CAPÍTULO 2
CONTEO REGRESIVO COMENZANDO
El sábado fueron a buscar a William Ortiz pero nunca lo supimos. Era una de las primeras acciones directas producidas por «La Comisión». El domingo llamaron a Ochoa. Otra decisión ignorada por nosotros y tomada por los mismos hombres alrededor de la misma mesa. La Comisión.
Era lógico que al menos inicialmente no supiéramos de la existencia de tal mecanismo puesto que había sido creado, precisamente, para disponer de nuestro control. Era un enemigo invisible, intangible, la cosa hacia la que no contábamos con ninguna posibilidad de defensa verdadera, y ninguna pista que nos permitiera definirla, al menos ver sus contornos. Sólo la percepción. Aunque todavía una percepción dormida.
Existía oficialmente desde el martes 23. Pero en realidad venían actuando desde unas dos semanas antes, en una fecha que puede situarse —casi que con absoluta certeza— entre el lunes 8 y miércoles 10 de mayo, y se estaba reuniendo en el extenso despacho de Raúl Castro, en el cuarto piso del Ministerio de las Fuerzas Armadas Revolucionarias, que era un lugar que yo conocía muy bien y que se hallaba dominado por una esfera de la tierra, del tamaño de un hombre, a un costado del buró de robusta madera negra del Ministro, y en la que tres cintas rojas trazaban, desde atrás de los Urales, la trayectoria en línea recta que habrían de seguir en su vuelo cósmico e imperturbable hasta Washington, Nueva York y Houston, los cohetes balísticos intercontinentales que Moscú ordenaba lanzar. Los martillos del golpe nuclear. Otras cuatro cintas, éstas de color azul, surgían en La Habana y avanzaban hacia Angola, Nicaragua, Etiopía y Congo, que eran las regiones del mundo donde Cuba tenía abiertos sus frentes y dislocadas (al menos en aquella, que era mi época), sus principales misiones militares —léase «tropas», es decir, miles de hombres armados, cohetería, blindados, aviación de combate, y hasta pequeños, silenciosos cementerios con tumbas caleadas de un blanco deslavado y poroso.9
Una comisión dedicada a ir pisándonos los talones, mañana, tarde y noche, y bajo cualquier condición del tiempo, es una señal que nos llega con retraso de algunos días, y además, de cualquier manera, no se le presta gran importancia. El conducto regular mío de este período, Alcibíades Hidalgo, comenta algo pero sin muchos matices. Después, con mayor gravedad, el coronel Filiberto Castiñeiras, «Felo», uno de los principales cargos del Ministerio del Interior —jefe de la Ayudantía del Viceministro Primero—, con su aspecto de intelectual obligado a ganarse la vida como boxeador, de anchas espaldas y un impertérrito silencio de siglos, opta por —literalmente— jugarse la vida y hacerme llegar la información que debe rebotar en Tony y Patricio, sus viejos camaradas de las guerras y de los primeros tiempos de Tropas Especiales. De modo que ya es algo que mencionamos el jueves 8 de junio, hacia las 11:00 am, aunque todavía en un marasmo de vaguedades. Estoy persuadido de que es la primera y última vez que Antonio de la Guardia Font, y quizá su hermano mellizo, Patricio, escucharon una referencia, y fue en esa conversación, virtualmente clandestina, que tuvimos en mi casa —Janis Joplin a todo volumen, como interferencia.
La observación permanente sobre las tres casas en que yo podía pernoctar, es decir, donde tenía mi esposa o cualquiera de mis mujercitas (había otra, además de Eva María Mariam —después hablamos), y mis movimientos condujo a esas dos de sus primeras acciones— una con William Ortiz, sin mayores consecuencias porque el hombre ya no estaba en La Habana, y otra, mucho más complicada, con Arnaldo Ochoa, que sí estaba. Pese a todo, desde entonces, la decisión de no tocarme era firme, no inmiscuirme para nada en el proceso. Sólo trabajar la información que se generaba en mi entorno, que podía —y solía— ser abundante. Fueron a buscar a William Ortiz porque la conversación desde mi casa de él, Tony y yo despertó las sospechas. Muchas sospechas sobre el Pelotero. (Digo sobre él, porque sobre nosotros no hacía falta acumular una prueba más, casi que comenzaban a sobrar elementos de inculpación, puesto que todas las sospechas del mundo ya nos caían por oficio.)
Comenzaron a empatar. Empataron hechos con informes. Informes con datos aislados. Datos aislados con recuerdos. Recuerdos con especulaciones. Especulaciones con corazonadas. Corazonadas con hechos.
Apareció el expediente del «Caribean Express», aún amarrado a uno de los muelles de la Marina Hemingway. William Ortiz era el hombre del negocio. Él lo había traído de Miami. Con toda razón el Comandante había dado marcha atrás con el asunto. Siempre le pareció que era una provocación, una trampa de los americanos. Así que William Ortiz, conocido por el Pelotero, era el contacto. Al menos había sido utilizado. Estaba por definir si a sabiendas o a ciegas. Vayan a buscarlo. Y saquen ese barco de la Marina Hemingway. Llévenselo para el sur. Para Pinar del Río. Escóndanlo por un puerto, por allá abajo.
Una mulata vieja, en bata de casa, de piernas varicosas, que fuma —con mirada ausente— un tabaco mal torcido, es la encargada de informar sobre William Ortiz a los tres policías de civil que se aproximan, diríase que de puntillas, en el Lada azul oscuro, con la planta abierta y el ruido de estática perfectamente audible, a su casucha de pobre mujer cubana que por fin ha logrado casar a su hija con un «potentado» —la mejor definición que ella encuentra para el señor que desde su juventud vive en el extranjero y que se codea con la gente grande del gobierno.
Ese cubano hace como dos días que regresó a Miami.
El automóvil, no identificado por ninguna clase de rótulo, se ha detenido a menos de un pie del muro amarillo, con la boca del desagüe al nivel de la calle de la que surge una manta de agua blanda y oscura, ya que hoy es el único día en el que las ordenanzas sanitarias del país permiten verter hacia la calle el agua remanente de la limpieza a fondo del interior de las casas y que es la acción que los cubanos de toda edad, credo y raza conocen como baldear, desprendimiento lexical probable de este uso sabático nacional de los baldes, y que es el muro en el que ella apoya sus gruesos codos mientras chupa —más que filmar— con denuedo la barata panetela obtenida por el sistema de racionamiento y que le ha costado la calderilla que es 15 centavos de peso y que le hace halar el tabaco, en húmeda combustión, hacia sus labios con desespero próximo a la frustración para mantener vivo el anillo de fuego que consume, a duras penas, su aldaba.
—No, mijos.
—¿Qué se fue?
—Sí, mijo. Él viene a veces. Pero después se va, mijo. Dice que ése es su trabajo. Estar yéndose. A cada rato.
Es de un lento reaccionar la señora —«compañera», la han llamado los policías— pero ella no necesita más celeridad para la conducción de las sencillas problemáticas de su vida cotidiana. Con esa velocidad de reacción le es suficiente. Además, desde que vio doblar el automóvil de estreno color azul oscuro por la esquina, ella supo quiénes eran. Creyó que su acertada premonición era obra de los santos del panteón Yoruba, que siempre la habían protegido con prestancia y sin dobleces y que lo último con que la habían favorecido era arrimándole aquel hombre poderoso y bueno a su hija y que ahora le avisaban con toda claridad que tenía a la policía en el portal.
—¿Usted no sabe si él regresa, compañera?
—Ay, mijos. Eso es muy difícil. Yo no sabría decirles. Él lo mismo viene mañana que dentro de un mes.
