pasear fuera del Combinado y a mirar fugazmente hacia las calles de La Habana y recibir una soda y un tabaco como premios fueron unas sesiones intensas de grabaciones y filmaciones organizadas por el Ministerio del Interior para que contaran sus memorias «en cámara», un intento revolucionario, que era el personal que se hallaba detrás de las cámaras, por almacenar información histórica sobre las cosas desde el «otro lado» de sus batallas contra Batista.32 Por su parte, Miraval Miraval negó enfáticamente —hasta el día de su muerte en un camastro de la enfermería tras barrotes del Combinado, probablemente en diciembre de 1985— ninguna vinculación suya con el asesinato de Pelayo Cuervo. «Aunque les diría una cosa», advertía en tiempos mejores, «a cualquiera que hubiéramos capturado esa noche, después del asalto a Palacio, no hubiese visto la luz del sol más nunca». Sin embargo, cuando sus compañeros de prisión lo abordaban con el tema inevitable de la paternidad de Raúl Castro —¿o Raúl Miraval Ruz?—, probablemente como su única batalla de victoria indecisa sobre la fuerza original de la Revolución, nunca negó. Sólo una sonrisa cómplice, un gesto entre coqueto y socarrón. Y a veces, entre sus más cercanos socios, un guiño, un gesto aprobatorio y el comentario nostálgico de «Tremenda vieja ésa».

¿Rudo sargento de a caballo en el árbol genealógico? Felipe Miraval Miraval (dos veces el mismo apellido), que terminó sus días hacia principios de 1986 como uno de los «ex militares» que extinguían condena en la prisión Combinado del Este, a unos 15 kilómetros —en esa dirección, el este— de La Habana pudo hallarse aviesamente atravesado —y de hecho se halla— en la cronología íntima de la Revolución Cubana.

Dulces guerreros cubanos
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