—Entonces, no lo sabe.
—No lo sé, mijos. No lo sé.
—Bien. Bien. Está bien. Bueno, compañera.
—¿De parte de quién le digo, mijos? Cuando venga, ¿de parte de quién le digo que vinieron a buscarlo?
—Dígale que de unos compañeros. Dígale eso, compañera.
El Lada se retira bajo las miradas de los vecinos de la estrecha callejuela llamada El Pasaje en el que unas cincuenta chabolas idénticas, de la acera izquierda, se enfrentan, con sus fachadas hurañas y reticentes, a otras cincuenta chabolas idénticas, de la acera derecha, y de todos los brocales de los muros manando, pesada, el agua, y hay un Mercury Monterrey del 56, sedán de cuatro puertas, de techo oxidado y sin su motor V-8 que extrajeron para una reparación capital que nunca concluyó, con la tapa del capó abierta y sostenida por una tabla, que el Lada de la policía política esquiva en su lenta retirada, por la derecha, y un Studebaker Commander, año 51, verde acqua, que es una reproducción a escala de la visión que los hombres tenían de los OVNIS cuando no se habían descubierto los yacimientos de hielo en la Luna y nadie podía concebir que los argentinos y granjeros de Nuevo México secuestrados por naves siderales no eran más que testigos bobos de experimentos solapados del Pentágono que por supuesto nunca se creyeron en los directorios de inteligencia militar del Kremlin, pero que es una pieza que sobrevive a la memoria futurística de los hombres que crearon y diseñaron al gusto ignorante de principios de los cincuenta cuando los OVNIS procedentes de la más remota galaxia, los torpedos de la Segunda Guerra Mundial y este modelo de Studebaker disponían de la misma aerodinámica, porque todavía anda, todavía se le pone la llave y arranca, y que se encuentra a la izquierda, al final del pasaje y que es también esquivado por el Lada de la policía política, con las bandas de rodamiento de sus neumáticos siseando sobre los charcos del baldeo de todo un vecindario habanero, y antes de ingresar, a la izquierda, en Avenida 26, lo último que deja ver, instalada en medio del maletero, es su emblemática antena Yaesu, y así termina el acontecimiento más grande de la historia para un segmento de La Habana con un largo no mayor de 100 metros, que si lo recortáramos de la ciudad a su alrededor, el lugar donde se acomodaría sin fricciones es las afueras de Nairobi, Kenya.
El asunto de Arnaldo es el domingo. Cae preso por primera vez. La conversación entre él y yo en los bajos de mi edificio acelera los acontecimientos. Los acelera para todo el mundo. Pero así no era como Fidel quería las cosas. Pero ya Arnaldo sabe. No porque hayan podido grabarnos, puesto que les ganamos ese tanto. Sino porque para Fidel —y Raúl también, por cierto— es innecesaria la grabación: tienen cabal conciencia de que yo he alertado a Arnaldo Ochoa.
La información sobre este primer arresto no llega a nadie. Los corresponsales extranjeros acreditados en La Habana, como siempre, están a la espera de la llamada de cualquiera de los oficiales de la Seguridad del Estado que «los atiende» para que les digan si hay una noticia, y dónde se encuentra ésta si la hubiese, y cómo enfocarla. La plaza Habana, con sus sedosas mulatas que se pueden comprar tan fáciles por el tiempo que dure la asignación e intercambiar, y desechar las viejas para obtener las nuevas, y con los salarios que se cuadruplican cada mes en el mercado negro y con las antiguas mansiones de la burguesía criolla que el Gobierno les pone a su disposición, y con ese vértigo formidable que se obtiene de palpar la-historia-sobre-la-marcha al asistir, un par de veces al año, a ocasionales conferencias de prensa o de recepciones «en Palacio» en las que un mítico Fidel Castro siempre a punto de enfrentarse en el holocausto imperecedero de una guerra contra los Estados Unidos, está a la mano y hasta se retrata con uno, e, incluso —oh elixir de los elixires— te promete una entrevista, es el escenario codiciado para que te envíen y, por supuesto, después de instalado allí, es algo que no debe echarse por la borda con una imprudencia de corresponsal advenedizo. Es decir, no publiques nada que pueda ofender a los cubanos y te declaren persona non grata. Basta dejarse guiar por los oficiales de Prensa Extranjera del MINREX (Ministerio de Relaciones Exteriores). No fallan.
Y es así como, el lunes 29 de mayo de 1989, ningún corresponsal acreditado tuvo conocimiento de que el general de División Arnaldo Ochoa Sánchez, Héroe de la República de Cuba, que apenas cinco meses atrás regresaba de librar una guerra victoriosa contra Suráfrica, había sido llamado a las 00:09 am del día anterior por el general de Ejército Raúl Castro Ruz, ministro de las Fuerzas Armadas Revolucionarias y número dos del país, para arrestarlo y someterlo, él personalmente, a interrogatorio. Al menos, no existe un solo cable despachado desde La Habana para las centrales de las agencias con ese contenido. Se quedaron sin saberlo en París, Londres, México, Moscú, Pekín, Madrid, Roma, Buenos Aires, Tokio. Enmudecidas. Apagadas. Silencio radial de las respetables Reuter, AFP, TASS, Xinjua, EFE, etc. Sin novedad en el frente para todas ellas. Y los pobrecitos de AP y UPI en Ciudad México, regularmente pegados a los monitores y teletipos de las trasmisiones de sus colegas desde La Habana para preparar sus refritos con destino a Washington, Nueva York y Miami de la situación en territorio cubano, a donde no se les permite aterrizar desde los sesenta, que también se quedan fuera del juego. Las campanillas de los teletipos aún no doblan por Cuba.10
Comprensible no obstante que una veintena de corresponsales acreditados (aunque al parecer sólo preocupados por incrementar sus ahorros con el muy favorable cambio que obtienen en el mercado negro de La Habana pero nunca movilizados por un atisbo de noticia para sus clientes, y pensar en una exclusiva, mucho menos) no olfatearan la información de mayor relevancia producida en treinta años por Fidel Castro y su revolución después de la victoria sobre Batista —enero de 1959— o de la batalla de Playa Girón (Bahía de Cochinos) —abril de 1961— (la crisis de octubre o de los misiles de 1962 tiene otros dos productores: Nikita S. Jruschov y John F. Kennedy), si nosotros mismos nos hallábamos en un inaceptable limbo —inaceptable para los cánones profesionales que supuestamente nos acreditaban.
Pero la intensa arrancada del caso parecía haber amainado, y hasta cesado por completo, para el viernes. Aunque había dos o tres cosas de las que no teníamos conocimiento y que estaban caminando por el subsuelo, nuestro subsuelo, como salamandras de fuego en la corriente subterránea, y que habían sido disparados desde mi casa —los extraños negocios del Pelotero y Ochoa alertado.
Una tarde estaba Antonio de la Guardia en la puerta del Departamento MC y estaba con Carlos Aldana y conmigo, y Carlos Aldana señaló hacia algún lugar del calcinante firmamento —era el mediodía— y dijo cerrando uno de los ojos, para protegerse de la luz solar, allá arriba tienes un satélite estacionario de la CIA, vigilando todo lo que entra y sale de esta oficina. Eran los días orgullosos en los que se suponía que el hipotético satélite de la CIA recogía imágenes de superagentes que entraban y salían de MC y no en lo que después se describió como una extraña sucursal de una casa de entrega a domicilio de exquisitos productos de importación para altos dirigentes y los socios de Tony y el principal establecimiento de avanzada de Pablo Escobar en el Golfo de México.
Antonio de la Guardia con chequeo del K-J y con balizas electrónicas debajo del carro para facilitar su ubicación y seguimiento era algo impensado por el momento.
Pero, a la hora de quemarlo, no será suficiente que Tony y su grupo resultaran el arquetipo ideal de la concepción del mismo Fidel Castro de lo que debía ser cada buró del MININT, específicamente de la DGI, donde una sola de esas oficinas es (o era) capaz de reportarle a los Estados Unidos más daño que los cuatro enemigos inveterados que cree tener ese país, y ésa era la concepción estratégica del Comandante, la tarea asignada, una sola oficina del MININT, dice el Comandante, tiene que saber y estar en capacidad de crearle más complicaciones y más mortandad a los americanos (sic) que los cuatro fantasmas que ellos mismos enarbolan por la televisión y en el Congreso, más que Irán, Irak, Libia y Corea. Más que los cuatro juntos.
Ah, implementación de los recuerdos. ¿La dulce memoria que rebobina los acontecimientos y los devuelve cuando se requieren? ¿Destellos de intuición para que te pongas en guardia? ¿O los argumentos de los que se derivan las pruebas concluyentes de tu culpa?
Lunes, abril 17.
08:00 pm.
Palacio de la Revolución.
La reunión es con Carlos Aldana, el secretario ideológico del Comité Central del Partido Comunista de Cuba. Es un jabao de pelo malo, y portentoso bigote, y un tipo muy simpático, y habilidoso para moverse en los entresijos del poder y que muchas veces uno se engañaba creyéndolo como uno de los mejores amigos que se tenía la dicha de conocer, y que gustaba firmar ciertos documentos bajo su clave de guerra favorita, «El Jabao», y que —desde luego— estaba casado con una mujer blanca y esbelta, de piel lechosa y cierto cansancio existencial.
Había dos o tres gestos que lo hacían ante mis ojos una excelente persona: los cargamentos quincenales de películas pornográficas que le solicitaba a Tony a través mío —«películas mexicanas» era la palabra clave para solicitárselas a William Ortiz en Miami—, y especialmente porque era, después de Fidel, la única persona con la que se podía hablar de literatura en el Secretariado del Partido, y el hecho de que él se sintiera cómodo en mi presencia porque percibía que nunca significaría un peligro para él, puesto que yo no aspiraba al poder, era el elemento definitivo. Si no quería cargos, era suficiente para que mantuviéramos una excelente relación.
—Dime, Charles —dije.
—Brother —me dijo—. Hay un par de asuntos.
No era un par. Un poco más de dos.
Primero lanzó una larga diatriba contra el Ministerio del Interior y ese equipito de los killers de Tony que estaba demostrando ser tan inepto, porque no acababan de arrojar resultados. La lista priorizada de ejecuciones encabezada por Rafael del Pino, el general de la aviación de combate cubana que desertó en 1987, seguida por Jonas Malheiro Savimbi, el líder de las guerrillas angolanas que ofrecían resistencia a las tropas cubanas, y por Esteban Ventura Novo, un antiguo coronel de la policía batistiana residente en Miami, se mantenía incólume. Eran hombres muertos que seguían caminando.
A continuación solicitó un mínimo de 450.000 dólares para organizar una cadena de salas de video públicas. Tony, dijo, seguramente se sensibilizaría con el proyecto.
El próximo plan era una planta de televisión al estilo del canal Bravo del sistema de televisión por cable de los Estados Unidos. Era un proyecto a mediano plazo y quería que Tony lo tuviera en cuenta. Que se fuera sensibilizando con la idea.
Por último, un asunto personal.
Muy delicado.
Él era una figura pública y esto lo inhibía de aparecerse como cualquier otro cristiano —o ciudadano, mejor dicho—, en un hotel para alquilar una habitación y consumar cualquiera de las conquistas amorosas que se pueden producir en el trayecto diario del acontecer político. En fin, sin darle muchas vueltas a la cosa. ¿No sería bueno que Tony le amueblara un apartamento, una especie de refugio secreto, para el reposo del guerrero, y que le diera la llave y que nadie supiera que ése era su santuario, y de ser posible que le habilitara un pequeño refrigerador con algunas bebidas, y quizá algunos quesitos, y un televisor y una reproductora de casetes, y que todo quedara como un secreto entre hermanos, estos hermanos que éramos nosotros, Tony el Siciliano, Norber el Brother, y él, que era Charles —o también eventualmente Karl, por emparentarlo de alguna manera con el viejo Marx—, Charles el Jabao?
—Claro, Charles. Te entiendo. Te copio claro y fuerte. Y no creo que sea difícil. Déjame eso a mí. Mañana yo lo hablo con Tony.
El mulato nos las estaba poniendo en las manos, mansito. Un tibio apartamentito equipado con todos los recursos occidentales para el retozo de Aldana con unas muchachas, era más de lo que hubiéramos podido pedir para tener bajo control al Secretario Ideológico del Partido y el hombre de más confianza entonces de Raúl Castro y que se pasaba la vida en el Mercedes de Fidel.
A esta altura del diálogo, el mulato no sabía que estaba a punto de convertirse en el protagonista de secuencias interminables de fotografías pornográficas.
Cambio de tema. Había que cogerlo en caliente.
—Coño, Charles, a propósito.
Su necesidad de dinero —cuantiosas cantidades de divisas— y de un sinnúmero de gadgets, me venían de perilla para la exposición que me proponía desarrollar. El asunto era que estaban involucrando a Tony, para suplir las exigencias de todas las instancias del Gobierno y el Partido, con gente muy extraña de Miami y, bien, yo había hablado con Tony varias veces en los últimos meses (lo cual era rigurosamente cierto) para que le planteara a Abrantes su traslado.
Excelente abordaje de mi parte. De pronto Aldana veía cómo se quedaba sin películas mexicanas, videoclubs, canal Bravo y apartamento.
Pero supo reponerse, después de hacer un mohín de disgusto, que fue perceptible aún debajo de su espeso bigote, porque dijo:
—Tú tienes toda la razón. Pero el problema es que ésos son los riesgos de Tony. Los riesgos que la Revolución le ha pedido que asuma, tanto fuera del país, y fuera de nuestras posiciones, como dentro de la Revolución. Nadie va a ser mejor que él en esa tarea. Y por eso está ahí.
—¿Tú has visto alguna vez a los men?
—¿Qué? ¿Qué cosa? ¿Los men? ¿Qué es eso?
—Son los lancheros, los que le traen las cosas a Tony desde Miami.
—¿Men?
—Sí. Es el nombre que se les ha puesto en MC. Porque ellos siempre te usan el vocativo ése en inglés, al final de sus oraciones. Y les sirve también para exclamar. ¿Tú no los has visto en las películas? Igualito, Charles. Hablan igualito, men.
—¿Qué pasa con esa gente?
—No, no es lo que pasa con esa gente. Es lo que pueda pasar con Tony. Y yo estoy muy preocupado, Carlos. Porque toda esa gente es marimba.
—Marimba.
—Marimba es marihuana, Carlos. Toda esa gente se dedica a la marimba. A la droga. Entonces, cuando los viajes de su verdadero negocio está flojo, se ponen a tirar la mercancía de Tony para acá. Tony se va a embarcar con esa gente.
Aldana levantó lentamente la mirada desde las dos manos que estuvo contemplando mientras yo me explicaba y me miró desde algún lugar remoto de lo que debían ser los vectores de lo que él, obviamente, consideraría que era su muy superior inteligencia, y fue la misma mirada compasiva del omnipresente maestro que cree adecuado perdonar al más tontito de sus discípulos. Y habló. Lentamente.
—Norberto, ¿y si no es con esos bandidos, con quién vamos a traer la tecnología de punta que necesitamos? ¿Los millonarios que fondean sus yates en las dársenas de Miami?
Oh, Tony no tiene ningún problema, pensé.
—Tiene que ser esa gente —siguió Aldana con un discurso que ya me era innecesario escuchar porque había obtenido desde el primer intento la nota que yo estaba buscando.
Tony no tenía problemas.
—No te metas en eso, Norberto.
Ningún problema el Siciliano.
Habíamos cenado allí, en su inmenso despacho del Comité Central, lo cual era frecuente entre nosotros. Entraba un camarero de bata blanca empujando su carretilla de room-service y tendía un elegante mantel sobre la mesa redonda de conferencias aledaña al buró de trabajo de Aldana que había sido la misma, exacta oficina de Antonio Pérez Herrero, el anterior secretario ideológico del Partido, al que Aldana le había serruchado el piso desde su posición como jefe de Despacho de Raúl Castro, no sólo arrebatándole la posición, sino que había logrado que Pérez Herrero terminara al frente de una brigada rastrojera de cubanos que talaban bosques en las selvas de Mayombe, Angola, y al que virtualmente obligaron a que se llevara a territorio tan desesperante e inhóspito a uno de sus hijos, que era un veinteañero esquizofrénico, que terminó por supuesto suicidándose con la Makarof de su padre, con un pequeño tiempo aún disponible para decirle al padre lo usual en los esquizofrénicos suicidas a quienes la acción de la muerte regala esos últimos segundos de aliento: Papá, no dejes que me muera, y luego Aldana sigue con su obsesión y lo empuja aún más hacia el Oriente, hacia un deslucido puesto como embajador en Etiopía.
El camarero desplegaba servilletas, cubiertos, copas, levantaba las tapas de plata y sacaba del hornillo portátil el asado de ternera, regaba la salsa de champiñón a discreción y nos deseaba buen apetito. Pero según las normas lingüísticas cubanas: «Que les aproveche, compañeros.»
Para la sobremesa hay café y tabaco y los temas ya mencionados, necesidad de cometer algunos asesinatos, los videoclubs, una estación de televisión y un refugio para los desfogues amorosos del dirigente partidario.
Después Aldana se dirige al servicio de su exclusivo uso, dentro del mismo despacho, para una ceremonia íntima que conozco, por sus incansables repeticiones ante mí. Cepillarse cuidadosamente los dientes con abundancia de pasta y espuma, costumbre que él maneja con mano maestra para que apenas le salpique el espeso bigote, y luego extraer el puente movible con el que suple toda la dentadura inferior derecha perdida sin remedio en la época en que, evidentemente, no hacía uso de esta costumbre. Del cepillado.
La prótesis es extraída con el objeto de ser sometida también a un cuidadoso trabajo de pasta dentrífica y cepillo. Tiene la pequeña prótesis de acero níquel en la mano izquierda y la pone en el lavabo bajo el efecto de un poderoso chorro de agua cuando levanta la mirada del artilugio y me mira y dice:
—No te metas en eso, Norberto.
—No, yo no me meto —comienzo a murmurar. Y me pregunto exactamente lo mismo: «¿Para qué coño yo tengo que meterme en nada de esto?» Y, para mi rápido procesamiento: «¿Este mulato habrá percibido algún punto de ruptura mío con Tony?» O lo que es peor: «Se va a creer que estoy apendejado.»
Había un antecedente negativo que era cuando yo había echado al piso toda una operación con Robert Vesco orientada por Fidel, y que había sido una actividad muy prometedora. Aldana, entonces, fue el único que de alguna manera se percató de mi sabotaje, porque me lo dijo. Aunque nunca pasó de ahí. La deuda está vigente. Quiero decir, que dondequiera que él se encuentre ahora, y si tiene oportunidad de leer esto, que sepa cuál es el estado de nuestras cuentas pendientes y que estoy consciente de que le debo una.
—Tiene que ser con esos bandidos. No hay otra posibilidad para obtener tecnología de punta. Búscame el yate de un millonario de Miami para ese trasiego, y entonces elimina a los bandidos. Mientras tanto, hay que joderse con esos piratas. ¿Cómo tú dices que se llaman? Los men esos. Tiene que ser esa gente.
Insistí, aunque en forma oblicua, en un aspecto, en el realmente escabroso.
—Lo que me preocupa es que son marimberos —dije, con una sopesada dulzura—. Eso es lo que me preocupa. La marimba.
Carlos Aldana Escalante, secretario ideológico del Comité Central del Partido Comunista de Cuba y miembro efectivo de su Secretariado y a cargo también de su secretaría de Relaciones Internacionales y aspirante a Ministro del Interior y catalogado como «el tercer hombre del país» —es decir, sólo debajo de Fidel y Raúl en la cadena de mando—, terminada su labor con la prótesis e instalada ésta de nuevo en su cavidad bucal, me miró, sonriente, satisfecho y entonces se encogió de hombros.
Era toda su respuesta. Todo lo que tenía que decir.
Cambiamos el escenario de conversación entre el Secretario Ideológico del Partido y el reconocido cronista de la Revolución hacia unos sofás dispuestos en herradura alrededor de una mesa de mimbre cerca de la entrada del despacho. Ninguno de los dos lo podíamos saber entonces, pero la próxima vez que nos habríamos de sentar allí, yo sería una especie de reo y Aldana, en presencia de Alcibíades Hidalgo y de un teniente coronel de la Contrainteligencia Militar, estaría sometiéndome a la violencia de un interrogatorio.
En la estancia, desde la pared, dominaba un colorido cuadro de Tony, de riachuelos, pescadores, campesinos, matas de plátanos y nubes moteadas y un cielo azul pastel y un venado que escapa por una esquina. Yo había convencido a Tony de que hiciera el regalo. Aldana también tenía cierto mérito porque una disposición interna del Comité Central prohibía la colocación de adornos o fotografías que no fueran considerados por la comisión encargada de esos menesteres. Era la segunda violación de esta clase cometida por Aldana en sus años de Comité Central. Tenía un retrato de José Martí, el prócer cubano del siglo pasado, en una zona no autorizada de un panel frente a su buró.
Pero, en términos generales, se lograba un estupendo efecto de comodidad y condiciones favorables de trabajo y para conciliábulos en todas las instancias del Comité Central, el costoso mobiliario, los cuadros de los principales autores cubanos, René Portocarrero, Tomás Sánchez, Wifredo Lam, Mendive, los libros bien colocados en espaciosos estantes, y el televisor en el que se servía toda la programación por cable de los Estados Unidos sobre una mesa satélite. Y era loable que, con el deliberado propósito de controlar la adulonería de los funcionarios, se prohibieran los retratos de Fidel bajo esos techos de las seis plantas del Palacio de la Revolución. Y de paso, en el bando, se prescribiera cualquier otra clase de retratos de jefes revolucionarios. Los únicos detalles políticos que podían a duras penas localizarse eran, quizá, la pequeña réplica de un sputnik regalada por algún «homólogo dirigente soviético» o un objeto de artesanía rusa o checa, una matriushka, por ejemplo, que adquiría carácter político por su procedencia del campo socialista.
La situación era inalterable. Sólida. Era más que evidente. Tony no tenía ninguna clase de problema.
Ningún problema el Siciliano.
—Ningún problema, Siciliano —le contaba después.
—Humm —calculaba Tony.
Ése había sido el resultado de la reunión con Aldana. Cielo despejado. Al menos para Tony. Tranquilo, tú. Quieto en base.
Entonces, procurando que Tony se divirtiera, me ponía a inventar un discurso en el clásico estilo científico marxista, la tónica escolástica un tanto pedante en la que Aldana caía con frecuencia, inevitable en un hombre de su extracción que de pronto necesita todos los medios a su alcance para poder expresarse. Nada tonto el compañero. No se dejen llevar por mis bromas. El anónimo cadete de dentadura estropeada de una escuela de oficiales de infantería que sin ninguna advertencia ni preparación previa se tropieza en el camino con libros de Mailer y Cela y con películas de Scorsese (y menos mal, para su salud mental, que aún estaba lejos de Camus) convertido en el tercer hombre del país.
Mi imitación de Aldana para consumo de Tony:
—Compañeros men: Éstas son condiciones que sólo se dan en determinados estadios de la lucha de clases. Es lo que podríamos tratar de analizar bajo la luz de la causalidad y la casualidad.
Tony sonríe.
Sigo con mi perorata.
—Tomemos, por ejemplo, compañeros marimberos, para explicar el fenómeno, un huevo.
Etc.
Había un último tema. Larga sobremesa con Aldana. Un tema candente: las emisiones de televisión para Cuba que la USIA intentaba emprender desde un viejo globo cautivo de la Marina que habría de dislocarse en Cayo Cudjoe, en el extremo sur de la Florida. Fidel estaba empeñado en bombardear la instalación y «tumbar el zepelín, reventar ese globito» (sic) desde el que se elevarían las poderosas antenas trasmisoras orientadas hacia la isla. Eso era en franco territorio de los Estados Unidos. Viejo sueño del Comandante: que se le crearan «las condiciones propicias para ser el primero» en producir un bombardeo bajo cielo yanqui y que «ellos sufran en su propia casa lo mismo» que él en la Sierra Maestra cuando era sometido al castigo de los B-26 batistianos. Los planes de contingencia estaban elaborados. Se hablaba entonces del supuesto contenido de la trasmisión inaugural: unos tapes tomados secretamente por la CIA de José Abrantes solazándose en la piscina de un exclusivo hotel de Cancún en compañía de la princesa cubana de los ejercicios aeróbicos por televisión: una chiquilla llamada Rebeca Martínez. La trasmisión por satélite resultaba inadecuada para los patrocinadores norteamericanos pese a lo expedita que ésta hubiese resultado. Ningún televisor de uso en Cuba, Krim-205 (transistorizado) y Rubín 216 (de bombillos), soviéticos, y Caribe (transistorizado) cubano, disponía del artefacto para recibir señales de satélite. Aldana estuvo haciéndome algunos dictados. Quería que yo elaborara un texto sobre los presupuestos éticos que nos asistían para efectuar un raid de bombardeo en la Florida. La base fundamental del argumento era la soberanía de Cuba en juego. Si ellos introducían una señal televisiva en Cuba, estaban invadiendo nuestro territorio, violando su soberanía. Tuve pregunta. Una inquietud: ¿Por qué no se asumía la misma actitud con las emisoras de radio de Miami que eran habitualmente escuchadas en La Habana como programación local? ¿El argumento Aldana?, que no era lo mismo, puesto que nosotros también metíamos «señales de radio nuestras allá», y la radio es algo de empleo universal y no conoce fronteras. Pero no la imagen televisiva. Además, argumento de Aldana, no tenemos los medios para meterles una imagen televisiva nuestra allá. Por lo pronto la única solución que tenemos para ripostar «la invasión por imagen» es una oleada de Mig-23 atacando el territorio de los Estados Unidos. Otra tarea que se me iba a encargar era apelar a los buenos oficios de mis amigos «los escritores norteamericanos» para que hicieran «causa común con nuestros reclamos». Apenas unos dos años después de esta conversación, cuando Televisión Martí inició sus trasmisiones desde estudios en Washington y Miami y las antenas repetidoras del viejo globo cautivo de la Marina en Cayo Cudjoe se activaron, el Gobierno cubano logró interferir la imagen y hacerla inservible mediante unos trasmisores colocados por perímetros en todas las principales ciudades del país. No obstante, al final, la operación quirúrgica resultó innecesaria.
Uno subía por la calle 270 y doblaba en la curva y ahí estaba la puerta nicaragüense labrada que él se llevó del búnker de Somoza en Managua y conservó para esta casa, la última que tuvo —y luego estaba la terraza con los dos columpios sujetos al techo por pernos de hierros y estaba la pérgola de las conspiraciones y el refugio uno. Y el coronel Antonio de la Guardia se encontraba allí cuando, a unos 14 kilómetros de distancia y en ausencia suya, fue juzgado sumariamente, juicios secretos, una modalidad de los códigos de conducta de la Revolución Cubana nunca mencionados.
Cuidaba de sus orquídeas y cantaba.
La luz del sol cae de plano sobre nosotros y vamos, rumbo al orquideario, pisando la sombra que se protege bajo nuestros propios pasos y en todas partes, cada vez que tenga un chance, vas a descubrir a Tony mirando hacia las vías de acceso.
La acción, por supuesto, está limitada al perímetro que alcanza su vista.
Dividido entre los dos poderes esenciales, la mafia y el Partido, el coronel Antonio de la Guardia parecía estar en el aire y no darse cuenta que el próximo proyecto de Fidel Castro, su jefe, era matarlo —al menos ése iba a ser su objetivo al final— mientras escuchaba el agua servida electrónicamente caer sobre las hojas moradas de sus orquídeas, de sus helechos, de sus malangas, el mismo ruido que escuchaban los dos «socitos» —Tony y yo— aquel 1.° de enero de 1987, en ese orquideario, y él diciendo, sé mi amigo, luego de que yo le pidiera el relato de cómo había liquidado a Aldo Vera en San Juan, Puerto Rico, y me dijo, tú tienes toda mi confianza, y agregaba que la confianza no es pensar que el amigo va a actuar en los límites que uno impone sino apoyarlo en todos sus momentos, los momentos de debilidad —jodidos, dijo—, especialmente. Entonces le dije que quería hacer algo por él y me había dicho, de nuevo, sé mi amigo, y yo le había respondido, no, si yo soy tu amigo. Sé mi amigo, eso es todo. Luego le había preguntado, y qué tú piensas de un tipo al que te mandan a matar, uno que te vas a echar, y Antonio de la Guardia me dijo: que ya está muerto, y yo le dije, tú no me entiendes, yo lo que quiero saber es lo que tú piensas de lo que tienes que hacer y qué piensas de ese hombre. Qué tú piensas de él.
Que ya está muerto.
Aldo Vera, un infatigable contrarrevolucionario señalado como uno de los responsables del estallido, por una bomba, de un avión de Cubana acabado de despegar del aeropuerto de Barbados el 6 de octubre de 1976, que costó la vida de sus 73 ocupantes, provocó que todas las miradas en el Gobierno cubano se posaran en Tony, y no le quitaron la atención de arriba hasta que Tony se las agenció para que un militante («el artillero») de Los Macheteros, el grupo revolucionario boricua, desde el asiento trasero de una moto, acelerada a tope por otro («el conductor»), desenfundara su Magnum y le vaciara el pecho a Aldo Vera con cinco impecables disparos por la espalda, acción a plena luz del día en San Juan que luego Tony se encargaría de reivindicar en La Habana como de la ejecución de su propia mano, y no como uno de sus coordinadores.11
El agua en aspersión electrónica, cayendo sobre las hojas de las orquídeas y de los helechos y de las malangas, es el sonido que estamos escuchando de nuevo en este último domingo de mayo de 1989.
¿Pero entonces, qué es más fuerte, muchacho, el Partido o la mafia?
Sonríe.
Un tipo muy bonito, de buena piel, al que siempre ves pulcramente afeitado y con su estómago plano —encomiable para un cincuentón— y la sólida musculatura apenas perceptible bajo el uniforme de servicio o de su indumentaria de jeans y camisas de cuadros, pero que se revela con vigor cuando lo ves en shorts y camiseta.
Sonríe, y tranquilo, aunque la tensión, de alguna manera, comienza a ser tangible en el ambiente. Más para mí que para Tony. En un principio, creo que su despreocupación obedece a la genética del más valiente, luego me voy por una variante más adecuada a mi experiencia y personalidad: que él nunca estuvo preparado para ser el perseguido.
Entonces creo entender. El estado de alerta máxima y la mirada rápida, felina, de Tony, dirigida a todo su entorno, es su disciplina, su mirada de siempre, una rutina. Es más el gesto mecánico de un Tony acostumbrado a desplazarse en el extranjero. No la de un perseguido político en Cuba.
Pero es alguien a su vez que no comprende. Las palabras de Abrantes de que se esté tranquilo, de que nada va a pasar, y la tradición sostenida de la Revolución Cubana de nunca castigar a sus hombres con la muerte —dos o tres años de ostracismo es, con regularidad, suficiente— acaban de perder toda validez. ¿Cómo puede entender Tony, Abrantes, yo mismo y hasta Fidel Castro que por fin la Revolución Cubana ha alcanzado su verdadero punto de no retorno?
Su adiestramiento. Eso también conspira contra él. Véanlo ese día del verano de 1979, que él gusta tanto recordar. El entonces mayor de Tropas Especiales Antonio de la Guardia llegaba a los accesos del cuartel somocista de Peñas Altas, próximo a la frontera con Costa Rica, y observaba la guardia exterior y hacia donde dirigía sus movimientos y la forma en que desplazaban su patrullaje y Antonio de la Guardia, que en ese momento no era un mayor del MININT sino un voluntario español llamado «Gustavo», iba pasando a una libretita de notas sus cálculos y observaciones y lo que estaba observando era esa guardia exterior y, una vez más en circunstancias semejantes, le asombraba como siempre el silencio del enemigo, y concentrado en su objetivo no atinaba a distinguir el silencio de sus palabras, ni el significado de todos sus gestos, del hombre que no entiende, no atina a aceptar que está siendo observado, y Antonio de la Guardia sabía qué debía estudiar, determinar como principio básico a través de la exploración y de sus prismáticos, el estudio de la situación operativa del portón de acceso al cuartel somocista de Peñas Blancas, y que era una disciplina que tenía sus diferencias entre los mundos militar y de inteligencia. Tenía que medir al enemigo, sus fuerzas, los vecinos, las condiciones meteorológicas y el terreno, hombres adentro, es decir, fuerzas con las que cuentan ellos y las propias, vías de acceso, vías de escape, armamento, y él se viró hacia uno de sus ayudantes cubanos, un tal «Salchicha», Fernando Fernández, y le dijo, no se dan cuenta, nunca se dan cuenta cuando los van a madurar. Era su larga experiencia en emboscadas y en golpes de mano. Una vez se lo había contado a su amigo Norberto Fuentes en el orquideario, la emoción que sentía cuando preparaba estas operaciones y cómo estaba violando aquella intimidad, y aquella violencia. Y este recordar de la escena inicial de Por quién doblan las campanas es para decir que nunca se dan cuenta. No lo supieron. En la primavera de 1989 no se daban cuenta. Véanlo cómo se comporta, el concepto, con un enemigo anónimo y fugaz de Fidel Castro, apenas una visión distorsionada por la lentilla de acercamiento de la mira telescópica de un fusil belga. Fidel mata y luego tiene aquel debate por el relato del Che de cómo él mata, apunta con el fusil en la noche de la primera emboscada del Ejército Rebelde y el guardia que cae fulminado por el disparo del jefe de la Revolución. Es el primer fogonazo y se congela en la historia de la literatura cubana y Fidel Castro no se lo perdona nunca al argentino, que describa el episodio de él, líder cubano como no ha habido otro, cuando le vuela la tapa de los sesos con un disparo de su fusil para matar rinocerontes en marcha frontal al soldado que se despoja del casco, al término de su breve pero excelente trabajo profesional de puntería, la delectación y perfeccionamiento que se busca afinando la mirada para colocar la cruz de fuego en el objetivo —la cabeza del infeliz—, antes de halar el gatillo.12
Inconcebible, fuera de ajuste, que Tony no se diera cuenta al convertirse él mismo en objetivo, inexperiencia de los observadores cuando les toca su turno. Para eso hay que tener algo especial a flor de piel, que te avise, que te diga, chequeo, y uno les pregunta si se han dado cuenta, y dicen, no, no se han dado cuenta, nunca se dan cuenta.
Aunque no se trataba, en efecto, de que lo pudieran matar, porque era la situación a la que se estuvo enfrentando desde los sesenta, sino de que no supiera que la situación era distinta.
Bien, pues, lo último de la jornada fue preguntarle por las llamadas de los últimos días de Abrantes, del 27, y Tony me dijo que lo estaba citando para una reunión, que tenían algo que parlotear, querían saber cómo era el negocio de los yates y Tony le dijo cómo era que lo hacían, traer los yates de Miami, y dijo que toda esa gente del Alto Mando eran tremendos pendejos —su referencia principal era el general de División Luis Barreiros Caramés, el jefe de la DGI, un joven blanco y aburguesado, un rostro pálido—, y luego Tony la emprendía contra el general Orlandito, el jefe de despacho de Abrantes, una especie de florecita delgada y adusta y de gruesas gafas de intelectual con pocos fondos, a los que habían ascendido hacía poco, y en el caso de Luis Barreiros, era uno al que yo había estropeado una operación de adulonería con el ministro Raúl Castro, jodido completo, cuando el único hijo varón de Raúl Castro, Alejandro, estuvo en peligro de perder el ojo derecho porque en Angola se colocó muy cerca del disparo de un lanzacohetes antitanque RPG-7 y lo alcanzó el rebufo, que le dio de lleno en la pupila y Abrantes le dio la orden a Tony de que pusiera todas sus antenas parabólicas y todos los sistemas de búsqueda en función de localizar la última y más refinada información de la medicina occidental para salvarle la visión al muchacho, todo lo que se hallara al respecto, todo eso, se decía, por la monería de estar mandando hijos a la guerra para dar el ejemplo y cuando Tony tuvo disponible en pocas horas toda la información necesaria, yo le dije, dásela tú mismo a Alcibíades y que el Conejo se la dé a Raúl de parte tuya, y ésa era una que Barreiros no me perdonaba.
Eran habituales esas reuniones de Abrantes con Tony pero en esos días se sucedieron con mayor frecuencia.
Tony me dijo que el Veintisiete lo había citado para una reunión. Había algo que parlotear. Abrantes quería saber cómo era el negocio de los yates, y Tony le dijo cómo era ese negocio, cómo era que lo hacían. Traer los yates de Miami. Traer. Era uno de los temas recurrentes de aquel inicio del verano de 1989. Los yates traídos de Miami. Y una de las situaciones recurrentes. Cada dos o tres días, una llamada urgente del Z-27 para el coronel De la Guardia. El Ministro solicitaba que el Coronel se presentara con la mayor brevedad en el Ministerio. Aunque había un evidente formalismo en estas llamadas al coronel Antonio de la Guardia para que se presentara en el despacho del Ministro puesto que Abrantes y Tony jugaban todas las tardes en la cancha de Tropas Especiales una modalidad de squash llamada «front-tenis cubano», una versión del juego en la que se usa pelota de tenis y medidas diferentes a las del squash clásico, y constituían una pareja coordinada, Abrantes en la posición de atrás, zaguero, en la que se desempeñaba notablemente, y Tony como delantero y también con un empeño excelente. Zaguero. Extraña palabra.
Esos yates robados de sus marinas en Miami para que sus dueños cobraran el seguro y Tony los comprara a los «transportistas» por la décima parte de su valor real y lo vendiera a su vez por un precio razonable a las empresas estatales de turismo cubanas, era lo que Tony llamaba negocios triangulares perfectos. El precio «razonable» de Tony en estos casos era no menos de seis veces lo que él le pagaba a sus diligentes ladrones de las marinas miamenses. Y ésas son las embarcaciones con las que aún Cuba mantiene la lujosísima flota estatal de servicio turístico. Cambio de canal. Faltaba algo. Una cuestión.
—¿Tú no has detectado el chequeo?
Se encoge de hombros. Sonríe. Otra vez sonriendo. Su maravillosa sonrisa en el rostro apacible de un hombre irresponsable.
—¿Viste las orquídeas, Norbertus?
Antonio de la Guardia cultivaba orquídeas y el Comandante en Jefe Fidel Castro dejaba vagar su cerebro por los vericuetos de un diseño. Cuidaba orquídeas cuando fue juzgado en secreto. Del diseño a la muerte, Fidel montándose en la oposición. Pero Tony no supo hasta mucho después que ya estaba enfardelado, como decían los cubanos, y lo maravilloso de pasar del diseño a la acción material, todos ellos pasándose la vida concibiendo las cosas. Fidel Castro dándole vueltas a su tubo inhalador nasal de Vicks, y Tony regando flores, aunque el genio filosófico de todos aquellos inventos y maldades, Fidel, tiene estas ideas y tiene su concepción estratégica, siempre, del contragolpe, actuar a la riposta y nunca a la ofensiva, oíganlo bien, siempre a la defensiva, que es el arte de un táctico genial y un rastrojero estratega, siempre con cuatro o cinco posibles ganancias ante cada situación, la misma enseñanza del narco es la de sus confrontaciones militares con los Estados Unidos de América, que se las ha ganado todas, y siempre ha tenido a los Estados Unidos de América al borde de la guerra y ha sabido cómo torearlo.
Así que el refugio se alzaba bajo paños negros en el patio de su casa y era el sitio donde muy pocos tenían acceso y desde donde obviamente habría interés en colocar todos los micrófonos de escucha, el refugio de las orquídeas. Éste era el lugar donde se encontraba cuando fue proclamada su muerte. Estaba con sus sandalias y su pullover y se escuchaba el sisear de las sifas de agua y canturreaba alguna balada, que era el máximo estado de felicidad para este guerrero. Sus orquídeas y helechos trasplantados de Soroa y el siseo acompasado del agua y el recuerdo de una canción. Pero siempre el silencio, y los oficiales de la escucha van a grabar kilómetros de tape en los que sólo se escucha el agua siseando y un lejano silbido o murmullo de Antonio. Pero la mayor parte del tiempo es el silencio y la grabadora no registra sus cejas levantadas.
Estaba ante una dulce orquídea de las tantas de su lujurioso invernadero de 10 metros de largo por 5 de ancho y en el que también crecían helechos —algo inusual en un cubano de su condición que había sido llamado un matarife. Estaba con su habitual pullover de camuflaje, sin mangas, que alternaba en ocasiones con uno también desmangado en el que la palabra playhouse impresa en gruesos caracteres blancos sobre la tela cruzaba de hombro a hombro y en el que lucía un enorme 86 y un short de gimnasta plateado y sandalias ortopédicas de madera y estaba en su soliloquio habitual y levantando las cejas y echando agua aquí y allá y manteniendo las orquídeas con suficiente humedad.
Era el patio en el que había una pérgola con una mesa de aluminio y sillas y la pérgola era de columnas de hierro y tablas en el techo para que creciera a su alrededor una enredadera de campanas y una mesa de cristal donde habitualmente colocaba sus pies desnudos y ése era el lugar donde se podía originar una conspiración y con un pequeño sofá de mimbre y cojines en el que se sentaban dos con cierta dificultad pero que era donde a Tony le gustaba andar descalzo.
Tenía estas orquídeas de la casa de sus padres en Soroa y los helechos y había colocado telas metálicas negras y telas tomadas de las casas de tabaco para atenuar el golpe del sol cubano de plano y había organizado un excelente sistema de riego con mangueritas que echaban agua espasmódicamente pero de esto sí no se podía decir que la procedencia era Soroa. Luego habían venido las semillas extranjeras de muchos de sus viajes en cumplimiento de misiones; siempre hacía o procuraba hacer un alto para comprar semillas de orquídeas. Tenía el dinero para hacerlo puesto que había caja abierta para las misiones especiales, y si no, se rastreaba en las viejas mansiones señoriales que éste es un proceder de una muy sostenida y acendrada costumbre de la Revolución Cubana y que uno de los subordinados de Antonio de la Guardia —puesto que era el jefe de un grupo de comandos, o de rangers, como a él le gustaba que se le reconociera—, Rolando Castañeda Izquierdo, alias «Roli», llamaba la recompensa del corsario y que en un inicio se componía de los robos que le hicieron a la burguesía cubana.
Desde luego que era algo que tenía que ver con el mar y con los hombres de mar y con la sangre española y de la que este grupo quizá fuera el último resultado de esos mares, la última historia de piratería y corsarios y abordaje.
En cuanto a su propio patio, Tony había organizado un sistema de vigilancia con el campesino del fondo de su casa, que se llamaba Rafael, y con el que —en un mal momento, ya superado— se estuvo disputando una mata de plátanos, guerra por unos racimos que colgaban de uno u otro lado y que exactamente un día antes de «asesinarlo», puesto que Tony dijo que resolvía el problema, optó —para empezar— por ofrecerle la máquina reproductora de videocasetes, el campesino Rafael que vivía en una de las casas más desvencijadas de las abandonadas por la burguesía criolla y al que, en vez de separarle la cabeza del torso con una ráfaga de UZI 9 mm con silenciador, Antonio de la Guardia le había cubierto sus necesidades por los próximos 50 años de equipos de video y televisores en colores.
—El Patrick ya llegó, Tony. ¿Ya tú lo viste, no?
—Pasó por aquí —dijo Tony—. Yo no estaba.
Ahora el semblante sí se le ensombrecía.
Problemas entre hermanos.
Patricio, concluida su misión de casi tres años en Angola, había regresado el viernes. Su hermano mellizo y uno de sus dos mejores amigos, yo (el otro «mejor amigo» era Ochoa), todavía estábamos —48 horas después— por darle un abrazo.
—Vamos a verlo mañana —dije, con toda la dulzura que me era posible.
Antonio de la Guardia asintió.
—Mañana —dijo.
Cambio de tema. Ligero rodamiento de la aguja en el dial.
—Oye, ¿y por fin cuándo vamos a casa de Gabo? EÍ tipo está esperando por el cabrón cuadro.
Uno de esos trabajos primitivistas preciosos de Tony, al estilo de los artistas de la comuna del archipiélago de Solentiname, aunque carente de toda tristeza y acendrada derrota y de ese pulso y mirada aborigen de sus artistas, lo contrario en Tony, donde todo se expresa con la alegría deportiva de sus coloridos pescadorcitos que pescan por el placer de pescar los tornasolados pececillos que a su vez son pescados por el placer de dejarse pescar de los briosos riachuelos que atraviesan la tierra de labra donde los minuciosos y forniditos campesinos labran la generosa y fértil tierra por la alegría de obtener los dorados y jugosos frutos que florecen por el puro objetivo de florecer y que son lienzos en los que ni una sola espada española y ni una sola incursión de depredadores mayas proyecta su sombra opresiva sobre los contornos y donde los colores son expresión del juego que debió ser la vida.
Era un estilo trabajado por Tony desde mucho antes de su primera contemplación del Gran Lago de Nicaragua o Cocibolca como veterano asesor de Edén Pastora —el comandante «Cero» de los sandinistas—, y de que Fidel le ordenara convertirse a la ciudadanía nicaragüense para ocupar en propiedad y con todos los derechos legales la jefatura de los Ejércitos de Montaña.
Era uno de los cuadros que yo estaba negociando para que Tony se lo regalara a Gabriel García Márquez con el objeto de que lo colgara en una de las desoladas paredes de su casa habanera.13 Tenía dos propósitos, acercar a mis dos amigos con la intención meditada de beneficiar a uno de ellos: a Tony. En La Habana primaveral de 1989, si no podías conseguir la amistad de Fidel Castro, con la de García Márquez podías ir tirando. De paso, convocaba la gratitud de Gabo hacia mí, su gracejo y tenue reciprocidad, al comprobar el desvelo mío por atenderlo, preocupándome de iluminar al menos una pared de la estancia que se le asignaba en la Revolución Cubana, porque eso era lo que ocurría con los cuadros de Antonio de la Guardia, que iluminaban y que eran la victoria del azul, y un ejército de frutas y de flores y de manantiales y de guijarros lavados por el agua cristalina de los arroyos que brotan en la montaña y de los soles que se multiplican como en un horizonte de Van Gogh, pero soles buenos, apacibles, que surgen para la luz y no la locura, saciaban la mirada de los elegidos que se asomaron a estos paisajes y hubiesen (como ocurrió, en rigor) dulcificado aquella antigua casa de un fabricante de jabones desalojado de Cuba y transmutada en una especie de fortín, aunque con las defensas dispuestas hacia adentro, gracias a la habilidad de los ingenieros del K-J que habían colocado la técnica microfónica y televisiva, porque una cosa era Gabo amigo del Comandante y otra la vigilancia que siempre ha de tenerse con estos personajes.
Por último, quedaba el beneficio probable de una sonrisa aprobatoria del Comandante al reparar en el cuadro y saber por boca del propio Gabo que yo me ocupaba de hacerle más grata la estadía cubana. El Comandante debía saber que no se hallaba solo en su empeño de cortejar a favor de la Revolución al Premio Nobel de Literatura de 1982.
De cualquier manera debía ser cuidadoso para que Tony no se percatara en profundidad de que yo estaba aceptando, de hecho, que Gabo era ya mucho más relevante que él dentro de la Revolución, no herir su susceptibilidad, puesto que si alguien había sido amigo y compañero y si a alguien le correspondía ese lugar al lado de Fidel, no era este extranjero enfundado en su liqui-liqui de lujo y con un «expediente de comprobación» abierto por la Seguridad cubana; su compañero de batalla y de muy difíciles y muy jodidas situaciones de la Revolución, batallas verdaderas quiero decir, con balas y el fuego flamígero de las trazadoras y mordiendo los arrecifes, como cuando esperaban juntos los desembarcos de los teams de infiltración CIA por las costas bajas y la noche impenetrable de Pinar del Río, era Tony. Un bravo. Valiente entre los valientes. Mi hermano, cará.
Pero me las arreglaba para que Tony recibiera la impresión de que yo quería introducirlo con Gabo como parte de una especie de conspiración «suave» en la que íbamos a recoger información paralela sobre la conducta de Fidel y el entourage latinoamericano de Gabo, que regularmente se hallaba revoloteando sobre La Habana. No estaba mal como empeño aislado de inteligencia: obtener esa información.
—Hay que ver al Gabo —dijo Tony a mi requerimiento de que le lleváramos uno de sus cuadros.
Una de sus costumbres: soltar una oración afirmativa sobre algún asunto del que probablemente no tuviese la más remota idea de su naturaleza. Una de las variantes de la actitud que yo llamaba «el piloto automático».
—¿Y al Patrick? —pregunté.
—El Patrick —dijo.
Tony se detuvo.
Me miró en silencio. Una mirada ausente, emitida desde algún punto remoto, inaccesible, de sus sistemas de alerta.
—¿Tú sigues con chequeo?
—Yep —dije.
El inglés cortante y duro de los oestes era la única lengua aceptable en nuestra situación.
Innecesario añadir algo más.14
—¿Yep?
—Yep —dije.
—Estás hecho un caballo-dijo Tony —. Un caballón. Norbertus.
Muy importante estar hecho un caballo, mucho mejor un caballón, aunque la sinecura de Tony estaba siendo trasmitida desde un cerebro, el suyo, que trabaja ya por completo en el régimen de piloto automático severo.
—Tim McCoy —dijo, con absoluta propiedad del tema—. Estás hecho un Tim MacCoy.
—Un caballón —acepté—. Un Tim McCoy. Un Hopalong Cassidy. Un Tarzán.
Tim McCoy. Era uno de los héroes de los primeros western y nosotros lo invocábamos en las postrimerías históricas del comunismo. Tony me estaba llamando así para suavizar una conversación cada vez más críptica, como abriendo una válvula para dejar escapar presión. Mucha la tensión ambiental.
Resultaba obligatorio y era parte del código que en nuestras conversaciones corriera el aire fresco de las bromas y las coloridas expresiones que sabíamos localizar muy bien en la compleja urdimbre de nuestras culturas, de las culturas de sólo tres o cuatro de nosotros, pero que eran amplias y suficientes como para abastecer a los que nos rodeaban y en las que se daba cabida a casi todos las lecturas y/u objetos sobre los cuales hubiésemos establecido contacto visual probablemente desde nuestras adolescencias de los años cincuenta habaneros y en la cual sin que se produjera ninguna clase de estridencias ni de ruidos en el sistema podías ver a Tarzán, con su cuchillo comando de degollar gorilas traidores a la cintura y su coquetona trusita amarilla con pespuntes negros de piel de leopardo tapándole los huevos, un Tarzán que se ha sentado a contemplar con su capacidad intelectual intacta pese a las humedades y los siseos de la selva, un Van Gogh —que era, con Hemingway, nuestro modelo supremo de artista, aunque conservando ambas orejas—, o las tetitas morenas de cualquiera de las modelos de Gauguin, el colonizador, Tarzán nuestro de cada día, que estaba viendo el Café de Noche de Vincent Van Gogh y entiende el concepto a través del cual lo viera el propio pintor cuando le dijo a su hermano Theo, creo que fue a Theo, que en mi cuadro Café de Noche he tratado de decir que el café es un lugar donde uno puede arruinarse, volverse loco, cometer un delito. En fin, he tratado —con contrastes de rosa tierno, de rojo sangre y heces de vino, de dulces verdes Luis XV y Veronés contrastantes con los verde-amarillos y los duros verde-azules, en una atmósfera de caldera infernal, de pálido azufre— de expresar algo parecido a la potencia de las tinieblas de un matadero, ah, Café de Nuit de Van Gogh, visto por Tarzán el Hombre Mono a través de la imaginación disparada y sin consuelo de los dos o tres verdaderos aristócratas de las fuerzas élites cubanas, la cultura diversificada que nos permitía decir, con absoluta propiedad y dominio de conocimientos, que las tres grandes obras de la civilización occidental, son (en orden cronológico): la Ilíada, la Gioconda y Scarface, pero todo menos tener que dispararse el Ulises de Joyce, y una pena (por ausente) que no haya tinieblas en Cuba, y por los años que corrían entonces, tampoco mucho café.